El valle de los caballos (84 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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–El hueso puede afilarse en punta como la madera –dijo el hombre, sonriendo–, pero es más fuerte y no se astilla, y el hueso pesa poco.

–¿No es una lanza muy corta? –preguntó Ayla.

Jondalar lanzó una carcajada fuerte y sonora.

–Lo sería si esto fuera todo. Ahora sólo estoy haciendo puntas. Hay quien hace lanzas de pedernal. Los Mamutoi las hacen, sobre todo para cazar mamuts. El pedernal es quebradizo, claro, pero con filos agudos como cuchillos, una lanza de pedernal puede perforar el fuerte cuero de un mamut con mayor facilidad. Sin embargo, para cazar cualquier otra cosa, el hueso constituye una punta mejor. Los mangos serán de madera.

–¿Y cómo los juntas?

–Mira –dijo, haciendo girar la punta para que viera la base–. Puedo astillar este extremo con un buril y un cuchillo, y a continuación darle forma al extremo del mango de madera para que encaje en el corte –lo demostró sosteniendo el índice de una mano entre el índice y el pulgar de la otra–. Después puedo agregar algo de pegamento o de alquitrán y atarlo bien fuerte con cuerda de cuero o de tendón. Cuando se seque y se encoja, las dos partes quedarán unidas.

–Esa punta es tan pequeña..., el asta será una rama.

–Será más que una rama, pero no tan pesada como tu lanza. No debe serlo para que se pueda arrojar.

–¡Arrojarla! ¡Arrojar una lanza!

–Tú arrojas piedras con tu honda, ¿no? Puedes hacer eso mismo con una lanza. No tendrás que abrir zanjas e incluso puedes matar en movimiento, una vez que adquieras habilidad. Con la puntería que tienes lanzando con honda, creo que aprenderás pronto.

–¡Jondalar! ¿Sabes cuántas veces he deseado poder cazar ciervos y bisontes con la honda? Nunca se me ocurrió arrojar una lanza –arrugó la frente–. ¿Puedes lanzar con fuerza suficiente? Yo lanzo mucho más fuerte y lejos con la honda que con la mano.

–No tendrás la misma fuerza, pero sí la ventaja de la distancia. Sin embargo, tienes razón. Es malo que no se pueda arrojar la lanza con honda, pero... –se detuvo sin terminar la frase–. Me pregunto... –la frente se le contrajo ante un pensamiento tan sorprendente que exigió atención inmediata–. No, no lo creo... ¿Dónde podemos encontrar algunas astas?

–Junto al río, Jondalar. ¿Hay alguna razón por la que yo no pueda ayudar a hacer esas lanzas? Aprendería más aprisa si estuvieras aquí y me advirtieras lo que estuviera haciendo mal.

–Claro que sí –contestó, pero sintió un peso de plomo al bajar por el sendero. Se le había olvidado que iba a marcharse y lamentaba que ella se lo recordara.

Capítulo 27

Ayla se agazapaba y miraba tras una cortina de hierba alta y dorada, inclinada por el peso de sus espigas maduras, concentrándose en los contornos del animal. Tenía una lanza en la mano derecha, balanceándola para arrojarla, y otra preparada en la izquierda. Un mechón de largos cabellos rubios, fugitivo de una trenza apretada, la cruzaba la cara. Cambió ligeramente la posición de la larga lanza, buscando el punto de equilibrio, y entonces, entornando los ojos, la aferró y afinó la puntería. Brincando hacia delante, arrojó la lanza.

–¡Oh, Jondalar! ¡Nunca lograré tener puntería con esta lanza! –dijo Ayla, exasperada. Se fue hasta un árbol acolchado con una piel rellena de hierba, y recobró la lanza que todavía oscilaba en la grupa de un bisonte que Jondalar había dibujado con un trozo de carbón.

–Te exiges demasiado, Ayla –dijo Jondalar, sonriendo con orgullo–. Lo haces mucho mejor de lo que crees. Estás aprendiendo muy aprisa, pero, a decir verdad, nunca he visto tanta determinación. Practicas en cuanto tienes un momento libre. Creo que éste debe ser tu problema en este momento: te esfuerzas demasiado. Necesitas relajarte.

–De esa manera fue como aprendí a tirar con la honda: practicando.

–Pero seguro que no conseguiste dominar esa técnica de la noche a la mañana, ¿verdad?

–No. Tardé varios años. Pero no quiero que pasen años antes de poder cazar con esta lanza.

–No te preocupes. Probablemente podrías cazar y conseguir algo. No tienes el impulso ni la rapidez a que estás acostumbrada, Ayla, pero nunca los tendrás. Tienes que descubrir tu nuevo alcance. Si quieres seguir practicando, ¿por qué no pasas un rato con la honda?

–Con la honda no necesito practicar.

–Pero necesitas descansar, y creo que te ayudará a aflojar la tensión. Anda, prueba.

Al sentir el contacto familiar de la tira de cuero entre las manos, vio que se disipaba su tensión con el ritmo y el movimiento de la honda. Disfrutaba la cálida satisfacción de una hábil pericia, aunque había tenido que luchar para aprender. Podía darle a cualquier cosa que se propusiera, sobre todo los blancos de entrenamiento que no se movían. La admiración visible del hombre la incitó a hacer una demostración para presumir de su habilidad.

Cogió un puñado de guijarros de la orilla del río y se fue al extremo del campo para dejar constancia de su verdadero alcance. Demostró su técnica del lanzamiento rápido de dos piedras, y asimismo con qué rapidez podía seguir con otras dos.

Jondalar se acercó y se puso a prepararle blancos para probar su puntería. Colocó cuatro piedras en hilera sobre un tronco caído; las derribó con cuatro lanzamientos rápidos. Lanzó dos piedras al aire, una tras otra; Ayla las alcanzó a medio camino. Después hizo algo que la sorprendió. Se colocó en medio del campo, con una piedra sobre cada hombro, y la miró, sonriendo. Sabía que ella lanzaba la piedra con la honda con tal fuerza que, por lo menos, podría ser doloroso..., fatal si daba en un punto vulnerable. Esa prueba demostraba la confianza que tenía en ella, y más aún, ponía a prueba la confianza de Ayla en su propia habilidad.

Jondalar oyó el silbido del viento y el rudo chasquear de piedra contra piedra cuando, primero la una y después la otra piedra, fueron derribadas. No se salvó de una marca como precio de su peligroso juego: una diminuta arista se desprendió de una piedra y se le hincó en el cuello. No se inmutó, pero un chorrito de sangre que brotó en cuanto se sacó la arista, lo denunció.

–¡Jondalar!, ¡estás lastimado! –exclamó Ayla.

–Sólo una astilla, no es nada. Pero ¡qué manera de manejar la honda, mujer! Nunca he visto a nadie manejar así un arma.

Ayla nunca había visto a nadie mirarla así. Los ojos del hombre brillaban, llenos de respeto y admiración; su voz estaba transida de cálido encomio. Ayla se ruborizó, invadida de tal oleada de emoción que se le llenaron los ojos de lágrimas a falta de otro desahogo.

–Si pudieras arrojar la lanza de esa manera... –calló y cerró los ojos, esforzándose por imaginar algo–. Ayla, ¿me permites la honda?

–¿Quieres aprender a manejar la honda? –preguntó, entregándosela.

–No exactamente.

Levantó una de las lanzas que yacían en el suelo y trató de encajar el extremo de madera en la bolsa de la honda, moldeada según la forma de los cantos rodados que solía contener. Pero no estaba suficientemente familiarizado con la técnica del manejo de la honda; después de varios torpes intentos, se la devolvió junto con la lanza.

–¿Crees que podrías arrojar esa lanza con tu honda?

Ella vio lo que él había tratado de hacer y ensayó una maniobra comprometida: colocó el extremo de la lanza fuera de la funda de la honda al mismo tiempo que cogía las extremidades de ésta y la punta de la lanza. No pudo lograr un buen equilibrio: tenía poca fuerza y menos control sobre el largo proyectil en cuanto éste dejó su mano, pero consiguió lanzarlo.

–Tendría que ser más larga, o más corta la lanza –dijo Jondalar, tratando de imaginar algo que no había visto nunca–. Y la honda es demasiado flexible. La lanza necesita más apoyo. Algo en que apoyarse..., tal vez madera o hueso..., con un tope posterior para que no resbale. ¡Ayla!, no estoy seguro, pero creo que podría funcionar. Creo que me sería posible hacer un... ¡lanzavenablos!

Ayla observaba a Jondalar mientras éste construía y experimentaba, tan fascinada por lo que significaba hacer algo a partir de una idea como por el proceso de elaboración. La cultura en que ella se había criado no era propensa a tales innovaciones, y no se percataba de que ella había inventado métodos de caza y una angarilla partiendo de un impulso similar de creatividad.

Jondalar utilizaba materiales de acuerdo con sus necesidades y adaptaba herramientas para nuevos usos. Le pedía consejo, aprovechando los años de experiencia que tenía ella con su arma arrojadiza, pero pronto quedó claro que el artefacto que estaba fabricando, si bien inspirado en la honda, era un dispositivo nuevo y único.

Una vez que tuvo elaborados los principios básicos, dedicó tiempo a las modificaciones para mejorar el comportamiento de la lanza. Ayla no estaba más familiarizada con las peculiaridades del lanzamiento de una lanza que él con el manejo de una honda. Jondalar la informó, con un destello de deleite, que tan pronto como tuviera unos buenos prototipos que funcionaran, ambos necesitarían practicar.

Ayla decidió dejar que utilizara las herramientas que mejor conocía, para acabar los dos modelos. Ella quería experimentar con otra de sus herramientas. No había adelantado mucho su confección de prendas para él. Pasaban tanto tiempo juntos que sólo disponía de un rato, al amanecer o en mitad de la noche, mientras él dormía.

Mientras él refinaba y perfeccionaba, ella sacó las prendas viejas y sus nuevos materiales al saliente. A la luz del día pudo ver cómo estaban cosidas las piezas originales. Tan interesante le pareció el procedimiento y tan extrañas las prendas, que se le ocurrió hacer una adaptación para sí misma. No trató de imitar el complicado diseño con cuentas y plumas de la camisa, pero lo estudió muy detenidamente, pensando que podría ser un buen reto para el próximo invierno silencioso.

Desde su ventajoso punto de observación podía ver a Jondalar en la playa y en el campo, y le daba tiempo para esconder su labor antes de que él volviera. Pero el día en que subió a todo correr por el sendero, mostrando orgullosamente dos lanzavenablos acabados, apenas tuvo tiempo Ayla de arrebujar la prenda en que estaba trabajando como si fuera un montón de pieles. Él estaba demasiado entusiasmado con su logro para fijarse en nada más.

–¿Qué te parece, Ayla? ¿Funcionará?

Ella cogió una en la mano. Era un dispositivo sencillo pero ingenioso: una plataforma plana y angosta de madera de una longitud más o menos igual a la mitad de la lanza, con un surco en medio en donde ésta se apoyaba y un tope labrado en forma de gancho. Llevaba dos bucles de correa para los dedos sujetos a sendos lados, cerca de la parte delantera del lanzavenablos.

El tiralanzas se sostenía primero en posición horizontal, con dos dedos metidos en los bucles de cuero que sujetaban la lanza y el dispositivo; la lanza reposaba en el surco, con el extremo de madera contra el tope. Al lanzarla, sosteniendo el extremo delantero por los bucles, el extremo posterior saltaba, incrementando el largo del brazo que lanzaba. El apalancamiento adicional aumentaba la velocidad y la fuerza con que la lanza se soltaba de la mano.

–Jondalar, creo que ha llegado la hora de comenzar las prácticas.

Las prácticas les tenían ocupados durante todo el día. El cuero relleno alrededor del árbol que les servía de blanco se cayó a pedazos a causa de tantos pinchazos; Jondalar puso otro, pero esta vez dibujó la silueta de un ciervo. A medida que ambos iban adquiriendo experiencia, fueron imponiendo adaptaciones secundarias. Cada uno de ellos aprovechaba la técnica del arma con la que más familiarizado estaba. Los fuertes lanzamientos de Jondalar solían tener más altura; los de ella, más sesgados, trazaban una trayectoria más plana. Y cada uno hacía los oportunos ajustes al tiralanzas para acomodarlo a su estilo individual.

Una competencia amistosa se estableció entre ellos. Ayla se esforzaba, pero no podía igualar los poderosos impulsos que daban mayor alcance a la lanza de Jondalar; éste, en cambio, no podía igualar la puntería mortal de Ayla. Ambos estaban asombrados ante la ventaja incalculable que representaba la nueva arma. Con ella, Jondalar podía arrojar una lanza con mayor fuerza y un control perfecto a más del doble de distancia, una vez alcanzado cierto grado de habilidad. Pero un aspecto de las sesiones de prácticas con Jondalar tuvo un efecto mayor sobre Ayla que el arma misma.

Siempre había practicado y cazado sola. Primero jugando en secreto, temerosa de que la descubrieran. Después practicando en serio, pero no menos en secreto. Cuando se le permitió cazar, fue de mala gana. Nadie cazó nunca con ella. Nadie la alentó cuando erraba ni compartió su triunfo cuando tenía buena puntería. Nadie estudió con ella la mejor manera de usar un arma, la aconsejó respecto a soluciones alternativas, ni escuchó con interés o respeto una sugerencia suya. Y nunca habían reído ni bromeado con ella. Ayla nunca había gozado del compañerismo, la amistad, la diversión de un compañero.

No obstante, al aliviarse las tensiones que la práctica acarreaba, siempre se establecía entre ellos cierto distanciamiento que no parecían poder superar. Cuando hablaban de temas tan inocuos como la caza o las armas, sus conversaciones eran animadas; pero la introducción de cualquier elemento personal provocaba silencios incómodos y evasiones corteses y vacilantes. Un contacto accidental era como un choque perturbador del que ambos se apartaban de un salto, siempre seguido de un ceremonial rígido y de frases carentes de espontaneidad.

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