Esfera (19 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Esfera
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Como Davies pensó que ésta sería exactamente la clase de mensaje que podría enviar una inteligencia de otro planeta, supuso que sería fácil de resolver para la gente que tomaba parte en el SETI. De modo que entregó una copia de esa gráfica a cada uno de los asistentes al congreso.

Nadie pudo interpretarla.

Cuando Davies la explicó, todos estuvieron de acuerdo en que era una idea ingeniosa y un mensaje perfecto para ser enviado por seres de otro planeta. Pero quedó de manifiesto el hecho de que ninguno de los científicos había sido capaz de captar ese mensaje perfecto.

Una de las personas que había tratado de resolverlo, sin éxito, había sido Ted.

—Bueno, no nos esforzamos demasiado —argumentó—. En el congreso había muchos asuntos por tratar. Y no te teníamos allí, Harry.

—Lo único que querías era un viaje gratis a Roma —dijo éste.

—¿Es mi imaginación, o las marcas de la puerta se han modificado? —preguntó Beth.

Norman observó: a primera vista, las profundas estrías parecían ser las mismas, pero quizá el diseño fuese diferente. De ser así, el cambio era casi imperceptible.

—Podemos compararlo con las antiguas grabaciones de vídeo —dijo Barnes.

—A mí me parece igual —declaró Ted—. De todos modos es metal; dudo de que pueda cambiar.

—Lo que llamamos «metal» no es más que líquido que fluye con lentitud a temperatura ambiente —puntualizó Harry—. Es posible que este metal esté cambiando.

—Lo dudo —manifestó Ted.

—Se supone que los expertos son ustedes. Sabemos que esta cosa se puede abrir; ya estuvo abierta. ¿Cómo lograremos que lo haga de nuevo? —dijo Barnes.

—Lo estamos intentando, Hal.

—No da la impresión de que hagan ninguna cosa.

De tanto en tanto le echaban un vistazo a Harry, pero el matemático se limitaba a contemplar la esfera; tenía una mano en la barbilla y, con aire reflexivo, se golpeaba suavemente el labio inferior con un dedo.

—¿Harry?

No respondió.

Ted se acercó a la esfera y la golpeó con la palma de la mano; el objeto emitió un sonido apagado, pero nada ocurrió. Ted la aporreó con el puño, después de lo cual dio un respingo de dolor y se frotó la mano.

—No creo que podamos forzar el acceso a la esfera. Me parece que es ella la que nos tiene que permitir el ingreso —dijo Norman.

Por un momento nadie pronunció una palabra.

—Mi equipo campeón, cuidadosamente seleccionado —les dijo Barnes, punzante—. Y todo lo que pueden hacer es quedarse inmóviles y contemplar la esfera.

—¿Qué quiere que hagamos, Hal? ¿Tirarle una bomba atómica?

—Si no consiguen abrirla, habrá gente que lo intentará. —Barnes miró su reloj—. Mientras tanto, ¿tienen alguna otra idea brillante?

Nadie la tenía.

—Muy bien —decidió—. Nuestro tiempo ha terminado. Volvamos al habitáculo y preparémonos para ser transportados a la superficie.

LA PARTIDA

Estaban en el Cilindro C. Norman sacó de debajo de su litera el pequeño bolso provisto por la Armada. Fue al baño a buscar sus elementos para afeitarse, cogió su libreta y su par adicional de calcetines y metió todo en el bolso; luego corrió la cremallera y lo cerró.

—Estoy listo.

—Yo también —dijo Ted, que se sentía desdichado y que no quería partir—. Supongo que ya no lo podemos demorar más. El clima está empeorando. Del DH-7 sacaron ya a todos los buzos, y ahora sólo quedamos nosotros.

Norman sonrió ante la perspectiva de estar otra vez en la superficie.

—Nunca imaginé que aguardaría con gusto el momento de ver el color gris naval reglamentario de un barco; pero así es. ¿Dónde están los demás?

—Beth ya recogió sus cosas. Creo que está con Barnes, en comunicaciones. Harry también, supongo. —Ted dio unos tirones de su mono—. Te diré una cosa: me sentiré contento de ver este traje por última vez.

Salieron del camarote y se dirigieron hacia comunicaciones. En el angosto corredor se cruzaron con Alice Fletcher, que iba hacia el Cilindro B.

—¿Lista para partir? —le preguntó Norman.

—Sí, señor, todo está pronto para la batalla —respondió, pero sus rasgos estaban tensos y parecía tener mucha prisa y estar sometida a una gran presión.

—¿No va usted en sentido contrario? —preguntó Norman.

—Tan sólo estoy revisando los diesel de reserva.

«¿Los diesel de reserva? ¿Para qué revisar los motores de reserva ahora que nos estamos yendo?», se preguntó Norman.

—Es probable que Jane Edmunds haya dejado encendido algo que no debía —sugirió Ted, moviendo la cabeza.

En la consola de comunicaciones el ambiente era lúgubre. Barnes estaba hablando por el micrófono con las naves de superficie.

—Dígalo otra vez —pidió—. Quiero oír quién autorizó eso.

Miraron a Tina y alguien le preguntó:

—¿Cómo está el clima en la superficie?

—Parece que empeora con rapidez.

Barnes giró sobre sí mismo:

—¡¿Por qué no hablan más bajo, idiotas?!

Norman dejó caer su bolsa en el suelo. Beth estaba sentada al lado de las portillas; se la veía cansada y se frotaba los ojos. Tina apagaba uno a uno los monitores cuando súbitamente se detuvo.

—¡Miren!

En un monitor se veía la pulida esfera.

Harry estaba parado junto a ella.

—¿Qué está haciendo ahí?

—¿No vino con nosotros?

—Creía que sí.

—No me di cuenta. Supuse que había venido.

—¡Maldición! Creí haberles dicho... —comenzó a barbotar Barnes, pero se detuvo y miró con fijeza la pantalla.

En ella, Harry se volvió hacia la cámara de televisión, hizo una breve reverencia y dijo:

—Damas y caballeros, atención, por favor. Creo que lo que van a ver les resultará interesante.

Harry se volvió para enfrentarse a la esfera. Se quedó inmóvil, con los brazos caídos a los costados, relajados. Ni se movió ni habló. Cerró los ojos e hizo una inspiración profunda.

La puerta que daba acceso a la esfera se abrió.

—No está mal, ¿eh? —dijo Harry, con una amplia y repentina sonrisa.

Después, penetró en la esfera y la puerta se cerró detrás de él.

Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. La voz de Barnes se alzaba por encima de todas las demás, intentando hacerles callar; pero nadie le prestaba atención. De pronto las luces del habitáculo se apagaron y quedaron inmersos en la oscuridad.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ted.

La única luz mortecina que llegaba a través de las portillas era la de los reflectores de la parrilla. Luego, también esa luz se apagó.

—No hay corriente...

—Traté de decírselo —dijo Barnes.

Se produjo un chirrido, las luces parpadearon y después se volvieron a encender.

—Tenemos corriente interna; ahora están funcionando nuestros diesel.

—¿Porqué?

—¡Miren! —exclamó Ted, señalando hacia afuera de la portilla. En el exterior vieron lo que parecía una enorme serpiente plateada que se sacudía. Entonces, Norman se dio cuenta de que era el cable que los conectaba con la superficie, que se deslizaba hacia atrás y hacia adelante, frente a ellos. A medida que iba tocando el fondo del mar, se iba enroscando y formando grandes anillos.

—¡Se soltaron de nosotros!

—Así es —ratificó Barnes—. Arriba están sufriendo los efectos de vientos huracanados y ya no pueden conservar los cables para suministro de energía y para comunicaciones; y tampoco pueden usar los submarinos. Hicieron subir a todos los buzos, pero los submarinos no pueden regresar por nosotros. Durante algunos días, por lo menos, hasta que el mar se calme.

—¿Entonces estamos varados aquí abajo?

—En efecto.

—¿Por cuánto tiempo?

—Varios días —respondió Barnes.

—¿Cuánto?

—Quizá una semana.

—Dios mío —exclamó Beth.

Ted lanzó su bolsa sobre el sofá y dijo:

—¡Qué fantástica suerte hemos tenido!

Beth se giró para mirarlo.

—¡¿Te has vuelto loco?!

—Mantengamos la calma —pidió Barnes—. Todo está bajo control. Esta no es más que una demora temporal. No hay motivo para alarmarse.

Norman no estaba alarmado, pero de pronto se sintió exhausto. Beth, en cambio, se había puesto de mal humor; estaba enojada pues consideraba que había sido engañada. Ted se mostraba excitado y ya estaba planeando otra expedición a la nave espacial, para lo cual organizaba al equipo, junto con Jane Edmunds.

Pero Norman sólo se sentía cansado. Los párpados le pesaban y llegó a pensar que iba a quedarse dormido allí mismo, de pie, frente a los monitores. Se excusó de modo apresurado, regresó a su camarote y se tendió en la litera; no le importó que los cobertores estuviesen pegajosos, que la almohada se hallase fría, y tampoco le importó que los motores diesel ronronearan y vibraran en el cilindro de al lado. «Ésta es una reacción muy fuerte de escapismo», pensó. Y después se quedó dormido.

MÁS ALLÁ DE PLUTÓN

Norman se bajó de la litera y buscó su reloj de pulsera, pero como allí abajo había perdido el hábito de usarlo, no tenía idea de qué hora era ni de cuánto tiempo había dormido. Miró por la portilla y no vio más que agua negra. Las luces de la parrilla seguían apagadas. Volvió a tenderse de espaldas y miró los caños grises que tenía justo por encima de la cabeza: parecían estar más bajos que antes, como si se hubieran acercado mientras dormía. Todo daba la impresión de ser más estrecho, más opresivo, más asfixiante.

«Varios días más de esto —pensó—. ¡Dios!»

Tenía la esperanza de que la Armada se lo notificara a su familia ya que, después de tantos días, Ellen empezaría a preocuparse. Norman la imaginó, llamando primero a la FAA y después a la Armada, tratando de saber qué había pasado. Naturalmente, nadie sabría absolutamente nada, porque el proyecto era ultrasecreto. Ellen estaría enloquecida.

Después dejó de pensar en Ellen. «Es más fácil preocuparse por los seres queridos que por uno mismo», pensó. Pero no había razón para inquietarse. Ellen estaría bien. Y lo mismo le ocurriría a él. No era más que cuestión de esperar. Conservar la calma y aguardar a que pasara la tormenta.

Al ir a ducharse se preguntó si seguirían teniendo agua caliente, ya que el habitáculo estaba funcionando con energía de emergencia. La tenían, y Norman se sintió menos tenso después de haberse duchado. Le resultaba extraño hallarse a trescientos metros bajo el agua y gozar los efectos sedantes de una ducha caliente.

Se vistió y se dirigió hacia el Cilindro C. Oyó que la voz de Tina decía: —
¿...Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?

Y Beth respondía:


Quizá. No lo sé.


Esto me asusta.


No creo que haya motivo para tener miedo.


Es lo desconocido
—decía Tina.

Cuando Norman entró, encontró a Beth pasando la videocinta, viéndose a sí misma y a Tina.


Por supuesto
—decía Beth en la cinta—
, pero no es probable que algo desconocido sea peligroso y aterrador. Lo más probable es que sea inexplicable, nada más.


No sé cómo puede decir eso
—decía Tina.


¿Les tiene miedo a las serpientes?
—preguntaba Beth en la pantalla.

Beth apagó el videorreproductor.

—Solamente estaba tratando de ver si podía dilucidar qué había ocurrido —dijo.

—¿Tuviste suerte? —preguntó Norman.

—Hasta ahora, no. —En el monitor adyacente podían ver la esfera: continuaba cerrada.

—¿Harry todavía está dentro? —inquirió Norman.

—Sí —respondió Beth.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí?

Beth miró hacia arriba, por encima de las consolas.

—Poco más de una hora.

—¿Sólo he dormido una hora?

—Sí.

—Me estoy muriendo de hambre —confesó Norman.

Bajó a la cocina para comer algo. La tarta de coco se había terminado, y el psicólogo estaba buscando alguna otra cosa cuando apareció Beth:

—No sé qué hacer, Norman —dijo ella.

—¿Respecto a qué?

—Nos están mintiendo.

—¿Quién nos está mintiendo?

—Barnes. La Armada. Todo el mundo. Todo esto es una tramoya, Norman.

—Vamos, Beth. No empecemos ahora con ideas de conspiraciones. Tenemos bastante para preocuparnos, sin...

—Voy a hacerte ver algo —dijo Beth.

Condujo a Norman otra vez arriba; allí, con movimientos secos, rápidos, activó una consola y apretó varias teclas.

—Empecé a reunir todas las piezas del rompecabezas cuando Barnes hablaba por teléfono —explicó—. Él estaba conversando con alguien en el preciso instante en que el cable empezó a enroscarse... Pero el hecho es que ese cable tiene trescientos metros de largo, Norman; así que en superficie tienen que haber cortado las comunicaciones varios minutos antes de desprenderlo.

—Es probable, sí.

—Entonces, ¿con quién estuvo hablando Barnes hasta el último minuto? Con nadie.

—Beth...

—Mira —dijo la zoóloga, señalando la pantalla:

RESUMEN COM DH-SURCOM/1:

0910 BARNES A SURCOM/1:

PERSONAL CIVIL Y DE ARMADA VOTÓ. AUNQUE SE LES INFORMÓ SOBRE RIESGOS, TODO EL PERSONAL OPTA POR PERMANECER LECHO OCEÁNICO MIENTRAS DURE TORMENTA, PARA CONTINUAR INVESTIGACIÓN DE ESFERA EXTRA-TERRESTRE Y NAVE ESPACIAL CONCOMITANTE.

BARNES, USN.

—Es una broma —dijo Norman—. Creí que Barnes deseaba irse.

—Lo deseaba; pero cambió de opinión cuando vio ese último compartimiento y no se molestó en decírnoslo. Me gustaría matar a ese bastardo. Tú sabes de qué se trata. ¿No es así, Norman?

Él asintió con la cabeza:


Espera encontrar una nueva arma.

—Exacto. Barnes pertenece al Pentágono, y quiere encontrar una nueva arma.

—Pero no es probable que la esfera...

—No se trata de la esfera —dijo Beth—. En realidad, a Barnes no le importa la esfera. Lo que le interesa es la «nave espacial concomitante». Porque, según la teoría de las congruencias, es la nave espacial lo que tiene probabilidades de rendir dividendos. No la esfera.

La teoría de las congruencias era un asunto enojoso para quienes pensaban en la vida extra-terrestre. Dicho en forma simple, los astrónomos y físicos que consideraban la posibilidad de contacto con vida extra-terrestre imaginaban que de tal contacto se derivarían maravillosos beneficios para la especie humana. Pero otros pensadores, filósofos e historiadores no preveían beneficio alguno derivado de tal contacto.

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