—Pero el DDT era cancerígeno.
—No, no lo era. Y todo el mundo lo sabía cuando se prohibió.
[37]
—No era seguro.
—En realidad, era tan seguro que podía comerse. Eso hizo cierto número de gente durante dos años en un experimento.
[38]
Después de la prohibición, fue sustituido por el paratión, que era de verdad peligroso. Más de cien trabajadores agrícolas murieron durante los meses posteriores a la prohibición del DDT porque no estaban acostumbrados a manipular pesticidas realmente tóxicos.
[39]
—En todo eso, discrepamos.
—Solo porque usted desconoce los datos pertinentes, o no está dispuesto a afrontar las consecuencias de las acciones llevadas a cabo por organizaciones a las que usted da apoyo. Algún día la prohibición del DDT se verá como un error escandaloso.
—El DDT no llegó a prohibirse.
—Tiene razón. Simplemente se dijo a los países que si lo usaban no recibirían ayuda exterior. —Kenner negó con la cabeza—. Pero lo indiscutible, basado en las estadísticas de las Naciones Unidas, es que antes de la prohibición del DDT la malaria se había convertido casi en una enfermedad menor. Cincuenta mil muertes al año en todo el mundo. Unos años después volvía a ser una plaga en todo el planeta. Cincuenta millones de personas han muerto desde la prohibición, Ted. Una vez más, no puede haber una actuación sin perjuicio.
Siguió un largo silencio. Ted cambió de posición en su asiento, empezó a hablar y volvió a cerrar la boca. Finalmente dijo:
—Está bien. De acuerdo. —Adoptó su actitud más presidencial y altiva—. Me ha convencido. Le doy la razón. ¿Y?
—Y la duda real ante cualquier actuación ecologista es: ¿Son superiores los beneficios a los perjuicios? Porque siempre hay un perjuicio.
—Está bien, está bien. ¿Y?
—¿Cuándo se oye a un grupo ecologista hablar de esa manera? Nunca. Son todos absolutistas. Pueden presentarse ante los jueces aduciendo que deben aplicarse regulaciones sin tener en cuenta los costes que generan.
[40]
El requisito de que toda regulación mostrase una buena relación beneficio-coste lo impusieron los tribunales después de un período de excesos lamentables. Los ecologistas protestaron contra ese requisito y protestan todavía. No quieren que la gente sepa cuánto cuestan realmente a la sociedad y al mundo sus incursiones en políticas reguladoras. El más destacado ejemplo fue la regulación del benceno a finales de los años ochenta, cuyos beneficios fueron tan escasos que cada año de vida salvado acabó costando veinte mil millones de dólares.
[41]
¿Está usted de acuerdo con esa regulación?
—Bueno, si lo plantea en esos términos, no.
—¿Qué otros términos hay, Ted, aparte de la verdad? Veinte mil millones de dólares para salvar un año de vida. Ese fue el coste de la regulación. ¿Deben sus organizaciones de ayuda presionar para que se apliquen normativas que representen tal despilfarro?
—No.
—En el asunto del benceno, el principal grupo de presión en el Congreso fue el NERF. ¿Va usted a dimitir del consejo directivo?
—Claro que no.
Kenner se limitó a asentir lentamente.
—Y ahí lo tenemos.
Sanjong señalaba la pantalla del ordenador, Kenner se acercó y ocupó el asiento contiguo. La pantalla mostraba una imagen aérea de una isla tropical, densamente poblada de árboles, y una amplia bahía curva de aguas azules. La fotografía parecía tomada desde un avión a baja altura. En la bahía se veían cuatro desgastadas chozas de madera.
—Esas son nuevas —dijo Sanjong—. Las han levantado en las últimas veinticuatro horas.
—Parecen viejas.
—Sí, pero no lo son. Observadas con detenimiento, se advierte que son artificiales. Puede que sean de plástico en lugar de madera. En apariencia, la más grande sirve de alojamiento y las otras tres contienen el equipo.
—¿Qué clase de equipo? —preguntó Kenner.
—Las fotografías no han revelado nada. Probablemente se descargó de noche. Pero me remonté unos días atrás y conseguí una descripción aceptable de las aduanas de Hong Kong. El equipo se compone de tres generadores de cavitación hipersónica. Montados en bastidores de matriz de carbono de impacto resonante.
—¿El equipo de cavitación hipersónica está a la venta?
—Lo han conseguido. No sé cómo.
Kenner y Sanjong, muy juntos, hablaban en susurros. Evans se aproximó y se inclinó sobre ellos.
—¿Qué es un generador de… como se diga… hipersónica? —preguntó en voz baja.
—Un generador de cavitación —dijo Kenner—. Es un dispositivo acústico de gran potencia del tamaño de un camión pequeño que produce un campo de cavitación radialmente simétrico.
Evans lo miró con cara de incomprensión.
—Cavitación es la formación de burbujas en una sustancia —explicó Sanjong—. Cuando se hierve agua, se produce cavitación. También puede hervirse agua con sonido, pero en este caso los generadores están diseñados para inducir campos de cavitación en un sólido.
—¿Qué sólido? —preguntó Evans.
—La tierra —contestó Kenner.
—No lo entiendo —dijo Evans—. ¿Van a producir burbujas bajo el suelo, como si fuese agua hirviendo?
—Algo así, sí.
—¿Por qué?
Los interrumpió la llegada de Ann Garner.
—¿Esto es un reunión solo para chicos? —preguntó—. ¿Puede participar alguien más?
—Por supuesto —respondió Sanjong, tecleando. La pantalla mostró un denso despliegue de gráficos—. Solo estábamos revisando los niveles de dióxido de carbono de los núcleos de hielo extraídos de Vostok y de North Grip en Groenlandia.
—Pueden dejarme en la ignorancia si quieren —dijo Ann—. Tarde o temprano este avión aterrizará, y entonces averiguaré qué se traen entre manos.
—Eso es cierto —concedió Kenner.
—¿Por qué no me lo cuentan ya?
Kenner se limitó a negar con la cabeza.
El piloto accionó la radio.
—Comprueben sus cinturones, por favor. Prepárense para aterrizar en Honolulú.
—¡Honolulú! —exclamó Ann.
—¿Adónde pensaba que íbamos?
—Creía…
Y entonces se interrumpió.
Sarah pensó: «Sabe adónde vamos».
Mientras repostaban en Honolulú, un inspector de aduanas subió a bordo y les pidió los pasaportes. Pareció hacerle gracia la presencia de Ted Bradley, a quien llamó «señor presidente»; a Bradley, por su parte, le complació la atención de un hombre de uniforme.
Cuando el inspector hubo examinado sus pasaportes, dijo al grupo:
—Según he visto, su destino es Gareda, en las islas Salomón. Solo quiero asegurarme de que están enterados de las advertencias para quienes viajan a esa zona. En vista de las actuales circunstancias, la mayoría de las embajadas han desaconsejado las visitas.
—¿Qué circunstancias? —preguntó Ann.
—En la isla hay rebeldes en lucha. Se han producido numerosos asesinatos. El ejército australiano intervino el año pasado y capturó a la mayoría, pero no a todos. La semana pasada murieron tres personas asesinadas, entre ellas dos extranjeros. Uno de los cadáveres estaba mutilado, y se habían llevado la cabeza.
—¿Cómo?
—Se habían llevado la cabeza. No mientras estaba vivo.
Ann se volvió hacia Kenner.
—¿Es allí adonde vamos? ¿A Gareda?
Kenner asintió lentamente.
—¿Qué quiere decir eso de que se llevaron la cabeza?
—Para quedarse el cráneo, cabe suponer.
—¿El cráneo? —repitió ella—. Así que… está hablando de cazadores de cabezas…
Kenner asintió.
—Yo me bajo de este avión —dijo Ann, y tras recoger su bolsa de mano, descendió por la escalerilla.
Jennifer acababa de despertar.
—¿Qué problema hay?
—No le gustan las despedidas —bromeó Sanjong.
Ted Bradley se acariciaba el mentón en lo que él consideraba un gesto pensativo.
—¿Decapitaron a un extranjero? —preguntó.
—Según parece, fue aún peor —contestó el inspector de aduanas.
—Dios mío. ¿Qué hay peor que eso? —dijo Bradley, y se echó a reír.
—La situación allí no es del todo clara —explicó el inspector—. Los informes son contradictorios.
Bradley dejó de reír.
—No. En serio, quiero saberlo. ¿Qué es peor que una decapitación?
Se produjo un breve silencio.
—Se lo comieron —informó Sanjong.
Bradley se recostó en su asiento.
—¿Se lo comieron?
El inspector asintió.
Partes de él. Al menos, eso dice el informe.
—Joder —exclamó Bradley—. ¿Qué partes? Da igual, no quiero saberlo. Santo cielo. Se comieron a ese hombre.
Kenner lo miró.
—No es necesario que vaya, Ted. Usted también puede marcharse.
—Debo admitir que me lo estoy planteando —dijo con su juicioso tono presidencial—. Ser devorado no es un colofón distinguido a una carrera. Pensemos en cualquiera de los grandes. Pensemos en Elvis: devorado. John Lennon: devorado. Es decir, no es como quiere uno quedar en la memoria. —Guardó silencio y, bajando el mentón hacia el pecho, se sumió en una profunda reflexión; al cabo de un momento volvió a levantarlo. Era un gesto que había interpretado cien veces en televisión. Por fin dijo—: Pero no. Aceptaré el riesgo. Si ustedes van, yo voy.
—Nosotros vamos —respondió Kenner.
—¿Decapitaron a un extranjero? —preguntó.
—Según parece, fue aún peor ~contestó el inspector de aduanas.
—Dios mío. ¿Qué hay peor que eso? —dijo Bradley, y se echó a reír.
—La situación allí no es del todo clara —explicó el inspector—. Los informes son contradictorios.
Bradley dejó de reír.
—No. En serio, quiero saberlo. ¿Qué es peor que una decapitación?
Se produjo un breve silencio.
—Se lo comieron —informó Sanjong. Bradley se recostó en su asiento.
—¿Se lo comieron?
—El inspector asintió.
—Partes de él. Al menos, eso dice el informe.
—Joder —exclamó Bradley—. ¿Qué partes? Da igual, no quiero saberlo. Santo cielo. Se comieron a ese hombre.
Kenner lo miró.
—No es necesario que vaya, Ted. Usted también puede marcharse.
—Debo admitir que me lo estoy planteando —dijo con su juicioso tono presidencial—. Ser devorado no es un colofón distinguido a una carrera. Pensemos en cualquiera de los grandes. Pensemos en Elvis: devorado. John Lennon: devorado. Es decir, no es como quiere uno quedar en la memoria. —Guardó silencio y, bajando el mentón hacia el pecho, se sumió en una profunda reflexión; al cabo de un momento volvió a levantarlo. Era un gesto que había interpretado cien veces en televisión. Por fin dijo—: Pero no. Aceptaré el riesgo. Si ustedes van, yo voy.
—Nosotros vamos —respondió Kenner.
El vuelo hasta el aeropuerto de Kotak, en Gareda, duraba nueve horas. El avión estaba a oscuras; casi todos dormían. Kenner, como de costumbre, permanecía despierto, sentado en la parte de atrás con Sanjong. Hablaban en susurros.
Peter Evans despertó más o menos a las cuatro horas del vuelo. Aún le escocían los dedos de los pies desde el episodio en la Antártida y le dolía la espalda desde el bamboleo de la riada. Pero las molestias de los dedos le recordaban que debía examinárselos a diario por si se le infectaban. Se levantó y fue a la parte trasera del avión, donde Kenner se hallaba sentado. Se quitó los calcetines y se inspeccionó los dedos.
—Huélelos —recomendó Kenner.
—¿Cómo?
—Olfatéatelos. Si tienes gangrena, notarás el olor. ¿Te duelen?
—Me escuecen. Sobre todo de noche.
Kenner movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Te recuperarás. Creo que los conservarás todos.
Evans se recostó, pensando en lo extraño que era mantener una conversación sobre la posible pérdida de los dedos de los pies. Por alguna razón, eso le provocó un mayor dolor de espalda. Entró en el cuarto de baño de la parte trasera del avión y revolvió los cajones buscando unos calmantes. Solo tenían Advil, así que se tomó uno y regresó.
—Una treta ingeniosa, la que habéis preparado en Honolulú —comentó—. Lástima que no haya dado resultado también con Ted.
Kenner lo miró, sorprendido.
—No era una treta —contestó Sanjong—. Ayer se produjeron tres asesinatos.
—Ah. ¿Y se comieron a alguien?
—Eso decía el informe.
—Ah —dijo Evans.
Al ir a la parte delantera del avión a oscuras, Evans vio a Sarah sentada.
—¿No puedes dormir? —susurró ella.
—No. Estoy un poco dolorido. ¿Y tú?
—Sí. Me duelen los dedos de los pies. Por la congelación.
—A mí también.
Sarah señaló con la cabeza en dirección a la cocina.
—¿Hay comida allí?
—Creo que sí.
Sarah se levantó y se dirigió hacia la cola. Evans la siguió.
—También me duelen las puntas de las orejas —comentó Sarah.
—A mí no.
Rebuscando, Sarah encontró un poco de pasta fría. Ofreció un plato a Evans; él negó con la cabeza. Se sirvió y empezó a comer.
—¿Y desde cuándo conoces a Jennifer?
—En realidad no la conozco —contestó Evans—. Nos vimos por primera vez hace poco, en las oficinas del equipo litigante. —¿Por qué viene con nosotros?
—Creo que conoce a Kenner.
—Sí.
—¿Cómo?
—Es mi sobrina.
—¿En serio? —preguntó Sarah—. ¿Desde cuándo es tu sob…? Da igual. Lo siento. Es tarde.
—Es hija de mi hermana. Sus padres murieron en un accidente de avión cuando ella tenía once años.
—Ah.
—Ha pasado mucho tiempo sola.
—Ah.
Evans miró a Sarah y pensó una vez más que ese buen aspecto con que se levantaba después de dormir, tan compuesta, debía de ser algún truco. Además, llevaba el perfume que lo había vuelto calladamente loco desde el instante en que lo olió.
—Bueno —dijo Sarah—. Parece muy simpática.
—Yo no… esto… no hay nada…
—Tranquilo —lo interrumpió Sarah—. No es necesario que finjas conmigo, Peter.
—No estoy fingiendo —contestó él, inclinándose un poco hacia ella para oler su perfume.
—Sí, sí finges. —Ella se apartó de él y fue a sentarse frente a Kenner—. Y cuando lleguemos a Gareda, ¿qué?
El problema con ella, pensó Evans, era que tenía la escalofriante habilidad de pasar a comportarse en un instante como si él no existiera. En ese momento no lo miraba; tenía toda su atención puesta en Kenner, hablaba con él con evidente concentración y se comportaba como si no hubiese allí nadie más.