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Authors: Ken Follett

El valle de los leones (12 page)

BOOK: El valle de los leones
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—La idea no me gusta demasiado —agregó Ellis—. Posiblemente seas un poco joven para empezar a hacer agujeros decorativos en el cuerpo.

—¿Te parece que soy demasiado joven para tener novio?

Ellis tuvo ganas de decir que sí. Decididamente le parecía demasiado joven. Pero él no podía impedir que creciera.

—Ya tienes edad para salir con chicos, pero no para comprometerte —explicó.

La miró de reojo para ver su reacción. Parecía divertida. Tal vez ahora ya no hablen de comprometerse, pensó.

Cuando llegaron a la casa, el Ford de Bernard estaba estacionado en la avenida. Ellis colocó el Honda detrás y entró en la casa con Petal. Bernard estaba en la sala de estar. Era un tipo bajo, de pelo muy corto, buen carácter y completamente carente de imaginación. Petal lo saludó con entusiasmo, abrazándolo y besándolo. El parecía un poco incómodo. Estrechó la mano de Ellis con firmeza.

—¿El gobierno sigue marchando bien por Washington?

—Como siempre —contestó Ellis.

Ellos creían que él trabajaba en el Departamento de Estado y que su misión consistía en leer los diarios y revistas franceses y preparar un resumen diario para los encargados de las relaciones con Francia.

—¿Te gustaría tomar una cerveza?

Ellis realmente no tenía ganas de tomar cerveza, pero aceptó simplemente para mostrarse amistoso. Bernard se dirigió a la cocina a buscarla. Era gerente de créditos de unos almacenes de la ciudad de Nueva York. Por lo visto Petal lo quería y lo respetaba, y él era suave y afectuoso con ella. El y Gill no habían tenido otros hijos; ese especialista en fertilidad no le había hecho ningún bien.

Regresó con dos vasos de cerveza y le entregó uno a Ellis.

—Ahora será mejor que vayas a hacer tus deberes —le aconsejó a Petal—. Tu papá se despedirá de ti antes de irse.

Petal lo volvió a besar y salió corriendo de la habitación. Bernard volvió a hablar cuando estuvo seguro de que ella ya no los podía oír.

—Normalmente no es tan afectuosa conmigo. Cuando tú andas por los alrededores exagera la nota. No comprendo por qué.

Ellis lo comprendía demasiado bien, pero todavía no quería pensar en ello.

—No te preocupes —contestó—. ¿Qué tal van los negocios?

—Bastante bien. Las altas tasas de interés no nos han perjudicado tanto como temíamos. Por lo visto la gente todavía está dispuesta a pedir dinero prestado para comprar cosas, por lo menos en Nueva York.

Se sentó y empezó a beber su cerveza.

Ellis siempre tenía la sensación de que Bernard le temía físicamente. Lo demostraba en su forma de caminar, como un perrito al que no se le permite estar dentro de la casa, y que se cuida de permanecer a distancia prudente para que no le den un puntapié.

Durante algunos instantes hablaron de economía y Ellis bebió su cerveza lo más rápidamente posible que pudo y después se levantó para marcharse. Luego se dirigió al pie de la escalera para despedirse de su hija.

—¡Adiós, Petal! —exclamó.

Ella se asomó por el rellano.

—¿Y qué me contestas sobre el asunto de hacerme agujerear las orejas? —preguntó.

—¿Me dejas pensarlo? —contestó él.

—Por supuesto. Adiós.

Gill bajó por la escalera.

—Te llevaré en coche al aeropuerto —anunció.

Ellis se sorprendió.

—¡Gracias!

—Me dijo que no tenía ganas de ir a pasar un fin de semana contigo —dijo Gill cuando estuvieron en el auto.

—Así es.

—Te duele, ¿verdad?

—¿Se nota mucho?

—Yo lo noto con claridad. No olvides que estuve casada contigo. —Hizo una pausa—. Lo siento, John.

—La culpa es mía. No lo pensé a fondo. Antes de que yo apareciera, ella tenía una madre y un padre y un hogar, todo lo que quiere cualquier chico. Sin embargo, yo no soy algo simplemente intrascendente. Por el simple hecho de existir, amenazo su felicidad. Soy un intruso, un factor desestabilizante. Por eso abraza tanto a Bernard cuando estoy delante. No lo hace para herirme. Lo hace porque tiene miedo de perderlo a él. Y soy yo el que le provoco ese miedo.

—Ya se le pasará —pronosticó Gill—. Norteamérica está llena de chicos con dos padres.

—Esa no es una excusa. Soy el culpable de esta situación y tengo que afrontarlo.

Ella volvió a sorprenderlo al darle una serie de palmaditas en la rodilla.

—No seas demasiado duro contigo mismo —aconsejó—. Simplemente no has sido hecho para esta vida. Lo supe al mes de casarme contigo. Tú no quieres un hogar, un empleo, vivir en los suburbios, hijos. Eres un poquito extraño. Por eso me enamoré de ti: porque eras distinto, loco, original, excitante. Eras capaz de hacer cualquier cosa. Pero no eres un hombre de familia.

El se quedó sentado en silencio, pensando en lo que Gill acababa de decirle, mientras ella conducía. Su intención era buena, y él se la agradecía de todo corazón, pero ¿sería cierto eso? Creía que no. No quiero una casa en los suburbios —pensó—, pero me gustaría tener un hogar: tal vez una villa en Marruecos o una buhardilla en Greenwich Village o un sobreático en Roma. No quiero una esposa para que se convierta en mi ama de llaves cocinando, limpiando y haciendo las compras y asistiendo a las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros; pero me gustaría tener una compañera, alguien con quien poder compartir libros, películas y poesías, alguien con quien conversar por las noches. Y hasta me gustaría tener hijos y educarlos para que sepan algo más que la simple existencia de Michael Jackson. Pero no le dijo nada de eso a Gill.

Ella detuvo el coche y se dio cuenta que habían llegado a la terminal de Eastern. Miró su reloj: eran las ocho y cincuenta. Si se apresuraba podría tomar el avión de las nueve.

—Gracias por traerme —dijo.

—Lo que te hace falta es una mujer parecida a ti, una de tu misma clase —agregó Gill.

Ellis pensó en Jane.

—Una vez conocí una.

—¿Y que pasó?

—Se casó con un médico muy apuesto.

—¿y ese médico es loco como tú?

—No lo creo.

—Entonces no durará. ¿Cuándo se casaron?

—Hace alrededor de un año.

—¡Ah! —Probablemente Gill estaba calculando que fue entonces cuando Ellis volvió a reaparecer en la vida de Petal; pero tuvo el buen gusto de no decirlo—. Sigue mi consejo —agregó—. Búscala.

Ellis descendió del coche.

—Te llamaré pronto.

—Adiós.

El cerró la portezuela y ella se alejó.

Ellis se apresuró a entrar en el edificio del aeropuerto. Alcanzó el vuelo justo antes de que el avión partiera. Cuando la aeronave hubo despegado, encontró una revista de actualidad en la bolsa del asiento delantero y buscó algún informe sobre Afganistán.

Desde que en París Bill le informó de que Jane seguía de cerca su proyecto de viajar a ese país con Jean-Pierre, él había llevado a cabo los acontecimientos de la guerra. La crisis de Afganistán ya no era noticia de primera plana— a menudo pasaba una semana o dos sin que aparecieran informes. Pero ahora por lo menos una vez por semana encontraba alguna noticia en la prensa.

En esa revista se hallaba un análisis sobre la situación rusa en Afganistán. Ellis comenzó a leerlo con cierta desconfianza, porque le constaba que muchos de esos artículos de las revistas procedían de la CÍA; algún periodista recibía un informe exclusivo de lo que pensaba el servicio de inteligencia de la CÍA sobre determinada situación, pero en realidad se convertía en el canal inconsciente de una información errónea dirigida al servicio de espionaje de otro país, y el artículo que escribía no tenía más relación con la verdad que el que podría haber sido publicado en Pravda.

Sin embargo, esa noticia parecía genuina. Afirmaba que los rusos estaban preparando tropas y armamentos para realizar una gran ofensiva de verano. Ese verano era considerado por Moscú como decisivo:

Debían demoler la resistencia ese año, puesto que en caso contrario se verían obligados a llegar a alguna clase de acuerdo con los rebeldes. Eso le pareció sensato a Ellis: se preocuparía por averiguar lo que opinaba la CÍA en Moscú, pero tenía la sensación de que coincidirían.

El artículo mencionaba el Valle Panisher entre las zonas de blancos cruciales.

Ellis recordó que Jean-Pierre había mencionado el Valle de los Cinco Leones. Había aprendido un poco de farsi en Irán y creía recordar que panisher significaba cinco leones, aunque Jean-Pierre siempre hablaba de cinco tigres, quizá porque no había leones en Afganistán. El artículo también mencionaba a Masud, el jefe rebelde: Ellis recordaba que Jean-Pierre también le había hablado de él.

Miró por la ventanilla, observando la puesta del sol. No cabe ninguna duda —pensó con temor—, de que este verano Jane va a correr un grave peligro.

Pero no era asunto suyo. Ahora ella estaba casada con otro. Y de todos modos, no había nada que él pudiera hacer al respecto.

Volvió las páginas de la revista y empezó a leer un artículo sobre la situación en El Salvador. El avión con las rugientes turbinas continuó su marcha rumbo a Washington. Hacia el oeste, el sol se ocultó y reinó la oscuridad.

Allen Winderman invitó a Ellis Thaler a almorzar en un restaurante que se especializaba en mariscos y con vistas al río Potomac. Winderman llegó a su cita con media hora de retraso. Era éste el típico funcionario de Washington: traje gris oscuro, camisa blanca, corbata rayada; lampiño como un tiburón. Dado que era la Casa Blanca quien pagaba, Ellis pidió langosta y un vaso de vino blanco. Winderman pidió Perrier y una ensalada. Todo en Winderman era demasiado apretado: la corbata, los zapatos, sus horarios y su autocontrol.

Ellis se mantenía en guardia. No podía rechazar la invitación de un ayudante del presidente, pero no le gustaban los almuerzos discretos y extraoficiales, y tampoco le gustaba Allen Winderman.

Winderman fue directamente al grano.

—Quiero tu consejo —dijo.

Ellis lo detuvo.

—Ante todo necesito saber si informaste a la Agencia sobre nuestro encuentro.

Si la Casa Blanca deseaba planear alguna clase de espionaje sin informar a la CÍA, Ellis no quería saber nada del asunto.

—Por supuesto —aseguró Winderman—. ¿Qué sabes sobre Afganistán?

De repente Ellis sintió frío. Tarde o temprano esto va a involucrar a Jane —pensó—. Por supuesto que están enterados de la relación que tenía con ella; no mantuve en secreto el asunto. En París le dije a Bill que pensaba pedir a Jane que se casara conmigo. Después llamé a Bill para averiguar si realmente había ido a Afganistán. Y todo eso quedó registrado en mi informe. Y ahora este cretino está enterado de su existencia y piensa utilizarlo.

—Sé algo sobre el asunto —contestó con cautela. y después recordó un verso de Kipling y lo recitó:

cuando estés herido y abandonado en los llanos de Afganistán

y salgan las mujeres a cortar tus despojos,

coge tu rifle y pégate un tiro,

y preséntate a tu Dios como un soldado.

Por primera vez Winderman se mostró incómodo.

—Después de dos años de hacerte pasar por poeta, debes de saber bastante sobre esos asuntos.

—Los afganos también —contestó Ellis—. Son todos poetas, así como todos los franceses son gourmets y todos los galeses cantantes.

—¿Es cierto eso?

—Es porque no saben leer ni escribir. La poesía es una forma artística verbal. —Winderman se impacientaba visiblemente; en su agenda no cabía la poesía. Ellis continuó hablando—. Los afganos pertenecen a tribus de montaña, seres salvajes y valientes que apenas han salido del medievo. Se dice que son particularmente amables, valientes como leones y crueles hasta el punto de desconocer la piedad. El país que habitan es áspero, árido y estéril. ¿Y tú, qué sabes de ellos?

—Los afganos no existen —aseguró Winderman—. Hay seis millones de pushtuns en el sur, tres millones de tadjikos en el oeste, un millón de uzbekos en el norte y alrededor de una docena de otras nacionalidades con menos de un millón de representantes. Las fronteras modernas significan muy poco para ellos: hay tadjikos en la Unión Soviética y pushtuns en Pakistán. Algunos se dividen por tribus. Se parecen a los pieles rojas, que nunca pensaron en sí mismos como norteamericanos, sino como apaches, crowso sioux. A los afganos les da lo mismo luchar entre ellos que luchar contra los rusos. Nuestro problema es conseguir que los apaches y los sioux se unan contra los rostros pálidos.

—Comprendo —contestó Ellis, asintiendo, a la vez que se preguntaba: ¿Y qué tendrá que ver Jane con todo esto?—. Así que el problema es: ¿quién será el Gran Jefe?

—Eso es fácil. El más prometedor de los líderes guerrilleros es, con mucho, Ahmed Shah Masud, del Valle Panisher.

El Valle de los Cinco Leones. ¿Adónde quieres ir a parar, astuto cretino?

Ellis estudió el rostro suave y afeitado de Winderman. El tipo permanecía imperturbable.

—¿Y por qué es tan especial ese Masud? —preguntó Ellis.

—La mayoría de los líderes guerrilleros se contentan con controlar sus tribus, cobrar impuestos y negar la entrada a sus territorios al gobierno. Masud hace mucho más que eso. Sale de su refugio en las montañas y ataca. Está situado dentro de un radio de tres blancos estratégicos: Kabul, la ciudad capital; el túnel de Salang, en la única carretera que va de Kabul a la Unión Soviética, y Bagram, la principal base aérea militar. Está en condiciones de infligir graves daños, y lo hace. Ha estudiado el arte de la guerra de guerrillas. Ha leído a Mao. Es, sin duda el cerebro militar más importante del país. Y tiene medios para financiar sus campañas. En su valle hay minas de esmeraldas que se venden en Pakistán: Masud se embolsa un impuesto del diez por ciento sobre todas las ventas y utiliza el dinero para sostener su ejército. Tiene veintiocho años, es un individuo carismático y la gente lo adora. Finalmente, es un tadjik. El grupo étnico más numeroso es el de los pushtun y todos los demás grupos los odian, así que el líder no puede ser un pushtun. Los tadjikos son los que les siguen en número y en importancia. Existe la posibilidad de que el pueblo se una bajo el mando de un tadjik.

—¿Cosa que nosotros queremos facilitar?

—Así es. Cuanto más fuertes sean los rebeldes, tanto más daño les causarán a los rusos. Es más, este año nos resultaría muy útil obtener un triunfo de la comunidad norteamericana de inteligencia.

Para Winderman y los de su clase, no tenía la menor importancia el hecho de que los afganos estuvieran luchando por su libertad contra un invasor brutal, pensó Ellis. La moralidad había pasado de moda en Washington: lo único que importaba era el juego por el poder. Si Winderman hubiera nacido en Leningrado en lugar de Los Angeles, hubiese sido igualmente feliz, igualmente triunfador e igualmente poderoso, y habría utilizado las mismas tácticas para luchar contra los del bando contrario.

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