—¿Pusisteis mi ropa al fuego? ¿Se han quemado?
—Ghi.
—¿También tú adoras el fuego, o te has vuelto divané? ¿Las diste a lavar con fuego en vez de lavarlas con agua? Ola, gebr! ¡Persa! ¡Ola, jefe de putas!
—¡No grites! —me pidió la chica espantada —. Te devuelvo tu dirham.
—¡No puedo llevar un dirham por la ciudad! ¿Qué clase de manicomio es éste? ¿Por qué
me habéis quemado la ropa?
—Espera. Mira.
Agarró un pedazo de carbón sin quemar del brasero y lo pasó por una manga de su túnica para dejar en ella una mancha negra. Luego puso la manga sobre los carbones ardientes.
—Estas divané —exclamé.
Pero la tela no se encendió. Hubo sólo un chispazo cuando la mancha negra se quemó y desapareció. La chica sacó la manga del fuego para demostrarme que había quedado repentinamente limpia, y balbuceó una mezcla de pastun y de farsi de cuyo contenido me fui enterando gradualmente. Aquella tela pesada y misteriosa se lavaba siempre de aquel modo y mi ropa estaba tan acartonada que la tomaron por ropa del mismo material.
—De acuerdo —dije —. Te perdono. Fue una equivocación hecha con los mejores propósitos. Pero continúo sin nada que ponerme. ¿Qué hago ahora?
Me indicó que podía escoger entre dos cosas. Podía presentar una querella al amo gebr, pidiéndole que me proporcionara nueva ropa, lo que costaría a la chica sus ganancias del día y probablemente una paliza. O podía ponerme la ropa que tenía disponible, es decir, ropa suya, y atravesar la ciudad de Balj con un disfraz femenino. Bueno, la cosa estaba clara; tenía que comportarme como un caballero y por lo tanto tenía que pasar por una dama.
Atravesé la tienda lo más de prisa que pude, pero estaba ajustándome todavía mi velo chador cuando el viejo gebr detrás del mostrador enarcó las cejas y exclamó:
—¡Os habéis tomado mis palabras muy en serio! Y ahora queréis enseñarme a una mujer hermosa entre estas rústicas campesinas.
Le lancé un gruñido compuesto por una de las pocas expresiones pastu que conocía.
—Bahi chut! —exclamé enviándole a hacer algo con su hermana. Se rió a carcajadas y me gritó:
—Lo haría si fuera tan guapa como tú —mientras yo me escabullía entre la nieve que no cesaba de caer.
Tropecé de vez en cuando, porque la nieve espesa y mi chador me impedían ver claramente el suelo, y también porque a menudo pisaba los dobladillos de mi traje, pero aparte de esto llegué al caravasar sin incidentes. Esto me decepcionó un poco porque había recorrido todo el trayecto con los dientes y los puños apretados y en un estado de gran irritación y esperaba que algún patán pusiera cebo a Eva dirigiéndome groseramente la palabra o guiñándome el ojo, para poder así matarlo. Me introduje en la posada por una puerta trasera, sin que nadie me observara, y me apresuré a ponerme ropas mías y me dispuse a tirar las de la chica. Pero luego lo pensé mejor, y corté de su túnica un cuadrado de tela que conservaría como una curiosidad y con el cual desde entonces he asombrado a muchas personas reacias a creer que una tela pudiera resistir la
acción del fuego.
Sin embargo yo había oído hablar de esta sustancia mucho antes de partir de Venecia. Unos curas me habían dicho que el Papa de Roma guardaba entre las más preciadas reliquias de la Iglesia un sudario, un paño que se había utilizado para limpiar la sagrada frente de Jesucristo. Según decían el paño había quedado tan santificado por este uso que ya no podía destruirse. Se podía tirar al fuego, dejarlo allí largo rato y sacarlo milagrosamente entero y sin quemar. También había oído a un distinguido médico rechazar la idea de los curas según la cual fue el santo sudor lo que convirtió al sudario en indestructible. Él decía que la tela debió de tejerse con lana de salamandra, el animal que según Aristóteles vive confortablemente en el fuego.
3
Mi padre y Narices hacía ya cinco o seis semanas que habían partido y tío Mafio sólo requería mis cuidados de modo intermitente, por lo que disponía de mucho tiempo libre. Visité varias veces la casa del gebr persa, procurando en cada ocasión llevar ropa que no tuviera que pasar por la «colada». Y cada vez que pronunciaba la consigna
«Mostradme artículos blandos», el viejo se tronchaba de risa:
—Pero si vos erais el artículo más blando y atractivo que haya pasado nunca por esta tienda —y yo tenía que esperar y aguantar sus risotadas que al final se convertían en risitas hasta que tomaba mi dirham y me indicaba la habitación libre. En una u otra ocasión probé cada uno de los artículos del almacén. Pero las chicas eran musulmanas pajtunis y tabzir, o sea que con ellas sólo conseguía relajarme, sin obtener ninguna satisfacción digna de mención. Podía haber hecho lo mismo con los kuch-i-safari, y a mejor precio. Apenas aprendí unas cuantas palabras de pastun de las chicas, y lo consideré un lenguaje tan inconexo que no valía la pena aprenderlo. Para poner un ejemplo: el sonido gau si se pronuncia normalmente exhalando el aliento significa vaca, pero el mismo gau pronunciado tomando aire, significa «ternero». Imaginad entonces cómo suena en pastun una frase simple del tipo «La vaca tiene un ternero», y tratad luego de imaginaros manteniendo una conversación de mayor complejidad. Sin embargo cuando salía por la tienda de telas de amianto, me detenía para cambiar cuatro palabras en farsi con el propietario gebr. Él solía dedicarme unas cuantas observaciones más en son de burla sobre el día en que tuve que disfrazarme de mujer, pero también se dignaba contestar a mis preguntas sobre su peculiar religión. Yo le preguntaba porque él era el único devoto de esta antiquísima religión persa al que conocía. Admitió que quedaban ya pocos creyentes, pero aseguraba que en otra época su religión había dominado de modo absoluto, no sólo en Persia sino también al oeste y al este, desde Armenia hasta Bactria. Y lo primero que me dijo fue que no debía llamar gebr a un gebr.
—Esta palabra significa únicamente «no musulmán» y los musulmanes la utilizan despreciativamente. Nosotros preferimos que se nos llame zarduchi, porque somos los seguidores del profeta Zaratustra, el Camello Dorado. Él nos enseñó a adorar al dios Ahura Mazda, cuyo nombre se pronuncia ahora Ormuzd, comiéndose las letras.
—Y esto significa fuego —dije haciéndome el enterado porque Narices me había explicado este detalle.
Él señaló con la cabeza la lámpara brillante que ardía siempre en la tienda.
—No significa fuego —y replicó algo molesto —. Es un error estúpido suponer que adoramos el fuego. Ahura Mazda es el dios de la Luz, y nosotros nos limitamos a mantener un fuego encendido para recordar su benéfica luz que destruye las tinieblas de su adversario Ahriman.
—Ah —dije —. Esto no es muy distinto de nuestro Señor Dios, que también lucha contra el adversario Satán.
—No, no es en absoluto diferente. Vosotros sacasteis a vuestro Dios y a vuestro Satán cristianos de los judíos, y también los musulmanes derivaron de ellos su Alá y su Saitan. Y el Dios y el Demonio de los judíos están francamente imitados de nuestro Ahura Mazda y de nuestro Ahriman. Lo mismo puede decirse de vuestros ángeles divinos y demonios satánicos, copiados de nuestros mensajeros celestiales, los malajim, y de sus equivalentes, los daeva. También vuestro Cielo y vuestro Infierno están copiados de las enseñanzas de Zaratustra sobre la naturaleza de la vida venidera.
—Falso —protesté yo —. No me voy a meter con los judíos o con los musulmanes, pero la verdadera religión no puede haber sido una simple imitación de la de otros… Él me interrumpió:
—Fíjate en la pintura de una deidad o de un ángel o de un santo cristiano. Se los representa siempre con un halo brillante. ¿No es cierto? Es una idea bonita, pero fuimos nosotros quienes la tuvimos primero. Este halo imita la luz de nuestra llama inextinguible, que a su vez significa la luz de Ahura Mazda que brilla siempre sobre sus mensajeros y sus santos.
Esto parecía tan probable que no pude discutírselo, pero desde luego tampoco lo reconocí.
—Por esto los zardhushi hemos sido perseguidos, despreciados, dispersados y enviados al exilio durante siglos —prosiguió él —. Tanto por los musulmanes, como por los judíos y los cristianos. Cuando un pueblo se vanagloria de poseer la única religión auténtica debe fingir que le llegó a través de alguna revelación exclusiva. No le gusta que le recuerden que deriva de un original de otro pueblo.
Aquel día volví al caravasar pensando: «Quizá la Iglesia actúa con prudencia al pedir fe a los cristianos y prohibirles la razón. Cuantas más preguntas hago, y cuantas más respuestas obtengo, menos me parece saber algo cierto.» Mientras caminaba, recogí un puñado de nieve e hice con él una bola. Era redonda y sólida como una certeza. Pero si la miraba desde muy cerca, en realidad su redondez estaba formada por una densa multitud de puntos y de esquinas. Si la sostenía en la mano el tiempo suficiente su solidez se derretía y se convertía en agua. «Éste es el peligro de la curiosidad —pensé —, todas las certezas se fragmentan y se disuelven. Si un hombre tiene la suficiente curiosidad y la suficiente persistencia puede acabar descubriendo que la bola redonda y sólida de la tierra en realidad no lo es. Quizá entonces se sienta menos orgulloso de su facultad de raciocinio, cuando al final no le quede nada sólido donde poner los pies. Pero incluso en este caso ¿no es la verdad un fundamento más sólido que la ilusión?»
No recuerdo si fue ese día u otro cuando al regresar al caravasar me encontré con que mi padre y Narices habían regresado de su viaje. También estaba allí el hakim Josro y los tres estaban reunidos alrededor de la cama de tío Mafio, hablando todos a la vez.
—… No en la ciudad llamada Kabul. El sultán Kutb-ud-Din tiene ahora una capital muy al sureste de aquí, en una ciudad llamada Delhi…
—No me extraña que estuvierais tanto tiempo de viaje —dijo mi tío.
—… Tuvimos que atravesar las grandes montañas, por un paso llamado Jaibar…
—… Luego recorrer el país llamado Panjab…
—O con mayor propiedad Panch Ab —intervino el hakim —, que significa Cinco Ríos.
—… Pero el esfuerzo valía la pena. El sultán, como el sha de Persia, tuvo mucho interés en enviar regalos de tributo y de fidelidad al gran kan…
—…O sea que ahora tenemos un caballo de más cargado con objetos de oro y telas de Cachemira y rubíes y…
—Pero hay algo más importante —dijo mi padre —. ¿Cómo va nuestro paciente Mafio?
—Está vacío —gruñó éste rascándose el codo —. Por un extremo he escupido todo mi sputum, por el otro he soltado todas las heces y pedos posibles y en medio he sudado hasta la última gota de transpiración. También estoy infernalmente cansado de llevar pegados tantos conjuros de papel y de que me hayan empolvado como un bollo bigné.
—Por lo demás su estado no ha cambiado —dijo el hakim Josro seriamente —. Mis esfuerzos para ayudar a la naturaleza en su curación no han dado mucho fruto. Me alegro de que estéis otra vez reunidos, porque ahora quiero que todos dejéis este lugar y os llevéis al paciente más cerca todavía de la naturaleza. Lleváoslo muy arriba, hacia las altas montañas del este, donde el aire es más claro y puro.
—Pero frío —protestó mi padre —. Tan frío como la caridad. ¿Le hará bien esto?
—El aire frío es el aire más limpio —dijo el hakim —. He determinado este hecho por observaciones minuciosas y estudios profesionales. Demostración: la gente que vive en climas siempre fríos como los rusniacos, tiene la piel de color blanco y limpio; en los climas cálidos, como el de los hindúes de la India, la piel es de un color marrón sucio o negro. Nosotros los patjuni vivimos a medio camino y nuestro color es una especie de moreno. Os pido que os llevéis al paciente, y que lo hagáis pronto, a las alturas frías, limpias y blancas de la montaña.
Cuando el hakim y nosotros ayudamos a tío Mafio a levantarse y a salir de su envoltura de pieles de cabra y a vestirse por primera vez en semanas, nos consternó ver lo delgado que se había quedado.
En su ropa, que de repente le venía holgada, parecía más alto aún que antes, cuando su robusto cuerpo tiraba con fuerza de las costuras. También su rostro era pálido en lugar de rubicundo, y sus miembros temblaban por falta de uso, pero él, según decía, se sentía tremendamente contento de estar de nuevo de pie y andando. Y más tarde, en el comedor del caravasar, mientras cenábamos, se dirigió a los demás huéspedes con una voz tan estentórea como de costumbre interesándose por las últimas noticias sobre los caminos de montaña que llevaban hacia Oriente.
Nos respondieron hombres de varias caravanas comunicándonos la situación actual, y nos dieron muchos buenos consejos sobre el viaje por las montañas. O nosotros confiábamos que los consejos fueran buenos, pero no podíamos estar seguros, porque ningún par de informantes se puso de acuerdo ni siquiera sobre el nombre de aquellas montañas situadas al este de nosotros.
Un hombre dijo:
—Son el Himalaya, la Morada de las Nieves. Antes de escalarlas comprad un frasco de jugo de adormidera. Si sufrís la ceguera de las nieves, unas cuantas gotas en los ojos aliviarán el dolor.
Otro hombre dijo:
—Son el Karakoram, las Montañas Negras, las Montañas Frías. Y el agua que baja de allí alimentada por la nieve es fría en todas las estaciones del año. No permitáis que vuestros caballos beban de ella. Poned el agua en un cubo y calentadlo primero, si no sufrirán convulsiones.
Y otro dijo:
—Son las montañas llamadas Hindú Kush, las Matadoras de Hindúes. En estos terrenos duros, a veces el caballo se vuelve rebelde e intratable. Si os ocurre esto, basta con que atéis el pelo de la cola del caballo a su lengua, y se calmará al instante. Y otro dijo:
—Estas montañas son el Pai-Mir, que significa el Camino de los Picos. El único forraje que podréis encontrar allí para vuestros caballos es el pequeño arbusto llamado burtsa, de color pizarra y fuerte olor; pero vuestros caballos lo encontrarán por sí solos. También da buena leña para el fuego, porque está por su naturaleza lleno de aceite.
Aunque parezca raro, la burtsa cuanto más verde parece, mejor quema. Y otro dijo:
—Estas montañas son los Juaya, los Amos. Y los Amos impedirán que os perdáis allá
arriba, incluso en las tormentas más fuertes. Recordad que todas las montañas tienen pelada su cara meridional. Si veis árboles o arbustos creciendo sobre ella estáis en la cara norte de la montaña.