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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

El violín del diablo (4 page)

BOOK: El violín del diablo
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A Perdomo, que era aficionado a la música, aunque de otra clase —se había quedado en Los Beatles, a los que consideraba, no sin razón, los más grandes compositores de canciones de todos los tiempos—, los cuatro minutos y medio que duró la obertura le supieron a poco, y cuando el público, entusiasmado por el talento con el que Agostini había sabido graduar el emocionante
crescendo
mozartiano del último minuto, rompió a aplaudir, él se dejó contagiar por la euforia, poniéndose en pie y jaleando al maestro con gritos de «¡Bravo, bravo!» que le valieron una mirada de censura de su hijo.

—¿He hecho algo mal? —dijo el inspector a su hijo tras recuperar la cordura y volver a sentarse en su butaca.

—No te emociones tanto con el director. Ya te dije que había que guardar los aplausos de verdad para Ane.

Una vez recibida su merecida ovación, Agostini desapareció entre cajas y volvió a emerger de nuevo, al cabo de treinta segundos, precedido por una fascinante Ane Larrazábal. El público los aclamó durante largo rato, como si ya hubieran dado el concierto, y todo el mundo intercambiaba comentarios —la mayoría de ellos elogiosos— sobre el atrevido escote de la solista. Parecía que el
Concierto
de Paganini no iba a llegar nunca.

Pero de repente comenzó la música.

Perdomo pudo comprobar ya desde el alegro inicial que el violín de Larrazábal tenía un efecto hipnótico sobre su auditorio, que seguía sus virtuosistas piruetas con el corazón en un puño, como si estuviera contemplando a una de esas trapecistas inverosímiles de Le Cirque du Soleil. Una de las razones por las que la española obtenía un sonido tan personal de su violín era que tocaba
a la Paganini
, es decir, sin almohadilla para el hombro ni para la barbilla. Cómo se las arreglaba Larrazábal para obtener esos delicadísimos
vibrati
, con los que estremecía de emoción a su auditorio, era un secreto que no había sido aún descifrado. La almohadilla para la barbilla —hecha de ébano, la mayor parte de las veces— había sido inventada en 1820 por el virtuoso Louis Spohr, el gran rival de Paganini, y estaba considerada como un accesorio fundamental, pues liberaba a la mano izquierda de la ingrata tarea de sostener el instrumento, que a partir de entonces se pudo mantener en vilo por la simple presión del mentón contra la clavícula. Gracias a Spohr, la mano del violinista pudo corretear libremente por el diapasón y concentrarse en dar expresividad a las notas mediante una rápida oscilación del dedo sobre la cuerda del violín: el
vibrato.
Las lenguas de doble filo —que infestan la música clásica— aseguraban que la razón por la que Larrazábal había renunciado a la almohadilla había sido la coquetería.

El roce de la almohadilla contra la piel acaba provocando una desagradable mancha de color oscuro bajo la barbilla conocida popularmente como «callo del violinista». Para evitar las lesiones bacterianas producidas por el roce y el sudor, la solución más común era interponer un pañuelo entre la almohadilla y el mentón, pero incluso así había instrumentistas que llegaban a sufrir cuadros alérgicos de bastante gravedad. Muchos se tenían que tratar periódicamente la zona con paños calientes combinados con aloe vera.

Los maledicentes sostenían, pues, la tesis de que Ane Larrazábal estaba sacrificando expresividad en el
vibrato
por el capricho de mantener su esbelto cuello inmaculado, cuando en realidad también había razones musicales para prescindir de la almohadilla, que iban más allá de una simple imitación mecánica de Paganini: el contacto directo entre la caja armónica del violín y el cuerpo del instrumentista hacía que éste sintiera más intensamente las vibraciones. Y, como tanto la almohadilla del hombro como la del mentón van pinzadas a la caja con dos pequeñas barritas de metal, muchos opinaban que esto afecta negativamente a la respuesta tímbrica del instrumento, además de que acaba dañando la madera.

A Perdomo no le hacía falta saber mucho de música para darse cuenta de que Larrazábal estaba interpretando con una pasmosa facilidad los pasajes más intrincados del
Concierto
de Paganini y que para ella tocar el violín era tan natural como respirar. Cuando sus ojos se encontraban con los de Agostini, en los pasajes en los que éste tenía que facilitarle alguna entrada, su expresión reconcentrada pero serena se transformaba en una deliciosa sonrisa que transmitía a todo el auditorio el profundo goce artístico que estaba experimentando con aquella música. De los seis conciertos para violín y orquesta de Paganini,
La Campanella
era tal vez el más inspirado, aquel en el que el genovés se había preocupado más por el desarrollo imaginativo de sus ideas que por el aspecto meramente espectacular de la obra. De los tres movimientos, el que más convenció al policía fue, lógicamente, el tercero, en forma de rondó. Hasta músicos de la talla de Franz Liszt, que había transcrito la pieza para piano, habían caído rendidos ante la encantadora melodía del estribillo. Perdomo se quedó maravillado ante los agudísimos, casi inaudibles sonidos que lograba extraer a veces la diva de su instrumento y no resistió la tentación de preguntar a su hijo al oído:

—¿Cómo hace eso?

—Se llaman «armónicos» —le respondió éste en un susurro—. Se consiguen rozando la cuerda con la yema de los dedos.

En un momento dado, el inspector estuvo a punto de meter estrepitosamente la pata, pues un contundente «CHIMPÓN» de la orquesta le hizo creer que el rondó había terminado y casi se lanzó a aplaudir como un descosido. Sin embargo, la música continuó aún durante varios minutos y le deparó muchas y muy agradables sorpresas, como un episodio en el que orquesta y solista imitaron el sonido de una cajita de música, que al inspector le pareció delicioso.

Los dos últimos compases del rondó no llegaron a oírse, porque el público, absolutamente electrizado, rompió a aplaudir antes de que terminara el concierto.

Director y solista correspondieron a la formidable ovación con las reverencias de rigor, y Agostini, visiblemente emocionado, besó a Larrazábal y le hizo entrega de un gigantesco ramo de flores que la solista apenas podía sostener en la mano que tenía libre, ocupada como estaba la otra en sujetar arco y violín.

El maestro hizo ponerse en pie a todos los músicos para hacerles partícipes de aquella fiesta y luego se ausentó del escenario en compañía de la violinista, aunque los aplausos, lejos de ir a menos, se hicieron más intensos si cabe: los espectadores estaban reclamando la presencia en el escenario de la verdadera estrella de la velada, Ane Larrazábal, que no tardó en reaparecer, esta vez sin Agostini. La diva no se hizo mucho de rogar y tras pedir silencio al auditorio anunció cuál iba a ser la propina:


Capricho n.° 24
para violín solo, de Paganini.

Hubo una corta pero intensa ovación, en la que el público mostró su euforia por la obra elegida, y cuando ésta se extinguió totalmente, Ane Larrazábal comenzó a interpretar, arropada por un silencio reverencial, la terrorífica pieza del genovés.

El
Capricho n.° 24
no era sólo el más célebre de toda la colección, sino que había pasado a convertirse en leyenda, por la cantidad de compositores célebres que habían creado nuevas obras a partir de su tema principal: desde Johannes Brahms hasta Andrew Lloyd Webber, pasando por Witold Lutowslasky o Sergei Rachmaninoff, la lista de músicos que habían rendido homenaje a esta endiablada composición era interminable. Consistía en un tema seguido de nueve variaciones, en cada una de las cuales Paganini había explotado una técnica violinística diferente.

Larrazábal fue sorteando con gracia y musicalidad los aparentemente insalvables escollos de las ocho primeras variaciones.

Cuando llegó la novena, en la que el instrumentista tiene que tocar la melodía en
pizzicato
con la mano izquierda, ocurrió algo extraordinario, que algunos después quisieron atribuir a la peculiar forma de sujetar el violín que tenía Larrazábal: en mitad de la interpretación, el instrumento se le escapó de las manos y salió despedido por encima de la cabeza de su propietaria. Durante unos segundos, en los que el tiempo pareció transcurrir a cámara lenta, el preciado Stradivarius flotó como ingrávido en el aire para ser atrapado, un instante antes de que se hiciera añicos contra el suelo, por la mano ágil de Andrea Rescaglio, el primer chelo de la orquesta, que se sentaba a la derecha del podio del director.

El público, incapaz al principio de entender siquiera lo que había ocurrido, permaneció en un silencio atónito, hasta que Rescaglio entregó en mano a Larrazábal, tras una galante reverencia, el preciado instrumento. En ese momento el auditorio estalló en un aplauso espontáneo.

Perdomo se volvió a su hijo y le dijo:

—Conque no se podía aplaudir hasta el final de la obra, ¿eh?

Gregorio se limitó a sonreír y la violinista, visiblemente turbada pero dispuesta a mantener el tipo hasta el final, retomó desde el principio la novena variación.

El
Capricho
discurrió ya sin incidencias hasta el brillante
finale
, y aunque el auditorio aplaudió a rabiar tras el último acorde, nadie se atrevió a solicitar una segunda propina, después de aquel singular incidente.

Durante el intermedio, Perdomo y su hijo tomaron un refresco en el bar del Auditorio y se dedicaron a escuchar en silencio los comentarios de los asistentes al concierto sobre el episodio del «violín volador».

—Ruggiero Ricci —dijo un caballero con aspecto de magistrado del Supremo— tampoco utilizaba almohadillas, pero claro, un hombre tiene más fuerza en las manos. A él no se le hubiera escapado el violín.

—¿Te imaginas lo que hubiera ocurrido si el chelista no llega a atrapar el instrumento in extremis? —comentó una enjoyada joven que tenía toda la pinta de ser la amante del primero—. El Stradivarius se hubiera hecho añicos contra el suelo. ¡Y dicen que es uno de los más valiosos que existen!

A cinco minutos de que se reanudara el concierto, Perdomo preguntó a su hijo sobre la obra que se iba a interpretar en la segunda parte: el
Concierto para orquesta
de Bartok.

—Te confieso, papá, que a mí Bartok no me entusiasma. Si quieres que volvamos ya a casa, no me importa.

—¿Después del dineral que he tenido que soltar por las butacas? ¡Nos vamos a quedar aquí hasta que se haya marchado el último instrumentista! —le dijo su padre haciéndole un cariñoso arrumaco en la cabeza.

Los espectadores más rezagados fueron ocupando sus localidades y Perdomo se dio cuenta de que el patio de butacas tenía ahora algunos claros, aunque en la sala seguía reinando un gran ambiente.

Pero el público se quedó de una pieza cuando en vez de aparecer por el lateral del escenario el maestro Agostini, lo hizo Alfonso Arjona, el director de Hispamúsica, que organizaba el concierto, quien con el rostro descompuesto exigió por gestos que cesara inmediatamente la ovación y anunció con voz temblorosa:

—Por causas de fuerza mayor, la segunda parte del concierto no se va a poder celebrar. Si hay algún miembro de las fuerzas del orden entre ustedes, le rogaría que se dirigiera inmediatamente a los camerinos. Muchas gracias.

5

París, a la hora del concierto

No había sido un buen día para Arsène Lupot, propietario del
atelier-lutherie
La Muse, uno de los más antiguos talleres de instrumentos de la ciudad.

Lupot, un hombre de sesenta y cinco años con el pelo rizado y canoso que gastaba todavía aquellas obsoletas gafas de pasta negra que estuvieron de moda en los años sesenta, empleaba siempre las mejores maderas para dar vida a los excelentes instrumentos que salían de su taller: abeto de los Alpes italianos de la val di Fiemme para las tapas de la caja armónica —la misma que utilizaba Stradivarius para sus violines— y arce de los Balcanes para las fajas y el fondo. Pero un par de clientes se habían quejado últimamente de la sonoridad de los instrumentos que Lupot les había entregado, y tras casi seis meses de pesquisas, el renombrado
luthier
había averiguado por fin que, aunque la madera que le estaba llegando de Italia provenía del sitio correcto, las Dolomitas, la empresa Ciabattoni, que le hacía los envíos, no estaba abatiendo los árboles en el momento preciso: para que una madera pueda ser empleada como tapa armónica, el abeto correspondiente sólo puede ser talado si la luna está en cuarto menguante, que es cuando la linfa del árbol ha bajado a las raíces y la madera no tiene tensiones. El gerente de Ciabattoni le había reconocido por teléfono que la empresa tenía tal cantidad de pedidos que se habían visto obligados a talar los abetos en todas las fases de la luna, e intentó restablecer a continuación la confianza con su cliente, prometiéndole que le reintegraría el importe completo de los envíos defectuosos. Pero Lupot estaba tan indignado con la mala fe de los italianos que aquella misma tarde había decidido cortar con ellos para siempre:

—Si tu padre estuviera aún vivo —le dijo Lupot al gerente, aludiendo al venerable Giuseppe, que había fundado en los años setenta la «Ditta Ciabattoni»— esto jamás hubiera ocurrido. Él se movía por amor a la música y a los instrumentos, no por codicia. —Y para desahogarse por completo, antes de colgarle el teléfono, había gritado al italiano—:
Vaffanculo, stronzo!

Encontrar un nuevo proveedor no iba a resultarle tarea fácil.

Implicaba, por lo pronto, viajar a Italia, entrevistarse personalmente con los responsables de las distintas serrerías para comprobar in situ si eran de confianza y, a ser posible, inspeccionar personalmente los bosques concretos de los que se obtenía la madera.

En 1975, cuando cerró el trato con Ciabattoni, había asistido a la tala de los primeros árboles y había sido testigo del celo exquisito con el que el viejo Giuseppe, ayudado por un guarda forestal, discernía los abetos aptos de los que no servían. Se arrodillaba delante de cada tronco cortado y pegaba la oreja a la madera fresca, mientras el guardia forestal golpeaba el abeto desde el otro extremo con un pequeño martillo. El árbol sólo pasaba la criba si, a juicio de Ciabattoni, la madera «cantaba».

A pesar de que los encargos de nuevos instrumentos se le amontonaban sobre la mesa, Lupot se sintió tan agotado e irascible aquella tarde que decidió tomarse unos días de vacaciones.

El
atelier
La Muse no solamente se dedicaba a fabricar codiciados instrumentos de cuerda frotada, sino que además organizaba exposiciones de violines y violonchelos antiguos y conferencias sobre el arte de fabricarlos. Hacía meses que el Círculo de Bellas Artes de Madrid le venía insistiendo para que fuera a dar una charla sobre la materia y Lupot decidió no seguir dando largas a los españoles y tomarse unos días de asueto en la capital de España.

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