El viajero (66 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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natural quizá que muchos occidentales confundieran la palabra tátaro con el antiguo nombre clásico de las regiones infernales, que era el Tártaro. De este modo los occidentales acabaron hablando de «los tártaros de Tartaria», del mismo modo que se habla de «los demonios del Infierno».

Pero incluso los orientales que deberían haber conocido los nombres correctos de estas tierras, los veteranos de muchos viajes en caravana a través de este país, habían dado nombres diferentes a las montañas por las que estábamos pasando: el Hindú Kush, el Himalaya, el Karakoram, etcétera. Puedo atestiguar que hay suficientes montañas solas y cordilleras enteras y naciones completas de montañas para justificar y apoyar cualquier designación. Sin embargo, preguntamos a nuestros compañeros chola si podían aclararnos este punto, en bien de nuestra cartografía. Cuando les repetimos los diversos nombres que habíamos oído, no se burlaron de quienes nos los habían dicho, porque según afirmaron ningún hombre puede decir exactamente dónde finaliza una cordillera y un nombre, y dónde empieza otro.

Pero para situarnos del modo más preciso posible nos dijeron que en aquel momento nos estábamos dirigiendo hacia el norte a través de las cordilleras llamadas Pai-Mir, que habíamos dejado la cordillera del Hindú Kush hacia el suroeste detrás nuestro y la cordillera del Karakoram hacia el sur, y que la cordillera del Himalaya quedaba muy lejos, hacia el sureste. Los chola nos dijeron que los demás nombres que nos habían dado, los Guardianes, los Amos, el Trono de Salomón, eran probablemente nombres locales aplicados y utilizados únicamente por la gente que vivía entre las varias cordilleras. Mi padre y mi tío marcaron los mapas de nuestro Kitab de acuerdo con esta información. Para mí todas las montañas se parecían mucho: estaban formadas por grandes peñascos, elevadas rocas de bordes cortantes, enormes precipicios y los escombros amontonados de antiguos corrimientos; todas las rocas habrían sido grises, marrones y negras si no las cubriera una pesada capa de nieve ni las festonearan los carámbanos. En mi opinión, el nombre Himalaya, Morada de las Nieves, podría haber servido para cualquier cordillera concreta de la Lejana Tartaria y para todas ellas. Sin embargo aquél era el paisaje más magnífico que vi en todos mis viajes, a pesar de su soledad y de la falta de colores vivos. Las montañas del Pai-Mir, inmensas, macizas e impresionantes, se alineaban, sucedían y elevaban sin preocuparse de nosotros, seres inquietos y solitarios, insectos insignificantes que avanzábamos lentamente por sus poderosos flancos. Pero ¿cómo puedo retratar con simples palabras de insectos la estremecedora majestad de estas montañas? Basta que diga lo siguiente: la altura y grandeza de los Alpes de Europa es un hecho conocido de toda persona viajera o ilustrada de Occidente. Y que añada lo siguiente: si pudiese existir un mundo hecho enteramente de Alpes, los picos del Pai-Mir serían los Alpes de este mundo. Diré otra cosa más sobre las montañas del Pai-Mir, algo que no he oído contar a ninguno de los viajeros que han vuelto de ellas. Los veteranos de la caravana, que nos habían explicado tantos nombres diferentes de esta región, nos habían prodigado consejos sobre lo que encontraríamos y lo que nos pasaría cuando llegáramos allí. Pero ninguno de ellos habló del aspecto de las montañas que para mí fue más distintivo y memorable. Nos hablaron de los terribles caminos del Pai-Mir y de su clima agotador, y nos explicaron la mejor manera de sobrevivir en estos rigores. Pero estos viajeros nunca mencionaron lo que yo recuerdo más vivamente: el ruido incesante que hacen estas montañas.

No me refiero al sonido del viento, de las tempestades de nieve o de las tormentas de arena que estallan entre ellas, aunque Dios sabe que oí estos sonidos con bastante frecuencia. A menudo luchábamos para avanzar contra un viento tan violento que una persona podía dejarse caer literalmente contra él sin caer al suelo, quedando inclinado

hacia adelante sostenido por la fuerza del viento. Y a este ruido ensordecedor habría que añadir el silbido de la nieve levantada por el viento o el sonido áspero del polvo, según que estuviéramos en las alturas donde el invierno ejercía aún su dominio o en las profundas gargantas donde estaba muy avanzada la primavera. No, el ruido que recuerdo muy bien era el sonido de la descomposición de las montañas. Fue una sorpresa para mí que unas montañas tan titánicas pudieran caerse a trozos continuamente, que pudieran romperse, separarse y caer. Cuando oí el sonido por primera vez pensé que el trueno rondaba entre las cimas, y me extrañó porque aquel día no había ni una nube en el cielo puro y azul, y de todos modos no podía imaginar que estallaran truenos con un tiempo tan frío y cristalino. Frené mi montura con las riendas y me quedé callado en la silla, escuchando atentamente.

El sonido empezó como un rugido de tono grave en algún punto situado delante de nosotros, y su intensidad aumentó hasta transformarse en un lejano bramido, después este sonido se sumó al de sus ecos. Otras montañas lo oyeron y lo multiplicaron, como un coro de voces repitiendo una después de otra el tema de un cantor bajo. Las voces jugaron con este tema, lo ampliaron y le añadieron las resonancias de tenores y barítonos, hasta que el sonido nos llegó de allí arriba y de más allá y de detrás y de todo lo que nos rodeaba. Quedé transfigurado por el tamborileo de las reverberaciones, que fueron amortiguándose, pasando de un trueno a un murmullo, y que se esfumaron. Las voces de la montaña dejaron de cantar muy lentamente una después de otra, y mi oído no pudo discernir el momento en que el sonido se perdió en el silencio. El chola llamado Talvar cabalgaba a mi lado sobre su escuálido caballito y después de mirarme rompió mi encanto diciendo en su lengua tamil:

—Batujatuh —y en farsi —: Jak uftadan.

Todo lo cual significa «avalancha». Yo asentí, como si lo hubiese sabido de entrada y di un golpe con la rodilla al caballo para que continuara.

Ésta fue únicamente la primera de una serie de innumerables ocasiones parecidas; el ruido podía oírse casi a cualquier hora del día o de la noche. A veces procedía de un lugar tan próximo a nuestro camino que apagaba los crujidos y chasquidos de los arneses y los gruñidos y rechinar de dientes de nuestro rebaño de yaks. Y si levantábamos rápidamente la vista, antes de que los ecos confundieran la dirección, podíamos ver levantarse en el cielo detrás de algún risco una capa humeante de polvo o una nube brillante de partículas de nieve, que señalaba el lugar donde se había producido el corrimiento de tierras. Pero cuando me apetecía podía oír el ruido de avalanchas de rocas más lejanas. Bastaba con que me avanzara cabalgando al resto de la caravana o me retrasara detrás de ella; y no tenía que esperar mucho. Podía oír en una dirección u otra el gemido que lanzaba la montaña cuando sentía la pérdida dolorosa de una porción de sí misma, y luego los ecos se superponían desde todas direcciones: las demás montañas se unían al canto funeral.

Las avalanchas eran a veces de nieve y de hielo, como sucede también en los Alpes. Pero indicaban más a menudo la lenta corrupción de las mismas montañas, porque estos Pai-Mir, a pesar de ser infinitamente mayores que los Alpes, son bastante menos sustanciosos. Desde lejos parecen montañas seguras y eternas, pero yo las he visto de cerca. Están formadas por una roca con muchas vetas, resquebrajaduras y fallas, y su misma elevación contribuye a su inestabilidad. Si el viento arranca un simple guijarro de un punto elevado, su caída puede desalojar otros fragmentos y su movimiento deja sueltas otras piedras hasta que todas juntas caen rodando y su avance ladera abajo cada vez más rápido puede derribar rocas grandes y éstas al caer pueden recortar el labio de un vasto acantilado, y este labio al derrumbarse puede agrietar la ladera entera de una montaña. Y así sucesivamente hasta que una masa de rocas, piedras, guijarros, grava,

tierra y polvo, generalmente mezclada con nieve, lodo y hielo, una masa cuyo tamaño es quizás igual al de unos Alpes menores, se precipita por las estrechas gargantas o por los barrancos más estrechos todavía que separan las montañas.

Cualquier ser vivo que se interpone en el camino de una avalancha del Pai-Mir está

condenado. Encontramos muchas pruebas de ello: los huesos, calaveras y espléndidas cornamentas del goral, el urial y la «oveja de Marco», y los huesos, calaveras y pertenencias patéticamente trituradas de hombres, las reliquias de rebaños salvajes muertos hacía tiempo y de caravanas perdidas años ha. Aquellos desgraciados habían oído gemir a las montañas, luego las oyeron gruñir, más tarde bramar y después no sintieron ya nada nunca más. Sólo la fortuna nos salvó del mismo destino, porque no hay camino ni lugar de acampada ni hora del día que quede a salvo de una avalancha. Por suerte no cayó ninguna sobre nosotros, pero en muchas ocasiones encontramos el camino absolutamente borrado, y tuvimos que seguir bordeándolo por fuera. El problema era grande si la avalancha había dejado en nuestro camino una barrera de escombros infranqueable. Pero era mucho más duro cuando el camino, como sucedía a menudo, no era más que una estrecha cornisa cortada en la cara de un precipicio, y una avalancha lo había cortado abriendo un vacío que no podía atravesarse. Entonces teníamos que hacer marcha atrás durante muchos farsaj, y dar luego un cansado rodeo de muchos farsaj hasta volvernos a encarar hacia el norte.

O sea que mi padre, mi tío, Narices y todos nosotros proferíamos maldiciones y los cholas gimoteaban tristemente cada vez que oían el rumor de la caída de rocas, con independencia de la dirección de origen. Pero a mí el sonido siempre me impresionaba y no puedo comprender que para los demás viajeros fuera tan poco importante que no lo citen en sus recuerdos, porque ese ruido significa que estas montañas no durarán siempre. Para desmoronarse necesitarán como es lógico siglos y milenios, y pasarán eras antes de que el Pai-Mir alcance la estatura todavía majestuosa de los Alpes, pero se desmoronarán y se convertirán finalmente en una tierra plana y sin accidentes. Al darme cuenta de esto me pregunté por qué Dios, si sólo quiere que se derrumben, ha puesto esas montañas unas encima de otras y les ha dado una altura tan exagerada. Y me maravillaba también, como me maravillo ahora, lo inmensurables, enormes e indeciblemente altas que debieron de ser esas montañas cuando Dios las hizo en el principio.

Todas las montañas eran de colores invariables y el único cambio que pude observar en su aspecto era el provocado por el clima y por la hora. En los días claros, los altos picos captaban el brillo del alba mientras nosotros estábamos todavía sumergidos en la noche, y conservaban el resplandor del crepúsculo mucho después de haber acampado nosotros, de haber cenado y de habernos acostado entre tinieblas. En los días nublados veíamos una nube blanca atravesar un risco desnudo y marrón, y ocultarlo. Luego, cuando la nube había pasado la cumbre reaparecía pero tan blanca de nieve, como si hubiese arrancado pedazos de nube para envolverse en ellos. Cuando íbamos a gran altura, escalando un camino ascendente, la luz intensa de las alturas jugaba con nuestra visión. En la mayoría de países montañeses hay siempre una ligera neblina que oscurece un poco los objetos lejanos, facilitando así el distinguirlos de los próximos. Pero en el Pai-Mir no hay rastro de neblina, y es imposible calcular la distancia o incluso el tamaño de los objetos más corrientes y familiares. A menudo yo fijaba mis ojos en un pico del horizonte lejano, y luego me asustaba al ver que nuestros yaks de carga se subían a él, porque era un simple montón de rocas situado a sólo cien pasos de distancia. O descubría la forma pesada de un surragoy, uno de los yaks salvajes de la montaña, plantado como un fragmento de la misma montaña que nos observaba desde el lado mismo del camino, y me preocupaba la posibilidad de que

descarriara a nuestros yaks domesticados y los indujera a huir, pero luego me daba cuenta de que en realidad estaba a un farsaj de distancia, y que nos separaba de él un valle entero.

El aire de las alturas era tan engañoso como la luz. El aire, al igual que en el Waján, que desde allí nos parecía tierra baja, se negaba a sostener con generosidad las llamas de nuestros fuegos de cocina, y los fuegos eran pálidos, azules y tibios, y el agua de nuestras ollas tardaba una eternidad en hervir. En aquellas alturas el aire enrarecido también afectaba de algún modo el mismo calor del sol. La cara de una roca situada al sol era tan caliente que uno no podía apoyarse en ella, pero la cara situada a la sombra era tan fría que no podía tocarse. En ocasiones teníamos que quitarnos nuestros pesados abrigos porque el sol los calentaba de modo insoportable, en cambio ni un cristal de la nieve que nos rodeaba se fundía. El sol encendía los carámbanos con fuegos cegadores de luz e iridiscencias de colores, pero nunca los hacía gotear. Sin embargo esto sólo sucedía con tiempo claro y soleado en las alturas, cuando el invierno dormitaba brevemente. Creo que estas alturas son el lugar donde el viejo invierno se retira triste y solitario mientras todo el mundo le insulta y acoge con alegría las estaciones menos frías. Y aquí mismo, quizá en alguna de las muchas cuevas y cavernas de la montaña, el viejo invierno se refugia para dormitar de vez en cuando. Pero duerme inquieto y se despierta continuamente, bostezando grandes rachas de frío, moviendo largos brazos de viento y peinando de su blanca barba cascadas de nieve. Con mucha frecuencia observé el espectáculo de los picos altos y nevados fundiéndose en una nevada fresca y desvaneciéndose en su blancura; luego desaparecían los riscos más próximos, más tarde los yaks que guiaban nuestra caravana, y después el resto de nosotros y finalmente todo se esfumaba en la blancura excepto la crin de mi caballo azotada por el viento. En algunas de estas tormentas, la nieve era tan espesa y la galerna tan violenta que los jinetes para continuar avanzando teníamos que darnos la vuelta sobre las sillas y cabalgar al revés dejando que nuestras monturas escogieran el camino a seguir y que dieran bordadas como buques de cara al temporal. Íbamos constantemente subiendo y bajando montañas y por lo tanto aquel clima férreo se reblandecía al cabo de unos días, cuando descendíamos a las gargantas, calientes, secas y polvorientas, donde había llegado ya la joven dama primavera, y luego el tiempo se endurecía otra vez alrededor nuestro porque ascendíamos de nuevo a los dominios sometidos todavía al viejo invierno. Es decir, que íbamos alternando: avanzando arriba lentamente entre la nieve, caminando penosamente abajo entre el fango; medio conge-lados por una tormenta de aguanieve arriba, medio sofocados por un torbellino de polvo abajo. Pero a medida que avanzábamos hacia el norte empezamos a ver, en los fondos estrechos de los valles, pequeños rastros de verde viviente: arbustos enanos y hierba rala, luego pequeños y tímidos pedazos de prados, un árbol ocasional sacando hoja, luego grupos de árboles. Estos fragmentos de verde parecían tan nuevos y extraños entre las alturas blancas de nieve o negras y marrones de aridez que podían haber sido retazos de países lejanos recortados con tijeras y esparcidos inexplicablemente por aquel desierto.

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