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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (30 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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Había uno con un apellido parecido, qué casualidad, hombre; Vallés-Broguera, Cecilio, así, tal cual.

Cecilio Vallés-Broguera era un hombre muy respetado al que le faltaban los dos dientes de en medio y que aprovechaba el agujero para escupir. Recibió a Miguel con un apretón de su manaza —«Qué hay, compañero»— y a Diego —«Encantado, hermano; sí, señor»— a medias vestido con una camisa azul de manga corta abierta como una chaqueta. Era alto y de un color marrón amarillento, como si le hubieran encerado con betún. No, él no tenía conocimiento de dónde venía su apellido, pero sí, allí era raro sobre todo por el guión. Eran los únicos que lo tenían, allá en Aguada, sí, seguro que en tiempos tenían que haber sido esclavos de los Vallés, «Si no sus nietos; usted ya sabe», rió. Un tío suyo centenario —que aún vivía en Cienfuegos— era posible que estuviera al corriente. Le diría a su hija mayor que les acompañara; no, no era molestia, la chica vivía en otro sitio pero iba a ver a su tío con mucha frecuencia, ya no podía ni hacerse la comida, ni encargarse de sus necesidades, las vecinas tomaban cuidado de él. Ella les acompañaría, era una buena chica, y hermosa, se parecía a la madre; estudiaba allí en la universidad.

—¿Tú has visto alguna vez el resultado de la mezcla de chino y de negra? —preguntó Román con ojos golosos.

No. No sabía ni a qué se refería.

Mejor que el pan con chocolate...

—Como ves, su fuga tuvo mucho que ver con los líos en los que se había metido y con su mala conciencia social, pero que nadie haga de él un exiliado político, aunque su defección también estuviera relacionada con el materialismo...

—¿Histórico? —precisé sorprendida.

—No exactamente. Carnal —matizó con gesto cómplice—, se perdía por un buen culo y el de Tona, aunque elegante, era burgués y escurrido. Él descubrió allí una nueva sensualidad.

Désirée tenía la piel del color del ámbar de China y el aroma del té negro, cargado y caliente. Y como después descubriría un Diego obnubilado y ardoroso, comido por la fiebre del deseo, también el sabor. Désirée estudiaba Historia de Cuba pero desconocía la suya, que era la de Diego también.

Después de probar el té de Desita —Desita, Desi, Deseo, Deseada, Désirée—, se olvidó de los testimonios. Todavía llegaron a hablar con el tío —un viejo de rostro tan fino y arrugado como el interior de una castaña—, que había nacido libre en 1912 pero nieto de esclavos y había conocido al «señor Eliseo». A cuál de ellos, no se acordaba. Diego decidió poner punto final a la búsqueda de descendientes y abrir un nuevo capítulo. El de Diego Vallés-Bruguera, Cuba, 1988. Había encontrado su casa. Visto desde allí, quedaba demasiado lejos Mon Repos.

Román se incorporó para apagar su cigarrillo en el inevitable vaso de yogur, «A ver cuándo coño encontramos un cenicero en condiciones», gruñó.

—¿Tú sabes por qué Eli se llama Estela? —me preguntó, cambiando de tono.

Hice un gesto con la cabeza de «ni idea».

—Todos creían que era por su abuela... pues no.

Fue Diego quien eligió sus nombres, «Veinticinco mil, como hacen los ricos»: Eugenia, por su abuela materna, Beatriz por su madrina, María porque así era en aquellos tiempos, Pía por el santo del día y Estela, en primer lugar «No por su abuela», aunque la justificación fue que era precisamente por ella, sino por la
senyera estelada
, la bandera independentista catalana.

Su padre solía cantarle al oído una cancioncilla tontorrona que se había inventado para su niña favorita, «Estela estelita, estrella bonita, bandera estrellada de mi corazón»; en catalán, claro. En eso tampoco se entendían su madre y él. Ella, si había que hablar en un idioma que no fuera el castellano, elegía el francés.

Cuando Diego regresó a Barcelona para lanzar la primera bomba de su vida, todos los niños le esperaban en casa, y también Tona, que había bajado de Aiguablava para darle la bienvenida y volver con él de nuevo a la playa para la cena de blanco de cierre de temporada que cada año hacían los Torroella en su masía del Ampurdán.

Pero él había cruzado el Atlántico para decir que eso se había acabado. Que se había enamorado, «por primera vez en su vida», que todo lo de antes le parecía una mentira, todo; estaba dispuesto a sacrificar las camisas de algodón finísimo, los fines de semana de capitales europeas, el abono del Liceo. Ésa se le aparecía ya como la vida de otro que no tenía nada que ver con él.

Hizo una irrupción memorable en la biblioteca —donde jugaban al
bridge
todas las tardes por decreto los tres niños con su abuela—, rodeado de bolsas de tela militar, flaco y bronceado, con un recuperado aire juvenil, y con un brillo de enamorado en los ojos que le dio fuerzas —«Y con su madre, no era fácil»—; de allí se fue a descargar unas cuantas bolas de ropa sucia en el lavadero y a la hora de la cena había conseguido que en su casa se desatara la revolución.

Estela, hermética y adolescente, por su parte, acababa de llegar de Londres. Aquel verano había estirado todo lo que había podido su estancia en el internado, y, gran sorpresa para su familia, se arrastraba de butaca en butaca inapetente y extraña y, cosa rara, ni reclamó sus derechos sobre Armando cuando llegó a Mon Repos.

De entre los hijos, ella fue la que más acusó el golpe de Diego; la Montse le había dicho a Román que ya venía «tocada» por algo, «Algún amor contrariado», «Algún contratiempo de niña consentida», porque llevaba días sin salir de su cuarto antes de que apareciera su querido papá.

Aquellos días en Mon Repos fueron muy tensos, todo el mundo hablaba en susurros, como cuando hay un moribundo que no se acaba de morir. Tona y Diego padre se encerraban en la biblioteca a discutir a gritos —la Montse no perdía ni una palabra— y, cuando salían, se metía en la torre con su madre, otra vez a lo mismo, interminables las conversaciones intentando convencer a la mula con anteojeras de amor —«Y sexo», precisaba Román— en que se había convertido Diego padre.

Así transcurrió una semana de deliberaciones y lágrimas contenidas, de suspiros y de platos devueltos a la cocina sin tocar. Estela se negaba a hablar, a ver a su padre, a atender a nadie que no fueran ella y su pena. Hasta que, al escuchar el motor del taxi que esperaba a Diego para devolverle al aeropuerto, y a una nueva vida sin estanques ni cipreses ni camisas recién planchadas, Estela bajó los escalones a punto de caerse; sin cuidado, los bajó de dos en dos. Alcanzó el coche por el sendero de los guijarros; tuvo que golpear en el cristal trasero, en la aleta de chapa, a punto de desfallecer; «¡Espere!, ¡espere!». Se abrazó a él, imposible despegarla. Ella quería marcharse con él, no le importaba nada Barcelona, ni sus hermanos o su madre, «¡Llévame contigo, por favor!». «No puede ser, vida mía, no puedo, no sería fácil para una niña tan bonita como tú, ¿dónde ibas a estudiar, ahora que empieza el curso?, ¿y con quién? No es lugar para mi estrella adorada, mi niña preciosa. Tú estás mejor aquí, con mamá.»

Le prometió que, como muy tarde, aquellas Navidades volvería para verla, o mandaría a buscarla para que fuera ella de visita, «mi niña, mi amor...».

Estela regresó a la casa cabizbaja y, a mitad de camino, cayó al suelo, le fallaron las piernas. Román se acercó corriendo a socorrerla, estaba tan blanca que se asustó. Se había mareado, se disculpó incorporándose, no ha sido nada, no le digas nada a mi abuela, de verdad, estoy bien. Con la caída se había golpeado en la frente y un reguero de sangre roja como el jugo de una cereza aplastada le empapaba el pelo y la cara, era aparatoso pero nada más. «Le quedó una cicatriz. Por eso empezó a peinarse con flequillo», apuntó Román.

—Y como si se hubiera muerto. No volvimos a verle —recordó Román—, al menos, yo.

Diego dejó Barcelona, con un brillo desconocido en los ojos. Antes trató de explicarles a los hijos —¿cómo podría?, ebrio por el recuerdo de los panes de canela y los ojos rasgados de Désirée— que sólo tenía una vida y que, vueltas que da ésta, la suya estaba en Aguada, casualidades; allí sentía que sólo quedaba morir haciendo lo mismo, desganado y sin sentido, una y otra vez. Se iba, se iba; les llamaría para verlos pronto, no sabía cuándo, pero seguro que se pondría en contacto con ellos una vez que Estela madre y Tona cedieran en su negativa rotunda a discutir con «un alelado, un desagradecido». Ya se le pasaría, ya. Ni dos días, seguía vaticinando su madre —sin un coche que funcionara como Dios manda, sin sus chaquetas de Santa Eulalia (y cuando se dejaba llevar por los demonios añadía, ¡sin un rollo de papel para limpiarse el culo...!)— iban a durar en ese país gobernado por otro loco iluminado, ese Fidel Castro comandante, ese comunista peligroso vestido de verde como un loro tropical.

Cuando Diego padre se marchó de la casa, a Tona le llamaron los Torroella: «¿Qué, os venís los dos a la cena?, hace mucho que no vemos a ese cabrón de Dieguito, ¡que las cubanas son un peligro!» La broma cayó fatal. Se sintió tan humillada que se acuarteló en la torre de su suegra, cerró las contraventanas y dijo que no se molestaran en llevarle comida, que no volvería a salir.

Los Vallés-Bruguera se cerraron como la concha de una tortuga y cortaron las comunicaciones con Cuba.

—Pero la carta prueba que reanudó el contacto con sus hijos... —deduje, enseñándole el sobre.

—Con sus hijos, no. Con Estela —puntualizó. Se acercó hasta la mesa donde había dejado un par de vasos de agua y dio un par de sorbos—, y no sabes lo mejor —dijo, secándose las comisuras de la boca con un pañuelo.

—¿Qué? —le pregunté, riendo. De él, ya me esperaba cualquier cosa.

—Pues que no son tres los hijos de Diego. Tres aquí y tres allá hacen seis. Las de allende los mares, repudiadas por los de aquí, no hace falta que lo diga, son tres niñas que deben de andar por los veinte años, Amanda, Julieta y
Estrella
—recalcó.

Ese Estrella, a la auténtica Estela no debía de haberla hecho muy feliz.

El sobre de Diego descansaba encima de la mesa. Con la colilla colgándole del labio y un ojo guiñado para esquivar el humo, se apropió de él y lo rasgó por uno de los lados.

—Que se atrevan a meterme en la cárcel. Que me dejen fuera por viejo como a Pinochet.

—A mí siempre me dijeron que la correspondencia era inviolable —repuse, con una mueca de reproche.

—Pues ya es hora de que empieces a hacer lo que no debes, ¿a qué esperas?

Me tendió la hoja con un imperativo «No tengo las gafas». La cogí de sus manos y me reí acordándome de mi Anselma. Román sí que sabía leer.

La letra de Diego era elegante y nerviosa. Usaba bien el idioma y a primera vista se entendía que mantenían una comunicación fluida, que no era la primera tras años de silencio. De alguna manera se tendrían que haber comunicado, porque, obviamente, la carta, no había llegado nunca a su destinataria.

—Está en Cuba —desvelé, después de recorrerla con la vista rápidamente.

—¿Ves lo útil que es obrar mal?

Sacudí la cabeza, dándole por imposible.

Todavía quedaba algo pendiente, ¿llegó a editar el libro? Sí, precisó, pero en Cuba.

—Sin los Vallés mulatos, como quería su madre —matizó Román—... andaba por aquí... —precisó mientras pasaba el dedo índice por la estantería.

Se agachó para buscar en los estantes más bajos de la biblioteca quejándose de la espalda, «Me lo enseñó Estela. No creo que lo hayan tirado; me extrañaría mucho...». Dos estantes a la derecha, entre la Enciclopedia Catalana y varios libros dedicados a las casas
pairales
, lo encontró.

Los Vallés-Bruguera en Cuba
. Diego Vallés-Bruguera y Barriú. Editado por la Sociedad de Beneficencia de Naturales de Cataluña, en colaboración con la Universidad de Cienfuegos, año 1990.

Román hablaba de pie con el libro abierto en las manos y se inclinó hacia delante como un viejo somier que chirría para colocarlo en su lugar. Antes, metió la mano en el hueco que había dejado el tomo. Algo brillante en el fondo había llamado su atención, «Espera, a ver qué es lo que hay»... Me acerqué hasta él para ayudarle a levantarse. Sacó un objeto metálico y estiró las piernas con trabajo. Tenía en la mano un reloj de hombre, pesado y brillante, con brazalete de acero y la esfera abombada.

Lo giró para observarlo con detenimiento, con cara de apreciar un bello objeto, y me lo pasó para que lo examinara.

—Debe de ser de Diego, porque tiene una estrella grabada por el revés...

El Royal Windsor

—Bruselas —confirmó Fernando al teléfono a la operadora de Iberia—, dos adultos y un niño —Alma iba a cumplir nueve años—; menor de doce años, sí.

Consultó la hora en su reloj, el de la atípica pedida que habíamos celebrado en aquella marisquería, un modelo que ya había dado su último suspiro y que deseaba sustituir hacía ya tiempo por un Rolex o un Breitling de estilo aviador.

Aquellos años habían transcurrido en un suave descender, como si la corriente de un río nos empujara a flotar sobre el agua, sorteando algunas rocas que asomaban peligrosas, en forma de complicaciones por culpa de la anemia de Alma. La última le había obligado a decir adiós al colegio. Demasiado compañerismo en forma de gérmenes.

Desde el mes de septiembre —prácticamente, acababa de comenzar el curso— la encargada de su educación, en casa, era yo.

No es que estuviéramos descontentos, sí preocupados. Toleraba mal los corticoides que, durante años, habían servido para tratarla, y además, debíamos recurrir a las transfusiones como terapia de choque, para compensar el retraso del crecimiento que también le provocaba la medicación. No esperábamos un milagro, «En la vida real no existen», me recordaba Fernando, pero yo me resistía a perder la esperanza. Seguíamos con nuestro querido doctor Eireos; él mismo nos animó a pedir una segunda, tercera opinión.

Fernando había encontrado dos hospitales «punteros» en investigación en Europa acerca de la anemia de Diamond-Blackfan: el Saint George’s de Londres y, en la Universidad Libre de Bruselas, el Erasmo. En este último conseguimos —moviendo hilos, llamando mil veces— una cita con el doctor Nasser, un egipcio afincado en Bélgica que, según la prensa médica, era una eminencia. Tenía que serlo por lo complicado que había resultado llegar hasta él.

Llegamos en un vuelo a media tarde y en un taxi fuimos directos al hotel, con el tiempo justo para dejar las maletas antes de, en el mismo coche, dirigirnos a nuestra cita en el hospital. La secretaria de Fernando le había reservado un establecimiento «correcto, muy cerca del Erasmo». En realidad, un sitio lúgubre, de pasillos estrechos y enmoquetados, en el que, en cuanto entramos, se enfadó.

No importaba, traté de calmarle. Habíamos ido a algo más importante, qué más nos daba el hotel. Sí que importa, todo importa; los detalles, las minucias se habían convertido en una obsesión que nos imponía a todos como un castigo de excelencia. Lo que más le disgustaba de aquel sitio era su carácter de lugar de paso, tanto como una estación de tren de provincias; subrayaba en negro el carácter funcional de nuestro viaje. Fue una prolongación de la sala de espera en la que nos confinaron hasta la llegada del doctor Nasser, quien, por cierto, nos dio plantón.

Su enfermera se disculpó muy correcta,
«vraiment desolée, madame; monsieur le docteur vous recevra demain
». Las enfermeras, como los practicantes, tocan más de cerca el corazón de los enfermos.

Volvimos a nuestro hotel, derrotados y sucios de las esperas en aeropuertos y paradas de taxi, sin apenas haber dispuesto ni del tiempo de lavarnos las manos. Y, para colmo, la cafetería había cerrado. No nos quedaba más que irnos a la cama sin cenar.

—No aguanto más este sitio. ¡Es tan frío como un tanatorio! —exclamó mientras vaciaba la ropa del armario y la metía desordenadamente en la maleta—, ¡vaya puta mierda de hotel! —gritó irritado con el estómago vacío—. ¡Hale!, ¡nos largamos! No nos quedamos ni un minuto más.

Alma estuvo de acuerdo, pero por diferentes razones. Nos habíamos acercado a la máquina de chocolatinas y patatas fritas del pasillo y no quedaban más que frutos secos y unos zumos de aspecto sospechoso. Había preferido no comer nada.

Cuando volvimos de nuestra excursión alimenticia, Fernando, sentado en el borde de la cama, pedía que le pasaran con el Royal Windsor y reservaba una habitación.

—Esto ya va a ser otra cosa. He buscado el mejor —comentó mientras se ponía los zapatos, antes de terminar de recoger lo poco que habíamos sacado y salir.

Recorrimos en un taxi la distancia desde el campus universitario en la carretera hacia Anderlecht y el centro, cerca de los edificios de las instituciones belgas donde se encontraba nuestro nuevo hotel sin poder ver nada por el camino. Ya era de noche, pero al acercarnos al moderno edificio de ladrillo rojo iluminado como si fuera un monumento, y con las banderas de varios países y de la Comunidad Europea ondeando en la marquesina, la cara de Fernando se transformó.

Un portero nos ayudó a bajar del coche con Alma mientras él entregaba las maletas para que el conserje las subiera en el ascensor.

Entramos a un gran hall rodeados de otros viajeros con pinta de altos funcionarios, a punto de salir para la cena o de hombres de negocios, concluida ya su jornada; no era un lugar para turistas, ni para familias. Alma era la única niña en aquel enorme hall de más de cien metros. Señalaba la lámpara que colgaba del altísimo techo, una araña gigantesca hecha de estalactitas de cristal que llegaban casi a ras de suelo.

Resultábamos algo incongruentes entre tanto traje y corbata, con nuestro aire cansado y una niña en plena semana escolar. Mientras Fernando rellenaba los papeles, de espaldas a la vista, me volví en redondo para observar a la gente que entraba y salía de aquel hall enorme, desproporcionado. Me reí yo sola, recordando un chiste que usaba las mismas palabras en una situación bien diferente. Fernando me miró extrañado; «Nada, nada, cosas mías, nada más».

Se abrió el ascensor y salió un hombre con la cabeza afeitada, debía de rondar los cincuenta o los sesenta y vestía con un toque de excentricidad. Traje oscuro de terciopelo, sin corbata, y con camisa de rayas muy anchas. Permaneció en la puerta, aguardando paciente a su acompañante, pero algo debía de suceder allí dentro porque, quien fuera que esperase el señor de la cabeza afeitada, no conseguía salir. Por fin emergió una chica en la treintena sujetando de la correa a un perrito, un pequeño galgo de color gris. Alma lo vio y, excitada, tiró de la manga de Fernando, quien, sin volverse hacia ella, le hizo gesto de que le dejara. En el avión Alma y yo habíamos leído un reportaje acerca de los galgos, dormilones e inteligentes, los mejores animales de compañía.

La dueña, a pesar de ser más o menos de mi edad, parecía más joven. Iba elegante, con cierto atrevimiento. Melena rubia y lisa con flequillo cortado con el filo de un hacha y enteramente vestida de negro, con un pantalón muy ancho que se ondulaba delante de sus largas piernas, un enorme collar geométrico sobre el pecho y las muñecas tan cubiertas de pulseras como el cuello de una masái. En francés, de una mujer así se dice que
«elle a du chien»
; una curiosa expresión que se traduciría literalmente como «tiene perro». En realidad, un encanto algo canalla más allá de la belleza, un no sé qué que impulsa a que se vuelvan las cabezas y las miradas de las mujeres se detengan envidiosas, conseguido además sin esfuerzo, y hecho de elegancia, hermosura, indiferencia a su condición irresponsable de mujer deseada, de estrella de cualquier salón en cualquier lugar. Ella, sin molestarse en comprobar su efecto en aquel hall mastodóntico, no se conformaba con un perro sino que tenía dos.

Hice señas a Alma para que no se acercara al perrito mientras la dama salía detrás del hombre de la cabeza afeitada, quien le dio la mano para que se acomodase en la parte de atrás de un Bentley que les esperaba para salir.

Fernando se dio la vuelta hacia nosotras, con la llave en la mano, y subimos hasta la habitación acompañados por un botones. Íbamos a dormir en el mismo cuarto los tres, Alma en una cama que iban a montar en un sofá entre una doncella vestida de negro y el botones que nos había acompañado.

Curioseamos el interior de los armarios, de pulida madera oscura, con una cajita para limpiarse los zapatos y un calzador tan largo como una fusta. En el cuarto de baño —de mármol por entero—, zapatillas de rizo y
toilettries
de Hermès y gruesas toallas de Frette para secarse, calientes y esponjosas, y dobladas en gruesos pliegues sobre el toallero-radiador.

—Bien, ¿no? —comprobó Fernando satisfecho, tirando su chaqueta encima de la cama.

Para mi gusto era un poco demasiado recargado y formal, pero cómodo, sí, con ese confort que buscan los norteamericanos en cualquier lugar del mundo. Que el colchón, la mantequilla y la presión del agua sean las mismas que en un hotel de Chicago o de Nueva York. Años después descubrí que lo habían reformado, eliminando sus viejas arañas de cristal y los brocados para transformarlo en un lugar a la moda, aunque cuando estuvimos nosotros todo aquel exceso de dorados a Fernando, en cuestión hotelera, le aportaba tranquilidad.

Nuestras dos camas ya estaban listas, con los embozos cuidadosamente doblados en pico y unos chocolates —belgas, por supuesto— con una nota de buenas noches y la previsión meteorológica del día siguiente; no debían de molestarse demasiado en cambiarla, la misma nube clara con unas rayitas que indicaban lluvia fue la que tuvimos los tres días que nos quedamos, en un papel de color amarillo como compensación por la falta de sol.

Las maletas, obedientes junto a la puerta. El edredón de la cama de Alma tenso como un tambor. Fernando despidió al botones que aguardaba, ceremonioso, con una propina más generosa de lo habitual.

El desayuno del Royal Windsor de Bruselas consiguió la aprobación de Fernando. Zumo de naranja con un regusto a polvos, mantelito de hilo blanco con vainicas, pequeños tarritos de cristal con mermeladas de albaricoque, fresa y naranja amarga, servicio bañado en plata y un cestillo de mimbre con una servilleta rematada en puntillas con pequeños
croissants
,
muffins
y gofres, esas galletas abarquilladas típicas de Bélgica.

Alma y yo nos lanzamos al asalto mientras él nos pedía unos minutos de silencio para hacer unas llamadas importantes, «Tenía que hablar con Madrid».

Había encontrado un chalet en la zona de Arturo Soria, «Hecho polvo pero con mucho potencial», y trataba de ponerse de acuerdo con la encargada de la agencia proponiéndole una comisión adicional si conseguía que la vendedora lo dejara más barato, y, por supuesto, a él.

—Yo no me quiero cambiar de casa —protestó Alma.

Tenía su habitación, sus juguetes, sus amigas en el parque del Retiro —al que ya no íbamos casi nunca por miedo a que atrapara cualquier virus que anduviera suelto entre los columpios y la mano de algún niño mocoso— y su antiguo colegio, del que se había despedido después de una neumonía y unos parásitos intestinales.

Fernando la había convencido.

—Mejor que estudies con mamá.

Con todas las mujeres, incluidas las niñas, tenía un gran poder de persuasión.

Lo había aceptado a cambio de un pequeño chantaje al que bautizó como
Lucy
: un bulldog.

«¡La tenemos!», exclamó alborozado, cuando cerró el teléfono. La dueña del chalet medio derruido consentía en vender, «A un precio muy inferior a su valor de mercado».

Y la de la agencia —«Que sí, que la conoces, era la que nos ayudaba con Gonzalo al principio: Oria, Victoria Pascual», ni idea, no, no me acordaba de ella, «Sí, una mujer guapetona, muy bien conectada»— le aseguraba que si la apretaban un poco dejaría hasta los muebles, las sábanas y lo que le pidieran, «Cuando la gente necesita pasta te dejan hasta los hijos, si sabes cómo convencerles».

Otra casa más, pensé. Otra casa, en aquel ascenso sin cumbre... Más adelante la vendería —como todas— multiplicando por cuatro el precio que había pagado para comprarla. Por cuatro. No vivimos, le reproché en silencio, sólo ocupamos las casas entre operación y operación.

A las once en punto entrábamos en el despacho del doctor Nasser en el Hospital Universitario de Bruselas, mientras comprobaba por enésima vez que llevábamos con nosotros las pruebas que le habían hecho a Alma a lo largo de todos aquellos años. Habíamos conseguido una cita forzando algo la mano, gracias a uno de los amigachos constructores de Fernando. Por lo visto, la eminencia pasaba sus vacaciones en una de las casas con acceso directo al mar de Mallorca, justo al lado de la de los Vilches. Estábamos en noviembre, casi diciembre, y del verano ya casi ni se acordaba. Nos recibió muy serio y sin levantar la vista. No sonrió ni siquiera a Alma. Se recostó en el asiento y esperó a que habláramos. Fernando, después de carraspear, arrancó. En inglés.

El médico escuchó en silencio su parrafada sin desviar la vista de un cuadro abstracto que colgaba enfrente de su mesa, en la pared. Aproveché para observarle y escrutar dentro de sus ojillos oscuros, las entradas en la frente del pelo ralo y rizado y algo cano, muy corto, le daban un aire de estudioso. Tenía la piel de un moreno ceniciento y la barba mal crecida.

Cuando Fernando terminó de explicarle que Alma no mejoraba, que los medicamentos no le sentaban bien, que las transfusiones habían comenzado a hacer mella en su cuerpecillo de ocho años mientras yo sacaba, nerviosa, del portafolios los grandes sobres con los resultados de los exámenes, se dirigió, por primera vez, a nosotros. En francés.

Me pidió, con un gesto de la mano, que le pasara los papeles.

Se caló las gafas y empezó a leerlos con detenimiento, amontonando con parsimonia los folios que terminaba, uno encima del otro.

Pasaron unos buenos minutos con nosotros tres en silencio, como delante de un tribunal.

—Veo que está el historial de la señora... —constató en francés, pasándose la mano por la barbilla.

Asentí.

—¿Sus familiares nunca se preguntaron las razones de seis niños fallecidos por causas desconocidas...?

Negué con la cabeza, dudando si traducírselo a Fernando, que no entendía el francés.

Levantó la hoja y pasó a la siguiente, buscando. Levantó las cejas y se dirigió a Fernando.

—No veo el de usted.

Traduje rápidamente al oído y Fernando le respondió en inglés.

—Está; el de mi madre.

—¿Y el de su padre? —requirió el doctor.

—No lo tengo —respondió hacia delante e inmediatamente se giró hacia mí— ¿Para qué coño quiere este tío el de mi padre, no ve que no está?

—Es importante disponer de los antecedentes familiares —respondió Nasser en francés, dirigiéndose a ambos—, es una enfermedad extremadamente rara y por ello, se cree que en algunas ocasiones puede tener su origen en algún episodio de consanguinidad. Ustedes, no están emparentados, ¿no es cierto?

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