—Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces. Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra.
Pagué.
El tiempo, un niño que juega y mueve los peones.
HERÁCLITO, fragmento 59.
Carta del doctor Federico Moraes.
Buenos Aires, martes 15 de julio de 1958.
Señor Alberto Rojas,
Lobos, F.C.N.G.R.
Mi querido amigo:
Como siempre a esta altura del año, me invade un gran deseo de volver a ver a los viejos amigos, tan alejados ya por esas mil razones que la vida nos va obligando a acatar poco a poco. Usted también, creo, es sensible a la amable melancolía de una sobremesa en la que nos hacemos la ilusión de haber sido menos usados por el tiempo, como si los recuerdos comunes nos devolvieran por un rato el verdor perdido.
Naturalmente, cuento con usted en primerísimo término y le envío estas líneas con suficiente antelación como para decidirlo a abandonar por unas horas su finca de Lobos donde el rosedal y la biblioteca tienen para usted más atractivos que todo Buenos Aires. Anímese, y acepte el doble sacrificio de subir al tren y soportar los ruidos de la capital. Cenaremos en casa, como en años anteriores, y estaremos los amigos de siempre, con excepción de. Pero antes prefiero dejar bien establecida la fecha para que usted se vaya haciendo a la idea; ya ve que lo conozco y que preparo estratégicamente el terreno. Digamos, entonces, el.
Carta del doctor Alberto Rojas.
Lobos, 14 de julio de 1958.
Señor Federico Moraes.
Buenos Aires.
Querido amigo:
Quizá le sorprenda recibir estas líneas tan pocas horas después de nuestra grata reunión en su casa, pero un incidente ocurrido durante la velada me ha afectado de tal manera que me veo precisado a confiarle mi preocupación. Ya sabe que detesto el teléfono y que tampoco me apasiona escribir, pero tan pronto pude pensar a solas en lo sucedido me pareció que lo más lógico y hasta elemental era enviarle esta carta. Para serle franco, si Lobos no estuviera tan alejado de la capital (un hombre viejo y enfermo mide de otra manera los kilómetros) creo que hubiera vuelto hoy mismo a Buenos Aires para conversar con usted de este asunto. En fin, basta de exordios y vamos a los hechos. Pero antes, querido Federico, gracias otra vez por la magnifica cena que nos ofreció como solamente usted sabe hacerlo. Tanto Luis Funes como Barrios y Robirosa coincidieron conmigo en que es usted una de las delicias del género humano (Barrios dixit) y un anfitrión insuperable. No le extrañará, pues, que a pesar de lo acontecido guarde todavía la satisfacción un poco nostálgica de esa velada que me permitió alternar una vez más con los viejos amigos y pasar revista a tantos recuerdos que la soledad va limando inapelablemente.
Lo que voy a decirle, ¿es realmente una novedad para usted? Mientras le escribo no puedo dejar de pensar que quizá su condición de dueño de casa lo movió anoche a disimular la incomodidad que debía haberle producido el desagradable incidente entre Robirosa y Luis Funes. Por lo que toca a Barrios, distraído como siempre, no se dio cuenta de nada; saboreaba con harta fruición su café, atento a las anécdotas y a las bromas, y siempre pronto a aportar esa gracia criolla que todos le festejamos tanto. En resumen, Federico, si esta carta no le dice nada de nuevo, mil perdones; de cualquier manera creo que hago bien en escribírsela.
Ya al llegar a su casa me di cuenta de que Robirosa, siempre tan cordial con todo el mundo, se mostraba evasivo cada vez que Funes le dirigía la palabra. Al mismo tiempo noté que Funes era sensible a esa frialdad y que en varias ocasiones insistía en hablar con Robirosa como sí quisiera asegurarse de que su actitud no era el mero producto de una distracción momentánea. Cuando se cuenta con comensales tan brillantes como Barrios, Funes y usted, el relativo silencio de los demás pasa inadvertido y no creo que fuese fácil reparar en que Robirosa sólo aceptaba el diálogo con usted, con Barrios y conmigo, en las raras ocasiones en que preferí hablar a escuchar.
Ya en la biblioteca, nos disponíamos a sentarnos junto al fuego (mientras usted daba algunas instrucciones a su fiel Ordóñez) cuando Robirosa se apartó del grupo, fue hacia una de las ventanas y se puso a tamborilear en los cristales. Yo había cambiado unas frases con Barrios —que se empeña en defender las abominables experiencias nucleares— y me disponía a ubicarme confortablemente cerca de la chimenea; en ese momento giré la cabeza sin ninguna razón especial, y vi que Funes se apartaba a su vez e iba hacia la ventana donde aún permanecía Robirosa. Ya Barrios había agotado sus argumentos y miraba distraídamente un número de Esquire, ajeno a lo que sucedía más allá. Una rareza acústica de su biblioteca me permitid percibir con una sorprendente claridad las palabras que se decían en voz baja junto a la ventana. Como me parece seguir oyéndolas, las repetiré textualmente. Hubo una pregunta de Funes: «¿Se puede saber qué te pasa, che?», y la respuesta inmediata de Robirosa: «Andá a saber qué nombre caritativo te dan en esa embajada. Para mí no hay más que una manera de llamarte, y no lo quiero hacer en casa ajena.»
Lo insólito del diálogo, y sobre todo su tono, me confundieron al punto de que me pareció estar cometiendo una indiscreción y desvié la mirada. En ese mismo momento usted terminaba de hablar con Ordóñez y lo despedía; Barrios se refocilaba con un dibujo de Varga. Sin volver a mirar hacia la ventana, oí la voz de Funes: «Por lo que más quieras te pido que.», y la de Robirosa, cortándola como un látigo: «Esto ya no se arregla con palabras, che.» Usted golpeó amablemente las manos, invitándonos a sentarnos cerca del fuego, y le quitó la revista a Barrios que se empeñaba en admirar una página particularmente atractiva. Entre las bromas y las risas, alcancé todavía a oír que Funes decía: «Por favor, que Matilde no se entere.» Vi vagamente que Robirosa se encogía de hombros y le daba la espalda. Usted se había acercado a ellos, y no me sorprendería que hubiese escuchado el final del diálogo. Entonces Ordóñez apareció con los cigarros y el coñac, Funes vino a sentarse a mi lado, y la conversación nos envolvió una vez más y hasta muy tarde.
Mentiría, querido Federico, si no agregara que el incidente bastó para malograrme el fin de una velada tan grata. En estos tiempos de amenazas bélicas, fronteras cerradas y codiciables pozos de petróleo, una acusación semejante adquiere un peso que no hubiera tenido en épocas más felices; el hecho de que naciera de un hombre tan estratégicamente situado en las altas esferas como Robirosa, le da un peso que sería pueril negar, aparte del matiz de admisión que, lo reconocerá usted, se desprende del silencio y la súplica del acusado.
En rigor, lo que pueda haber ocurrido entre nuestros amigos sólo nos concierne indirectamente. En ese sentido estas líneas suplantan un comentario verbal que las circunstancias no me permitieron en el momento. Estimo demasiado a Luis Funes como para no desear haberme equivocado, y pienso que mi aislamiento y la misantropía que todos ustedes me reprochan cariñosamente pueden haber contribuido a la fabricación de un fantasma, de una mala interpretación que dos líneas suyas disiparán tal vez. Ojalá sea así, ojalá se eche usted a reír y me demuestre, en una carta que desde ya espero, que los años me dan en canas lo que me quitan en inteligencia.
Un gran abrazo de su amigo
Alberto Rojas.
Buenos Aires, miércoles 16 de julio de 1958.
Señor Alberto Rojas.
Querido Rojas:
Si se propuso asombrarme, alégrese: triunfo completo. Aunque me resisto a creerlo, por viejo y por escéptico, tengo que admitir sus poderes telepáticos a menos de atribuir su éxito a una casualidad aun más asombrosa. En fin, soy buen jugador y me parece justo recompensarlo con la plena admisión de mi sorpresa y mi desconcierto. Pues sí, amigo mío; su carta me llegó en el momento exacto en que yo le garabateaba unas líneas, como hago todos los años, para invitarlo a cenar en casa dentro de un par de semanas. Empezaba un párrafo cuando se presentó Ordóñez con un sobre en la mano; reconocí de inmediato el papel gris que usa usted desde que nos conocemos, y la coincidencia me hizo soltar la estilográfica como si fuera un ciempiés. ¡Compañero, a eso le llamo yo hacer blanco a ojos cerrados!
Pero coincidencia aparte le confieso que su broma me ha dejado perplejo. Por lo pronto me maravilla que haya acertado con todos los detalles. Primero, sospechó que no tardaría en enviarle una invitación para cenar en casa; segundo (y esto ya me deja estupefacto) dio por sentado que este año no invitaría a Carlos Frers. ¿Cómo se las arregló para adivinar mis intenciones? Se me ocurre pensar que alguien del club pudo haberle dicho que Frers y yo andábamos distanciados después de la cuestión del Pacto Agrícola, pero por otra parte, usted vive aislado y sin alternar con nadie. En fin, me inclino ante su genio analítico, si de análisis se trata. Yo tengo más bien una impresión de brujería, admirablemente ilustrada por el recibo de su carta en el preciso momento en que me disponía a escribirle.
De todas maneras, querido Alberto, su habilísima invención tiene un reverso que me preocupa. ¿Qué objeto persigue con esa acusación indirecta contra Luis Funes? Que yo sepa, ustedes han sido siempre muy buenos amigos, aunque la vida nos vaya llevando a todos por caminos diferentes. Si realmente tiene algo que reprocharle a Funes, ¿por qué me escribe a mí y no a él? En último término, ¿por qué no hacer partícipe de su acusación a Robirosa, dadas las funciones especiales que sus amigos más íntimos sabemos que desempeña en la Cancillería? En vez de eso ensaya usted una complicada carambola a tres bandas, cuyo sentido prefiero no indagar por el momento. Con toda sinceridad le confieso mi desazón frente a una maniobra que me resisto a creer una mera broma puesto que toca al honor de uno de nuestros' amigos más queridos. A usted lo he tenido siempre por hombre íntegro y leal, a quien sus mismas cualidades lo han llevado en tiempos de corrupción y venalidad a refugiarse en una finca solitaria, entre libros y flores más puros que nosotros. Y así, aunque me admire e incluso divierta el juego de casualidades o de aciertos de su carta, cada vez que la releo me invade un desasosiego en el que la definición misma de nuestra amistad parece amenazada. Perdóneme la franqueza o si no me perdona, acláreme el malentendido y liquidemos la cuestión.
Huelga decir que todo esto no altera en nada mi intención de que nos reunamos en mi casa el 30 del corriente, tal como se lo anunciaba en una carta que interrumpió la llegada de la suya. Ya he escrito a Barrios y a Funes, que andan por las provincias, y Robirosa me ha telefoneado aceptando la invitación. Como las obras maestras no deben quedar ignoradas, no le extrañará que le haya hablado a Robirosa de su extraordinaria broma epistolar. Pocas veces lo he oído reírse con tantas ganas. A mí su carta me divierte menos que a nuestro amigo, y hasta creo que unas líneas suyas me quitarían eso que se da en llamar un peso de encima.
Hasta esas líneas, pues, o hasta que nos veamos en casa.
Muy sinceramente.
Federico Moraes.
Lobos, 18 de julio de 1958.
Señor Federico Moraes.
Querido amigo:
Usted habla de asombro, de casualidades, de triunfos epistolares. Muchas gracias, pero los cumplidos que sólo encubren una mixtificación no son los que prefiero. Si encuentra un tanto fuerte el término, aplíquese en carne propia el sentido crítico que tanto lo ha ilustrado en el foro y la política, y reconocerá que la calificación no es exagerada. O bien, cosa que preferiría, dé por terminada la broma si de broma se trata. Puedo comprender que usted —y quizá el resto de los que asistieron a la cena en su casa— traten de echar tierra sobre algo que alcancé a saber por un azar que deploro profundamente. También puedo comprender que su vieja amistad con Luis Funes lo mueva a fingir que mi carta es una pura broma, a la espera de que yo pesque el hilo y me llame a silencio. Lo que no entiendo es la necesidad de tantas complicaciones entre gentes como usted y yo. Bastaba con pedirme que olvidara lo que escuché en su biblioteca; ya deberían ustedes saber que mi capacidad de olvido es muy grande apenas adquiero la certidumbre de que puede serle útil a alguien.
En fin, pongamos que la misantropía agregue su acíbar a estos párrafos; detrás, querido Federico, está su amigo de siempre. Un tanto desconcertado, eso sí, porque no alcanzo a entender la razón de que quiera reunirnos nuevamente. Además, ¿por qué llevar las cosas a un extremo casi ridículo y referirse a una supuesta invitación, interrumpida al parecer por la llegada de mi carta? Si no tuviese el hábito de tirar casi todos los papeles que recibo, me complacería en devolverle adjunta su, esquela del.
Interrumpí esta carta para cenar. Por el boletín de la radio acabo de enterarme del suicidio de Luis Funes. Ahora comprenderá usted, sin necesidad de más palabras, por qué quisiera no haber sido testigo involuntario de algo que explica bien claramente una muerte que asombrará a otras personas. No creo que entre estas últimas figure nuestro amigo Robirosa, a pesar de la risa que según usted le produjo el contenido de mi carta. Ya ve que a Robirosa no le faltaban razones para sentirse satisfecho de su labor, y presumo que hasta debió complacerle que hubiera un testigo presencial del penúltimo acto de la tragedia. Todos tenemos nuestra vanidad, y quizá a Robirosa le duele a veces que sus altos servicios a la nación se cumplan en el más indiferente de los secretos, por lo demás sabe muy bien que en esta ocasión puede contar con nuestro silencio. ¿Acaso el suicidio de Funes no le da cumplidamente la razón?