El valle de los caballos (45 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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–¿Qué pasa? –preguntó por señas.

El cachorro de león cavernario se encontraba exactamente en el mismo lugar en que ella lo había dejado. «¡El cachorro!», pensó. «Whinney huele al cachorro», y salió de nuevo.

–Todo está bien, Whinney. Ese pequeño no puede hacerte daño –acarició el suave hocico de Whinney poniéndole un brazo alrededor del robusto cuello, la exhortó dulcemente a que entrara. La confianza en la mujer se sobrepuso una vez más al temor; Ayla condujo a la yegua hasta el cachorro de león. Whinney olfateó nerviosa, retrocedió relinchando y volvió a bajar el hocico para oler al cachorro inmóvil. El olor del depredador estaba presente, pero el leoncito no amenazaba. Whinney resopló y tocó con el hocico al cachorro, y entonces pareció hacerse a la idea de aceptar la nueva presencia en la caverna. Se dirigió a su rincón y se puso a comer.

Ayla concentró entonces su atención en el cachorro herido. Era una criatura cubierta de pelusa con leves manchas oscuras sobre un fondo beige más claro. Parecía muy joven, pero Ayla no podía estar segura del todo. Los leones cavernarios eran depredadores de la estepa; ella sólo había estudiado animales carnívoros que vivían en las regiones boscosas cerca de la caverna del Clan. Nunca había cazado hasta entonces en las planicies abiertas.

Trató de recordar todo lo que los cazadores del Clan habían dicho acerca de los leones cavernarios. Éste parecía de un matiz más claro que los que había visto con anterioridad, y recordó que los hombres habían advertido frecuentemente a las mujeres que los leones cavernarios eran difíciles de distinguir. Se asimilaban tan bien al color de la hierba seca y la tierra polvorienta que se podía tropezar con uno inadvertidamente. Una familia entera, dormida a la sombra de arbustos o entre piedras y vegetación en las inmediaciones de sus guaridas, parecía un grupo de rocas, incluso desde muy cerca.

Cuando lo pensó, reconoció que las estepas de aquella zona parecían en general de un matiz más claro de beige, y los leones que vivían en las proximidades se fundían seguramente con el entorno. No se había detenido a pensar en ello anteriormente, pero parecía lógico que tuvieran un pelaje más claro que los del sur. Tal vez debería dedicar algún tiempo al estudio de los leones cavernarios.

Con manos expertas, la joven curandera palpó el cuerpo del cachorro para descubrir la gravedad de sus lesiones. Tenía una costilla rota, pero era posible que no hubiera dañado ningún órgano vital. Espasmos y contracciones, así como unos sonidos muy similares a maullidos, indicaban dónde le dolía; tal vez tuviera lesiones internas. El peor problema era una herida abierta en la cabeza, causada sin duda por las pezuñas de los renos.

La hoguera se había consumido hacía mucho, pero eso había dejado de ser un problema. Contaba con su reserva de pedernales y podía encender un fuego rápidamente cuando disponía de buena yesca. Puso agua a hervir, después envolvió con una faja de cuero, suave pero firmemente, las costillas del animal. Mientras pelaba la cáscara negra de las raíces de consuelda que había recogido al hacer el camino de regreso, empezó a manar un mucílago pegajoso. Echó flores de caléndula en el agua hirviendo, y cuando el líquido adquirió un tono dorado, sumergió en él una piel suave y absorbente para lavar la herida que tenía el cachorro en la cabeza.

Al retirar la sangre seca, la hemorragia se reprodujo y Ayla pudo comprobar que el cráneo estaba partido, pero no aplastado. Picó la raíz blanca de consuelda y aplicó la sustancia pegajosa directamente sobre la herida –detuvo la hemorragia y ayudaría a sanar el hueso– y la envolvió entonces con una piel más suave. No sabía qué uso tendrían las pieles de los distintos animales que había matado, pero ni en sus sueños más desbocados podría haber imaginado el que dio a algunas de ellas.

«¿No se sorprendería Brun de verme?», pensó sonriendo. «No permitió nunca animales cazadores, ni siquiera me dejó llevar a la caverna aquel lobezno. Y ahora aquí estoy nada menos que con un cachorro de león. Me parece que voy a aprender muchas cosas acerca de los leones cavernarios, y rápidamente... si éste vive.»

Puso más agua a cocer para una infusión de hojas de consuelda y manzanilla, aunque no sabía cómo podría lograr administrar la medicina interna al leoncito. De momento dejó al cachorro y salió para desollar el reno. Cuando las primeras tajadas, finas y en forma de lengua, estuvieron dispuestas para colgar, se sintió súbitamente desconcertada. Allí no había una capa de tierra en la que pudiera hundir los palos que solía usar para tender cuerdas, aquello era roca viva. Ni siquiera había pensado en eso cuando se preocupó tanto por llevar el cuerpo del reno hasta la caverna. ¿Por qué sería que las pequeñeces eran siempre lo que parecía paralizarla? No se podía estar seguro de nada.

En su frustración, no se le ocurrió ninguna solución. Estaba cansada y sobreexcitada, y el haber llevado un cachorro de león a casa la tenía preocupada. Sin duda habría sido mejor dejarlo donde estaba; ¿qué iba a hacer con él? Tiró el palo y se puso de pie. Avanzando hasta el extremo exterior del pórtico natural, echó una mirada al valle mientras el viento le azotaba el rostro. ¿En qué había estado pensando? ¿Cargar con un cachorro de león que necesitaría cuidados, cuando lo que debería hacer era prepararse para marchar y proseguir su búsqueda de los Otros? Tal vez debería llevárselo a la estepa ahora y dejarle seguir el destino de todas las criaturas débiles en la naturaleza. El hecho de vivir sola y aislada, ¿le habría privado de la capacidad de pensar con sensatez? De todos modos, no sabía cómo debería atenderle. ¿Cómo alimentarle? Y si se recuperaba, ¿qué iba a suceder? Ya no podría devolverlo a la estepa; su madre no lo aceptaría y moriría. Si estaba dispuesta a quedarse con el cachorro, tendría que permanecer en el valle. Para seguir su búsqueda, no le quedaría más remedio que devolverle a la estepa.

Regresó a la cueva y se quedó mirando al cachorro; todavía no se había movido. Le tocó el pecho; tenía calor y respiraba, y su pelaje esponjoso le recordó el de Whinney cuando era pequeña. Era bonito y con un aspecto tan gracioso con su cabeza vendada, que Ayla se echó a reír. Pero no pudo por menos de pensar que aquel precioso animalito iba a convertirse en un león muy grande. Se puso en pie y volvió a mirarle. No importaba. No le era posible llevarlo a la estepa y dejar que muriera.

Salió de nuevo y echó una mirada a la carne. Si permanecía en el valle tendría que empezar a pensar en almacenar comida de nuevo. Y sobre todo ahora, que tendría una boca más que alimentar. Recogió el palo, preocupada por idear algún medio para mantenerlo vertical. Vio un montón de piedras caídas junto a la pared posterior, cerca del extremo más apartado, y trató de clavar allí el palo; éste, en efecto, se sostenía de pie, pero no podría soportar el peso de las hileras de carne. Aquello, sin embargo, le dio una idea. Entró en la cueva, cogió un canasto y echó a correr cuesta abajo hasta la playa.

Después de unos cuantos intentos, descubrió que una pirámide de cantos de la playa podría sostener un palo largo. Hizo varios viajes para recoger guijarros y cortó trozos de madera adecuados antes de lograr tender varias hileras de cuerda a través del saliente, al objeto de secar la carne; luego volvió a la tarea de cortarla. Hizo una fogata cerca del lugar en que estaba trabajando y ensartó una rabadilla para asarla y consumir parte de ella en la cena, pensando otra vez en cómo iba a alimentar al cachorro y administrarle la medicina. Lo que le hacía falta eran alimentos para leones de corta edad.

Las crías podían comer lo mismo que los adultos, recordó, sólo que en forma más suave, más fácil de mascar y tragar. Quizá un caldo de carne, picando ésta muy fina. Lo había hecho para Durc, ¿por qué no para el cachorro? Y a todo esto, ¿por qué no hacer el caldo con la infusión que había preparado para la medicina?

Puso inmediatamente manos a la obra, cortando los trocitos de carne de reno que picó a continuación. Se los llevó adentro para meterlos en la olla de madera, y decidió entonces agregar un poco de la raíz de consuelda que había sobrado. El cachorro no se había movido, pero parecía descansar mejor.

Poco después creyó oír que se movía y se acercó para ver cómo se encontraba. Estaba despierto, maullando suavemente, incapaz de rodar y ponerse en pie, pero cuando Ayla se acercó al gatazo, éste bufó enseñando los dientes y trató de retroceder. Ayla sonrió y se dejó caer a su lado.

«Estás asustado, pobrecito», pensó. «No te lo reprocho. Despertar en una guarida desconocida, con dolores, y ver alguien que no se parece en nada a tu madre ni tus hermanos...», extendió una mano: «toma, no voy a hacerte daño. ¡Ay! ¡Tus dientecillos son agudos! Adelante, pequeñito, prueba mi mano, hazte a mi olor; eso facilitará que te acostumbres a mí. Ahora yo tendré que ser tu madre. Aunque supiera dónde está tu guarida, tu madre no sabría cómo cuidarte... en el caso de que te aceptara. No entiendo gran cosa de leones cavernarios, pero tampoco sabía mucho de caballos. Un bebé es un bebé. ¿Tienes hambre? No puedo darte leche. Espero que te guste el caldo con carne desmenuzada. Y con la medicina, te sentirás mejor».

Se levantó para ver cómo estaba la olla. Le sorprendió bastante la consistencia densa del caldo frío, y cuando lo revolvió con un hueso de costilla, encontró que la carne se había vuelto compacta en el fondo de la olla. Finalmente, la sacó con un pincho agudo convertido en una masa congelada de carne con un líquido espeso y viscoso que colgaba en hilos. De repente comprendió y soltó la carcajada. El cachorro se asustó tanto que casi tuvo fuerzas suficientes para levantarse.

«Por eso es tan buena la raíz de consuelda para curar heridas. Si sujeta la carne desgarrada tan bien como ha pegado esta carne de reno, ¡tiene que servir para curar!»

–Bebé, ¿crees que podrás tomar algo de esto? –indicó por señas al leoncito cavernario. Vertió algo del líquido pegajoso en un plato de corteza de abedul; el cachorro se había salido de la estera de hierbas y luchaba por ponerse en pie. Ayla le colocó el plato bajo el hocico; el cachorro bufó y retrocedió.

Ayla oyó el ruido de cascos procedente del sendero y un instante más tarde entraba Whinney. Vio al cachorro, muy despierto ahora y en movimiento, y se acercó a investigar; inclinó la cabeza para olfatear a la criatura peludita. El leoncito cavernario, que cuando fuera adulto inspiraría pánico a cualquier ejemplar de la misma especie de Whinney, sintió pavor ante el enorme animal desconocido que le miraba desde las alturas. Escupió, enseñó los dientes y retrocedió hasta encontrarse casi en el regazo de Ayla. Sintió el calor de su pierna, recordó un olor menos desconocido y se acurrucó allí. Había demasiadas cosas extrañas en aquel lugar.

Ayla le subió a su regazo y le acunó, arrullándole con sonidos tranquilizadores, como habría hecho con cualquier bebé. Como lo había hecho con el suyo.

–Todo está bien. Ya te acostumbrarás a nosotras –Whinney sacudió la cabeza y relinchó. El león cavernario que estaba en brazos de Ayla no parecía amenazador, aunque su instinto le dijera que debería serlo. Ella había cambiado antes de costumbres en favor de aquella mujer, aviniéndose a vivir con ella. Tal vez aquel león cavernario, en particular, no resultase difícil de tolerar.

El animalito respondió a las caricias y los mimos de Ayla buscando con el hocico un lugar donde mamar. «¿Tienes hambre, verdad?» Ayla tendió la mano hacia el plato de caldo espeso y se lo puso al cachorro bajo el hocico; él lo olfateó pero no supo qué hacer. Ayla metió dos dedos en la masa y se los introdujo en la boca; entonces, como cualquier bebé, se puso a chupar.

Y allí se quedó, sentada en su pequeña caverna, sosteniendo al cachorro de león cavernario, meciéndolo mientras él le chupaba los dos dedos, tan abrumada por el recuerdo de su hijo que ni siquiera se percató de que las lágrimas que le bañaban el rostro goteaban sobre el pelaje tupido.

En aquellos primeros días se estableció un vínculo –días y noches, cuando se llevaba al cachorro de león a la cama para mimarle mientras él le chupaba los dedos– entre la joven y el cachorro de león cavernario; un vínculo que jamás se habría establecido entre el cachorro y su madre natural. Los caminos de la naturaleza son implacables, especialmente para las crías del más poderoso de todos los depredadores. Aunque la leona amamantaba a sus crías durante las primeras semanas –e incluso les permitiera mamar, en ocasiones, hasta seis meses–, tan pronto como abrían los ojos los cachorros de león comenzaban a comer carne. Pero la jerarquía de la alimentación en una familia de leones no daba cabida a los sentimentalismos.

La leona era la cazadora y, a diferencia de otros miembros de la familia felina, cazaba en grupo. Tres o cuatro leonas juntas representaban un equipo de caza formidable; eran capaces de derribar un saludable reno gigantesco o un uro de temprana edad. El único inmune al ataque era el mamut adulto, aunque jóvenes y viejos eran vulnerables. Pero la leona no cazaba para sus crías, cazaba para el macho; el jefe siempre conseguía la parte del león. En cuanto aparecía, las leonas se apartaban y sólo después de que estuviera ahíto podían coger su ración las hembras. Los leones adolescentes venían después, y sólo entonces, si quedaba algo, podían los cachorros gozar de la oportunidad de pelear por los restos.

Si un cachorrillo, desesperado por el hambre, trataba de saltar para llevarse un bocado antes de tiempo, lo más probable era que recibiera un zarpazo mortal. La madre solía llevarse a sus crías lejos de una presa muerta, aunque estuvieran famélicas, para evitar ese peligro. Las tres cuartas partes de la camada nunca llegaban a la madurez. Y la mayoría de los que se convertían en adultos eran expulsados por la familia para convertirse en nómadas..., y los nómadas eran mal recibidos en todas partes, especialmente si eran machos. Las hembras tenían un cierto privilegio; se les podía permitir que permanecieran cerca de una familia en la que escasearan las cazadoras.

La única manera de que un macho pudiera ser aceptado consistía en luchar por conseguirlo, a menudo a muerte. Si el cabeza de familia era viejo o estaba herido, un miembro más joven, o más probablemente un vagabundo, podía expulsarle y tomar el mando. El macho era mantenido para defender el territorio de la familia –señalado por sus glándulas odoríferas o por la orina de la hembra principal– y para asegurar la continuación de la familia como grupo reproductor.

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