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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (58 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Serenio había cambiado, pero seguía sin exigir nada, sin cargarle de obligaciones. Él la rodeó con sus brazos; ella miró los dominantes ojos azules. Los ojos de ella no ocultaban nada, ni el amor que sentía ni su tristeza al perderle ni su gozo ante la idea del tesoro que esperaba llevar dentro de sí. Por una rendija podían ver la débil luz que anunciaba un nuevo día. El hombre se puso de pie.

–¿Adónde vas, Jondalar?

–Salgo un momento. He bebido demasiada tisana –sonrió hasta con los ojos–. Pero mantén caliente la cama. La noche no ha terminado aún –se agachó para besarla–. Serenio –y tenía la voz ronca de sentimientos–, significas para mí más que cualquier otra mujer que haya conocido.

No era suficiente. Se iría, aunque ella sabía que de habérselo pedido, se habría quedado. Pero no se lo pidió; a cambio él le dio lo más que podía dar. Y eso era más de lo que la mayoría de las mujeres obtendrían jamás.

Capítulo 18

–Madre ha dicho que querías verme.

Jondalar podía reconocer la tensión en los hombros rígidos y en la mirada recelosa de Darvo. Sabía que el muchacho le había estado evitando, y sospechaba la razón de su actitud. El hombre alto sonrió, tratando de parecer tranquilo y sin dar importancia a la situación, pero la vacilación que revelaba en su forma de comportarse, tan distinta de la habitual, empañaba el curso de su cálida amistad y ponía más nervioso aún a Darvo; no quería que se confirmaran sus temores. Jondalar no había previsto sin aprensión el momento de decírselo al muchacho. Sacó una prenda cuidadosamente plegada de un estante y la sacudió.

–Creo que estás casi lo suficientemente alto para ponerte esto, Darvo. Quiero dártelo.

Por un instante la mirada del muchacho se iluminó de placer al ver la camisa zelandonii con sus dibujos intrincados y exóticos, pero enseguida volvió a mostrarse receloso.

–Te vas, ¿no es cierto? –preguntó en tono acusador.

–Thonolan es mi hermano, Darvo...

–Y yo no soy nada.

–Eso no es verdad. Me importas, y mucho. Pero Thonolan está agobiado por el pesar, no razona. Temo por él. No puedo permitir que se marche solo; si yo no cuido de él, ¿quién lo hará? Por favor, trata de comprender; yo no tengo ganas de ir al este.

–¿Regresarás?

Jondalar hizo una pausa.

–No lo sé. No puedo prometer nada. No sé adónde vamos ni cuánto tiempo pasaremos viajando –le entregó la camisa–. Por eso quiero dártela, para que tengas algo que te recuerde al Zelandonii. Darvo, escúchame. Siempre serás el primer hijo de mi hogar.

El muchacho miró la túnica bordada con cuentas; entonces se le llenaron los ojos de lágrimas que amenazaban derramarse.

–Yo no soy el hijo de tu hogar –gritó; dio media vuelta y salió corriendo de la vivienda.

Jondalar habría querido seguirle; sin embargo, se limitó a dejar la camisa en la plataforma donde dormía Darvo y salió lentamente.

Carlono arrugó el ceño al ver las nubes bajas.

–Creo que el tiempo se mantendrá –dijo–; pero si empieza a levantarse el viento, acércate a la orilla, aunque no encontrarás muchos puntos donde desembarcar antes de llegar al paso. La Madre se dividirá en canales cuando ganes la planicie al otro lado del paso. Recuerda: debes mantenerte en la margen izquierda. El río se dirige al norte antes de desembocar en el mar, y después al este. Poco después de la curva se le une un ancho río por la izquierda; es su último afluente importante. A corta distancia, más allá, está el comienzo del delta –la salida al mar–, pero todavía queda mucho trecho por recorrer. El delta es enorme y peligroso; marismas, pantanos y bancos de arena. La Madre vuelve a separarse, generalmente en cuatro canales principales, pero a veces son más: unos grandes y otros más pequeños. Sigue por el canal de la izquierda, el del norte. Hay un Campamento Mamutoi en la ribera norte, cerca de la desembocadura.

El experimentado hombre del río ya lo había explicado anteriormente; incluso había trazado un mapa en la tierra para ayudarles a orientarse hasta el final del Río de la Gran Madre. Pero consideraba que a fuerza de repetirlo se les fijaría mejor en la memoria, especialmente si llegaran a tener que tomar decisiones rápidas. No le hacía muy feliz la idea de que los dos jóvenes recorrieran el río desconocido sin un guía experto, pero ellos habían insistido; mejor dicho, Thonolan insistió y Jondalar no quiso dejarle solo. Por lo menos, el hombre alto había adquirido cierta pericia en el manejo de las embarcaciones.

Estaban de pie en el muelle de madera con su equipo embarcado en un botecito, pero su partida carecía de la excitación habitual en tales ocasiones. Thonolan se iba únicamente porque no podía seguir allí, y Jondalar habría preferido ponerse en marcha en dirección contraria.

La chispa que siempre hubo en Thonolan se había apagado. Su carácter extrovertido de antes había sido sustituido por la melancolía. Su ánimo generalmente sombrío experimentaba arrebatos de cólera que le impulsaban a una temeridad mayor y un descuido indiferente. En la primera discusión verdadera surgida entre los dos hermanos, no habían llegado a las manos debido a que Jondalar se había negado a pelear. Thonolan había acusado a su hermano de mimarle como si fuera un niño pequeño, exigiendo el derecho de vivir su vida sin que le siguieran a todas partes. Cuando Thonolan se enteró de que tal vez Serenio estuviera embarazada, se enfureció ante la idea de que Jondalar fuera capaz de abandonar a una mujer que probablemente llevaba en sus entrañas a un hijo de su espíritu, para seguir a su hermano hacia un destino desconocido. Insistió en que Jondalar se quedara y cuidase de ella como lo haría cualquier hombre decente.

A pesar de la negativa rotunda de Serenio en cuanto a emparejarse, a Jondalar no le quedaba más remedio que reconocer para sus adentros que Thonolan tenía razón. Se le había inculcado desde la niñez que la responsabilidad del hombre, su finalidad única, consistía en proporcionar sostén a madres e hijos, especialmente a la mujer que había sido bendecida con un hijo que, en cierta forma misteriosa, podría haber absorbido su espíritu. Pero Thonolan no quería quedarse, y Jondalar, asustado de que su hermano pudiera cometer alguna acción peligrosa e irracional, insistió en acompañarle. La tensión entre ambos todavía era agobiante.

Jondalar no sabía muy bien cómo despedirse de Serenio; casi temía mirarla. Pero ella sonreía cuando se inclinó para besarla, y aun cuando tenía los ojos algo enrojecidos e hinchados, no permitió que en ellos se trasluciese la menor emoción. Buscó a Darvo con la mirada y se sintió frustrado al no ver al muchacho entre los que habían bajado al muelle. Casi todos los demás estaban allí. Thonolan se encontraba ya en el bote cuando Jondalar embarcó y ocupó el asiento de atrás. Cogió su remo y, mientras Carlono soltaba la amarra, miró por última vez hacia arriba, hacia la elevada terraza: había un muchacho de pie cerca del borde. La camisa que llevaba puesta tardaría unos cuantos años en llenarse, pero el diseño era claramente zelandonii. Jondalar sonrió y saludó con el remo. Darvo saludó también mientras el alto y rubio Zelandonii hundía el remo de dos palas en las aguas del río.

Los dos hermanos llegaron al centro de la corriente y miraron hacia el muelle que se quedaba atrás lleno de gente..., de amigos. Mientras se dirigían río abajo, Jondalar se preguntaba si volverían a ver a los Sharamudoi o a algunos de sus conocidos. El Viaje que había comenzado como una aventura había perdido el aliciente de la emoción y, sin embargo, él era arrastrado, casi contra su voluntad, cada vez más lejos de su tierra. ¿Qué podía esperar Thonolan encontrar al este? ¿Y qué podía haber para él en esa dirección?

El gran paso del río era impresionante bajo el cielo gris encapotado. Rocas desnudas profundamente enraizadas surgían de las aguas y se elevaban en fortificaciones imponentes a ambos lados. En la margen izquierda, una serie de fortificaciones de rocas angulares, puntiagudas, se empinaban formando un abrupto relieve hasta los lejanos picos cubiertos de hielo; a la derecha, erosionadas por las intemperies, las cimas redondeadas de los montes producían la ilusión de ser simples colinas, pero su altitud era abrumadora vista desde el bote. Enormes bloques de piedra y salientes partían la corriente en remolinos de agua blanca.

Los dos hombres eran parte del medio por el que viajaban, impulsados por él como los desechos que flotaban en la superficie y el limo que se había depositado en sus silenciosas profundidades. No controlaban la velocidad ni la dirección, sólo timoneaban para evitar los obstáculos. Allí donde el río se ensanchaba más de un kilómetro y las olas elevaban y bajaban la pequeña embarcación, más bien parecía un mar. Cuando las orillas se acercaron, se notó el cambio de energía frente a la resistencia que encontraba el flujo; la corriente se hizo más fuerte cuando un mismo volumen de agua cruzó el paso reducido.

Habían recorrido más de la cuarta parte del camino, tal vez cuarenta kilómetros, cuando la lluvia que amenazaba se desató en una borrasca furiosa, levantando olas que les hicieron temer el naufragio del botecito de madera. Pero no había orilla, sólo la empinada roca mojada.

–Yo puedo timonear si tú achicas, Thonolan –dijo Jondalar. No habían cruzado muchas palabras, pero parte de la tensión que había entre ellos se había disipado mientras remaban acompasadamente para mantener el bote en el rumbo correcto.

Thonolan dejó el remo y, con un utensilio cuadrado, de madera, a modo de cazo, trató de vaciar la pequeña nave.

–Se llena con la misma rapidez con que trato de achicar –gritó por encima de su hombro.

–No creo que esto vaya a durar. Si puedes mantener el ritmo, es posible que lo logremos –respondió Jondalar, luchando con el agua agitada.

El tiempo mejoró, y a pesar de que seguía habiendo nubes amenazadoras, los dos hermanos pudieron seguir su camino por todo el paso sin más percances.

Al igual que el alivio que se produce al desatar un cinturón muy ajustado, el río hinchado y lodoso se extendió al llegar a la planicie. Los canales se enroscaban alrededor de islas de sauces y carrizos, terrenos donde anidaban grullas y garzas, gansos y patos migratorios así como un número infinito de otras aves.

Acamparon la primera noche en la pradera herbosa y llana de la margen izquierda. Los contrafuertes de los picos alpinos se alejaban de la orilla del río, pero los montes redondeados de la margen derecha imponían a la Gran Madre su rumbo hacia el este.

Jondalar y Thonolan cayeron en una rutina de viaje tan rápidamente, que se diría que nunca la habían interrumpido para vivir unos años con los Sharamudoi. Sin embargo, ya no era igual. Se había disipado la sensación despreocupada de la aventura, cuando buscaban lo que había en torno suyo sólo por el placer de descubrirlo. En cambio, el impulso de Thonolan por seguir adelante revelaba desesperación.

Jondalar había intentado hablar con su hermano una vez más para persuadirle de que regresara, pero sólo consiguió enzarzarse en una agria discusión. No volvió a mencionarlo. Hablaban más que nada para intercambiar informaciones necesarias. Jondalar sólo podía esperar que el tiempo mitigara el dolor de Thonolan, y que algún día quisiese regresar a casa y reanudar su vida. Hasta entonces, estaba decidido a seguir con él.

Los dos hermanos viajaron mucho más aprisa por el río en el bote que si hubieran recorrido la orilla a pie. Impulsados por la corriente, avanzaban velozmente y sin dificultad. Como había previsto Carlono, el río giraba hacia el norte al alcanzar una barrera compuesta por las plataformas de antiguos montes, mucho más antiguos que las montañas que rodeaban el gran río. Aunque reducidas por su edad venerable, se interponían entre el río y el mar interior que aquél trataba de alcanzar.

Impasible, el río buscó otro camino. Su estrategia en dirección norte funcionó, pero no antes de que, al hacer su último giro hacia el este, un río importante brindara su contribución de agua y limo al Gran Madre, al río tremendamente caudaloso. Con el camino abierto al fin, no pudo limitarse a un solo canal; aunque le quedaban muchos kilómetros por recorrer, se dividió una vez más en numerosos canales creando un delta en forma de abanico.

El delta era un cenagal de arenas movedizas, marismas e isletas inseguras. Algunas de las isletas de limo permanecían varios años, lo suficiente para que pequeños árboles echaran raíces delgadas, sólo para verse barridos por las vicisitudes de las crecidas de temporada o de filtraciones erosionantes. Cuatro canales principales –según la temporada y las circunstancias– se abrían paso hasta el mar, pero su curso era inconstante. Sin razón aparente, el agua se alejaba de un lecho profundamente abierto y pasaba a un nuevo sendero, arrancando los arbustos y dejando una zanja de arena blanda y mojada.

El río llamado de la Gran Madre –cerca 3.000 km y dos cadenas de montañas cubiertas de glaciares que le suministraban agua– había llegado casi al final de su curso. Pero el delta, con sus más de 2.000 kilómetros cuadrados de lodo, limo, arena y agua, representaba la sección más peligrosa de todo el río.

Siguiendo el más profundo de los canales de la izquierda, el río no había resultado difícil de navegar. La corriente había llevado el botecito a tomar la dirección norte, e incluso el gran afluente final sólo lo había impulsado hasta el centro de la corriente. De cualquier modo, los hermanos no habían previsto que se dividiría tan pronto en canales. Antes de saber lo que estaba pasando, se encontraron arrastrados por un canal del centro.

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