Ética para Amador (12 page)

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Authors: Fernando Savater

BOOK: Ética para Amador
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Capítulo 9

ELECCIONES GENERALES

Por todas partes te lo van a decir, de modo que no tendremos más remedio que hablar también un poco de ello. «¡La política es una vergüenza, una inmoralidad, los políticos no tienen ética!», ¿a que has oído repetir cosas así un millón de veces? Como primera norma, en estas cuestiones de las que venimos hablando lo más prudente es desconfiar de quienes creen en que su «santa» obligación consiste en lanzar siempre rayos y truenos morales contra la gente en general, sean los políticos, las mujeres, los judíos, los farmacéuticos o el pobre y simple ser humano tomado como especie. La ética, ya lo hemos dicho pero nunca viene mal repetirlo, no es un arma arrojadiza ni munición destinada a pegarle buenos cañonazos al prójimo en su propia estima. Y mucho menos al prójimo en general, igual que si a los humanos nos hiciesen en serie como a los donuts. Para lo único que sirve la ética es para intentar mejorarse a uno mismo, no para reprender elocuentemente al vecino; y lo único seguro que sabe la ética es que el vecino, tú, yo y los demás estamos todos hechos artesanalmente, de uno en uno, con amorosa diferencia. De modo que a quien nos ruge al oído: «¡Todos los… (políticos, negros, capitalistas, australianos, bomberos, lo que se prefiera) son unos inmorales y no tienen ni pizca de ética!», se le puede responder amablemente: «Ocúpate de ti mismo, so capullo, que más te vale», o cosa parecida.

Ahora bien: ¿Por qué tienen tan mala fama los políticos? A fin de cuentas, en una democracia políticos somos todos, directamente o por representación de otros. Lo más probable es que los políticos se nos parezcan mucho a quienes les votamos, quizá incluso demasiado; si fuesen muy distintos a nosotros, mucho peores o exageradamente mejores que el resto, seguro que no les elegiríamos para representarnos en el gobierno. Sólo los gobernantes que no llegan al poder por medio de elecciones generales (como los dictadores, los líderes religiosos o los reyes) basan su prestigio en que se les tenga por diferentes al común de los hombres. Como son distintos a los demás (por su fuerza, por inspiración divina, por la familia a que pertenecen o por lo que sea) se consideran con derecho a mandar sin someterse a las urnas ni escuchar la opinión de cada uno de sus conciudadanos. Eso sí, asegurarán muy serios que el «verdadero» pueblo está con ellos, que la «calle» les apoya con tanto entusiasmo que no hace falta ni siquiera contar a sus partidarios para saber si son muchos o menos de muchos. En cambio quienes desean alcanzar sus cargos por vía electoral procuran presentarse al público como gente corriente, muy «humanos», con las mismas aficiones, problemas y hasta pequeños vicios que la mayoría cuyo refrendo necesitan para gobernar. Por supuesto, ofrecen ideas para mejorar la gestión de la sociedad y se consideran capaces de ponerlas competentemente en práctica, pero son ideas que cualquiera debe poder comprender y discutir, así como tienen que aceptar también la posibilidad de ser sustituidos en sus puestos si no son tan competentes como dijeron o tan honrados como parecían. Entre esos políticos los habrá muy decentes y otros caraduras y aprovechados, como ocurre entre los bomberos, los profesores, los sastres, los futbolistas y cualquier otro gremio. Entonces, ¿de dónde viene su notoria mala fama?

Para empezar, ocupan lugares especialmente visibles en la sociedad y también privilegiados. Sus defectos son más públicos que los de las restantes personas; además, tienen más ocasiones de incurrir en pequeños o grandes abusos que la mayoría de los ciudadanos de a pie. El hecho de ser conocidos, envidiados e incluso temidos tampoco contribuye a que sean tratados con ecuanimidad. Las sociedades igualitarias, es decir, democráticas, son muy poco caritativas con quienes escapan a la media por encima o por abajo: al que sobresale, apetece apedrearle, al que se va al fondo, se le pisa sin remordimiento. Por otra parte, los políticos suelen estar dispuestos a hacer más promesas de las que sabrían o querrían cumplir. Su clientela se lo exige (quien no exagera las posibilidades del futuro ante sus electores y no hace mayor énfasis en las dificultades que en las ilusiones, pronto se queda solo. Jugamos a creernos que los políticos tienen poderes sobrehumanos y luego no les perdonamos la decepción inevitable que nos causan. Si confiásemos menos en ellos desde el principio, no tendríamos que aprender a desconfiar tanto de ellos más tarde. Aunque a fin de cuentas siempre es mejor que sean regulares, tontorrones y hasta algo «chorizos», como tú o como yo, mientras sea posible criticarles, controlarles y cesarles cada cierto tiempo; lo malo es cuando son «jefes» perfectos a los cuales, como se suponen a sí mismos siempre en posesión de la verdad no hay modo de mandarles a casa más que tiros… Dejemos en paz a los señores políticos, que bastantes jaleos provocan ya sin nuestra ayuda. Lo que a ti y a mí nos importa ahora es si la ética y la política tienen mucho que ver y cómo se relacionan. En cuanto a su finalidad, ambas parecen fundamentalmente emparentadas: ¿no se trata de vivir bien en los dos casos? La ética es el arte de elegir lo que más nos conviene y vivir lo mejor posible; el objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible la convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene. Como nadie vive aislado (ya te he hablado de que tratar a nuestros semejantes humanamente es la base de la buena vida), cualquiera que tenga la preocupación ética de vivir bien no puede desentenderse olímpicamente de la política. Sería como empeñarse en estar cómodo en una casa pero sin querer saber nada de las goteras, las ratas, la falta de calefacción y los cimientos carcomidos que pueden hacer hundirse el edificio entero mientras dormimos…

Sin embargo, tampoco faltan las diferencias importantes entre ética y política. Para empezar, la ética se ocupa de lo que uno mismo (tú, yo o cualquiera) hace con su libertad, mientras que la política intenta coordinar de la manera más provechosa para el conjunto lo que muchos hacen con sus libertades. En la ética, lo importante es querer bien, porque no se trata más que de lo que cada cual hace porque quiere (no de lo que le pasa a uno quiera o no, ni de lo que hace a la fuerza). Para la política, en cambio, lo que cuentan son los resultados de las acciones, se hagan por lo que se hagan, y el político intentará presionar con los medios a su alcance —incluida la fuerza— para obtener ciertos resultados y evitar otros. Tomemos un caso trivial: el respeto a las indicaciones de los semáforos. Desde el punto de vista moral, lo positivo es querer respetar la luz roja (comprendiendo su utilidad general, poniéndose en el lugar de otras personas que pueden resultar dañadas si yo infrinjo la norma, etc), pero si el asunto se considera políticamente, lo que importa es que nadie se salte los semáforos, aunque no sea más que por miedo a la multa o a la cárcel. Para el político, todos los que respetan la luz roja son igualmente «buenos», lo hagan por miedo, por rutina, por superstición o por convencimiento racional de que debe ser respetada; a la ética, en cambio, sólo le merecen aprecio verdadero estos últimos, porque son los que entienden mejor el uso de la libertad. En una palabra, hay diferencia entre la pregunta ética que yo me hago a mí mismo (¿cómo quiero ser, sean como sean los demás?) y la preocupación política por que la mayoría funcione de la manera considerada más recomendable y armónica.

Detalle importante: la ética no puede esperar a la política. No hagas caso de quienes te digan que el mundo es políticamente invivible, que está peor que nunca, que nadie puede pretender llevar una buena vida (éticamente hablando) en una situación tan injusta, violenta y aberrante como la que vivimos. Eso mismo se ha asegurado en todas las épocas y con razón, porque las sociedades humanas nunca han sido nada «del otro mundo», como suele decirse, siempre han sido cosa de este mundo y por tanto llenas de defectos, de abusos, de crímenes. Pero en todas las épocas ha habido personas capaces de vivir bien o por lo menos empeñadas en intentar vivir bien. Cuando podían, colaboraban en mejorar la sociedad en la que les había tocado desenvolverse; si eso no les era posible, por lo menos no la empeoraban, lo cual la mayoría de las veces no es poco. Lucharon —y luchan también hoy, no te quepa duda— por que las relaciones humanas políticamente establecidas vayan siendo eso, más humanas (o sea, menos violentas y más justas) pero nunca han esperado a que todo a su alrededor sea perfecto y humano para aspirar a la perfección y a la verdadera humanidad. Quieren ser los primeros de la buena vida, los que arrastran a los demás, y no los últimos a la zaga de todos. Quizá las circunstancias no les permitan llevar más que una vida relativamente buena, peor de lo que ellos deseen… Bueno, ¿y qué? ¿Serían más sensatos siendo malos del todo, para dar gusto a lo peor del mundo y disgusto a lo mejor de sí mismos? Si estás seguro de que entre los alimentos que se te ofrecen hay muchos que están adulterados o podridos, ¿intentarás mientras puedas comer cosas sanas, aún sabiendo que no por ello dejarán de existir venenos en el mercado, o te envenenarás cuanto antes para seguir la corriente mayoritaria? Ningún orden político es tan malo que en él ya nadie pueda ser ni medio bueno: por muy adversas que sean las circunstancias, la responsabilidad final de sus propios actos la tiene cada uno y lo demás son coartadas. Del mismo modo también son ganas de esconder la cabeza bajo el ala los sueños de un orden político tan impecable (utopía, suelen llamarlo) que en él todo el mundo fuese «automáticamente» bueno porque las circunstancias no permitiesen cometer el mal. Por mucho mal que haya suelto, siempre habrá bien para quien quiera bien; por mucho bien que hayamos logrado instalar públicamente, el mal siempre estará al alcance de quien quiera mal. ¿Te acuerdas? A esto le venimos llamando «libertad» hace ya no poco rato…

Desde un punto de vista ético, es decir, desde la perspectiva de lo que conviene para la vida buena, ¿cómo será la organización política preferible, aquella que hay que esforzarse por conseguir y defender? Si repasas un poco lo que hemos venido diciendo hasta aquí (temo, ay, que el rollo vaya siendo demasiado largo para que le acuerdes de todo) ciertos aspectos de ese ideal se te ocurrirán en cuanto reflexiones con atención sobre el asunto:

a) Como todo el proyecto ético parte de la libertad, sin la cual no hay vida buena que valga, el sistema político deseable tendrá que respetar al máximo —o limitar mínimamente, como prefieras— las facetas públicas de la libertad humana: la libertad de reunirse o de separarse de otros, la de expresar las opiniones y la de inventar belleza o ciencia, la de trabajar de acuerdo con la propia vocación o interés, la de intervenir en los asuntos públicos, la de trasladarse o instalarse en un lugar, la libertad de elegir los propios goces de cuerpo y de alma, etc. Abstenerse dictaduras, sobre todo las que son «por nuestro bien» (o por «el bien común», que viene a ser lo mismo). Nuestro mayor bien —particular o común— es ser libres. Desde luego, un régimen político que conceda la debida importancia a la libertad insistirá también en la responsabilidad social de las acciones y omisiones de cada uno (digo «omisiones» porque a veces se hace también no haciendo). Por regla general, cuanto menos responsable resulte cada cual de sus méritos o fechorías (y se diga, por ejemplo, que son fruto de la «historia», la «sociedad establecida», las «reacciones químicas del organismo», la «propaganda», el «demonio» o cosas así) menos libertad se está dispuesto a concederle. En los sistemas políticos en que los individuos nunca son del todo «responsables», tampoco suelen serlo los gobernantes, que siempre actúan movidos por las «necesidades» históricas o los imperativos de la «razón de Estado». ¡Cuidado con los políticos para quien todo el mundo es «víctima» de las circunstancias… o «culpable» de ellas!

b) Principio básico de la vida buena, como ya hemos visto, es tratar a las personas como a personas, es decir: ser capaces de ponernos en el lugar de nuestros semejantes y de relativizar nuestros intereses para armonizarlos con los suyos. Si prefieres decirlo de otro modo, se trata de aprender a considerar los intereses del otro como si fuesen tuyos y los tuyos como si fuesen de otro. A esta virtud se le llama justicia y no puede haber régimen político decente que no pretenda, por medio de leyes e instituciones, fomentar la justicia entre los miembros de la sociedad. La única razón para limitar la libertad de los individuos cuando sea indispensable hacerlo es impedir, incluso por la fuerza si no hubiera otra manera, que traten a sus semejantes como si no lo fueran, o sea que los traten como a juguetes, a bestias de carga, a simples herramientas, a seres inferiores, etc. A la condición que puede exigir cada humano de ser tratado como semejante a los demás, sea cual fuere su sexo, color de piel ideas o gustos, etc., se le llama dignidad. Fíjate qué curioso: aunque la dignidad es lo que tenemos todos los humanos en común, es precisamente lo que sirve para reconocer a cada cual como único e irrepetible. Las cosas pueden ser «cambiadas» unas por otras, se las puede «sustituir» por otras parecidas o mejores, en una palabra: tienen su «precio» (el dinero suele servir para facilitar estos intercambios, midiéndolas todas por un mismo rasero). Dejemos de lado por el momento que ciertas «cosas» estén tan vinculadas a las condiciones de la existencia humana que resulten insustituibles y por lo tanto «que no puedan ser compradas ni por todo el oro del mundo», como pasa con ciertas obras de arte o ciertos aspectos de la naturaleza. Pues bien, todo ser humano tiene dignidad y no precio, es decir, no puede ser sustituido ni se le debe maltratar con el fin de beneficiar a otro. Cuando digo que no puede ser sustituido, no me refiero a la función que realiza (un carpintero puede sustituir en su trabajo a otro carpintero) sino a su personalidad propia, a lo que verdaderamente es; cuando hablo de «maltratar» quiero decir que, ni siquiera si se le castiga de acuerdo a la ley o se le tiene políticamente como enemigo, deja de ser acreedor a unos miramientos y a un respeto. Hasta en la guerra, que es el mayor fracaso del intento de «buena vida» en común de los hombres, hay comportamientos que suponen un crimen mayor que el propio crimen organizado que la guerra representa. Es la dignidad humana lo que nos hace a todos semejantes justamente porque certifica que cada cual es único, no intercambiable y con los mismos derechos al reconocimiento social que cualquier otro.

c) La experiencia de la vida nos revela en carne propia, incluso a los más afortunados, la realidad del sufrimiento. Tomarse al otro en serio, poniéndonos en su lugar, consiste no sólo en reconocer su dignidad de semejante sino también en simpatizar con sus dolores, con las desdichas que por error propio, accidente fortuito o necesidad biológica le afligen, como antes o después pueden afligirnos a todos. Enfermedades, vejez, debilidad insuperable, abandono, trastorno emocional o mental, pérdida de lo más querido o de lo más imprescindible amenazas y agresiones violentas por parte de los más fuertes o de los menos escrupulosos. Una comunidad política deseable tiene que garantizar dentro de lo posible la asistencia comunitaria a los que sufren y la ayuda a los que por cualquier razón menos pueden ayudarse a sí mismos. Lo difícil es lograr que esta asistencia no se haga a costa de la libertad y la dignidad de la persona. A veces el Estado, con el pretexto de ayudar a los inválidos, termina por tratar como si fuesen inválidos a toda la población. Las desdichas nos ponen en manos de los demás y aumentan el poder colectivo sobre el individuo: es muy importante esforzarse porque ese poder no se emplee más que para remediar carencias y debilidades:, no para perpetuarlas bajo anestesia en nombre de una «compasión» autoritaria.

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