Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Jondalar se hundió más aún entre las pieles.
«¿Por qué tuvo que morir Thonolan? ¿Por qué no me mató a mí el león?» Las lágrimas le corrieron por las mejillas. «Thonolan no habría hecho nada tan estúpido. Ojalá supiera yo dónde está ese cañón, hermanito. Ojalá un Zelandoni te hubiera ayudado a hallar tu camino en el otro mundo. Odio la idea de que algún animal depredador haya esparcido tus huesos.»
Oyó ruidos de cascos por el sendero rocoso que subía desde la playa y pensó que Ayla estaba de vuelta; pero era el potro. Se levantó, fue hasta el saliente y escudriñó el valle con la mirada: no se veía a Ayla por ninguna parte.
–¿Qué pasa, compañerito? ¿Te dejaron atrás? Es culpa mía, pero ya volverán..., aunque sólo sea por ti. Además, Ayla vive aquí... sola. Me pregunto cuánto tiempo lleva aquí. Sola. Me pregunto si yo habría sido capaz...
«Aquí estás, llorando tu torpeza, y mira por todo lo que ella ha tenido que pasar. Y no está llorando. ¡Es una mujer tan notable! Bella. Magnífica. Y tú has perdido todo eso, Jondalar, ¡idiota! ¡Oh, Doni! Ojalá pudiera reparar todo esto.»
Jondalar se equivocaba; Ayla estaba llorando, llorando como nunca había llorado en su vida. Eso no la hacía menos fuerte, sólo la ayudaba a soportar su pena. Espoleó a Whinney hasta que dejaron el valle muy atrás, y entonces se detuvo en un meandro que formaba un recodo; era un afluente del río que corría junto a la cueva. El terreno comprendido en el recodo se inundaba con frecuencia, enriquecido con limo de acarreo que proporcionaba una base fértil a una vegetación exuberante. Era un lugar donde había cazado urogallos de los sauces y perdices blancas, así como toda una variedad de animales, desde la marmota hasta el ciervo gigante que encontraban en aquel paraje seductor un verdor al que no podían resirtirse.
Levantando la pierna, se deslizó del lomo de Whinney, bebió un poco de agua y se lavó la cara sucia y con chorretes de lágrimas. Le parecía haber tenido una pesadilla. Todo el día había sido una serie vertiginosa de exaltaciones emocionales y depresiones abrumadoras, y cada cambio producía altibajos más acentuados. No creía poder soportar un solo cambio más, ni hacia arriba ni hacia abajo.
La mañana prometía; Jondalar había insistido en ayudarla a recoger grano, y la había asombrado ver la rapidez con que aprendía. Ella estaba segura de que cosechar grano no era algo que él supiera antes, pero en cuanto le enseñó, lo captó rápidamente. Era algo más que un par de manos adicional para ayudar; era la compañía. Hablaran o no, tener otra persona cerca le hizo comprender cuánto había echado de menos la compañía.
Luego surgió un leve desacuerdo; nada grave. Ella quería seguir recogiendo y él deseaba terminar en cuanto se acabó el agua. Pero, cuando regresó con la vejiga de agua y comprendió que él querría probar a montar a caballo, pensó que podía ser un medio para retenerle. Le gustaba el potro, y si también le gustaba cabalgar, podría quedarse hasta que el animal creciera. Tan pronto como ella se lo ofreció, aprovechó la oportunidad.
Eso les había puesto a ambos de buen humor. Así fue como comenzaron a reírse. Ella no había vuelto a reír a gusto desde que Bebé se fue. Le agradaba la risa de Jondalar..., sólo con oírla se animaba.
«Entonces fue cuando me tocó», pensó. «Ninguno del Clan toca de esa manera, por lo menos no fuera de las piedras-límite. Quién sabe lo que un hombre y su compañera harán por la noche, bajo las pieles. Tal vez se toquen como ellos se tocan. ¿Se tocarán todos los Otros de esa manera, fuera del hogar? Me gustó cuando me tocó. ¿Por qué echó a correr?»
Ayla hubiera querido morirse de vergüenza, segura de que era la mujer más fea del mundo, cuando él fue a aliviarse. Entonces, en la caverna, cuando le dijo que la deseaba, que no creía que ella le aceptara, estuvo a punto de llorar de gozo. Por la manera que tenía de mirarla, casi podía sentir el calor por dentro, el deseo, la sensación de atracción. Se puso tan furioso cuando le habló de Broud, que ella quedó convencida de que la quería. Tal vez la próxima vez que estuviera dispuesto...
Pero nunca olvidaría cómo la miró, igual que si se tratara de un trozo asqueroso de carne podrida. Incluso se estremeció.
«¡Iza y Creb no son animales! Son personas. Personas que me recogieron y me amaron. ¿Por qué los odia? Esto fue primero tierra de ellos. La especie de Jondalar vino después..., mi especie. ¿Así son los de mi especie?
»Me alegro de haber dejado a Durc con el Clan. Ellos podrán pensar que es deforme, Broud podrá odiarle porque es hijo mío, pero mi bebé no será un animal..., una abominación. Es la palabra que dijo; no necesita explicarla.» Otra vez se echó a llorar. «Mi bebé, mi hijito... No es deforme..., es saludable y fuerte. Y no es un animal, no es... una abominación.
»¿Cómo pudo cambiar tan deprisa? Me estaba mirando con sus ojos azules, me estaba mirando... Y de repente se apartó como si fuera a quemarle, como si fuera yo un espíritu maligno cuyo nombre sólo conocen los mog-ur. Fue peor que una maldición de muerte. Ellos sólo me volvieron la espalda y dejaron de verme; yo estaba muerta y pertenecía al otro mundo. No me miraron como si fuera una... abominación.»
El sol poniente dejó paso al fresco de la tarde. Incluso durante la época más calurosa del verano, la estepa era fría de noche. Ayla se estremeció dentro de su manto de verano. «Si se me hubiera ocurrido traer una piel y la tienda... No, Whinney se preocuparía por el potro, y él necesita mamar.»
Cuando Ayla se puso en pie a la orilla del río, Whinney alzó la cabeza entre las abundantes hierbas, fue hacia ella trotando y espantó un par de perdices blancas. La reacción de Ayla fue casi instintiva: sacó la honda de la cintura y se agachó para recoger guijarros en un solo movimiento. Las aves habían alzado apenas el vuelo cuando una, y después la otra, cayeron a plomo. Ayla las fue a recoger, buscó el nido y se detuvo.
«¿Para qué voy a buscar los huevos? ¿Voy a cocinar el plato favorito de Creb para Jondalar? ¿Y por qué tengo que prepararle nada, y menos aún el plato predilecto de Creb?» Pero, al ver el nido, poco más que una ligera depresión arañada en el suelo duro, el cual contenía una nidada de siete huevos, se encogió de hombros y los cogió con cuidado.
Dejó los huevos cerca del río, al lado de las aves, y entonces arrancó largos carrizos que crecían junto a la ribera. Sólo tardó unos instantes en trenzar una canasta medio improvisada; la utilizaría únicamente para transportar los huevos, y la desecharía después. Utilizó más carrizos para atar juntas las patas emplumadas del par de perdices; ya les estaban creciendo las abundantes plumas de invierno para andar por la nieve.
Invierno. Ayla se estremeció. No quería pensar en el invierno, frío y yermo. Pero el invierno nunca estaba totalmente alejado de su mente; el verano sólo era el momento de prepararse para el invierno.
Jondalar se marcharía; estaba segura. Era una tontería creer que iba a quedarse con ella allí, en el valle. ¿Por qué habría de quedarse? Y ella, ¿se quedaría si tuviera a su gente? Iba a ser peor cuando él se marchara..., aun cuando la hubiese mirado como lo hizo.
–¿Por qué tenía que venir?
El sonido de su propia voz la sobresaltó. No era su costumbre hablar en voz alta cuando estaba sola. «Pero puedo hablar. Eso se lo debo a Jondalar. Por lo menos, si llego a ver gente, ahora puedo hablar. Y sé que hay gente que vive al oeste. Iza tenía razón: tiene que haber mucha gente, muchos Otros.»
Colocó las perdices sobre el lomo de la yegua, colgando a ambos lados, y sostuvo el canastillo de huevos entre las piernas. «Yo nací de los Otros. Busca un compañero, me dijo Iza. Creí que mi tótem me había enviado a Jondalar, pero si me lo hubiera enviado mi tótem, ¿me miraría de esa manera?»
–¿Cómo pudo mirarme de esa manera? –gritó, en un sollozo convulsivo–. ¡Oh, León Cavernario, no quiero volver a estar sola! –Ayla se dejó caer de nuevo, abandonándose al llanto. Whinney observó la falta de dirección, pero no importaba: sabía el camino. Al cabo de un rato, Ayla se enderezó–. Nadie me obliga a quedarme aquí. Hace tiempo que debí haberme puesto a buscar. Ahora puedo hablar...
»...y puedo decirles que Whinney no es un caballo que se pueda cazar –prosiguió en voz alta después de recordárselo–. Lo tendré todo preparado y me marcharé la primavera que viene. Ya sabía que no lo volvería a aplazar.
»Jondalar no se marchará en seguida. Necesitará ropa y armas. Tal vez mi León Cavernario le haya enviado para que me enseñe. Entonces tendré que aprender lo más posible antes de que se marche. Le observaré y le haré preguntas, no importa cómo me mire. Broud me odió durante todos los años que pasé con el Clan. Puedo aguantar si Jondalar..., si él... me odia.» Y cerró los ojos para rechazar las lágrimas.
Tocó su amuleto, recordando lo que le había dicho Creb mucho tiempo atrás: «Cuando encuentres una señal que tu tótem haya dejado para ti, guárdala en tu amuleto. Eso te traerá suerte». Ayla lo había puesto en su amuleto. «León Cavernario, llevo mucho tiempo sola; pon suerte en mi amuleto.»
El sol se había puesto detrás de la muralla del cañón río arriba cuando Ayla cabalgó en dirección a la corriente. La oscuridad siempre caía rápidamente. Jondalar la vio llegar y bajó corriendo a la playa. Ayla había puesto a Whinney al galope, y cuando daba vuelta a la muralla saliente, casi tropezó con el hombre. El caballo se encabritó, y poco faltó para que derribara a la mujer. Jondalar tendió la mano para retenerla, pero al sentir carne desnuda, apartó la mano, seguro de que le despreciaría.
«Me odia», pensó Ayla. «¡No soporta siquiera tocarme!» Ahogó un sollozo y mandó a Whinney camino arriba. La yegua atravesó la playa pedregosa y subió ruidosamente por el camino con Ayla a cuestas. Ésta echó pie a tierra a la entrada de la caverna y entró rápidamente, deseando tener otro lugar donde ir; quería esconderse. Dejó caer la canasta de los huevos junto al hogar, cogió una brazada de pieles y se las llevó al área de almacenamiento. Las tiró al suelo al otro lado del tendedero, en medio de canastas nuevas, esteras y tazones, se arrojó encima y se cubrió la cabeza con ellas.
Ayla oyó los cascos de Whinney momentos después, y enseguida los del potro. Estaba temblando, luchando contra las lágrimas, claramente consciente de los movimientos del hombre en la cueva. Deseaba que saliera para poder llorar.
No oyó los pies descalzos sobre el piso de tierra cuando él se acercó, pero supo que estaba allí y trató de dominar su temblor.
–¿Ayla? –ella no respondió–. Ayla, no tienes que quedarte ahí atrás. Yo me mudaré. Iré al otro lado del fuego.
«¡Me odia! No puede soportar estar cerca de mí», pensó, ahogando un sollozo. «Ojalá se vaya, ojalá se vaya sin más.»
–Ya sé que no sirve de nada, pero tengo que decirlo. Lo siento, Ayla. Lo siento más de lo que puedo expresar. No merecías lo que hice. No tienes por qué contestar, pero yo tengo que hablarte. Siempre has sido sincera conmigo..., es hora de que yo lo sea contigo.
»He estado pensando desde que te marchaste a caballo. No sé por qué hice... lo que hice, pero quiero tratar de explicarme. Después de que el león me atacara desperté aquí, no sabía dónde estaba, y no podía comprender por qué no hablabas. Eras un misterio. ¿Por qué estabas aquí tú sola? Empecé a inventarme una historia respecto a ti, que eras una Zelandoni poniéndote a prueba, una mujer santa respondiendo a una vocación para Servir a la Madre. Al ver que no correspondías a mis intentos de compartir contigo los Placeres, pensé que estabas evitándolos como parte de tu prueba. Imaginé que el Clan sería un extraño grupo de Zelandonii con quienes vivías.
Ayla había dejado de temblar y escuchaba, pero sin moverse.
–Sólo estaba pensando en mí, Ayla –se agachó–. No estoy muy seguro de que me creas, pero yo, bueno..., me han considerado como un... hombre atractivo. La mayoría de las mujeres me han... asediado; sólo he tenido que escoger. Pensé que me estabas rechazando. No estoy acostumbrado a eso, no quise admitirlo. Creo que por eso inventé esa historia con respecto a ti, para poderme explicar que no parecieras desearme.
»Si hubiera prestado atención, me habría dado cuenta de que no eras una mujer experimentada que me rechazaba, sino más bien una joven antes de sus Primeros Ritos: insegura y un poco asustada, deseosa de complacer. Si alguien hubiera tenido que comprenderlo, yo debería..., bueno..., no importa. Eso no importa.»
Ayla había dejado que cayeran las mantas, escuchando con tanta intensidad que podía oír cómo su corazón le palpitaba en los oídos.
–Lo único que podía ver era a Ayla, la mujer. Y créeme, no pareces una muchacha. Creí que estabas bromeando cuando decías que eras alta y fea. No bromeabas, ¿verdad? De veras es así como te ves. Quizá para los cab..., la gente que te crió fueras demasiado alta y diferente, pero Ayla, tienes que saberlo: no eres alta y fea. Eres bella. Eres la mujer más bella que he visto en mi vida.
Ella se había vuelto y se estaba sentando.
–¿Bella? ¿Yo? –se asombró. Y con una punzada de incredulidad, volvió a escurrirse entre las pieles por miedo a ser lastimada de nuevo–. Te estás burlando de mí.
Jondalar tendió la mano hacia ella, vaciló y la retiró.
–No puedo reprocharte que no me creas, después de lo de hoy. Quizá debería enfrentarme a eso y tratar de explicarme.
»Es difícil imaginar todo por lo que has pasado, huérfana y criada por... gente tan diferente. Tener un hijo y que te lo quiten. Obligarte a abandonar el único hogar que conocías para enfrentarte a un mundo extraño, y vivir aquí, sola. Eres más dura de lo que cualquier mujer santa pensaría poder ser. Muy pocas habrían sobrevivido. Tú no eres solamente bella, Ayla, eres fuerte. Eres fuerte por dentro. Pero es probable que tengas que ser más fuerte aún.
»Tienes que saber los sentimientos de la gente respecto a los que tú llamas Clan. Yo pensaba igual..., la gente cree que son animales...»
–¡No son animales!
–Pero yo no lo sabía, Ayla. Hay personas que odian a tu Clan. Yo no sé por qué. Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que los animales, los verdaderos animales a los que se da caza, no son odiados. Es posible que resulten temibles o tal vez amenazadores, las personas saben que los cabezas chatas, así los llaman también, Ayla, son humanos, pero son tan diferentes que resultan temibles o al menos están considerados como una amenaza. Sin embargo, algunos hombres obligan a mujeres cabeza chata a..., no puedo decir compartir Placeres, no es ni mucho menos la frase que corresponde; tal vez sea más acertada la expresión que tú utilizas, «aliviar sus necesidades». No puedo comprender por qué, ya que hablan de ellas como si fueran animales. No sé si son animales, si los espíritus pueden mezclarse y nacer hijos...