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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (13 page)

BOOK: Expatriados
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Después volvió a su ordenador. El sitio web de Diseño de Interiores Julia Maclean estaba, desde luego, muy bien hecho. Era obra de un profesional. Los elementos principales eran música ambiental, imágenes que se fundían unas con otras, tipografías variadas y frases pegadizas. Había varias docenas de fotografías de espacios decorados, agradables pero sin especial interés. Según una de las secciones, el estilo era «tradicional ecléctico», lo que al parecer equivalía a mezclar antigüedades americanas con aspecto de ser muy caras con máscaras tribales africanas, taburetes chinos y cerámica mexicana.

No había comentarios de clientes ni frases de famosos expresando su apoyo. No había una sección dedicada a apariciones en prensa ni enlaces a otras páginas. La biografía decía:

Julia Maclean, natural de Illinois, estudió Arquitectura y Arte Textil en la universidad y posee un máster en Bellas Artes, en la especialidad de Diseño de Interiores. Antes de crear su propia empresa colaboró con varias prestigiosas firmas y en la última década ha reunido una fiel cartera de clientes gracias a su enfoque personal aunque clásico del interiorismo. Julia se desenvuelve a la perfección tanto con el modernismo propio de Lake Shore Drive como con el tradicionalismo de North Shore y es una de las decoradoras más solicitadas de todo Chicago.

En la página de contacto había una dirección de correo electrónico, pero no postal; tampoco números de teléfono ni de fax, nombres de empleados o colegas, socios o referencias.

En ninguna de las páginas de aquel esmerado sitio web había un dato que remitiera a una persona o a un lugar reales.

Kate había visto antes sitios web como este. Inventados. Tapaderas.

—¡Chicos! —gritó Kate ignorando momentáneamente a su marido. En realidad, ignorándolo no, solo no respondiéndole—. ¡El desayuno!

Puso las crepes en la mesa del comedor, una rellena de Nutella y la otra de Speculoos, ambas bien enrolladas. Parecía ser que en Luxemburgo no vendían gofres congelados, desde luego no de la marca Blueberry Eggos. Por suerte los niños estaban demostrando ser flexibles en lo referente a los dulces que tomaban para desayunar.

No ocurría lo mismo con lo de no ver a su padre todos los días. Kate estaba descubriendo que era incapaz de soportar por más tiempo sus quejas sobre estas ausencias, que ella interpretaba como síntomas de una maternidad insatisfactoria. Si los niños necesitaban tanto a su padre, entonces no debían de quererla mucho a ella.
Quod erat demostrandum
.

Si lo pensaba racionalmente, sabía que esto no era así, pero irracionalmente sentía que sí.

—No —dijo volviéndose hacia Dexter, enfadada y demostrándolo, a propósito—. No recuerdo que me dijeras una sola palabra de irte a Sarajevo esta semana.

Intentó calmarse, decirse a sí misma que los viajes de trabajo rara vez eran opcionales; eran algo estresante, ni placenteros ni divertidos. Y Sarajevo era uno de los últimos lugares adonde Dexter querría ir. Sentía rechazo por la ex-Yugoslavia en general desde el asesinato de su hermano.

—Bueno —dijo Dexter—, pues tengo que ir.

Kate no debería enfadarse con él por tener que irse, por dejarla sola con los niños en un país extraño, sola y sintiéndose sola. Pero así era.

—¿Y cuándo vuelves?

Los niños se instalaron en sendas sillas frente a la televisión. En Washington jamás habían visto un episodio de
Bob Esponja
; ni siquiera sabían que existía
Bob Esponja
en inglés. Lo que veían era
Bob l’Eponge
, un invento francés.

—El viernes por la noche.

—¿Y qué vas a hacer exactamente en Sarajevo?

Este era el segundo viaje de Dexter a esta ciudad; además había ido a Liechtenstein, Ginebra, Londres y Andorra.

—Ayudar a unos clientes del banco a reforzar sus sistemas de seguridad.

—¿El banco no tiene gente para hacer eso? —preguntó Kate—. ¿En Bosnia?

—Para eso me pagan, para hacer que los clientes se sientan a gusto. Eso es lo que hago, Kat.

—Kate.

Dexter no dijo nada. Kate abrió la boca para gritarle, pero no podía o no quería hacerlo delante de los niños.

Se encerró en el cuarto de baño con un portazo y se reclinó sobre el lavabo, que ella misma se había ocupado de dejar impoluto. Se miró en el espejo mientras notaba las ganas de llorar. Se frotó un ojo y después el otro, pero no servía de nada, ya estaba llorando. Abrumada por lo indeleble de su soledad. Porque se sentía una extraña, incapaz de imaginar que algún día llegaría a ser como esas otras mujeres, satisfechas con esta clase de vida, sentadas en un café y riéndose de las torturas que supone la depilación. Pasándolo en grande, o al menos dando la impresión, a Kate y también a sí mismas, de que tenían una vida estupenda.

Kate y Dexter no llevaban una vida agradable, todavía no. Habían hecho fotocopias compulsadas de sus pasaportes, certificados de residencia y de matrimonio para solicitar el permiso de residencia. Habían abierto cuentas bancarias, contratado pólizas de seguros, comprado teléfonos móviles, pequeños electrodomésticos y albóndigas congeladas de Ikea. Habían ido en coche a la segunda ciudad más grande del país, Esch-sur-Alzette, para comprar un Audi ranchera de segunda mano y automático con menos de cincuenta mil kilómetros. Les había llevado varias semanas de búsquedas en Internet encontrar el modelo, las mismas que habían tardado en darse cuenta de que, en Luxemburgo,
break
significaba «ranchera».

Iban tachando cosas de una lista que habían pegado con un imán a la pequeña nevera. En la lista había diecinueve cosas y ya habían tachado quince.

La última era:
Empezar una nueva vida
.

Tal vez todo aquello fuera una terrible equivocación.

—No sé nada concreto sobre Torres —había dicho Kate.

—¿Y algo en general?

Hizo un esfuerzo por no apartar la vista. Llevaba esperando esas preguntas desde que se inició este proceso. Llevaba cinco años esperándolas.

—A Torres no le faltaban enemigos —dijo.

—Sí. Pero en el momento de su muerte no estaba especialmente activo, ¿verdad? Es extraño que lo neutralizaran precisamente entonces.

Kate consiguió a duras penas sostener la mirada.

—Las rencillas no expiran.

Evan sostenía el bolígrafo sobre el bloc de notas, aunque no se había dicho nada digno de ser anotado. Golpeó con la punta en el papel cuatro veces, con suavidad, manteniendo el ritmo.

—Sí —dijo—. Eso desde luego.

—Vaya, vaya, esto sí que es una sorpresa agradable.

Kate caminaba por la peatonal Grand Rue, flanqueada por panaderías,
chocolatiers
y carnicerías, tiendas de ropa interior y zapaterías, farmacias y joyerías. La calle peatonal se abría parcialmente al tráfico por las mañanas, para el reparto. Había pequeñas furgonetas circulando despacio calle abajo o aparcadas frente a tiendas, esperando. Las dependientas descorrían cerrojos, cambiaban cosas de sitio, se retocaban el peinado y el maquillaje; los repartidores accionaban elevadores hidráulicos, empujaban carros o transportaban pesadas cajas. Y allí estaba el supuesto Bill Maclean, el agente de divisas inexistente de Chicago.

—Sí —dijo Kate—. Desde luego. ¿Cómo es que no estás en el trabajo esta mañana?

Kate quería haberle hablado a Dexter de sus investigaciones. Le había divertido un tanto descubrir que los Maclean eran, en cierta medida, seres ficticios. Pero también había imaginado situaciones en las que eran fugitivos de la justicia acusados de estafa o que pertenecían a un programa de protección de testigos. Podían ser mafiosos viviendo en la clandestinidad. Ladrones de bancos, asesinos, criminales peligrosos a la fuga. Y también cabía la posibilidad de que fueran agentes de la CIA.

Contarle aquello a Dexter tenía una serie de inconvenientes. En primer lugar estaba el hecho de que Bill y él se estaban haciendo amigos. De hecho, Bill era su único amigo. Habían vuelto a jugar juntos al tenis; en otra ocasión habían salido a cenar y Dexter había vuelto a casa tarde y feliz de la vida.

Kate y Dexter habían ido juntos a una cata de vinos organizada por el Club de Mujeres Americanas; habían asistido a una reunión de padres del colegio; habían ido al cine y al teatro. Una familia los había invitado a cenar a su casa y ellos a su vez habían invitado a otra. Así pues, conocían a gente. Pero en realidad era Kate la que conocía a unas cuantas mujeres y Dexter se limitaba a acompañarla en calidad de marido, charlando de cosas sin importancia con banqueros ingleses, abogados holandeses y comerciales suecos. Bill Maclean era amigo de Dexter y Kate no quería quitarle eso. No quería que pareciera que quería quitárselo.

El segundo impedimento era que no quería revelar que aquella manía suya de investigar a la gente por Internet le venía de su costumbre de no confiar en nadie. Un hábito cuya génesis estaba en la convicción de que ella misma no era de fiar.

—Oh, oh —dijo Bill con una sonrisa traviesa—. Me parece que me has pillado.

—¿Haciendo qué?

Y en tercer lugar, no podía admitir que parte de su motivación, una parte minúscula, pero no inexistente, era sexual.

—Bueno, mi mujer está fuera de la ciudad. Se ha ido a Bruselas esta mañana.

Kate había decidido que no le diría nada a Dexter sobre la naturaleza fantasma de los Maclean. Al menos hasta que hubiera descubierto algo más, si es que lo hacía. O hasta que intentara descubrir más y se encontrara con que no podía, lo que en sí sería también un descubrimiento.

—Así que he salido a pasear por la
ville
—Bill dio un paso para acercarse a Kate, luego otro y a continuación le susurró al oído— en busca de una mujer con la que pasar la tarde en la cama.

Kate abrió la boca de par en par.

Bill sonrió aún más y después se echó a reír.

—Es broma —dijo enseñando una bolsa pequeña—. Tenía que comprar algo en la tienda de informática.

Kate le dio una palmada en el pecho, pero no demasiado fuerte.

—Cabrón.

Le miró, intrigada, y él le sostuvo la mirada, juguetón. Aquello podría ser divertido. Tal vez les vendría bien a los dos, quizá incluso a los cuatro. Un coqueteo sin importancia, como tantos otros.

—Fue bastante impresionante tu actuación en París —dijo—. Muy valiente. Muy viril.

—Bah —dijo Bill en tono burlón—. No fue nada.

—¿Dónde aprendiste a hacer esas cosas?

—No aprendí nada. Es que tengo unos reflejos rápidos como el rayo.

Aquello sonaba a mentira, pero Kate sabía cuándo no debía insistir.

—¿De verdad está Julia en Bruselas?

—Sí. Ha ido a ver a una vieja amiga que está de paso, por alguna de esas extrañas razones por las que la gente va a Bélgica.

—¿Una amiga de la universidad?

—No.

—¿A qué universidad fue Julia, por cierto? —Kate mantenía los ojos fijos en Bill buscando algún indicio de que no decía la verdad. No encontró ninguno.

—A la de Illinois.

—¿Y tú? ¿A cuál fuiste?

—Guau.

—¿Guau por qué?

Bill miró a su izquierda y después a la derecha.

—No sabía que estuviera en una entrevista de trabajo aquí en plena calle. En realidad lo que venía buscando era un escarceo a mediodía —sonrió—. Pero, ya que estamos, déjame que te haga una pregunta. El sueldo ¿qué tal es?

—Eso depende —dijo Kate— de una serie de factores.

—¿Como por ejemplo?

—Vamos a ver: ¿dónde te diplomaste?

Una expresión fugaz de confusión —preocupación tal vez— se le dibujó en los ojos, en la frente. Pero en la boca, la misma sonrisa, congelada.

—Chicago.

—¿La Universidad de Chicago?

—Eso es.

—No está mal. ¿En qué carrera?

—Ninguna en particular.

Kate arqueó la ceja.

—Digamos que fue algo interdisciplinar.

—Ya. ¿Y dónde te licenciaste?

—No lo hice.

—Ya veo. ¿Último puesto de trabajo?

—Socio mayoritario de una firma dedicada a la compraventa de divisas.

—¿Por qué te fuiste?

—El negocio cerró —dijo con un cierto tono de irrevocabilidad. Aquella parte del juego había terminado. Pero Bill continuaba sonriendo relajado, con ese aspecto de confianza total en uno mismo que tienen los que son competentes en todo, esquiando, haciendo reparaciones en casa, labores de carpintería, comunicándose en idiomas que no hablan, dando propinas a porteros de discoteca y sobornando a policías, en los preliminares del juego amoroso y practicando el sexo oral.

—Escucha —dijo al tiempo que se acercaba un poco más a Kate—, si quieres que te diga la verdad, mi curro actual está bastante bien y además acabo de empezar. Así que no estoy buscando uno nuevo. En vista de lo cual —de nuevo demasiado cerca, con la boca justo junto a la cabeza de Kate, los labios pegados a su oreja provocando que se le erizara el vello de la nuca—, ¿nos vamos a la cama o qué?

Bill hacía ver como que hablaba en broma. Pero nadie hace una broma así a no ser que no hable en broma. Es una excusa para abrir la puerta a la posibilidad; es un anuncio, alto y claro, de que la puerta está abierta.

—Creo que tu marido también está fuera de la ciudad.

Aunque Kate nunca había sido infiel, sí había recibido invitaciones a serlo. En más de una ocasión. Esta clase de falsa broma solía ser la forma más corriente de insinuación.

Notaba cómo su determinación flaqueaba y se llevaba con ella toda una vida de rechazar a hombres como Bill: hombres de mucha labia, manipuladores, hombres peligrosos. Justo lo opuesto al hombre con el que se había casado, del tipo civilizado que se había obligado a sí misma, en un esfuerzo intelectual y pragmático, a preferir.

—No —dijo moviendo la cabeza y sonriendo—. No nos vamos a la cama —añadió, del todo consciente de que su respuesta sonaba equívoca.

—Lo que tú digas.

Kate había bajado la guardia y había permitido que los niños invadieran con su desorden la habitación de invitados, el estudio, el espacio donde estaba sentada ella ahora, esperando que la extremadamente lenta conexión de ADSL actualizara una página, mirando contrariada la habitación llena de gigantescos vehículos de plástico —un avión del tamaño de un brazo humano, un helicóptero y varios coches de policía y de bomberos— desparramados por el suelo. Sentía el impulso de ponerse a limpiar, pero también rechazo a hacerlo; no soportaba recoger juguetes.

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