Excusas para no pensar (25 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: Excusas para no pensar
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En segundo lugar, nos movemos por lo que los expertos llaman motivaciones extrínsecas. Si constatamos que profesiones como las ingenierías o las científicas ofrecen gran reconocimiento social y compensaciones económicas, nos entregamos a ellas. Eso es lo que hicieron Estados Unidos, primero, y Japón después. Ahora bien, cuando se alcanza lo que se pretendía, la tendencia vocacional tiende a reflejar nuevos gustos, como los idiomas o la filosofía.

Otra falacia que están poniendo de manifiesto las investigaciones más recientes es que no se trata tanto de deficiencias escolares —que las hay— como de los abismos en carencias familiares. ¿Quién puede negar esto en el caso del malestar español? Esas carencias —desestructuración familiar, desconocimiento de la gestión emocional, etc.— exacerban la contradicción entre la necesidad de personalizar la educación para mejorarla y la necesidad de abaratar los costes de las instituciones para poder gestionarlas.

Sabios modernos

¿Por qué las personas que han sufrido formulan preguntas con mayor frecuencia a los que vivimos en una nube? ¿Por qué nos piden a nosotros precisamente las recetas del bienestar?

Ha cambiado el concepto de sabiduría. Lo que ahora da cierta confianza a la gente es constatar la familiaridad con los procesos emocionales implicados en la felicidad, de muchos de los cuales puede medirse ya su intensidad. Pero no es eso lo más significativo. Antes eran sabios los que sabían mucho latín o casi todo de la supuesta vida sobrenatural. Los sabios modernos son gente implicada en el pensamiento metafórico, que aprendieron a desgranar hace apenas cuarenta mil años.

El sabio moderno está más familiarizado también con el estudio de la vida antes de la muerte —que la hay, realmente, aunque ya hemos dicho que hay mucha gente que no lo cree— que con la supuesta vida después de la muerte. Son también expertos en experimentar en detalle las tesis sugeridas porque son, en definitiva, partidarios de que la ciencia irrumpa en la cultura popular. Son los sabios de hoy en día mucho más modestos que los sabios del pasado, y en ellos la gente tiende a confiar cuando se pregunta sobre los factores personales que pueden ayudarla a sobrevivir.

La gente que vive acosada por las tribulaciones sin fin cuenta hoy con algunas señales a las que agarrarse en medio del vendaval. Ya lo he dicho muchas veces y no me voy a cansar: es imprescindible aprender a gestionar las propias emociones. Hacer lo imposible para ejercer cierto control sobre nuestras propias vidas. Ser consciente de la importancia comparativa de las relaciones personales en el entramado vital. Hace falta un determinado nivel de resistencia y perseverancia en el cumplimiento de los objetivos que uno se ha fijado. Y lo que los psicólogos califican de vocación para sumergirse en el flujo, ya sea del amor, del trabajo o del entretenimiento.

Hemos aprendido, además, que no se puede comprar el bienestar. A medida que aumenta el nivel de riqueza —y ya puede ponerse la gente como quiera—, aumenta también el desasosiego inducido por el abanico de una mayor elección, ya lo he explicado. La infelicidad no es el resultado del mercado, como se cree tan a menudo, sino de la falta de transparencia de ese mercado y la consiguiente corrupción. Que se lo pregunten, si no, a tantos defraudados y parados por culpa de especuladores que en el sector de la construcción vendieron a precios exorbitados.

Interpelaciones repetidas

Gracias a las muchas conversaciones que tengo y he tenido con personas distintas me he dado cuenta que hay tres preguntas que se repiten con mucha frecuencia, que preocupan a la gente, y por ese motivo voy a intentar ofrecer algún atisbo de respuesta.

En primer lugar, hay muchas personas que se cuestionan cómo puede lograrse el equilibrio en la Tierra cuando el número de habitantes crece sin parar y nos organizamos bajo un sistema económico que no busca el equilibrio, sino el crecimiento constante. Es paradójico que en términos de eficacia, sistemas económicos tan diferenciados como el de Estados Unidos y el de los países escandinavos hayan conseguido resultados parecidos en lo que a bienestar colectivo se refiere. Es muy probable que sobrestimemos el papel desempeñado por los sistemas políticos. Tiene mayor importancia la formación individual.

Un ejemplo: algunos autores ingleses del siglo XIX estaban convencidos de que el estiércol de caballo que inundaba las calles de Londres acabaría interrumpiendo el crecimiento económico. Ahora nos parece una preocupación absurda. Tradicionalmente hemos exagerado la huella destructiva de la civilización y subvalorado el impacto positivo de la tecnología.

El significado de equilibrio social no es difícil de imaginar, lo que resulta arduo es materializarlo; ¿cómo se puede llegar a estabilizarlo en medio de tanta desigualdad? Difícil cuestión. Desde la revolución liberal inglesa del siglo XVII sólo existen dos modelos alternativos para el desarrollo económico y social. El mundo anglosajón optó por desblindar al Estado y ponerlo en igualdad de condiciones que al ciudadano de a pie. Este modelo ha suscitado la cultura de la protección de los derechos individuales frente a las interferencias del Estado.

El resto del mundo, en cambio, ha estado más preocupado por la desigualdad social. Llevados a un extremo, ambos modelos pueden amparar abusos: en el mundo anglosajón, la defensa de las libertades individuales a ultranza ha obstaculizado, a veces, la universalización de prestaciones sociales, como ha ocurrido con la sanidad en Estados Unidos. En los países ex comunistas, sin embargo, la búsqueda a ultranza de la igualdad social desembocó en la eliminación de la cultura de los derechos individuales.

La segunda cuestión que la gente se repite a menudo es: rozando la cuarentena, ¿no es demasiado tarde para aprender a gestionar las emociones: rabia, ira, resentimientos, orgullo?… ¿Se llega a tiempo para hacerlo?

En ciencia no puede olvidarse que lo que es verdad de un promedio puede no serlo de un individuo. Factores tales como la llamada resiliencia, la experiencia individual o el grado de plasticidad cerebral pueden alterar los resultados a favor. Por otra parte, no es fácil que el cerebro de los mayores esté más abierto que el de los niños. Además, son contados los métodos de los que se dispone: focalizar la atención, trabajo en equipo cooperativo, solucionar conflictos de modo innovador y, sobre todo, gestión de las emociones básicas y universales.

La última pregunta que se hacen muchos es: ¿cuál es la predicción que los científicos hacen sobre el futuro del planeta? ¿Es tan determinante la acción del hombre como los cambios en las condiciones físicas?

No se pueden subestimar los impactos generados por el desarrollo de las leyes físicas y de la evolución. El planeta Tierra es una señora entrada en años, ya lo hemos dicho. Nada ni nadie puede impedir la aceleración de la velocidad de expansión del universo, que, muy probablemente, borrará del firmamento las estrellas que ahora lo están iluminando. Tampoco está más claro de lo que estaba antes que exista un propósito o una finalidad en la evolución. Como me dijo un científico ya desaparecido, gran amigo: «Eduardo, no es cierto que estemos caminando hacia un mundo mejor». Probablemente, para ello habrá que cambiar de mundo.

Itinerario 9

Solos ante el Estado

¿De verdad somos iguales ante la ley?

No hay bestia mayor ni más feroz que el Estado que hemos creado entre todos. Se puede uno reír tranquilamente de las multinacionales más poderosas o de países tan ufanos de sí mismos como Rusia o Estados Unidos. Son verdaderos pigmeos, comparados con el Estado que gestiona más de la mitad de todos los servicios y productos generados en nuestro recinto, además de tener los medios para vigilar y efectuar un seguimiento inmaculado de todo lo demás: suspiros, proyectos, productos y sueños.

Es aterrador constatar que la mayoría de la gente se pasa la vida intentando protegerse de amenazas que son risibles —los vecinos, el ruido, un desamor—, comparadas con el poder omnipresente del Estado.

¿Estamos dispuestos a aceptar lo innegable: que el Estado y el ciudadano no son iguales ante la ley, que lo peor que le puede ocurrir a uno es tener al Estado en contra, aunque sea por error y durante un rato? La culpa no es de un personaje atrabiliario o de un partido político anticuado. Es de todos, los de ahora y los que nos precedieron modulando un Estado blindado y mil veces privilegiado con relación al ciudadano.

Fue una idea que parecía inofensiva. Nuestros ancestros nómadas no lo necesitaban para nada. Fueron los primeros asentamientos agrícolas a los que se les ocurrió la idea de dar a un funcionario poder suficiente para guardar y multiplicar el primer excedente generado, hace unos diez mil años.

Fue justamente entonces cuando encargamos que alguien se ocupara de guardar los alimentos en la despensa de la comunidad, de la seguridad en las calles, de las basuras y de las fronteras, aquellas que, al igual que los chimpancés, dibujamos a toda prisa donde no había nada. Pues bien, para estar seguros de que no nos faltaba lo esencial fuimos creando el Ministerio de la Vivienda, para aislarnos del frío; de Defensa, para protegernos de otras tribus; de Agricultura, para que tuviéramos alimentos y los importáramos si hacía falta; de Obras Públicas, para proteger los ríos y construir carreteras en el seno de la comunidad creciente de ciudadanos; de Educación, para destilar en las mentes de los niños y de los jóvenes las doctrinas heredadas. Se hicieron ministerios de todo, hasta de Deportes.

Aquel poder incipiente de custodiar los primeros activos colectivos se fue transformando, poco a poco, en un poder avasallador. Hasta el punto de que hoy el Estado está blindado y el ciudadano está indefenso: le puede poner a uno en la cárcel antes de saber cuál es la acusación, bloquear su cuenta corriente o incautarse de un coche que considera mal aparcado.

Un poder desconsiderado

Aquel Estado tiene, hoy en día, un poder omnímodo y desconsiderado que le permite bloquear una cuenta bancaria e incluso la pensión sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. Es el chimpancé más fuerte de la tribu y, si le apetece pegar patadas al último mono en la escala jerárquica, lo puede hacer y luego —si al pobre mono le quedan ganas para enfrentarse a tamaño enemigo— defenderse en los tribunales especiales que ha montado y financia a tal efecto mediante abogados del propio Estado. El ciudadano, claro, tiene que buscarse los suyos.

La mayor de todas las desigualdades es la desigualdad del Estado y de los ciudadanos frente a la ley común. El primer intento serio para remediar esa injusticia fue la revolución liberal del siglo XVII en Inglaterra. La primera revolución realmente social en la historia de la evolución. A partir de entonces, el Rey y los ciudadanos iban a ser iguales frente a la
common law
.

Los españoles pertenecemos a la categoría de colectivos a los que tradicional e históricamente preocupó mucho más la diferencia de clases y la injusticia social que las libertades individuales. Se perdona mal a los ricos y empresarios la ostentación y el agravio, mientras que los funcionarios públicos pueden difundir secretos, realizar escuchas, propagar infamias y otras mil maneras pergeñadas para el abuso del poder. A medida que se fue perfeccionando la gestión de proyectos individuales y empresariales en el sector privado, se descubrió que elevar los niveles de eficacia por encima de un índice ya de por sí elevado generaba costes insoportables. Si quieres que el porcentaje de avería de una aspiradora disminuya del 2 al 1 por ciento, el coste puede ser demasiado alto para que valga la pena aumentar en tan poco la calidad.

Los dispendios económicos del Estado

Este principio no ha sido aceptado todavía en el sector público, particularmente en los sistemas judiciales y fiscales, donde se continúa persiguiendo la injusticia hasta unos niveles de pretendida eficacia que provocan costes intolerables. En Hacienda, rebajar la cifra de 1 por mil a 0,75 por mil de los que evitan pagar impuestos por dar una conferencia puede suponer un coste tan elevado, que es más rentable aceptar que unos pocos no van a pagar por ese concepto. Antes de veinte años, incluso en países como el nuestro, se abordarán las reformas para disminuir tanto los atropellos de las libertades individuales por parte del Estado como los cuantiosos dispendios económicos que genera perseguir ciertos niveles de eficacia. Yo ya no estaré cuando esto ocurra y no le digan a nadie, por favor, que lo había anticipado cuando todavía estaba mal visto y casi nadie se quejaba. Como dice el psicólogo Howard Gardner, cuando una idea es fácilmente aceptada es que no es creativa; por este criterio, la mía lo es.

Lo que me parece increíble es que no se le ocurriera a nadie antes crear el Ministerio de Igualdad. Y no haberlo reclamado a cada instante desde que nos hicimos gregarios, hace diez mil años, constituye uno de esos errores evolutivos monumentales, como enamorarse durante centenares de miles de años de las caderas, en lugar de la anchura, invisible a primera vista, de la pelvis.

No se creó, desgraciadamente, un Ministerio de Igualdad para que velara por la más preciada de todas, pero se marcó un camino al que se atuvieron Gran Bretaña y, luego, Estados Unidos. Son los dos países en los que el Estado no está más blindado que el ciudadano frente a la ley. Hay quien me dice que el Ministerio de Igualdad en España solamente se ocupa de las desigualdades entre hombres y mujeres. Puede que sea así al comienzo, pero mi apuesta es que, a medida que el nuevo ministerio avance en la lucha contra el depredador machista y consiga reducir la desigualdad y el maltrato de género, se dará cuenta de que la amenaza de abuso de poder y de violencia es todavía más cruel e ilimitada cuando el delincuente tiene a su disposición todo el poder coactivo del Estado. Eliminar esta injusticia será la gran tarea de los próximos diez mil años.

Los problemas de los servicios sociales

En marzo de 2008, cuando José Luis Rodríguez Zapatero ganó las elecciones generales, me solicitaron desde distintos sectores que le sugiriese al nuevo presidente del Gobierno lo que yo haría en su lugar.

En ese momento ya dije que, si por mí fuera, desde luego, no le escribiría ninguna carta; sencillamente, porque no he creído nunca que lo que yo piense, junto con otros muchos, vaya a influir en las decisiones políticas de los próximos cuatro años.

En lugar de una carta al futuro presidente del Gobierno, sugerí, humildemente, a los demás ciudadanos que impulsásemos un movimiento de opinión centrado en tomar conciencia de algo que, por desgracia, no ha calado ni en los gobiernos ni en la opinión pública. El alargamiento de la esperanza de vida —un fenómeno sin par en cualquier otra especie a lo largo de la evolución— ha desvelado un déficit colosal e insoportable en la oferta de servicios sociales, sobre todo para los mayores, que ya son la inmensa mayoría en países como España.

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