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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada (9 page)

BOOK: Espadas y magia helada
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Pero el Ratonero
parecía,
ensimismado en sus propios pensamientos.

—¿Has pensado, Fafhrd, en lo bien calculados que deben de haber sido la altura y el diámetro de cada uno de esos tubos que parecen tifones, de modo que la estrella de su fondo se vea desde cualquier parte en la otra mitad de Nehwon, allá arriba, cuando allí es de noche, pero desde ningún lugar en nuestra mitad aquí abajo? Por cierto, eso explica por qué las estrellas son más brillantes en el cénit: porque las ves completas, no sólo un segmento en forma de menisco o de lente biconvexa. Eso parece demostrar que alguna divinidad debe de... —Al llegar a este punto, el Ratonero reaccionó por fin a lo que acababa de decir Fafhrd e inquirió en un tono menos soñador—: ¿Dos parejas distintas de muchachas? ¿Cuatro chicas en total? Creo que estás complicando las cosas demasiado, Fafhrd. Por la cimitarra de Ildrícht...

—Hay dos parejas de gemelas —le interrumpió Fafhrd—. Eso por lo menos es cierto, aunque todo lo demás sean mentiras. Y mira lo que te digo, pequeñajo, tus chicas solares nos la quieren jugar aunque parezcan prometernos el bien, pues ¿cómo alcanzar la inmortalidad y el paraíso si no es muriendo? ¿Cómo puedes llegar a la Tierra de los Dioses si no pereces antes? A veces el sol, tanto si es de luz pura como si no, resulta malsano, ardiente y mortífero. Pero mis muchachas lunares, que parecen querer hacernos el mal, sólo intentan el bien..., pues son a la vez tan frías y amorosas como la luna. En mi sueño me ha dicho: «Regresa a la Muerte», lo cual parece espantoso, pero tú y yo hemos vivido doce años con la Muerte sin sufrir ningún daño duradero, y, según afirma mi trasgo, «Ésa es la única manera de seguir con vida. ¡Busca a la Muerte para escapar de ella!». Así pues, pongamos rumbo al norte, como ella ha dicho, pues si seguimos hacia el mar, adentrándonos en los tórridos dominios del sol, contra el cual me ha prevenido expresamente, moriremos con toda seguridad, traicionados por tus falsas y mentirosas muchachas de fuego. Recuerda que bastó un mero contacto para que tu pecho humeara, mientras que mi chica me ha aconsejado: «Sospecha de todas las llamas jóvenes y escarlata», lo cual refuerza mi argumentación.

—No lo veo así en absoluto —replicó el Ratonero—. El sol me gusta, siempre me ha gustado. Su calor penetrante es la mejor de las medicinas. Eres tú quien ama el frío y la pegajosa oscuridad, ¡tú, salvaje de Yermo Frío! Mi zagala era dulce y rosada, estaba llena de vida, mientras que la tuya hablaba tétricamente y estaba lívida como un cadáver, como tú mismo has admitido. ¿Das crédito a sus palabras? Yo no. Además, por la cimitarra de Ildritch, la explicación más simple es siempre la mejor, así como la más elegante. Sólo hay dos muchachas resplandecientes, la que habló conmigo en mi sueño y la que habló contigo, no cuatro que revolotean absurdamente por ahí arriba cambiando de guardia al alba y al anochecer para confundirnos. Las dos muchachas, ¡sólo dos!, tienen el mismo aspecto, cobrizas de día y plateadas de noche, pero en su interior la mía es un ángel, mientras que la tuya es una valquiria mortífera, como ha quedado patente en el sueño, tu guía más fiable.

—Oye, estás usando evasivas —repuso Fafhrd con firmeza—, y por añadidura haces que la cabeza me dé vueltas con tus absurdas palabras. Pero una cosa tengo muy clara, y es que vamos a prepararnos y maniobrar el
Corredor negro
para poner rumbo al norte, como mi pobre muchacha lunar me ha aconsejado tan vivamente más de una vez.

—Pero Fafhrd —protestó el Ratonero—, ayer hicimos varios intentos de poner rumbo al norte y siempre fracasamos en nuestro empeño. ¿Qué motivo tienes para suponer, grandísimo...?

—«Confía sólo en la luna», me ha dicho —le interrumpió Fafhrd—. Y ha añadido que espere cierta señal. De modo que, por una vez, vas a hacerme caso y estaremos a la expectativa. Contempla el mar y el cielo, so imbécil, y asómbrate.

Desde luego, el Ratonero estaba asombrado. Mientras discutían, atentos tan sólo a las fintas, paradas y estocadas de su duelo verbal, la superficie del Mar de las Estrellas había sufrido un cambio, pasando de lisa y brillante a ondulante y apagada. A través de las aguas se propagaban grandes y veloces vibraciones que hacían temblar al buque leopardo. Las cenefas plateadas de espuma avanzaban por la superficie de un modo menos predecible, y el mismo huracán, aunque no se había reducido ni un ápice, se estaba volviendo racheado, el viento que azotaba las espaldas de los dos hombres unas veces era cálido y otras frío. En el cielo por fin había nubes, que se deslizaban con celeridad desde el noroeste y el este al mismo tiempo y ascendían hacia la luna. La naturaleza entera parecía agazaparse con aprensión, como si presintiera algún acontecimiento espantoso que estaba a punto de suceder, anunciando una guerra celeste. Los dos trasgos plateados parecieron compartir ese presentimiento, pues empezaron a revolotear de la manera más errática, su vaporoso volumen flotando trémulamente, mientras emitían gritos agudos y silbidos de alarma contra el silencio antinatural, y por último se separaron, uno de ellos se cernió agitado por encima de la proa, hacia el suroeste, y el otro cerca de la popa, al noroeste.

La rápida acumulación de las nubes había ocultado la mayoría de las estrellas y ascendido casi hasta llegar a la luna. El viento seguía manteniéndose quieto, al igualar con exactitud la velocidad de la corriente. El
Corredor Negro
estaba en equilibrio, como en la cresta de una ola gigantesca. Por un instante el mar pareció inmovilizarse. El silencio era absoluto.

El Ratonero miró al frente y emitió un leve grito entre agudo y sofocado, un sonido breve pero que heló la sangre de su compañero. Tras recobrarse de la conmoción, Fafhrd también alzó la vista, y en ese mismo instante oscureció intensamente. Las voraces nubes habían ocultado la luna.

—¿Por qué has gritado así? —preguntó enojado.

El Ratonero le respondió con dificultad, debido al castañeteo de sus dientes.

—Antes de que las nubes la ocultaran... ¡la luna se ha movido!

—¿Cómo puedes saber tal cosa, pedazo de alcornoque, si las nubes se estaban moviendo, lo cual siempre produce la ilusión de que la luna se mueve?

—¡No lo sé, pero lo he visto con tanta certeza como que te tengo ahora ante mí! La luna empezó a moverse.

—Veamos, si la luna estuviera en un tifón, como afirmas, se hallaría sujeta a todos los caprichos del viento y el oleaje. ¿Qué tiene pues de espantosamente extraño ese movimiento?

El frenesí en la voz de Fafhrd contradecía lo razonable de su pregunta.

—No lo sé —repitió el Ratonero con una vocecilla tensa, los dientes castañeteándole todavía—, pero lo que he visto no me ha gustado nada.

El trasgo resplandeciente de popa silbó tres veces. Sus nerviosas contorsiones, su vaporosa luminiscencia plateada resaltaban en la negrura de la noche, y lo mismo ocurría con su gemelo en la proa.

—¡Es la señal! —exclamó Fafhrd con voz ronca—. ¡Listos para virar!

Cargó todo su peso contra la caña del timón, moviéndola de modo que la nave viró al norte. Lo. hizo muy despacio, pero logró vencer lo suficiente la fuerza de la corriente y el viento para girar hacia el norte no más de uno o dos puntos.

Un largo relámpago rasgó el cielo y reveló el mar gris hasta la línea del horizonte, donde ahora nuestros héroes vieron dos gigantescos tifones, el que se dirigía al sur y otro, por delante de éste, que avanzaba desde el oeste. Los truenos estallaban con una sonoridad metálica, como ejércitos o armadas que se encontraran en un Apocalipsis ensordecedor.

Entonces un caos de fuego estalló en la noche, se alzaron olas enormes que entrechocaban y vientos que luchaban como gigantes cuyas cabezas rozaran el cielo, mientras que alrededor del barco los trasgos resplandecientes también se agitaban y ora parecían un par, ora dos, por lo menos cuando giraban y se abalanzaban uno alrededor del otro. El gélido mar se desgarraba y sus grandes jirones subían al cielo, se abrían abismos en la negrura que parecían desembocar en el fondo legamoso del mar, desconocido por el hombre. Los truenos horrísonos y los relámpagos se hicieron casi continuos, revelándolo todo, y a través de ese cataclismo el
Corredor Negro
logró sobrevivir como una astilla en medio del caos, gracias a la habilidad marinera de Fafhrd y su camarada.

La segunda tromba gigantesca avanzaba por el suroeste como una montaña en movimiento, precedida por grandes olas que prestaban una gran ayuda a Fafhrd en el pilotaje de la nave, a la que impulsaban continuamente hacia el norte, mientras que desde el sur la primera tromba gigante regresaba, o así lo parecía, y ambas (¿la solar y la lunar?) combatían.

De súbito, el
Corredor Negro
pareció chocar contra un muro, Fafhrd y el Ratonero salieron despedidos, cayeron en la cubierta, y cuando, tras muchos esfuerzos, pudieron por fin levantarse, descubrieron asombrados que su barco leopardo flotaba en aguas tranquilas, casi inaudibles e invisibles para sus oídos insensibilizados y sus ojos semiciegos. La noche era negra, sin estrellas ni luna. Los trasgos resplandecientes habían desaparecido. A la tenue luz de los relámpagos distantes vieron que la vela de la nave estaba destrozada, convertida en jirones. Fafhrd tuvo la sensación de que la caña del timón, que sujetaba, estaba suelta, como si todo el mecanismo de dirección hubiera sufrido una tensión insoportable y sólo hubiese resistido por milagro.

—Se escora un poco a popa, ¿no crees? Juraría que ha entrado agua. A lo mejor ha habido un corrimiento de carga. Tendremos que achicar. Más tarde podremos dedicarnos a colocar una vela nueva.

Así pues, se pusieron manos a la obra y trabajaron en silencio durante varias horas, como hicieran tantas veces en sus largos años de aventuras en común, reparando el barco leopardo a la luz de dos faroles que Fafhrd colgó del mástil, alimentados con el aceite de leviatán más puro, pues la tormenta había cesado por completo, no había ya relámpagos y las nubes oscuras y compactas impedían la menor visibilidad.

La espesa nubosidad cubrió todo Nehwon aquella noche (y el día en el otro hemisferio). Durante los meses y años posteriores se habló mucho de la Gran Oscuridad, como llegó a ser generalmente conocido el fenómeno que ensombreció por completo Nehwon por espacio de varias horas, y jamás se supo a ciencia cierta si la luna había contravenido las leyes cósmicas, desplazándose alrededor de medio mundo para combatir con el sol en aquella ocasión, y regresando luego a su posición natural, o si eso no había sucedido, aunque existían inquietantes rumores, dispersos pero persistentes, de semejante viaje atroz, atisbado a través de las brechas fugitivas en la cobertura nubosa, y de que incluso el mismo sol se había movido brevemente para guerrear con ella.

Al cabo de largo rato, cuando hicieron una pausa en su fatigosa tarea, Fafhrd comentó:

—Qué solitarios estamos sin nuestros femeninos trasgos resplandecientes, ¿no te parece?

—Tienes razón —respondió el Ratonero—. No sé si nos habrían conducido al encuentro de un tesoro, o siquiera si pretendían tal cosa. ¿O crees que tu trasgo o el mío nos habrían conducido
a
alguna parte, a ambos o a uno de los dos?

—Sigo convencido de que eran cuatro trasgos —dijo Fafhrd—, así que cualquiera de los dos pares de gemelas podría habernos conducido juntos a donde fuese.

—No, eran sólo dos trasgos —insistió el Ratonero—, y se proponían conducirnos en direcciones muy distintas, situarnos a cada uno en las antípodas respecto del otro. —Esperó algún tiempo, y al ver que su compañero no decía nada, añadió—: ¿Sabes? Creo que me habría gustado irme con mi chiquilla de fuego para descubrir cómo es vivir en el paraíso bañado por el espléndido sol.

—También yo me habría ido con mi doncella melancólica, para morar en la pálida luna, y quizá pasaría los meses de verano en el Reino de las Sombras. —Tras un breve silencio, añadió—: Pero me temo que el hombre no ha sido creado para morar en un paraíso, tanto si es frío como caluroso. No, jamás, jamás.

—«Jamás» comparte un amplio lecho con «una vez» —dijo el Ratonero.

Mientras así conversaban había vuelto la claridad, pues todas las nubes se habían dispersado. La nueva vela brillaba. Los faroles alimentados con aceite de leviatán emitían una luz tenue, casi invisible contra el cielo pálido. Hacia el norte, a gran distancia, los dos aventureros distinguieron la forma vaga de un gran bisonte acostado, signo inequívoco del cabo más meridional de las Tierras Orientales.

—Hemos contorneado el continente de Lankhmar en sólo un día y una noche —dijo el Ratonero.

Empezó a soplar una brisa procedente del sur que agitó la quieta atmósfera. Los dos amigos pusieron rumbo al norte, por el largo Mar Oriental.

La monstreme helada

—Estoy harto de tantos pequeños roces con la muerte, Ratonero —dijo Fafhrd el norteño, mientras
alzaba
una abollada y cenicienta copa que contenía mosto dulce mezclado con
aguardiente
amargo.

—¿Quieres un roce grande? —le preguntó su camarada, que bebía un brebaje parecido.

Fafhrd reflexionó sobre las palabras de su amigo, mientras su mirada se deslizaba lentamente pero sin pausa alrededor de la taberna, cuya enseña era una deslustrada y serpenteante anguila de plata.

—Tal vez —dijo al fin.

—Qué noche tan tediosa —convino el otro.

El ambiente dentro de la taberna era tan plomizo como sus copas metálicas de vino. La hora, equidistante entre la medianoche y el alba, la luz mortecina sin ser lóbrega, el aire húmedo pero no frío; los demás parroquianos parecían estatuas de facciones malhumoradas, los rostros del tabernero, su bravucón a sueldo y sus servidores estaban paralizados en expresiones de hosco descontento. Era como si el mismo Tiempo se hubiera detenido.

En el exterior, la ciudad de Lankhmar se hallaba silenciosa como una necrópolis, mientras que más allá el mundo de Nehwon vivía en paz, o por lo menos sin guerra, desde hacía un año entero. Incluso los mingoles de las vastas estepas se abstenían de hacer incursiones por el sur, montados en sus pequeños y fuertes caballos.

Sin embargo, el efecto de todo ello no era el sosiego sino una inquietud sin motivos concretos, una desazón que aún no había encontrado alivio en algún movimiento, como si fuese el preludio de una espantosa tormenta que arrastraría a todo ser vivo.

Esta atmósfera afectaba los sentimientos y pensamientos del alto bárbaro vestido con un jubón pardo y su amigo de baja estatura ataviado de gris.

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