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Authors: Kerstin Gier

Esmeralda (23 page)

BOOK: Esmeralda
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Una vez más se me puso la carne de gallina.

—¿Cuatro semanas después de ser expulsado de la logia el traidor estaba muerto? Que… práctico —dije.

Pero mooster George ya no me escuchaba y golpeaba la ventanilla para avisar al conductor.

—Me temo que el portal es demasiado estrecho para la limosina. Será mejor que entre en el patio de la escuela por la entrada lateral. —Me sonrió—. ¡Ya hemos llegado! Y por cierto, estas encantadora, llevaba rato que quería decírtelo. Como salida de una antigua película.

El coche freno ante la escalera de la entrada.

—Solo que mucho, mucho más guapa —dijo míster George.

—Gracias.

De puro azoramiento me olvide completamente de lo que me había dicho madame Rossini:

«Siempre con la cabeza por delante, tocinito de cielo», y cometí el error de bajar del coche como hacia siempre. Lo que condujo a que me enredara sin remedio en mi falda y me sintiera como la abeja Maya en la telaraña de Tecla. Mientras maldecía y míster George reía entre dientes sin hacer nada, vi que me tendía dos manos salvadoras desde fuera, y como no tenía opción, las sujete, y deje que tiraran de mí y me pusieran en pie.

Una de las manos pertenecía a Gideon y la otra a míster Whitman; y las solté como si me hubieran quemado.

—Hummm… gracias —murmuré mientras me alisaba el vestido a toda prisa y trataba de recuperar mis pulsaciones normales.

Entonces observe con más atención a Gideon y no pude contener una sonrisa. Aunque madame Rossini no había exagerado al ponderar la belleza de la tela verde mar y la suntuosa levita se adaptaba a la perfección a los anchos hombros de Gideon sin formar ni una arruga y él estaba realmente resplandeciente de la cabeza a los zapatos con hebillas, la peluca blanca destrizaba todo el efecto.

—Y yo que pensaba que era la única que iba a hacer el payaso —dije.

Le centellaron lo ojos mientras replicaba divertido:

—Pues aun he podido convencer Giordano de que os olvidara de los polvos y lo falso lunares.

Bueno, la verdad es que ya estaba bastante pálido. Durante un segundo más o menos me perdí en la contemplación de los elegantes líneas de su mentón y sus labios, y luego me rehíce y le dirigí una mirada sombría.

—Los demás esperan abajo será mejor que nos apresuremos antes de que se formen una aglomeración —dijo míster Whitman, y lanzo una mirada a la acera, donde dos damas con sendos perros se habían parado y nos miraban con curiosidad. Si los Vigilantes no querían llamar la atención, pensé, tal vez sería mejor que utilizaran unos coches más discretos. Y naturalmente, que no hicieran circular tan a menudo por el barrio a gente extrañamente disfrazada.

Gideon me tendió la mano, pero en el mismo instante oí un ruido sordo a mi espalda y me volví. Xemerius había aterrizado sobre el techo del coche, donde permaneció tenido un momento, plano como una lapa.

—Habréis podido esperarme, ¿no? —dijo jadeando. Si no le entendí mal, en Temple no había podido unirse a nosotros a tiempo porque le había retrasado un garo—. ¡He tenido que hacer todo el camino volando! Quería despedirme de ti antes que te fueras.

Se irguió sobre sus patas, salto a mi hombro y sentí algo así como un abrazo húmedo y frio.

—Adelante, gran maestre de la orden del Cerdo de Ganchillo. No olvides pisar como se merece durante el minué a aquel-cuyo-nombre-no-podemos-pronunciar —dijo lanzando una mirada de desdén a Gideon—. Y ve con cuidado con el conde. —Había preocupación en su voz. Trague saliva, pero inmediatamente añadió—: Si la pifias, ya verás cómo te las arreglas sin mí en el futuro, porque yo me buscare a otra persona.

Me dirigió una mueca de descaro y salió zumbando hacia los perros que se soltaron de sus correas huyeron con el rabo entre las piernas.

—Gwendolyn, ¿estas soñando? —Gideon me tendió el brazo—. ¡Quiero decir, miss Gray, naturalmente! Si quiere hace el favor de acompañarme al año 1782.

—Olvídalo, no pienso empezar con la comedia hasta que estemos allí —dije en voz baja para mister George y míster Whitman, que caminaban delante de nosotros, no pudieran oírlo—. Mientras tanto me gustaría reducir al mínimo el contacto contigo, si no tienes inconveniente. Además, conozco muy buen el camino, al fin y al cabo es mi escuela.

Una escuela que, ese viernes por la tarde estaba como muerta. En el vestíbulo nos tropezamos con el director Gilles, que arrastraba un carrito de golf y ya había cambiado su traje por unos pantalones a cuadros y un polo. Sin embargo, nuestro director no había querido perderse la ocasión de saludar cordialmente a los miembros del «grupo de teatro aficionado de nuestro querido míster Whitman», y además uno por uno y con un apretón de manos.

—Como un gran amante del arte que soy, para mí es un placer poner a su disposición nuestra escuela para sus ensayos mientras su sal no pueda utilizarse. ¡Oh, que encantadores disfraces! —Cuando llego ante mí, dio un respingón—. ¡Vaya! Yo conozco esta cara ¿No eres una de las chicas de las malas ranas?

Me esforcé por sonreír.

—Sí, director, Gilles.

—En fin, me alegro de que hayas descubierto una afición tan bonita e interesante. Así seguro que en adelante no se te ocurrirán más ideas tontas. —Sonrió jovialmente a todo el grupo—. Bien, pues les deseo mucho éxito o mucha mierda, ¿no es eso lo que se desea a la gente del teatro?

Y dicho esto, nos saludó una vez más alegremente con la mano y desapareció junto con su carrito por la puerta, rumbo al día de semana. Le seguí con la mirada sintiendo un poco de envidia. Por una vez me habría cambiado gustosamente por él, aunque para eso hubiera tenido que convertirme en un valaco de mediana edad con pantalones de cuadros.

—¿Chica mala de la rana? —repitió Gideon mientras bajábamos hacia el sótano mirándome de reojo.

Centre toda mi atención en levantar lo suficiente mi crujiente falda para no tropezar con ella.

—Hace unos años mi amiga Leslie y yo nos vimos forzadas a colocar una rana en la sopa de una compañera, y por desgracia al director Gilles el suceso se le quedo grabado.

—¿Os vistes forzadas a colocar una rana en la sopa de una compañera?

—Sí —replique muy digna—. Por razones pedagógicas a veces se tiene que hacer cosas que vistas desde fuera pueden parecer extrañas.

En el taller artístico del sótano justo bajo una cita de Edgar Degas pintada en la pared que decía «Un cuadro se debe ejecutar con el mismo sentimiento con el que un criminal perpetra su crimen», ya se habían reunido en torno al cronógrafo los sospechosos habituales: Falk de Villiers, míster Marly y el doctor White, que en ese momento extendía sobre una de las mesas el instrumental médico. Me alegre de que al menos hubiéramos dejado a Giordano en Temple, donde probamente aun estaría plantado en la escalera retorciéndose las manos.

Míster George me guiño un ojo.

—Acabo de tener una idea —me susurro—. Si te encuentras en un aprieto y no sabes cómo salir de paso, no tienes más que desmayarte; en esa época las mujeres se desmayaban continuamente, sea por un corsé demasiado apretado o por el aire vivido, o porque sencillamente resultaba un recurso muy práctico, nadie puede decirlo con exactitud.

—Lo tendré presente —dije, y estuve tentada de probar de inmediato el truco de míster George. Pero, por desgracia, Gideon parecía haber adivinado mis intenciones, porque me cogió del brazo y sonrió suavemente.

Falk desenvolvió el cronógrafo, y cuando me llamo con un gesto, me resigne a mi destino, no sin rogar antes al cielo de lady Brompton hubiera comunicado el secreto de su ponche especial a su buena amiga, la honorable lady Pimplebottom.

Mis ideas sobre los bailes eran bastantes vagas. Y sobre los bailes históricos prácticamente inexistentes. Por eso no es de extrañar que, después de la visión de la tía Maddy y de mis sueños de esa mañana, esperara una mezcla de Lo que el viento se llevó y las fabulosas fiestas de María Antonieta, en las que la parte más bonita hacia sido que en el sueño yo me parecía asombrosamente a Kristen Dunst.

Pero antes de que pudiera verificar si mis ideas coincidían con la realidad teníamos que salir del sótano. (¡Otra vez! Solo esperaba que mis pantorrillas no sufrieran daños permanentes después de todo ese subir y bajar.)

A pesar de todas mis críticas a los Vigilantes, tengo reconocer que esta vez habían organizado bien las cosas. Falk había ajustado el cronógrafo de modo que el baile que se celebraba sobre nosotros hacia horas que había comenzado.

Me sentí infinitamente aliviada al ver que no habría ningún desfile de invitados ante los anfitriones. En secreto tenía un miedo horrible a que a nuestra llegada un maestro de ceremonias golpeara el suelo con un bastón y nos anunciara pronunciado nuestro nombre falso en voz alta. O peor aún, que dijera la verdad «ladies and gentlemen, clonc, clonc. Gideon de Villiers y Gwendolyn Shepherd, impostores del siglo XIX. ¡Presten atención al hecho de que su corsé y su miriñaque no están fabricados con barba de ballena sino con fibra de carbono de alta tecnología! ¡Y, además, sus señorías han entrado en la casa a través del sótano! »

Que en ese caso, por cierto, era particularmente oscuro, de modo que, por desgracia, me vi obligada a darle la mano a Gideon, porque si no mi vestido y yo no habríamos conseguido llegar sanos y salvos arriba. Solo en la parte delantera del sótano, donde en mi instituto el corredor se desviaba hacia las sala de la mediateca, aparecieron algunas antorchas que proyectaban su luz vacilante sobre las paredes. Por lo que se veía, habían decidido instalar ahí las cámaras para guardar las provisiones, lo que, en vista del frio que hacía, sin duda era una elección acertada. Por pura curiosidad eche una ojeada a una de las salas adyacentes, me quede estupefacta. ¡Nunca en mi vida había visto tales cantidades de comida! Al parecer, después del baile había celebrarse una especie de banquete, porque las mesas y el suelo estaban cubiertos de infinidad de bandejas, fuentes y grandes tinas llenas con las más curiosos alimentos, muchos de ellos con una presentación extraordinariamente sofisticada y envueltos en una especie de oscilante budín transparente descubrí grandes cantidades de platos de carne preparados, que definitivamente olían demasiado fuerte para mi gusto, y además una impresionante variedad de dulces de todas las formas y tamaños y una figura de cisne dorado elaborada con sorprendente realismo.

—¡Uy mira, también ponen a enfriar la decoración de la mesa! —susurre.

Gideon tiro de mí hacia delante.

—¡No es ninguna decoración, es un cisne de verdad! Lo llaman plato de exhibición —me explico en susurros, pero casi simultáneamente se estremeció y por desgracia, tengo que reconocerlo, a mí se me escapo un grito.

Detrás de una tarta de unos diecinueve pisos de altura con dos ruiseñores (muertos) como remate, había surgido de las sombras una figura que ahora se dirigía en silencio hacia nosotros con la espada desenvainada.

Era Rakoczy, que con sus dramáticas entradas en escena seguro que habría podido ganarse la vida en el pasaje del terror de cualquier parque de atracciones. La mano derecha del conde nos saludó con voz ronca.

—Seguidme —murmuro luego.

Mientras yo trataba de recuperarme del susto, Gideon pregunto enojado:

—¿No debería haber venido a recogernos hace rato?

Rakoczy prefirió eludir el tema lo que no me sorprendió especialmente. Era justo el tipo persona incapaz de reconocer un error.

Sin decir palabra, cogió una antorcha del soporte, nos hizo una seña y se deslizo por un pasadizo lateral que conducía a una escalera.

Una música de violines y un rumor de voces llegaron hasta nuestros oídos y se fueron haciendo cada vez más intensos, hasta que, poco antes de llegar al final de la escalera, Rakoczy se despidió de nosotros diciendo:

—Desde la sombra velaré por vosotros con mi gente.

Luego desapareció, silencioso como un leopardo.

—Supongo que no ha recibido invitación —dije bromeando, aunque en realidad la idea de que en cada esquina oscura podía estar espiándonos alguno de los hombres de Rakoczy me ponía los pelos de punta.

—Naturalmente que está invitado, pero supongo que no quiere separase de su espada, y en la sala de baile no están permitidas. —Gideon me repasó con la mirada—. ¿Aún tienes telarañas en el vestido?

Le miré indignada.

—No, pero tal vez tú tengas alguna en el cerebro —repliqué.

Pasé a su lado y abrí la puerta con cuidado.

Antes había estado pensando, preocupada, en cómo podríamos llegar al vestíbulo sin llamar la atención, pero cuando no sumergimos en el barullo que organizaban los invitados al baile, me pregunté por qué nos habíamos tomado la molestia de aparecer en el sótano. Supongo que por puro hábito, porque habríamos podido saltar directamente arriba sin que nadie se enterara.

Mi amigo James no había exagerado. El hogar de lord y lady Pimplebottom era realmente suntuoso. Bajo los tapices de damasco, los estucados, las pinturas y los techos decorados con frescos de los que colgaban arañas de cristal, mi vieja escuela estaba irreconocible. Los suelos estaban revestidos de mosaico y cubiertos con gruesas alfombras, y en el camino al primer piso me pareció como si hubiera más pasillos y escaleras que en mi época.

Y estaba repleto de gente y de ruido. En nuestra época habrían suspendido la fiesta por exceso de ocupación o los vecinos habrían denunciado a los Pimplebottom por escándalo nocturno. Y eso que hasta ese momento solo habíamos visto el vestíbulo y los corredores.

Porque la sala de baile jugaba en otra liga. Ocupaba medio primer piso y estaba atestada de gente, reunida en grupitos o en largas filas para bailar. La sala zumbaba como una colmena con el ruido de sus voces y sus risas, aunque en realidad la comparación se quedaba corta, porque el número de decibelios seguro que alcanzaba al de un Jumbo despegando en Heathrow. Al fin y al cabo había unas cuatrocientas personas que tenían que hablarse a gritos, y la orquesta de veinte músicos de la tribuna tenía que imponerse al ruido que hacían. Todo el conjunto estaba iluminado por un número tan grande de velas que instintivamente busqué un extintor con la mirada.

Para abreviar, entre el baile y la soirée a la que habíamos asistido en casa de los Brompton existía la misma relación que entre un club nocturno y una reunió para tomar el té de la tía Maddy.

Nuestra aparición no llamó especialmente la atención, sobre todo porque en la sala había un continuo trasiego de gente que entraba y salía, si bien algunas de las pelucas blancas nos miraron con curiosidad, y Gideon me sujetó el brazo con más fuerza. Noté cómo me repasaban de arriba abajo, y sentí la urgente necesidad de volver a mirarme en un espejo para ver si no se me había quedado pegada alguna telaraña.

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