Elminster en Myth Drannor (47 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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En un pequeño claro donde una fuente manaba cantarina al interior de un estanque de peces, Ithrythra Bruma Matinal se irguió bruscamente y miró a su señor.

El globo de visión y los papeles de lord Bruma Matinal cayeron de su regazo, olvidados, cuando éste se puso de pie. No; ¡en realidad se alzaba del suelo, con los ojos fijos en algo situado muy lejos!

—¿Qué sucede, Nelaer? —inquirió Ithrythra, corriendo hacia él—. ¿Estáis... bien?

—Oh, sí —jadeó lord Bruma Matinal, los ojos fijos aún en la nada—. Oh, por todos los dioses, sí. ¡Es hermoso... es maravilloso!

—¿Qué es? —inquirió su esposa—. ¿Qué sucede?

—El Mythal —respondió él, y su voz sonó como si fuera a llorar—. Oh, ¿cómo pudimos estar tan ciegos? ¡Debiéramos haberlo hecho hace siglos!

Y entonces se puso a cantar... una canción sin fin y sin palabras.

Su esposa lo contempló con fijeza unos instantes, el rostro pálido por la preocupación. Él se alzó un poco más, y sus pies desnudos se elevaron por encima de la barbilla de Ithrythra. Repentinamente atemorizada, ella lo cogió por los tobillos y se aferró a ellos.

La canción la inundó y con ella todo lo que su esposo experimentaba. Y así fue como Ithrythra Bruma Matinal fue el primer no mago de Cormanthor en sentir lo que era un Mythal. Cuando un sirviente los encontró minutos después, lady Bruma Matinal estaba abrazada a los pies de su esposo, temblando, con el rostro brillando de admiración.

Alaglossa Tornglara se quedó muy tiesa y se incorporó dentro del Estanque de la Danza del Sátiro, con el agua escurriéndose por cada una de sus curvas, y dijo a la criada arrodillada a su lado con perfumes y cepillos:

—Algo sucede. ¿No lo notas?

La criada no respondió. Sintiendo un hormigueo hasta la punta misma de los dedos ahora, lady Tornglara se volvió para espetarle algo a su doncella, y se quedó boquiabierta.

La muchacha flotaba por el aire, inclinada todavía al frente con una botella de perfume en la mano, y tenía los ojos desorbitados. Diminutos relámpagos centelleaban en ellos, y revoloteaban dentro y fuera de su boca abierta; empezó a gemir, entonces, como si se despertara, y el sonido cambió para convertirse en un sordo, ininteligible canturreo interminable.

Alaglossa lanzó un grito, y luego, mientras la criada —Nlaea era su nombre, sí ése era— empezaba a elevarse más, extendió los brazos para coger el brazo de la joven.

El sirviente que oyó el grito y atravesó a la carrera los jardines se detuvo en seco sin resuello junto al estanque, y se quedó mirándolas a ambas: la criada que flotaba y la noble dama que tenía los ojos levantados hacia ella, muy abiertos y fijos en algo que él no veía. Las dos mujeres estaban desnudas y gimoteaban un cántico. Las observó con cierta atención, tragó saliva, y luego se alejó otra vez a toda velocidad. Tendría problemas si volvían en sí de aquel canturreo y lo pescaban mirando.

Sacudió la cabeza en más de una ocasión, de regreso a sus tareas de regado. Los conjuros de placer empezaban a resultar cada vez más potentes estos días...

Galan Goadulphyn maldijo y palpó en busca de sus dagas. Vaya suerte la suya... ¡A punto de llegar a la ciudad con todas las joyas elfas que cabían en sus botas, y ahora se le venía encima una patrulla! Miró a los árboles que tenía detrás, sabiendo que no había ningún lugar en el que ocultarse, incluso aunque hubiera sido lo bastante rápido para dejar atrás al grupo. Bastardos de armaduras relucientes...

Con cansina elegancia se irguió, dejando de arrastrar los doloridos pies, y fingió un aire distinguido.

—¡Eh, guardas! ¿Qué noticias tenéis?

—Detente, humano —ordenó el
armathor
que iba al frente—. La ciudad quedará abierta para ti al mediodía de mañana, si todo va bien. Hasta entonces, no puedes ir más lejos de aquí.

Galan enarcó una ceja con incredulidad, y luego se libró del sucio pañuelo de su cabeza. Las tiras de falsas patillas de cabellos desordenados que llevaba se desprendieron con él... de un modo bastante doloroso.

—¿Veis éstas? —indicó, dando golpecitos adelante y atrás a sus orejas con un dedo mugriento—. No soy humano.

—Por tu aspecto, tampoco eres un elfo —repuso el
armathor
con expresión dura—. Ya hemos visto antes a seres que adoptan el aspecto de otros.

—No me vengas con chistes de mujeres, ahora —regañó Galan, agitando con énfasis un dedo, lo que le ganó una mirada malévola del
armathor
y algunas risitas del resto de la patrulla—. ¿Me estáis diciendo que finalmente han puesto en marcha eso del Mythal? ¿Después de todos estos años?

Los guardias intercambiaron miradas.

—Debe de ser un ciudadano —dijo uno de ellos—. Nadie más lo sabe, después de todo.

—De acuerdo —soltó el jefe de la patrulla, de mala gana—, puedes pasar. Sugiero que vayas a alguna parte donde puedas bañarte.

—¿Por qué? —Galan se irguió, ofendido—. Si vais a dejar entrar a humanos, ¿qué importa eso? Vaya, ¡ahora me dirás que los enanos pueden entrar también en la ciudad!

—Así es —respondió el
armathor
, desgranando cada palabra por entre los apretados dientes—. Ahora, sigue adelante.

—Gracias, «buen hombre» —contestó Galan alegremente con un jovial molinete de la mano, y de la parte superior de su bota derecha sacó un rubí tan grande como una uva madura que lanzó al sorprendido guarda—. Eso es por las molestias.

Mientras avanzaban hacia la ciudad, Galan silbó alegremente. El gesto —¡dioses de lo alto, qué expresiones las de sus rostros!— bien había valido un rubí. Bueno, medio rubí. ¿Sería demasiado tarde para regresar y robárselo?

La esencia que era Uldreiyn Starym se elevó por la fina llama que su cuidadoso conjuro había creado, tocó la telaraña de fuego blanco, y se permitió dejarse atrapar por la creciente red mágica. El poder fluyó a su interior. Sí...

Mientras centelleaba por sus hilillos, se tejió con suma destreza una capa de fuego de una llamita encontrada aquí, un ramal cortado allí, y un nudo robado a un parpadeo de energía mientras pasaba como una exhalación.

Posiblemente, él era el más poderoso conjurador de magia de todo Cormanthor; y, si el viejo chocho de Mythanthar podía crear esto, entonces el lord Starym decano podía dominarlo y encubrirse con ello, y así ocultar quién era mientras viajaba por los relucientes hilos blancos a través de toda la ciudad y descendía, más y más, hacia el agujero abierto en el techo de la corte.

Su cuerpo seguía desplomado en su sillón, en el corazón de su estudio custodiado por dragones de la torre más alta de la Casa Starym, la que se encontraba un poco apartada del resto. Dejarlo allí lo volvía vulnerable... aunque aquellos tejedores extasiados y perplejos no detectarían su presencia hasta que hiciera algo drástico. Que era, desde luego, para lo que estaba allí.

Una criatura podía cabalgar en un conjuro, si se le enseñaba cómo hacerlo, pero él deseaba hacer más que montar en él. Mucho más. En un mundo donde seres como Ildilyntra Starym morían y había que mantener con vida a cachorros estúpidos como Maeraddyth, uno tenía que hacer justicia por sí mismo.

Se zambullía ahora, moviéndose tan deprisa como se atrevía a hacerlo. Todos estaban allí de pie juntos, y tenía que acabar con el tejedor correcto sin dilación, o se arriesgaría a que aquella pequeña arpía de la Srinshee, o tal vez alguno de los otros que no conocía, detectara su presencia.

Cabalgar por las llamas blancas —una sensación estimulante, tuvo que admitir— descendiendo, descendiendo hasta... ¡sí! ¡Adiós, Aulauthar!

«Su fallecimiento nos entristece enormemente», pensó Uldreiyn con ferocidad, al tiempo que proyectaba toda la fuerza de su voluntad, reforzada por un estallido del fuego blanco, contra la tímida y perfeccionista mente de la víctima elegida. Ésta se desmoronó en un instante, bañándolo en un caos de recuerdos mientras se revolcaba y golpeaba implacable en todas direcciones.

Los espectadores de la corte vieron cómo una de las columnas de fuego blanco se ondulaba unos instantes, pero no observaron ninguna otra señal del salvaje ataque mágico que convertía en cenizas el cerebro y las entrañas de lord Aulauthar Orbryn, para dejar su cuerpo convertido en un cascarón sin voluntad.

Ahora había conseguido por fin ser parte del tejido, parte del ansioso flujo y crecimiento de nuevos poderes. Orbryn había estado dando cuerpo a la parte del futuro Mythal que identificaba a las criaturas por sus razas. A los dragones había que dejarlos fuera, ¿verdad? Y desde luego también a los seres que podían adoptar el aspecto de otro, y también a los orcos.

Muy bien, ¿por qué no ampliar el excelente trabajo de Aulauthar, y hacer que el Mythal resultara letal para todos los no puros de sangre? Letal, por ejemplo, llegado el mediodía de mañana. No obstante lo mucho que le hubiera gustado eliminar a aquel ser contaminado que era Elminster, despertar el poder ahora aplastaría a otros dos tejedores del Mythal —Mentor y el mestizo— y significaría su propia detección. Y, una vez que Uldreiyn Starym no fuera más que polvo, se limitarían a tejer otro Mythal para reemplazar el que él había destruido.

Oh, no, era mejor esperar un poquitín; tenía planes mucho más grandiosos.

«Esto lo supera todo excepto conocer el amor de una diosa», se dijo Elminster, mientras volaba por los senderos de fuego blanco, sintiendo cómo el poder fluía por él. A cada instante que pasaba la grandiosidad aumentaba, a medida que el Mythal iba creciendo en tamaño y alcance. Medio centenar de mentes trabajaban en él ahora, afinando, moldeando y haciéndolo más grande y complejo; interconectado aquí y aumentado allí, y...

Elminster se quedó muy rígido en el punto de la red en que se encontraba, y luego giró por una complicada confluencia y retrocedió. Se había producido un agudo y breve dolor y un fogonazo de calor insoportable, seguido por un soplo de confusión. ¿Una muerte? Algo había ido mal, algo que ahora quedaba camuflado. La traición, si es que se trataba de ello, podía sentenciar el Mythal antes de que naciera.

Había descendido un buen trecho, muy abajo y hacia las profundidades. Dioses, ¿los estaban atacando, allá en la corte? Mientras descendía, su mente centelleó para tocar la de Beldroth, parte de la creciente telaraña ahora, que tarareaba a pocos centímetros del suelo, con una niña de ojos muy abiertos flotando con él. La gente a su alrededor murmuraba y se apartaba con desconfianza, pero se apreciaba más asombro que hostilidad. No, los guardas se mantenían en sus puestos vigilantes, pero la paz se mantenía en la Sala de la Corte.

Así pues, ¿dónde...?

Descendió con cautela, hasta el punto donde la telaraña estaba anclada, dirigiéndose hacia los elfos. No sucedía nada con el mago del tribunal supremo, ni tampoco con Alea Dahast, y... ¡no! ¡Allí! Una conciencia que no pertenecía a lord Aulauthar Orbryn lo había mirado con interés desde el fuego blanco, sólo un instante; un ser pensante cuya mirada había sido cualquier cosa menos amable.

¡El trabajo que el falso Orbryn realizaba en el Mythal estaba contaminado de forma que destruyera a todos los no elfos! ¡Tal vez era para esto para lo que él estaba allí, la misión para la que se había estado preparando durante veinte años! ¡Para detener esta traición! «Dadme vuestro apoyo ahora, Mystra —pensó El—, porque atacaré en vuestro nombre.»

Y, montado en un penacho de fuego blanco, Elminster salió disparado hacia lo que había sido lord Aulauthar Orbryn, y atacó lo que encontró allí.

La oleada de fuego blanco traspuso las ruinas de lo que había sido la mente de Orbryn, y El se retiró un poco de ella. El rayo mental que lo habría empalado llameó y se apagó. El cuerpo alrededor de ambos se estremeció bajo el abrasador impacto.

Rezongando en silencio, Elminster contraatacó.

Su rayo fue rechazado por una mente tan potente y profunda como la suya. Un elfo de edad con cuya mente nunca había entrado en contacto. ¿Un Starym? Elminster corrió lateralmente a lo largo de las líneas de fuego, de modo que el siguiente ataque —y su contraataque— desgarraran la construcción que el falso Orbryn había tejido, destruyéndolo por completo. El Mythal ahora no mataría no elfos, sucediera lo que sucediera más adelante.

Aquello eliminó todo lo que pudiera proteger a Elminster Aumar. El siguiente ataque de la poderosa mente a la que se enfrentaba lo atravesó e inmovilizó sin importar lo mucho que se revolviera, abatiéndolo con fuego mental.

Se vio embargado por un dolor rojo, y con él los recuerdos empezaron a fluir a medida que se perdían, estrellándose contra él uno tras otro en una veloz y confusa avalancha. Elminster intentó chillar y liberarse, pero sólo consiguió girar sobre sí mismo, atravesado todavía por la lacerante sonda que cada vez se hundía más en su interior.

Entonces vio a su atacante por primera vez. Uldreiyn Starym, lord decano y archimago de aquella Casa, le sonreía burlón en sereno triunfo mientras presentaba aquella identificación a la mente torturada que fragmentaba...

¡Mystra!
, llamó Elminster, retorciéndose de dolor.
¡Mystra, ayudadme! ¡Por Cormanthor, venid a mí ahora!

El gusano humano agonizaba, se retorcía, lloraba por su dios. Ahora había llegado el momento; los otros no tardarían en percibir que algo no iba bien. Uldreiyn Starym volvió a atacar a Elminster otra vez, y luego se retiró el tiempo suficiente para conjurar la magia que llamaría el cuerpo del humano hacia él, para ocultar la debilidad de su mente sin cuerpo y le proporcionaría los medios de atacar de verdad, si se veía obligado a abandonar esta telaraña bajo el peso de muchos atacantes a la vez, ¡Ya! Hecho. Lleno de júbilo, reemprendió el ataque con violencia, acuchillando otra vez al estremecido humano que se desplomaba.

Se produjo un nuevo murmullo de renovada excitación en la corte cuando la voluminosa, fornida y suntuosamente vestida figura de lord Uldreiyn Starym hizo su aparición de improviso en el interior del anillo, cerca del humano Elminster. Sus botas estaban firmemente posadas en el pavimento, apenas a unos centímetros de algo pequeño, negro y polvoriento, que se arrastraba despacio en dirección al joven mago humano. La cosa se detuvo unos instantes, y vaciló, para estirarse en dirección a las botas del Starym, pero luego pareció tomar una decisión, y reanudó su avance encorvado y lento en dirección al último príncipe de Athalantar.

Holone no era una hechicera de la corte sin motivo. Algo ocurría detrás de ella, algo que no iba bien. Giró en redondo. ¡Dioses! ¡Un Starym!

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