Estado de miedo (52 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—No hables. No te muevas.

En todo caso, Evans no podía moverse. Aún se sentía desorientado. Buscó alrededor al tercer hombre. Oyó un sonido acuoso. Vio lo que parecía una bolsita de plástico transparente.

—Aguantadlo bien —musitó el tercero. Se agachó junto al hombro de Evans, le subió la manga de la camisa, dejando a la vista la carne del brazo. Resollaba tras el pasamontañas negro. También en un susurro, preguntó—: ¿Sabes qué es esto?

El hombre levantó la bolsita. Contenía agua turbia. Evans vio dentro algo que parecía una bola de carne y, aterrorizado, pensó: «¡Dios mío, le han cortado las bolas a alguien!». Entonces vio que la bola se movía, ondulaba. Era marrón con machas blancas, más o menos del tamaño de una pelota de golf.

—¿Lo sabes? —preguntó el hombre. Evans negó con la cabeza.

—Lo sabrás —susurró el individuo, y abrió la bolsita. La apretó contra la cara interior del brazo de Evans. Este percibió un contacto húmedo. El hombre manipulaba la bolsita, apretaba la bola. Evans intentó ver, pero era difícil saber qué era aquello exactamente.

La bola se movió. Extendió lo que parecían unas alas. No, alas no. ¡Era un pulpo pequeño! ¡Muy pequeño! No podía pesar más que unos cuantos gramos. Pardusco con anillos blancos. El hombre apretaba la bolsa, la comprimía, empujando al diminuto pulpo hacia el brazo de Evans.

Entonces lo comprendió.

Evans gimió y empezó a forcejear, intentando defenderse de sus agresores, pero lo tenían firmemente sujeto, y notó el contacto del pulpo, una sensación pegajosa, como celo o masilla o algo así. Levantó la cabeza, horrorizado, y vio que el hombre golpeteaba la bolsita con el dedo, intentando incitar al pulpo, que se había aferrado a la piel de Evans. Al cabo de un segundo, los anillos del pulpo pasaron del blanco al azul.

El anillo azul de la muerte.

—Eso significa que está furioso —dijo el tercer hombre, el que sostenía la bolsita—. No lo notarás.

Pero Evans sí lo notó. Fue una mordedura, un único aguijonazo, casi como el pinchazo de una aguja.

—Sujetadlo bien —susurró el hombre.

Se marchó por un momento y regresó con un paño de cocina.

Enjugó la cara interna del brazo a Evans y secó el agua del suelo. Aún susurrando, dijo:

—No sentirás nada durante unos minutos. —Se acercó al teléfono—. No intentes llamar a nadie —advirtió. Arrancó el teléfono de la pared y lo estampó contra el suelo.

Los otros dos hombres lo soltaron. Se encaminaron rápidamente hacia la puerta, la abrieron y desaparecieron.

Tosió, y se apoyó en rodillas y manos. Se miró bajo el brazo; la mordedura parecía un grano, una pequeña mancha rosa justo al borde del vello de la axila. Nadie la vería.

No notaba nada, excepto una especie de hormigueo en la mordedura. Tenía la boca seca, pero eso se debía probablemente al miedo. Le dolía la cabeza. Se palpó, tocó sangre y se dio cuenta de que se le habían abierto los puntos de sutura.

Dios santo. Intentó ponerse en pie, pero le falló el brazo y, desplomándose, rodó por el suelo. Seguía desorientado. Miró las luces del techo. Su apartamento tenía uno de esos techos acústicos de textura granulada. Lo detestaba. Quería hacer algo con él, pero era demasiado caro, además, siempre había pensado que no tardaría en mudarse. Continuaba desorientado. Se apoyó en los codos. Ahora tenía la boca muy seca. Era efecto del veneno.

Una especie de sapo. No, pensó, no era eso. No era un sapo.

Era un…

No lo recordaba. Un pulpo.

Eso. Era un pulpo pequeño, poco mayor que una uña. Una monada.

Los indios del Amazonas los utilizaban para emponzoñar las puntas de sus flechas. No, pensó, eso lo hacían con sapos. En el Amazonas no había pulpos. ¿O sí los había?

Estaba confuso. Cada vez más confuso. Un sudor frío empezó a manar de sus poros. ¿También eso era parte del efecto? Tenía que llegar al teléfono. Quizá le quedasen solo unos minutos de conciencia.

Se arrastró hasta el objeto más cercano, que era una butaca… la tenía ya cuando estudiaba derecho, estaba bastante destartalada, había pensado deshacerse de ella al mudarse allí pero no se había decidido… la sala de estar necesitaba una butaca justo allí… la había hecho tapizar en el segundo año de carrera… estaba ya bastante sucia… ¿quién tenía tiempo para ir de compras? Con la mente acelerada, se irguió hasta apoyar el mentón en el asiento. Le costaba respirar, como si hubiese escalado una montaña. Pensó: «¿Qué hago aquí? ¿Por qué tengo la barbilla apoyada en la butaca?». Recordó entonces que intentaba levantarse, sentarse.

Sentarse en la butaca.

Apoyó el codo del brazo ileso en el asiento y empezó a hacer fuerza. Finalmente consiguió levantar el pecho hasta la silla y luego el resto del cuerpo. Tenía los miembros entumecidos, y fríos, y le pesaban cada vez más. Ya casi le pesaban demasiado para moverlos. Le pesaba todo el cuerpo. Consiguió mantenerse casi erguido en la butaca. Había un teléfono en la mesa junto a él, pero el brazo le pesaba tanto que no pudo cogerlo. Lo intentó, pero no logró siquiera extenderlo. Movía un poco los dedos pero nada más. Le pesaba el cuerpo y tenía frío.

Empezó a perder el equilibrio, al principio lentamente y después deslizándose de lado, hasta que el pecho acabó sobre el brazo de la butaca y la cabeza colgando a un lado. Y allí se quedó, incapaz de moverse. No podía levantar la cabeza. No podía mover los brazos. No podía mover siquiera los ojos. Miró fijamente el tapizado de la butaca y la alfombra del suelo y pensó: «Esto es lo último que veré antes de morir».

BEVERLY HILLS
MIÉRCOLES, 13 DE OCTUBRE
1.02 H

Peter Evans no sabía cuánto tiempo llevaba con la mirada fija en la alfombra. El brazo de la butaca le oprimía el pecho y le impedía respirar, pero en todo caso respirar le costaba cada vez más. Imágenes de su vida asomaron fugazmente a su conciencia: el sótano donde jugó con su primer ordenador; la bicicleta azul que le robaron el mismo día que se la compraron; la caja con el prendido de flores para la chica a quien acompañó al baile de fin de curso el último año en el instituto; él de pie, temblándole las piernas, en la clase de derecho constitucional del viejo profesor Whitson mientras este lo apabullaba —«¿Peter? ¿Hola? ¿Peter?»— y aterrorizaba (Whitson los aterrorizaba a todos); la cena que fue su última entrevista para el empleo en Los Ángeles, donde se derramó la sopa en la camisa y los socios fingieron no darse cuenta, y…

—¿Peter? ¡Peter! ¿Qué haces ahí? ¿Peter? Levántate, Peter. Sintió unas manos en los hombros, unas manos abrasadoras, y alguien, con un gruñido, lo enderezó en la butaca.

—Así, eso ya está mejor. —Janis acercó la cara a unos centímetros de la suya y lo examinó—. ¿Qué te pasa? ¿Qué has tomado? Háblame.

Pero no podía hablar. No podía moverse en absoluto. Janis vestía una camiseta de malla, vaqueros y sandalias. Si se desplazaba a un lado, quedaba fuera del campo de visión de Evans.

—¿Peter? —Un tono de perplejidad—. Creo que te pasa algo grave. ¿Has tomado éxtasis? ¿Has tenido un derrame cerebral? Eres demasiado joven para un derrame. Pero podría ocurrir, supongo. Sobre todo con tu dieta. Ya te lo advertí: no más de sesenta y cinco gramos de grasa al día. Si fueras vegetariano, nunca tendrías un derrame. ¿Por qué no me contestas?

Janis le tocó la mandíbula con expresión interrogativa. A Evans lo invadía una clara sensación de desfallecimiento, porque ya apenas podía respirar. Era como si tuviese una piedra de veinte toneladas sobre el pecho. Pese a estar sentado con el tronco erguido, la enorme piedra lo aplastaba.

Pensó: «¡Llama al hospital!».

—No sé qué hacer, Peter —dijo Janis—. Esta noche yo solo quería hablar contigo, y te encuentro así. No es buen momento, ya veo. Para serte sincera, da miedo verte. Me gustaría que me contestases. ¿Puedes contestarme?

«¡Llama al hospital!».

—Quizá me odies por esto, pero como no sé qué has tomado para ponerte así, voy a pedir una ambulancia. Lo siento mucho y no quiero meterte en un lío, pero esto me horroriza, Peter.

Salió de su campo de visión, pero la oyó descolgar el teléfono de la mesita junto a la butaca. Pensó: «Bien. Deprisa».

—Este teléfono no va —dijo ella.

«Dios mío».

Janis volvió a entrar en su campo de visión.

—Tu teléfono no funciona, ¿sabías? «Utiliza tu móvil».

—¿Tienes el móvil? He dejado el mío en el coche. «Ve a buscarlo».

—Quizá algún otro teléfono del apartamento sí funcione. Tienes que avisar a tu proveedor, Peter. No es seguro estar sin teléfono… ¿Qué es esto? ¿Alguien ha arrancado el teléfono de la pared? ¿Hemos tenido un ataque de despecho?

Unos golpes en la puerta. Al parecer, en la puerta de entrada.

—¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Hola? ¿Peter? —Una voz de mujer.

Evans no vio quién era.

Oyó decir a Janis:

—¿Y tú quién eres?

—¿Quién eres

?

—Yo soy Janis. Una amiga de Peter.

—Yo soy Sarah. Trabajo con Peter.

—Eres alta.

—¿Dónde está Peter? —preguntó Sarah.

—Allí —respondió Janis—. Le pasa algo.

Evans no veía nada de esto porque no podía mover los ojos. Y empezaba ya a ver los primeros puntos grises que anunciaban la inminente pérdida de conocimiento. Necesitaba toda la energía que le quedaba para hinchar el pecho y llenar mínimamente los pulmones.

—¿Peter? —dijo Sarah.

Se situó en su campo de visión. Lo miro.

—¿Estás paralizado? —preguntó.

«¡Sí! Llama al hospital».

—Estás sudando —comentó Sarah—. Un sudor frío.

—Ya estaba así cuando lo he encontrado —dijo Janis. Se volvió hacia Sarah—. Por cierto, ¿qué haces aquí? ¿Conoces mucho a Peter?

—¿Has llamado a una ambulancia? —preguntó Sarah.

—No, porque tengo el teléfono en el coche y…

—Ya llamaré yo.

Sarah abrió el teléfono móvil. Era lo último que Evans recordaba.

BRENTWOOD
MIÉRCOLES, 13 DE OCTUBRE
1.22 H

Era tarde. La casa estaba a oscuras. Nicholas Drake se hallaba sentado tras su escritorio en su casa de Brentwood, cerca de Santa Mónica. De allí a la playa había una distancia de 4,6 kilómetros (la había medido recientemente con el coche), y por tanto se sentía seguro. Era mejor así, además, porque la casa se la había comprado el NERF hacía un año. Había sido objeto de largas deliberaciones porque también le habían comprado una casa en Georgetown. Pero Drake había aducido que necesitaba una residencia en la costa Oeste en la que agasajar a las celebridades y los principales donantes.

Al fin y al cabo, California era el estado con mayor conciencia ecológica del país. Había sido el primero en aprobar leyes contra el consumo de tabaco, casi diez años antes que Nueva York o cualquier otro estado del Este. Y ni siquiera cuando un tribunal federal desestimó en 1998 el informe de la EP A respecto a los fumadores pasivos, aduciendo que esta agencia había infringido sus propias normas sobre el valor probatorio y prohibido una sustancia sin haber demostrado de manera concluyente su nocividad —el juez federal era de un estado tabaquero,
obviamente
—, ni siquiera entonces California cambió de opinión. Las leyes contra el tabaco se mantuvieron. De hecho, Santa Mónica se disponía a promulgar la prohibición de fumar al aire libre en todas partes, incluso en la playa. ¡Eso sí era un avance!

Aquí era fácil.

Pero en cuanto a conseguir financiación en serio… en fin, ese era otro cantar. Podía contarse con unos cuantos millonarios de la industria del espectáculo, pero en California los ricos de verdad —los accionistas mayoritarios de los bancos de inversión, los gestores de cartera, los presidentes de grandes empresas, los agentes inmobiliarios, los rentistas, la gente que tenía entre quinientos y dos mil millones, los ricos en el sentido pleno—, en fin, esos no eran tan asequibles. Esa gente habitaba una California distinta. Esa gente pertenecía a clubes de golf que no admitían a actores. El dinero de verdad estaba en manos de los innovadores y los empresarios del sector tecnológico, y eran muy listos e inflexibles. Muchos de ellos tenían conocimientos científicos. De hecho, muchos eran científicos. Por eso representaban tal desafío para Drake, si deseaba conseguir la suma necesaria para cuadrar los números del año. Con la mirada fija en la pantalla, pensó que ya era hora de tomar un whisky cuando de pronto se abrió una ventana y el cursor parpadeó:

SCORPIO_L: «¿Tienes un momento?».

Hablando de imbéciles, pensó. Tecleó:

Sí, tengo.

Drake cambió de posición en el asiento y ajustó la lámpara del escritorio para que le iluminase la cara. Miró la lente de la cámara montada sobre el monitor.

La ventana se abrió. Vio a Ted Bradley, sentado tras su mesa en su casa del Valle de San Fernando.

—¿Y bien? —preguntó Drake.

—Es como tú decías. Evans se ha pasado al lado oscuro.

—¿Y?

—Estaba con esa chica, Jennifer, la que trabaja en la preparación de la demanda…

—¿Jennifer Haynes?

—Sí. Es una zorra y va de lista.

Drake guardó silencio. Escuchaba con atención el sonido de su voz. Bradley había vuelto a beber.

—Ted, ya hemos hablado antes de esto —dijo—. No a todas las mujeres les gusta que un hombre se pase de la raya.

—Sí les gusta. Es decir, a la mayoría.

—Ted, no es esa la impresión que deseamos dar.

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