En el camino (17 page)

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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

BOOK: En el camino
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Llegado a casa devoré todo lo que había en la nevera. Mi tía se levantó y me miró.

—Pobre Salvatore —dijo en italiano—. Estás delgado, muy delgado. ¿Dónde has andado todo este tiempo?

Había llegado con dos camisas y dos jerseys encima; mi saco de lona contenía los pantalones que había destrozado en los campos de algodón y los maltrechos restos de mis huaraches. Mi tía y yo decidimos comprar un frigorífico eléctrico nuevo con el dinero que le había mandado desde California; sería el primero que habría en la familia. Se acostó, y yo no me podía dormir y fumaba sin parar tendido en la cama. Mi manuscrito a medio terminar estaba encima de la mesa. Era octubre, estaba en casa, podía trabajar de nuevo. Los primeros vientos fríos sacudían la persiana; había llegado justo a tiempo. Dean se había presentado en mi casa, había dormido varias noches aquí esperándome; pasó varias tardes charlando con mi tía mientras ella trabajaba en la alfombra que tejía con las ropas que la familia iba desechando a lo largo de los años. Ahora estaba terminada y extendida en el suelo de mi dormitorio, compleja y rica como el propio paso del tiempo; finalmente, Dean se había ido dos días antes de mi llegada, cruzándose conmigo probablemente en algún lugar de Pensilvania u Ohio, camino de San Francisco. Tenía allí su propia vida; Camille acababa de conseguir un apartamento. Nunca se me había ocurrido ir a verla mientras vivía en Mill City. Ahora era demasiado tarde y también había perdido a Dean.

Segunda parte
1

Pasó más de un año antes de que volviera a ver a Dean. Durante todo ese tiempo permanecí en casa, terminé mi libro y empecé a ir a la facultad gracias a la ley de veteranos de guerra. En Navidades de 1948 mi tía y yo fuimos cargados de regalos a visitar a mi hermano en Virginia. Me había escrito con Dean y me dijo que volvía otra vez al Este; y yo le contesté que si era así podría encontrarme en Testament, Virginia, entre Navidades y Año Nuevo. Y un día, cuando todos nuestros parientes sureños estaban sentados en la sala de Testament, hombres y mujeres tristes con el viejo polvo sureño en los ojos que hablaban en voz baja y quejosa del tiempo, la cosecha y esa cansada recapitulación general de quién había tenido hijos, quién se había hecho una casa nueva, y cosas así, un Hudson 49 cubierto de barro se detuvo en la sucia carretera de delante de la casa. No tenía ni idea de quiénes eran. Un joven cansado, musculoso y sucio, en camiseta, sin afeitar, con los ojos irritados, llegó al porche y tocó el timbre. Abrí la puerta y de repente me di cuenta de que era Dean. Había viajado desde San Francisco hasta la puerta de mi hermano Rocco en Virginia, y en un tiempo asombrosamente corto, porque yo le había dicho en mi última carta dónde me encontraba. Dentro del coche vi a dos personas durmiendo.

—¡Hostias! ¡Dean! ¿Quién está en el coche?

—Hola, hola, tío, son Marylou y Ed Dunkel. Necesitamos inmediatamente un sitio donde lavarnos. Estamos cansadísimos.

—¿Pero cómo habéis venido tan rápido?

—¡Ah, tío, el Hudson vuela!

—¿Dónde lo conseguiste?

—Lo compré con mis ahorros. He trabajado en el ferrocarril y ganaba cuatrocientos dólares al mes.

La confusión fue total durante la hora siguiente. Mis parientes del Sur no tenían ni idea de lo que pasaba, o de quién o qué eran Dean, Marylou y Ed Dunkel; estaban atontados. Mi tía y mi hermano Rocco fueron a la cocina a consultar. Había, en total, once personas en la pequeña casa sureña. Y no sólo eso, pues mi hermano había decidido hacía poco cambiarse de casa y ya se habían llevado la mitad de los muebles; él, su mujer y su hijo iban a instalarse en un sitio más cerca de Testament. Habían comprado muebles nuevos para la sala de estar y los viejos serían para la casa de mi tía en Paterson, aunque todavía no estaba decidido cómo se haría el traslado. En cuanto Dean se enteró de esto se ofreció a llevarlos en su Hudson. Él y yo llevaríamos los muebles a Paterson en un par de viajes rapidísimos y volveríamos por mi tía después del segundo. Eso nos ahorraría un montón de dinero y de problemas. Quedamos de acuerdo en eso. Mi cuñada preparó un banquete y los tres viajeros se sentaron a comer. Marylou no había dormido desde Denver. Me parecía que ahora era mayor y estaba más guapa.

Me enteré de que Dean había vivido perfectamente con Camille en San Francisco desde aquel otoño de 1947; tenía un trabajo en el ferrocarril y ganó un montón de dinero. Se convirtió en padre de una niña muy mona, Amy Moriarty. Después, y de repente, un día perdió la cabeza mientras paseaba por una calle. Vio un Hudson del 49 en venta y corrió al banco por todos sus ahorros. Compró el coche en el acto. Ed Dunkel estaba con él. Ahora no tenían ni un centavo. Dean trató de tranquilizar a Camille y dijo que regresaría dentro de un mes.

—Me voy a Nueva York y traeré a Sal.

A Camille no le gustó demasiado el proyecto.

—Pero ¿qué significa todo esto? ¿Por qué me haces esto?

—No es nada, no es nada, querida… bueno… verás… Sal me ha pedido que vaya a recogerlo y es necesario que lo haga… pero sobran las explicaciones… Voy a decirte por qué… No, escucha, voy a decirte por qué. —Y le dijo por qué, es decir, le contó un montón de cosas sin sentido.

El alto y fuerte Ed Dunkel trabajaba también en el ferrocarril. Él y Dean habían sido despedidos por motivos de antigüedad durante una drástica reducción de plantillas. Ed había conocido a una chica llamada Galatea que vivía en San Francisco de sus propios ahorros. Los dos insensatos decidieron llevar a la chica al Este con ellos para que pagara los gastos. Ed rogó y prometió; ella no quería ir a menos que se casaran. En un torbellino de días enloquecidos Ed Dunkel se casó con Galatea, y Dean anduvo de un sitio para otro buscando los papeles necesarios, y pocos días antes de Navidad salieron de San Francisco a ciento diez por hora en dirección a LA y la carretera del Sur que no tenía nieve. En LA cogieron a un marinero en una agencia de viajes a cambio de quince dólares para gasolina. Iba a Indiana. También cogieron a una mujer y a su hija idiota, esta vez por cuatro dólares para gasolina hasta Arizona. Dean sentó a la idiota delante junto a él y se entendieron muy bien, y como él mismo decía:

—Durante todo el camino, tío, era un chica encantadora. Hablamos y hablamos de incendios y de que el desierto se convertiría en un paraíso y de un loro suyo que decía palabrotas en español.

Dejaron a estos pasajeros y siguieron hacia Tucson. La nueva esposa de Ed se quejaba de que estaba cansada y quería dormir en un motel. Si lo hacían gastarían el dinero de la chica mucho antes de llegar a Virginia. Pero la chica consiguió que se detuvieran un par de noches y gastaron los billetes de diez dólares en los moteles. Cuando llegaron a Tucson ya no tenía ni un centavo. Dean y Ed le dieron puerta en el vestíbulo de un hotel y continuaron el viaje solos con el marinero, y sin el menor remordimiento.

Ed Dunkel era un tipo alto, tranquilo, que jamás pensaba en nada y estaba dispuesto a hacer todo lo que Dean le propusiera; y por entonces Dean estaba demasiado ocupado para tener escrúpulos. Pasaban por Las Cruces, Nuevo México, cuando de repente sintió deseos incontenibles de volver a ver a su primera mujer, la dulce Marylou. Estaba en Denver. Dirigió el coche hacia el Norte, sin escuchar las débiles protestas del marinero, y entraron zumbando en Denver por la noche. Corrió y encontró a Marylou en un hotel. Estuvieron diez horas haciendo el amor sin parar. Lo decidieron todo de nuevo: seguirían juntos. Marylou era la única chica a la que Dean quería de verdad. Se sintió conmovido cuando la vio de nuevo, y, como antes, suplicó y rogó de rodillas para contentarla. Ella comprendía a Dean; le acarició el pelo; sabía que estaba loco. Para calmar al marinero, Dean le citó con una chica en la habitación de un hotel en cuyo bar solía reunirse a beber con sus viejos amigos. Pero el marinero rechazó a la chica y se perdió en la noche y no le volvieron a ver. Sin duda había cogido un autobús a Indiana.

Dean, Marylou y Ed Dunkel salieron zumbando hacia el Este a lo largo de Colfax y las llanuras de Kansas. Les sorprendieron grandes tormentas de nieve. En Missouri, por la noche, Dean tuvo que conducir sacando la cabeza envuelta en una bufanda por la ventanilla, y con unas gafas de nieve que le hacían parecer un monje estudiando los manuscritos de la nieve. El parabrisas estaba cubierto por una capa de hielo de un par de centímetros de espesor. Condujo por el condado donde habían nacido sus antepasados sin pensar en ellos. Por la mañana el coche patinó en una pendiente con el piso helado y fueron a parar a la cuneta. Un granjero se ofreció a ayudarles. Siguieron y recogieron a un autostopista que les prometió un dólar si le llevaban a Memphis. En Memphis fueron a su casa, y el tipo dijo que no podía encontrar el dólar, se emborrachó, y los burladores quedaron burlados. Reanudaron la marcha a través de Tennessee; los amortiguadores se habían roto debido al accidente. Dean había estado conduciendo a casi ciento cincuenta, ahora tenía que ir a sólo ciento diez o todo el motor saltaría en pedazos ladera abajo. Cruzaron las montañas Great Smoky en pleno invierno. Cuando llegaron a la puerta de mi hermano llevaban treinta horas sin comer… exceptuados unos caramelos y unas galletas de queso.

Comieron vorazmente mientras Dean, emparedado en mano, aullaba y saltaba ante un gran tocadiscos escuchando un salvaje disco
bop
que yo acababa de comprar y que se titulaba «The Hunt», con Dexter Gordon y Wardell Gray tocando ante un público que lanzaba alaridos y daba al disco un fantástico volumen frenético. Los sureños se miraban entre sí y movían la cabeza con desaprobación.

—¿Qué clase de amigos tiene Sal? ¿Quiénes son estos tipos? —le decían a mi hermano. Y mi hermano no sabía qué contestarles. A los sureños no les gusta nada la locura, ni los tipos como Dean. Éste no les prestaba ninguna atención. La locura de Dean había florecido hasta ser algo tremendo. No me di cuenta de ello hasta que él y yo y Marylou y Dunkel salimos a dar una vuelta en el Hudson, y estuvimos solos por primera vez y pudimos hablar de lo que nos apeteciera. Dean se agarró al volante, metió la segunda, esperó un minuto en punto muerto, y de pronto pareció decidir algo y disparó el coche carretera adelante con furiosa determinación.

—Muy bien, chicos —dijo frotándose la nariz e inclinándose para tantear la guantera y sacando pitillos y moviéndose atrás y adelante mientras hacía todo esto y conducía—. Ha llegado el momento de decidir qué vamos a hacer la semana que viene. Es vital, vital, claro que sí —esquivó un carro tirado por una mula; en él iba sentado un viejo negro—. ¡Sí! —aulló Dean—. ¡Sí! ¡Le comprendo! Ahora detengámonos y estudiemos su alma. —Y aflojó la marcha para que nos volviéramos y contemplásemos al viejo que protestaba—. ¡Sí! ¡Tenéis que comprenderlo! Hay pensamientos en el fondo de esa mente que me gustaría conocer, y daría mi brazo derecho por ello; me gustaría subir al carro con él y averiguar lo que ese pobre diablo piensa de los nabos de este año y del jamón. Sal, tú no lo sabes, pero en una ocasión viví con un granjero de Arkansas durante todo un año, cuando tenía once. Tenía que hacer cosas horribles; en una ocasión hasta tuve que despellejar a un caballo muerto. No he vuelto a Arkansas desde las Navidades del cuarenta y tres, hace ya cinco años, cuando Ben Gavin y yo fuimos perseguidos por un hombre con una pistola que era dueño del coche que habíamos intentado robar; te digo todo esto para que veas que puedo hablar del Sur. He conocido… bueno, tío, quiero decir que entiendo el Sur, sé cómo es de arriba abajo… entendí lo que me escribiste sobre él. Sí, sí, lo entendí perfectamente —seguía hablando sin parar y disminuyendo la marcha hasta casi detenerse y, de repente, lanzando otra vez el coche a ciento diez, inclinado sobre el volante. Miraba fijamente hacia delante. Marylou sonreía con tranquilidad. Era un Dean nuevo y completo, llegado a la madurez. Me dije que había cambiado. Sus ojos despedían furia cuando hablaba de las cosas que odiaba; su rostro, por el contrario, se iluminaba de alegría cuando súbitamente se sentía contento; cada uno de sus músculos se crispaba vivo y en marcha—. ¡Oh, tío, la de cosas que te podría contar! —dijo dándome un codazo—. Sí, tío, es absolutamente necesario que tengamos tiempo… ¿Qué ha sido de Carlo? Iremos a ver a Carlo, es lo primero que haremos mañana. Ahora, Marylou, hay que conseguir pan y carne para el viaje a Nueva York. ¿Cuánto dinero tienes, Sal? Pondremos todos los muebles en el asiento de atrás, y todos iremos delante apretados y muy juntitos y nos contaremos mil historias mientras zumbamos hacia Nueva York. Marylou, cachonda mía, tú te sentarás junto a mí. Sal después, y Ed pegado a la puerta, como es tan grande nos cortará el viento, puede usar la manta. Y entonces disfrutaremos de la vida, ha llegado el momento de ello,
y todos lo sabemos
.

Se frotó furiosamente la mandíbula, hizo zigzaguear el coche, adelantó a tres camiones, y entró en Testament a toda pastilla mirando a todas partes y viéndolo todo en un ángulo de 180 grados sin mover la cabeza. ¡Bang!, enseguida encontró aparcamiento. Dejó el coche allí y se apeó. Entró violentamente en la estación de ferrocarril; le seguimos como corderitos. Compró pitillos. Sus movimientos eran completamente locos; parecía que todo lo hacía al mismo tiempo. Sacudía la cabeza, arriba, abajo, a los lados; sus manos se movían vigorosas, espasmódicas; caminaba rápido, se sentaba, cruzaba las piernas, las descruzaba, se levantaba, se frotaba las manos, se frotaba la bragueta, se estiraba los pantalones, levantaba la vista y decía:

—¡Vaya! ¡Vaya! —y de pronto abría mucho los ojos para mirar hacia todas partes; y todo el tiempo me daba codazos en las costillas y hablaba y hablaba.

Hacía mucho frío en Testament; había nevado en una época rara. Dean seguía de pie en la larga y desierta calle que se extiende junto al ferrocarril, con sólo una camiseta y unos grandes pantalones colgantes con el cinturón suelto como si pensara quitárselos allí mismo. Acercó la cabeza a Marylou, luego se separó de ella agitando las manos y diciendo:

—Sí, sí, te conozco, te conozco perfectamente, querida.

Su risa era de maníaco; empezaba en tono bajo y terminaba en tono altísimo, igual que la risa de un loco de la radio, sólo que más rápida y más entre dientes. Luego, recuperaba un tono como de tratar de negocios. Habíamos ido al centro de Testament sin motivo ninguno, pero él lo encontró. Nos hizo movernos sin parar. Marylou fue a una tienda a comprar comida, yo a conseguir un periódico para leer el informe meteorológico, Ed a por puros. A Dean le gustaba fumar puros. Fumó uno hojeando el periódico y hablando sin parar.

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