Cosmo trepó a través de una ventana y se encaramó en un balcón para tratar de orientarse. A juzgar por la posición del río del Periplo, estaba en algún lugar del lado oeste de la ciudad. El aullido hiriente de las sirenas y el batir de las alas de los pájaros de la policía que patrullaban el cielo confirmaban esta teoría.
Cosmo hizo oscilar las esposas en el borde. Tenía que decir algo, algo especial para rendir un último homenaje a Mordazas. Cosmo se quedó pensando unos minutos, pero no encontraba palabras para describir su sentimiento de desolación absoluta. A lo mejor así era precisamente como debía ser, a lo mejor no había palabras capaces de expresar un sentimiento como ese. Sabía cómo se sentía, y eso era lo más importante.
Cosmo lanzó las esposas al aire de Ciudad Satélite y estas brillaron bajo las luces de neón como si fueran estrellas fugaces.
Los salvadores de Cosmo parecían salir de una crisis para meterse en la siguiente: acababa de cerrar la ventana tras él cuando los tres irrumpieron por la rejilla del ascensor arrastrando consigo un carrito de supermercado. Mona estaba acurrucada en el interior del carrito, tenía la piel de color verde y estaba tiritando de pies a cabeza.
Cosmo se fue renqueando tras ellos.
—¿Qué ha pasado?
Stefan no respondió, sino que se limitó a limpiar la superficie de fórmica de una mesa de trabajo barriéndola con el brazo.
—Cierra las cortinas —le ordenó.
Cosmo señaló el panel de control fotosensible que había junto a una ventana.
—Pero ¿y el cristal? ¿Por qué no ajusto...?
—Porque los pájaros de la policía ven a través del cristal fotosensible. Por eso los edificios vienen equipados con esos cristales de serie, ¿lo entiendes?
Cosmo corrió las cortinas de arpillera para tapar las ventanas. Apenas unos segundos más tarde, un pájaro gubernamental pasó volando por el edificio. Cosmo oyó un crujido electrónico cuando las ventanas se despolarizaron por control remoto; con las cortinas abiertas, la habitación habría quedado completamente al descubierto. Y no habría pasado nada, siempre y cuando nadie estuviese huyendo de la escena de un crimen, cosa que obviamente estaban haciendo.
Stefan estaba inclinado encima de Mona. El cuerpo esbelto de la chica estaba crispado de dolor, con cada músculo y tendón completamente tenso. Unas frases atropelladas e inconexas en su idioma salían a borbotones de sus labios inertes, y el pelo negro y empapado en sudor se extendía por la superficie de la mesa como algas marinas.
Lorito se subió a la mesa de un salto, extrajo un destornillador de su cinturón y, acto seguido, metió el mango de la herramienta en la boca de Mona para impedir que esta se tragara la lengua.
—No sé qué le pasa —admitió—. Esto es nuevo, nunca había visto esta cepa. —Retiró el adhesivo de una tira térmica y se la pegó a Mona en la frente—. Está ardiendo —anunció, tras leer la temperatura de la tira—. En estado crítico.
—Ve a por un cubo de hielo —ordenó Stefan a Cosmo—. Trae tanto como puedas.
Cosmo avanzó cojeando hasta la nevera y vació un cubo de arena en el suelo. Apoyó el borde contra la lengüeta del dispensador de hielo del frigorífico y observó mientras los cubitos caían con una lentitud exasperante.
—Vamos, vamos.
Tardó casi un minuto en llenar la mitad del cubo. Tendría que bastar de momento. Haciendo caso omiso del dolor de la rodilla, Cosmo regresó a toda prisa a la mesa.
Stefan cogió el cubo y empezó a introducir el hielo en la ropa de Mona. La mirada de Lorito seguía fija en la tira térmica.
—No funciona. Cuarenta y cuatro con cuatro y subiendo.
—¡No! —gritó Stefan, con el rostro tenso de preocupación—. Necesitamos llevarla a un hospital.
—¿Qué hospital? —exclamó Lorito—. He trabajado en todos los hospitales de la ciudad, ¿recuerdas? No hay nada más que el General de Westside y, créeme, si yo no sé cómo tratar algo, ellos tampoco lo saben.
Cosmo se asomó por encima del cuerpo de Stefan. Las convulsiones de Mona se hacían cada vez más violentas, y unos filamentos verdes se extendían por la superficie de sus globos oculares.
—¿Y si le diéramos antibióticos? —sugirió Stefan—. Tenemos que intentar algo.
—¡No! —soltó Cosmo de repente, sin tiempo a impedir que se le escapara de los labios.
Lorito bajó de la mesa de un salto.
—¿No? ¿Y tú cómo lo sabes, chaval?
Todos los dolores de Cosmo escogieron ese momento para volver a manifestarse.
—No sé. Algo, tal vez. A lo mejor he visto esto antes, en el instituto. ¿Qué le ha pasado?
—No tenemos tiempo para esto —dijo Stefan—. Hay que llevarla al General cuanto antes. Correremos el riesgo.
Lorito se encaró con el chico alto. Un David contra Goliat.
—¿Que correremos el riesgo? Para cuando nos atiendan, ya estará muerta. Lo sabes tan bien como yo. Oigamos qué tiene que decir el chico.
Bueno, chaval, ¿qué necesitas saber?
Cosmo rehuyó la mirada de Stefan.
—Solo qué ha pasado exactamente. ¿Cómo se ha puesto así?
Stefan arqueó una ceja.
—Hubo una explosión en la planta química de Komposite. Estábamos haciendo un barrido en busca de Parásitos cuando nos sorprendieron los guardias locales y uno le disparó un dardo a Mona. Se ha ido poniendo cada vez peor desde entonces.
Cosmo se estrujó los sesos: por ley, los guardias de seguridad privada no estaban autorizados a llevar armas, así que sorteaban ese problema pertrechándose de varas electrizantes no letales que disparaban balas de celofán o distintos dardos químicos. La opción de los dardos era especialmente ingeniosa, porque técnicamente no eran letales siempre y cuando la víctima permaneciese en el lugar de los hechos el tiempo suficiente para poder recibir el antídoto.
—¿De qué color era la funda protectora del dardo?
Lorito arrugó la frente.
—¿La funda? Pues no estoy seguro. Verde, tal vez.
—¿Con una raya blanca en el lado?
—Puede ser. No estoy seguro.
—Sí —contestó Stefan—. Con una raya blanca. Recuerdo que le quité la funda a Vasquez de la pierna. Verde y blanca.
Cosmo cerró los ojos, evocando el instituto.
—Esos dardos de Komposite se probaron en el Clarissa Frayne. Me acuerdo. Los de color verde y blanco eran los peores. Los llamábamos balas trepadoras. Los chicos se pasaban horas y horas vomitando, aun después de que les administraran el antídoto. Tuvieron que reforzar las cañerías de todo el instituto. Pero uno de los chicos encontró una cura: se comió un bocadillo florecido y se encontró mucho mejor. No fue el pan, fue...
—El moho —completó la frase Lorito—. ¡Claro! Es un virus que ataca a la flora. La celulosa lo destruiría. Necesitamos plantas.
Cosmo se acercó renqueando a las flores envueltas en celofán.
—Aquí. Aquí mismo.
Extrajo una sola flor del ramo y partió en pedazos pequeños el tallo y las hojas del lirio para, acto seguido, metérselos en la boca. Dio el resto a Lorito, quien lo imitó. Stefan cogió otra flor y se metió el tallo en la boca.
Mascaron con energía, haciendo caso omiso del regusto agrio que les resbalaba por la garganta.
Los tallos estaban duros y se partían en filamentos largos, negándose a quedar reducidos a pequeños trozos. Sin embargo, Cosmo y los demás no cejaron en su empeño y siguieron machacando los filamentos entre sus molares. Un hilillo de zumo verdoso les caía por la barbilla. Al final, se escupieron una masa de pasta verde en la palma de la mano.
—Hay que aplicarlo a la herida —ordenó Cosmo.
El niño Bartoli rasgó los pantalones de Mona y escupió el pringue mascado que tenía en la boca directamente en la señal del pinchazo del muslo de la chica. Stefan añadió su porción de pasta a la herida y la masajeó en el interior del agujero inflamado.
Cosmo quitó el destornillador de la boca de Mona y metió la pasta a la fuerza entre los dientes castañeteantes. Mona sintió arcadas, sin dejar de temblar, pues su cuerpo rechazaba la planta de modo natural, pero Cosmo le masajeó la tráquea hasta obligarla a tragar. Poco a poco, cada vez más porción de la masa verde se deslizaba por la garganta de la chica. Para cuando hubo terminado, los dedos de Cosmo estaban teñidos de sangre de tantos mordiscos.
Durante lo que pareció una eternidad, no hubo cambios en el estado de Mona, pero entonces...
—Cuarenta y tres con nueve —anunció Lorito—. Le está bajando la fiebre.
Mona seguía con la mirada perdida, pero al menos los filamentos verdes empezaron a latir con menos fuerza hasta que desaparecieron del todo.
Lorito comprobó la tira térmica.
—Cuarenta y dos con dos. Está funcionando, que me empaqueten si no es verdad.
Los ojos de Mona hicieron un amago de parpadeo. ¿Los reconocía?
—Treinta y siete con ocho. Treinta y siete con dos.
El cuerpo debilitado de la chica se desplomó sobre la mesa. Paulatinamente, la tensión fue aflojando la presión sobre sus músculos.
—Treinta y seis con seis. Normal. Se pondrá bien.
Mona se puso de costado y vomitó un líquido verde sobre las baldosas.
Lorito esbozó una sonrisa angelical.
—Eso te pasa por comer alfalfa.
Asearon a Mona y la acostaron en una cama. —Ahora lo que necesita es dormir —explicó Lorito—. Es mejor que cualquier medicina.
A Cosmo no le habría importado echarse él unas horas; habían pasado muchas cosas en los minutos que llevaba despierto, pero tenía que averiguar unas cuantas más.
—¿Se puede saber quiénes sois? —inquirió—. ¿Qué está pasando aquí?
Stefan estaba reparando con cinta aislante lo que quedaba de su ramo de flores.
—Nosotros vivimos aquí, así que la pregunta sería más bien quién eres tú.
Parecía justo.
—Soy Cosmo Hill. Cuando me encontrasteis estaba escapándome del Instituto Clarissa Frayne para Chicos con Dificultades de Relación con los Padres.
Lorito se echó a reír.
—Cosmo Hill. A ti te encontraron en los alrededores de Cosmonaut Hill, ¿verdad?
—Sí, así es.
—Los orfanatos llevan siglos usando ese viejo truco. Una vez conocí a un hombre de San Francisco que se llamaba Holden Gate. Adivina dónde lo encontraron.
—El supervisor Redwood vendrá a por mí y a por Mordazas.
Lorito negó con la cabeza.
—No. Por lo que a las autoridades respecta, estás tan muerto como tu amigo, Cosmo. Trabajé un par de meses en la enfermería de un orfanato hasta que me enteré de lo que ocurre allí dentro. Todos los orfanatos, y todas las demás instituciones de comercio humano, utilizan microlocalizadores en los poros para mantener vigilados a sus residentes en todo momento. El generador de ese tejado debe de haber carbonizado todos los localizadores de tu piel. Estás limpio y libre, eres una «no-persona».
Cosmo sintió cómo si le acabaran de quitar un peso físico de encima.
—Ahora me toca a mí. ¿Quiénes sois?
—¿Que quiénes somos? —Lorito señaló con aire teatral a Stefan—. Ese es Stefan Bashkir, segunda generación de pobladores de Ciudad Satélite, de descendencia rusa. Yo soy Luden Bonn, alias Lorito, por mi manía desquiciante de repetir lo que dice la gente. Y Mona Vasquez, supongo que ya lo sabes.
—Ahora ya sé cómo os llamáis, pero ¿qué hacéis?
Lorito separó los brazos, extendiéndolos al máximo.
—Nosotros, Cosmo Hill, somos los únicos e incomparables Sobrenaturalistas.
Los labios de Cosmo dibujaron una sonrisa débil.
—¿Cómo? ¿Es que no os gusta llevar ropa?
Stefan no pudo reprimir una carcajada.
—Esos son los naturistas, Cosmo, y ya nadie hace esas cosas, sobre todo después de que la capa de ozono se haya vuelto tan fina que parece film transparente. Nos hacemos llamar los Sobrenaturalistas porque cazamos criaturas sobrenaturales.
—Yo no —interrumpió Lorito—. Yo soy médico. Intento curar a la gente, eso es todo. Lo de la caza se lo dejo a Stefan. Es el único que se ha entrenado en una academia de policía.
Cosmo miró a la chica durmiente.
—¿Y qué hay de Mona? No es policía, no con ese tatuaje...
—No —le dio la razón Stefan—. Mona se ocupa del transporte. Tiene algo de... mmm... formación en ese campo.
Cosmo asintió con la cabeza. Hasta entonces todo quedaba bastante claro, pero tenía el presentimiento de que su siguiente pregunta iba a destapar un mundo completamente nuevo.
—Y esas criaturas sobrenaturales... ¿Qué son? Supongo que os estáis refiriendo a esos bichos azules que había en la azotea...
Al fruncir el ceño, a Stefan se le empequeñecieron los ojos.
—Exactamente. Los Parásitos han estado alimentándose de nosotros desde Dios sabe cuándo; chupándonos la vida de nuestro propio cuerpo. Tú lo sabes, lo has visto. No todo el mundo lo ve.
—Me llamaste Oteador.
Stefan se sentó enfrente de Cosmo. Era un personaje carismático, de unos dieciocho años y de rasgos atormentados. El pelo negro azabache se le erizaba en puntas rebeldes y le nacía una cicatriz rosada en la comisura de los labios, dando la impresión de una sonrisa picaruela, una impresión que para nada encajaba con el dolor de su mirada. Sus ojos seguramente eran azules, pero a Cosmo le parecían más negros que el espacio sideral. Saltaba a la vista que Stefan era el líder de aquella estrambótica pandilla, lo llevaba escrito en su forma de ser, por el modo en que se repantigaba en la silla, por la forma en que Lorito se dirigía automáticamente a él, a pesar de que el niño Bartoli era varios años mayor.
—No hay muchos como nosotros —explicó Stefan, mirando a Cosmo directamente a los ojos. Resultaba difícil no desviar la mirada—. No los suficientes para que nos crean, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de los Oteadores son unos críos; a lo mejor tenemos la mente más abierta, no lo sé. Lorito es el único Oteador adulto que he conocido, eso si se puede considerar a Lorito un adulto.
—Vaya, vaya. No me digas que Stefan ha hecho un chiste... —exclamó Lorito, al tiempo que levantaba el brazo para darle un golpecito a Stefan en el costado—. No es que haya tenido mucha gracia, la verdad, pero no ha estado mal para ser la primera vez.
Stefan se frotó el costado con agonía fingida.
—Nunca habías visto a las criaturas con anterioridad a esa noche en la azotea, ¿verdad, Cosmo?
Cosmo negó con la cabeza. Se acordaría.
—La visión suele ocurrir después de una experiencia cercana a la muerte, y creo que lo que te pasó a ti cuenta como una experiencia cercana a la muerte.