En el jardín de las bestias (46 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

BOOK: En el jardín de las bestias
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Aquella tarde, Dodd fue de nuevo en coche a casa de Papen, pero en esta ocasión se detuvo y dejó una tarjeta de visita a uno de los guardias, en la cual había escrito: «Espero que podamos hablar pronto».

Aunque Dodd desaprobaba las maquinaciones políticas de Papen y su pasada conducta en Estados Unidos, también le gustaba el hombre que disfrutaba discutiendo con él desde su enfrentamiento en aquella cena en el Pequeño Baile de la Prensa. Lo que motivaba a Dodd entonces era su repulsión ante la idea de que cualquier hombre fuera ejecutado al capricho de Hitler, sin ningún tipo de garantía ni juicio.

Dodd volvió a casa. Más tarde, el hijo de Papen diría a los Dodd lo agradecidos que se sintieron él y su familia por la simple aparición de aquel Buick en la calle, aquella tarde letal.

* * *

Continuaron llegando informes a la residencia de los Dodd de nuevos arrestos y crímenes. El domingo por la noche Dodd asumió con razonable certeza que el capitán Röhm había muerto.

La historia, reconstruida posteriormente, era la siguiente:
[729]

Al principio Hitler no había decidido aún si ejecutar a su antiguo aliado, encerrado en una celda en la prisión de Stadelheim, pero al final cedió a la presión de Göring y Himmler. Pero aun así Hitler insistía en que primero se debía dar a Röhm una oportunidad de suicidarse.

El hombre asignado a la tarea de ofrecer esa oportunidad a Röhm era Theodor Eicke, comandante de Dachau, que se encaminó a la prisión el domingo junto con un ayudante suyo, Michael Lippert, y otro hombre de las SS del campo. Los tres fueron a la celda de Röhm.

Eicke le dio a Röhm una Browning automática y una edición reciente del
Völkischer Beobachter
que contenía un artículo explicando lo que el periódico llamaba «El golpe de Estado de Röhm», al parecer para demostrarle a Röhm que todo estaba perdido.

Eicke salió de la habitación. Pasaron diez minutos sin que se oyese ningún disparo. Eicke y Lippert volvieron a la celda, le quitaron la Browning y luego volvieron empuñando sus propias armas. Encontraron a Röhm de pie ante ellos, sin camisa.

Los relatos varían en cuanto a lo que ocurrió después.
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Algunos dicen que Eicke y Lippert no dijeron nada y empezaron a disparar. Otros dicen que Eicke grito: «Röhm, prepárate», ante lo cual Lippert disparó dos veces. Otros conceden a Röhm un momento de valentía, durante el cual declaró: «Si me tienen que matar, que sea el propio Adolf».

La primera andanada no mató a Röhm. Se quedó tirado en el suelo, gimiendo «
mein Führer, mein Führer
». Al final le dispararon una bala en la sien.

Como recompensa,
[731]
Eicke recibió un ascenso que le colocó a cargo de todos los campos de concentración de Alemania. Exportó las normas draconianas que había implantado en Dachau a todos los demás campos que estaban bajo su mando.

Aquel domingo, un agradecido Reichswehr hizo otro pago del trato acordado a bordo del
Deutschland
. El ministro de Defensa Blomberg, en su orden del día para aquel domingo 1 de julio, anunciaba: «El Führer, con marcial decisión y un valor ejemplar, ha atacado y aplastado él mismo a los traidores y asesinos. El ejército, como portador de las armas del pueblo entero, muy lejos de los conflictos de la política interna, mostrará su gratitud con devoción y lealtad. El ejército promoverá con mucho gusto las buenas relaciones hacia las nuevas SA exigidas por el Führer, en la conciencia de que los ideales de ambos son comunes. El estado de emergencia ha llegado a su fin en todas partes».
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* * *

A medida que el fin de semana iba avanzando, Dodd se enteró de que corría por todo Berlín una nueva frase, que se mencionaba al encontrar a un amigo o conocido por la calle, sobre todo levantando irónicamente una ceja: «
Lebst du noch
?», que significa: «¿Todavía estás entre los vivos?».
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Capítulo 51

EL FIN DE LA SIMPATIA

Aunque los rumores continuaban esbozando una purga sangrienta de asombrosas dimensiones, el embajador Dodd y su mujer prefirieron no cancelar la celebración del 4 de julio en la embajada, a la cual habían invitado a unas trescientas personas. Al contrario, había más motivos aún para celebrar la fiesta, para aportar una demostración simbólica de la libertad americana y ofrecer un respiro del terror exterior. Iba a ser la primera ocasión formal desde el fin de semana en que norteamericanos y alemanes se encontrarían frente a frente. Los Dodd habían invitado a un gran número de amigos de Martha también, incluida Mildred Fish Harnack y su marido, Arvid. Al parecer Boris no asistió. Una invitada, Bella Fromm, notó una «tensión eléctrica» que invadía toda la fiesta. «Los diplomáticos estaban nerviosos», decía. «Y los alemanes, inquietos.»
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Dodd y su esposa se quedaron de pie en la entrada del salón de baile para saludar a todos los recién llegados.
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Martha veía que exteriormente su padre se comportaba como hacía siempre en esas situaciones, escondiendo su aburrimiento con ocurrencias y comentarios irónicos, con la expresión de un escéptico divertido que parecía estar a punto de echarse a reír. Su madre llevaba un vestido largo azul y blanco, y saludaba a los invitados con sus habituales modales tranquilos, llena de gracia sureña, con el pelo plateado y un acento suave, pero Martha detectaba un inusual rubor en las mejillas de su madre y notaba que los iris de sus ojos, casi negros y siempre chispeantes, brillaban especialmente.

Las mesas en todo el salón de baile y el jardín estaban decoradas con ramitos de flores rojas, blancas y azules, y pequeñas banderas norteamericanas. Una orquesta tocaba suavemente canciones americanas. El tiempo era cálido, pero nuboso. Los invitados iban vagando por la casa y el jardín. En conjunto la escena era pacífica e irreal, en poderoso contraste con el derramamiento de sangre de las setenta y dos horas anteriores. Para Martha y su hermano, la yuxtaposición era demasiado llamativa para ignorarla, de modo que se empeñaron en saludar a los invitados alemanes más jóvenes con la pregunta: «
Lebst du noch
?».

«Nos parecía que nos estábamos mostrando sarcásticos, revelando a los alemanes parte de la furia que sentíamos», escribió. «Sin duda, a muchos de ellos les pareció que la observación era de mal gusto. Algunos nazis mostraron una irritación extrema.»

Los invitados traían noticias frescas. De vez en cuando, un corresponsal o un miembro del personal de la embajada se llevaba aparte a Dodd unos momentos y conversaban. Uno de los temas, seguramente, era la ley aprobada el día anterior por el gabinete de Hitler, que legalizaba todos los asesinatos; los justificaba como actos llevados a cabo en «defensa del estado de emergencia». Llegaban invitados con aspecto pálido y tembloroso, temiendo lo peor para sus amigos en toda la ciudad.

Fritz, el mayordomo, avisó a Martha de que un visitante le esperaba abajo. «El joven señor von Papen», dijo Fritz.
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El joven señor Papen… el hijo del vicecanciller, Franz. Martha le esperaba y alertó a su madre de que si aparecía, ella se iría. Tocó el brazo de su madre y abandonó la zona de recepción.

Franz era alto, rubio y esbelto, con el rostro bien cincelado y, según recordaba Martha, con «una cierta belleza refinada, como un zorro rubio».
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Era ágil también. Bailar con él, según ella decía, «era como vivir la propia música».

Franz la cogió del brazo y se la llevó de la casa bruscamente. Cruzaron la calle hacia el Tiergarten, donde pasearon un rato, buscando indicaciones de que alguien les seguía. Como no encontraron ninguna, fueron a un café con terraza, se sentaron a una mesa y pidieron unas bebidas.

El terror de los últimos días aparecía claramente en el rostro de Franz y en sus modales. La ansiedad acallaba su humor, normalmente campechano.

Aunque estaba agradecido por la aparición del embajador Dodd ante la casa de su familia, Franz comprendía que lo que había salvado realmente a su padre era su relación con el presidente Hindenburg. Pero a pesar de esa cercanía, eso no había impedido que las SS aterrorizasen a Papen y a su familia, tal y como ahora le revelaba Franz. El sábado, hombres armados de las SS tomaron posiciones en el apartamento de la familia y en la entrada de la calle. Le dijeron al vicecanciller que dos de su personal habían muerto fusilados, y le indicaron que a él le esperaba el mismo destino. La orden, decían, llegaría en cualquier momento. La familia pasó un fin de semana solitario y terrorífico.

Franz y Martha hablaron mucho rato, luego él la acompañó de vuelta a través del parque. Ella volvió sola a la fiesta.

* * *

Aquella misma semana, una tarde, la señora Cerruti, esposa del embajador italiano, estaba mirando a la calle por la ventana de su residencia, que se encontraba justo frente a la casa de Röhm. En aquel momento paró un coche grande. Salieron dos hombres, entraron en la casa y volvieron a salir llevando entre los brazos montones de trajes de Röhm y otra ropa. Hicieron varios viajes.

La escena le recordó a ella de una manera especialmente vívida los acontecimientos de la semana anterior. «La visión de toda aquella ropa, ya privada de su propietario, era nauseabunda»,
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recordaba ella en unas memorias. «Era tan obvio que se trataba de “la ropa del ejecutado” que tuve que volver la cara.»

Sufrió «un ataque de nervios». Corrió escaleras arriba y juró irse de inmediato de Berlín. Al día siguiente partía hacia Venecia.

* * *

Los Dodd se enteraron de que Wilhelm Regendanz, el rico banquero que fue anfitrión de aquella fatídica comida a la que asistieron el capitán Röhm y el embajador François-Poncet en su residencia de Dahlem, había conseguido escapar de Berlín el día de la purga, y consiguió llegar sano y salvo a Londres. Ahora, sin embargo, temía que nunca podría volver. Y lo peor era que su esposa y su hijo mayor, ya adulto, seguían aún en Berlín. Alex, que también estuvo presente en la comida, había sido arrestado por la Gestapo. El 3 de julio Regendanz escribió a la señora Dodd para pedirle que fuese a Dahlem y visitase a su esposa y a sus hijos menores para «entregarles mis saludos más afectuosos».
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Escribía: «Parece ser que ahora soy sospechoso, porque muchos diplomáticos han estado en mi casa y porque yo también era amigo del general Von Schleicher».

La señora Dodd y Martha fueron en coche a Dahlem a ver a la señora Regendanz. Una criada les recibió en la puerta, con los ojos rojos. Pronto apareció la propia señora Regendanz, oscura y muy delgada, con los ojos hundidos y sombreados y gestos titubeantes y nerviosos. Conocía a Martha y Mattie y le asombraba verlas en su casa. Las hizo pasar. Al cabo de unos momentos de conversación, las Dodd le transmitieron a la señora Regendanz el mensaje de su marido. Ella se tapó la cara con las manos y se echó a llorar silenciosamente.

La señora Regendanz les contó que habían registrado su casa y le habían confiscado el pasaporte. «Cuando hablaba de su hijo»,
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escribió Martha, «su autocontrol se esfumaba por completo, y se ponía histérica de terror». No tenía ni idea de dónde se encontraba Alex, ni de si estaba vivo o muerto.

Rogó a Martha y a su madre que localizasen a Alex y le visitasen, que le llevasen cigarrillos, cualquier cosa que demostrase a sus captores que había atraído la atención de la embajada de Estados Unidos. Las Dodd le prometieron que lo intentarían. La señora Dodd y la señora Regendanz acordaron que a partir de entonces la señora Regendanz usaría un nombre en clave, Carrie, en cualquier contacto con los Dodd o la embajada.

A lo largo de los días siguientes los Dodd comentaron aquella situación con algunos amigos influyentes, diplomáticos y dirigentes amistosos del gobierno. No podemos saber si su intercesión ayudó o no, el caso es que Alex fue liberado tras un mes de encarcelamiento. Abandonó Alemania de inmediato en un tren nocturno y se reunió con su padre en Londres.

Mediante sus contactos, la señora Regendanz consiguió hacerse con otro pasaporte y asegurarse un pasaje en un vuelo y salir de Alemania. En cuanto ella y sus hijos estuvieron también en Londres, envió una postal a la señora Dodd: «Llegados sanos y salvos. Mi más profunda gratitud. Con cariño, Carrie».
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* * *

En Washington, el jefe de Asuntos Europeos Occidentales Jay Pierrepont Moffat notó que había muchos viajeros norteamericanos que preguntaban si era seguro visitar Alemania. «Nosotros les respondíamos», escribió, «que en todos los casos ocurridos hasta la fecha no se había molestado a ningún extranjero, y que no veíamos causa de preocupación si se ocupaban de sus asuntos y se mantenían alejados de los problemas».
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Su madre, por lo pronto, había sobrevivido a la purga sin sufrir daño alguno, y confesaba que lo había encontrado todo «muy emocionante»,
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según escribió Moffat en una anotación posterior.

La casa de su hermana estaba en el distrito de Tiergarten, de modo que «se encontraba bloqueada por los soldados y ellos habían tenido que dar un rodeo muy grande para entrar». Sin embargo, madre, hija y nieta salieron en coche, con un chófer, para realizar su primera visita programada a Alemania.

Lo que más ocupaba la atención del Departamento de Estado era la enorme deuda alemana a los acreedores americanos. Se trataba de una combinación extraña. En Alemania había sangre, vísceras y disparos; en el Departamento de Estado había sólo camisas blancas, los lápices rojos de Hull y una frustración creciente al ver que Dodd era incapaz de presionar a favor de Estados Unidos. En un telegrama desde Berlín fechado el viernes 6 de julio, Dodd informaba de que se había reunido con el ministro de Exteriores Neurath por el tema de los bonos, y que Neurath le había dicho que haría lo que pudiera para asegurar que se pagaba el interés, pero que «sería extremadamente difícil».
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Cuando Dodd le preguntó a Neurath si Estados Unidos podía esperar al menos el mismo trato que otros acreedores internacionales, Neurath «se limitó a expresar la esperanza de que aquello fuese posible».

El telegrama puso furioso al secretario Hull y a los veteranos del Club Bastante Bueno. «Con su actuación»,
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escribía Moffat en su diario, Dodd «opuso poca resistencia, y más bien dejó que Neurath se librase de la situación. El secretario sabe que [Dodd] tiene escasa simpatía por nuestros intereses financieros, pero aun así, se molestó mucho con el telegrama de Dodd».

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