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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (28 page)

BOOK: Excalibur
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—¿Te has equivocado de princesa, Derfel? —me preguntó mientras se apeaba del cansado caballo.

—Argante se encuentra en el interior del templo —dije, señalando con la cabeza hacia la gran edificación donde la princesa se había refugiado de la lluvia. No me había dirigido la palabra en todo el día.

—Tengo que llevarla junto a Arturo —dijo Balin. Era un hombre barbudo y campechano, con un oso tatuado en la frente y una gran cicatriz blanca en la mejilla izquierda. Le pedí noticias, me contó las pocas que sabía y ninguna era buena—. Esos bellacos están subiendo por el Támesis, calculamos que se encuentran a unos tres días de marcha de Corinium y todavía no hay rastro de Cuneglas ni de Oengus. Esto es el caos, Derfel, ni más ni menos, el caos. —Se estremeció de pronto—. ¿A qué demonios huele aquí?

—Las alcantarillas se han desbordado —dije.

—Por toda Dumnonia —comentó sombríamente—. Tengo mucha prisa —añadió—, Arturo quiere a su esposa en Corinium desde antes de ayer.

—¿Tienes órdenes para mí? —le pregunté, siguiendo sus pasos hacia los escalones del templo.

—Que te presentes en Coriniurn, ¡sin tardanza! ¡Y que envíes todos los víveres que puedas! —gritó la última orden y desapareció por las grandes puertas de bronce del templo. Traía seis caballos de más, suficientes para Argante, sus criadas y Fergal el druida, lo cual significaba que los doce guerreros de su escolta personal se quedarían conmigo. Dióme la impresión de que se alegraban tanto como yo de verse libres de la princesa.

Balin partió rumbo al norte a última hora de la tarde. Yo también quería haberme puesto en camino, pero los niños estaban cansados, no paraba de llover y Ceinwyn me convenció de que todos estaríamos en mejores condiciones al día siguiente si descansábamos esa noche bajo techo en Aquae Sulis y reemprendíamos la marcha por la mañana. Puse centinelas en las termas y dejé a las mujeres y a los niños en la gran pileta de agua humeante; después envié a Issa con una veintena de hombres a registrar la ciudad en busca de armas para pertrechar a la leva. Luego mandé a buscar a Cildydd y le pregunté cuántos víveres quedaban en la ciudad.

—Apenas quedan, señor —dijo, y repitió que había enviado ya al norte sesenta carros de grano, carne seca y pescado en salazón.

—¿Habéis registrado las casas del pueblo? —pregunté— ¿Y las iglesias?

—Sólo los graneros de la ciudad, señor.

—En tal caso, procedamos a un registro más minucioso —dije, y al anochecer habíamos recogido siete carros más de valiosos víveres. Los mandé hacia el norte esa misma noche, a pesar de lo tardío de la hora. Los bueyes son lentos y era preferible que emprendieran el viaje por la noche, en vez de aguardar a la mañana.

Issa me esperaba en el recinto del templo. Registrando la ciudad había encontrado siete espadas viejas y doce lanzas de caza, mientras que los hombres de Cildydd habían requisado cincuenta lanzas, ocho de ellas rotas; pero Issa tenía malas noticias, además.

—Dicen que hay armas escondidas en el templo, señor —me contó.

—¿Quién lo dice?

Issa señaló a un joven con barba que llevaba un mandil de carnicero manchado de sangre.

—Asegura que, después de la revuelta, se escondieron en el templo un gran número de lanzas, pero el sacerdote lo niega.

—¿Dónde está el sacerdote?

—Dentro, señor. Me dijo que me marchara cuando le pregunté.

Subí corriendo los escalones del templo y entré por las grandes puertas. En otro tiempo el templo estaba dedicado a Minerva y a Sulis, diosa romana la primera y britana la segunda, pero habían expulsado a las diosas paganas y habían instalado al dios cristiano. La última vez que yo había estado en el templo había una gran estatua de bronce de la diosa Minerva iluminada con temblorosas lámparas de aceite, pero habían destruido la estatua, de la cual sólo quedaba, a modo de trofeo, una cabeza hueca empalada en una pica tras el altar cristiano. El sacerdote me increpó.

—¡Esta es la casa de Dios! —tronó. Estaba celebrando un misterio en el altar, rodeado de mujeres llorosas, pero interrumpió la ceremonia para interpelarme. Era joven y apasionado, uno de los sacerdotes que alimentaban los problemas en Britania, y a los que Arturo perdonaba la vida por no seguir cebando la amargura de la rebelión sofocada. No obstante, el joven sacerdote no había perdido un ápice de fervor insurgente—. ¡La casa de Dios! —gritó otra vez—. ¡La profanáis con la lanza y la espada! ¿Acaso entráis vos con vuestras armas en casa de vuestro señor? ¿Por qué, pues, lo hacéis aquí?

—Dentro de una semana —repliqué— esto será un templo de Thunor y sacrificarán a vuestros hijos en el lugar donde os halláis ahora. ¿Hay aquí alguna lanza?

—¡Ninguna! —respondió desafiante. Las mujeres gritaron y se encogieron, amilanadas, al verme subir los peldaños del altar. El sacerdote me amenazó con una cruz—. En el nombre de Dios Padre, en el nombre del Hijo y en el nombre del Espíritu Santo. ¡Deteneos! —dijo la última palabra porque me vio desenvainar a Hywelbane y con ella, de un golpe, le quité la cruz de las manos. El madero cayó resbalando por el suelo de mármol cuando le apunté a las barbas con la espada—. Destruiré este lugar piedra a piedra hasta que encuentre las lanzas —dije—, y enterraré vuestro cadáver miserable bajo los cascotes. Bien, ¿dónde están?

Su arrogancia se arrugó. Las lanzas, que guardaba con la esperanza de otra campaña para poner a un cristiano en el trono de Dumnonia, estaban escondidas en una cripta, bajo el altar. La entrada a la cripta estaba oculta, pues era el lugar donde antiguamente se almacenaban las donaciones que la gente hacía a Sulis con la esperanza de sanar a cambio, pero el sacerdote, intimidado, nos enseñó la forma de levantar la losa, bajo la cual encontramos oro y armas. Dejamos el oro pero repartimos las lanzas entre la leva de Cildydd. No creía que los sesenta sirvieran de nada en la batalla, pero al menos un hombre armado con una lanza parece un guerrero y, desde lejos, tal vez hicieran detenerse un momento a los sajones. Dije a los soldados de la leva que se preparan para partir por la mañana y que se llevaran cuantas vituallas encontraran.

Pasarnos la noche en el templo. Limpie el altar de adornos cristianos y coloqué la cabeza de Minerva entre dos lámparas de aceite para que nos velara durante la noche. Caía agua del techo y formaba un charco sobre el altar, pero en algún momento, durante la madrugada, dejó de llover y la aurora nos deparó un cielo limpio y un viento nuevo y vivificante del este.

Partimos antes de la salida del sol. Sólo cuarenta soldados de la leva iban con nosotros, pues los demás desaparecieron durante la noche, pero era preferible contar con cuarenta aliados dispuestos que con sesenta dudosos. El camino estaba libre ya de refugiados, pues había hecho correr la voz de que lo seguro era ir a Glevum, no a Corinium, de modo que fue el camino del oeste el que hubo de acoger ganados y gente. Nuestra ruta se encaminaba al este, al encuentro del sol naciente, por el camino de la Zanja, que discurría recto como una lanza entre tumbas romanas. Ginebra tradujo las inscripciones de las lápidas, asombrada de que allí yacieran hombres nacidos en Grecia, en Egipto o en la misma Roma. Eran veteranos de las legiones que se habían casado con mujeres britanas y se habían asentado cerca de los salutíferos manantiales de Aquae Sulis y en sus epitafios, cubiertos de liqúenes en su mayoría, daban gracias a Minerva o a Sulis por el don de los años vividos. Al cabo de una hora dejamos las tumbas atrás y el valle empezó a estrecharse a medida que las escarpadas colinas del norte se cerraban sobre la vega del río; sabía que el camino no tardaría en girar bruscamente hacia el norte para internarse en las montañas que mediaban entre Aquae Sulis y Corinium.

Cuando llegamos a la parte estrecha del valle, los carreteros regresaban apresuradamente. Habían salido de Aquae Sulis el día anterior, pero las lentas carretas no habían llegado más allá del punto donde el camino giraba hacia el norte y en ese momento, al amanecer, habían abandonado las siete valiosas carretas de vituallas.

—¡Sais! —gritaba uno de ellos que corría a nuestro encuentro—. ¡Hay sais!

—¡Loco! —musité, y ordené a Issa a voces que detuviera al fugitivo. Había prestado mi yegua a Ginebra para el camino, pero entonces ella se apeó y yo me subí torpemente a lomos de la bestia y la espoleé.

Un kilómetro más adelante el camino describía la curva hacia el norte. Los bueyes y las carretas habían sido abandonados en la curva misma y los adelanté para asomarme por encima del repecho. En el primer momento no vi nada, pero después apareció un grupo de hombres a caballo junto a unos árboles de la cima. Estaban a poco menos de un kilómetro de distancia, destacándose contra el ciclo claro, y, aunque no logré distinguir el emblema de sus escudos, más me parecieron britanos que sajones, pues nuestro enemigo no solía desplegar jinetes.

Azucé a la yegua cuesta arriba. Los jinetes no se movieron, sólo me observaban, pero entonces, a mi derecha, a lo lejos, aparecieron más hombres en la cima de la colina. Eran lanceros e iban bajo una enseña que me indicó lo peor.

Tratábase de una calavera con unos colgajos que parecían de tela, y me acordé del estandarte de Cerdic, con la calavera de lobo y el pellejo humano colgando. Eran sajones y nos cerraban el paso. No había muchos lanceros a la vista, tal vez una docena de jinetes y cincuenta o sesenta hombres de a pie, pero ocupaban una posición alta y no había forma de saber cuántos más se ocultarían al otro lado de la cima. Detuve a la yegua y me quedé mirando a los lanceros fijamente, el sol empezaba a arrancar destellos a las anchas hojas de las hachas que llevaban algunos. No podían ser sino sajones. Pero, ¿de dónde venían? Según Balin, tanto Aelle como Cerdic avanzaban por el Támesis, así que esos hombres tenían que haber viajado hacia el sur desde el ancho valle del río, aunque también podría tratarse de lanceros de Cerdic al servicio de Lancelot. En realidad, no importaba quiénes fueran, lo único importante era que nos cerraban el paso. Aún se dejaron ver más enemigos, que ribetearon el horizonte de la cresta con sus lanzas.

Volví grupas y vi a Issa, que remontaba el repecho de la curva con los lanceros más duchos salvando el atasco de carretas y bueyes.

—¡Sajones! —le dije a gritos—. ¡Formad aquí una barrera de escudos!

Issa miró a los lanceros de la lejanía.

—¿Lucharemos aquí, señor? —me preguntó.

—No. —No me atrevía a presentar batalla en tan mala situación, pues tendríamos que luchar cuesta arriba preocupados además por nuestras familias, que vendrían detrás.

—¿Tomamos, pues, el camino de Glevum? —propuso Issa.

Hice un gesto negativo con la cabeza. El camino de Glevum estaba repleto de refugiados y, de haber sido yo el comandante sajón, nada me habría gustado más que perseguir a un enemigo menos numeroso por el camino. No podríamos tomarles mucha delantera porque los refugiados nos obstaculizarían la marcha y para los sajones sería fácil abrirse camino entre la gente aterrorizada y darnos muerte. También era posible, bastante posible, que no nos persiguieran en absoluto, pero en tal caso se sentirían tentados a saquear la ciudad, aunque era un riesgo que prefería no correr. Levanté la mirada hacia lo alto de la colina; seguían llegando enemigos a la cima, iluminada por el sol. Era imposible contarlos, pero no se trataba de una banda de guerra pequeña. Mis hombres empezaron a formar una barrera de escudos, aunque sabía que allí no podíamos presentar batalla. Los sajones, más numerosos y en posición ventajosa, nos darían muerte sin duda.

Me giré en la silla. A poco menos de un kilómetro, al norte del camino de la Zanja, se levantaba una fortaleza del pueblo antiguo; su vieja muralla de tierra, muy erosionada ya, se alzaba en la cresta de una colina escarpada. Señalé hacia la fortificación cubierta de hierba.

—Vamos hacia allí —dije.

—¿Adonde, señor? —preguntó Issa, confundido.

—Si intentamos huir de ellos —le expliqué—, nos seguirán. Los niños no pueden correr mucho y, tarde o temprano, esos bellacos nos darían alcance. Tendríamos que formar una barrera de escudos con las familias en el centro, y el último de nosotros que muriera oiría los primeros gritos de las mujeres. Es mejor refugiarnos en un lugar donde duden en lanzarse al ataque. Tarde o temprano tendrán que tomar una decisión, o bien nos dejan en paz y se van hacia el norte, o bien presentan batalla, y si nos encontramos en lo alto de un cerro tendremos alguna posibilidad de ganar. Es lo mejor —añadí—, porque además Culhwch pasará por aquí. Puede que seamos más que ellos dentro de uno o dos días.

—Entonces, ¿abandonamos a Arturo? —preguntó Issa, espantado por semejante idea.

—Mantendremos a una banda de guerreros lejos de Corinium —respondí. Pero no me satisfacía la elección porque Issa estaba en lo cierto. Aquello suponía abandonar a Arturo; sin embargo no me atrevía a arriesgar la vida de Ceinwyn y mis hijas. De nada servía ya la campaña planeada por Arturo. Culhwch estaba aislado en alguna parte del sur, yo permanecía atrapado en Aquae Sulis y Cuneglas y Oengus mac Airem aún se hallaba a muchos kilómetros de distancia.

Volví a buscar mi armadura y mis armas. No tenía tiempo para ponerme la armadura pero me encasqueté el yelmo con la cola de lobo, escogí la lanza más pesada y tomé el escudo. Dejé la yegua en manos de Ginebra nuevamente y le pedí que condujera a las familias colina arriba; después ordené a los hombres de la leva y a mis lanceros más jóvenes que hicieran dar la vuelta a las siete carretas de avituallamiento y las llevaran a la fortaleza.

—No me importa cómo lo hagáis —dije—, pero no quiero que esos víveres caigan en manos del enemigo. ¡Si es necesario, cargad a hombros con las carretas! —Aunque hubiera abandonado las carretas de Argante, un cargamento de víveres en tiempo de guerra es mucho más precioso que el oro, y estaba dispuesto a defender el nuestro del enemigo. Llegado el caso, quemaría las carretas con todo su contenido, pero de momento procuraría salvarlas.

Volví junto a Issa y ocupé mi lugar en el centro de la barrera de escudos. Las filas del enemigo iban engrosándose, esperaba que se lanzaran ciegamente al ataque, monte abajo, en cualquier momento, pero seguían sin decidirse y cada momento de duda era tiempo ganado para que nuestras familias y la preciosa carga de comida alcanzaran la cima de la colina. Yo vigilaba incesantemente el avance de los carros y, cuando se encontraban a medio camino por la empinada ladera, ordené retroceder a mis hombres.

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