El valle de los caballos (38 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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–Escaluña –dijo. Tholie no tenía nombre mamutoi para aquello, pero sí para el trozo de hoja seca que sacó Jetamio después.

–Algas marinas –dijo–. Traje éstas conmigo. Crecen en el mar y espesan el caldo –trató de explicar, pero no estaba segura de que la entendieran. El ingrediente se había añadido a la receta tradicional debido a su íntima relación con la nueva pareja, y porque proporcionaba un sabor y una consistencia agradables–. Ya no quedan muchas. Era parte de mi regalo de bodas –Tholie recostó al bebé sobre su hombro dándole golpecitos en la espalda–. ¿Ya has hecho tu regalo al Árbol de la Bendición, Tamio?

Jetamio agachó la cabeza, sonriendo con modestia. Era una pregunta que no solía hacerse tan abiertamente, pero tampoco totalmente indiscreta.

–Espero que la Madre bendiga mi unión con un bebé tan saludable y feliz como el tuyo, Tholie. ¿Ya terminó Shamio de mamar?

–Le gusta seguir chupando para sentirse a gusto. Si la dejara, se quedaría colgada de mí el día entero. ¿Quieres cogerla un poco? Tengo que irme un momento.

Cuando regresó Tholie, el tema de la conversación había cambiado. Habían quitado de en medio la comida, se había servido más vino, y alguien estaba practicando ritmos en un tambor de una sola piel, improvisando la letra de una canción. Cuando Tholie cogió de nuevo a su hijita en brazos, Thonolan y Jetamio se pusieron en pie y buscaron la manera de escabullirse; de repente se encontraron rodeados de varias personas que les sonreían.

Era costumbre que los novios que estaban para aparearse abandonaran temprano el banquete para pasar a solas un rato, antes de su separación prematrimonial. Pero como eran los invitados de honor, no podían marcharse sin incurrir en descortesía, mientras alguien les estuviera dirigiendo la palabra. Tendrían que escurrirse cuando nadie les viera; como es natural, todo el mundo estaba al tanto. Se convirtió en un juego, y ambos quisieron desempeñar su papel: hicieron fintas para huir mientras todos fingían mirar hacia otro lado, y se excusaban cortésmente cuando los descubrían. Al cabo de muchas bromas y chistes, los dejarían escapar.

–No tendrás prisa por marcharte, ¿verdad? –preguntaron a Thonolan.

–Se está haciendo tarde –soslayaba Thonolan, sonriendo.

–Todavía es temprano. Toma otro poco, Tamio.

–No me cabría ni un solo bocado.

–Entonces un poco de vino. Thonolan, no puedes rechazar un vaso del maravilloso vino de arándanos de Tamio, ¿verdad?

–Bueno..., poquito.

–¿Otro poquito para ti, Tamio?

Ella se acercó más a Thonolan y echó una mirada conspiradora por encima de su hombro.

–Sólo un poquito, pero alguien tendrá que ir a buscar nuestras tazas; están allí.

–Naturalmente. Esperad aquí, ¿eh?

Una persona se destacó, mientras los demás hacían como que miraban hacia donde iba. Thonolan y Jetamio se lanzaron a la carrera más allá de la fogata.

–Thonolan, Jetamio. Creí que tomaríais una copa de vino con nosotros.

–¡Oh, claro que sí! Pero tenemos que salir un momento. Ya sabéis lo que pasa cuando se come tanto –explicó Jetamio.

Jondalar, de pie junto a Serenio, sentía un fuerte impulso por proseguir la conversación interrumpida. Estaban disfrutando con las bromas. Se inclinó más cerca para hablar en privado, para pedirle que se fueran también en cuanto se cansaran todos y dejaran ir a la joven pareja. Si había de comprometerse con ella, tendría que ser ahora, antes de que la renuncia que empezaba a afirmarse en su interior le hiciera aplazarlo.

Los ánimos estaban muy alegres; los arándanos azules habían sido especialmente dulces el otoño pasado, y el vino estaba más fuerte que de costumbre. La gente circulaba, embromando a Thonolan y Jetamio, riendo. Algunos estaban iniciando un cantar de preguntas y respuestas. Alguien quiso que se recalentara el guisado; alguien más puso agua para hacer una infusión, después de vaciar lo último que quedaba en la taza de alguien. Los niños, que no estaban lo suficientemente cansados para irse a dormir, corrían y se perseguían unos a otros. La confusión indicaba un cambio de actividades.

Entonces un niño que gritaba corrió y tropezó con un hombre que no se mantenía demasiado firme sobre sus pies. El hombre cayó sobre una mujer que llevaba una taza de infusión caliente, justo cuando un alboroto de gritos colectivos acompañaba la escapada de la pareja.

Nadie oyó el primer chillido, pero los gritos altos e insistentes de un bebé que sufría pusieron fin a todo.

–¡Mi hija! ¡Mi nenita! ¡Se ha abrasado! –lloraba Tholie.

–¡Gran Doni! –jadeó Jondalar mientras corría junto con Serenio hacia la madre sollozante y su nena que daba alaridos. Todos querían ayudar, todos al mismo tiempo. La confusión resultó peor que antes.

–Que dejen pasar al Shamud. Apartaos –la presencia de Serenio representaba una influencia tranquilizadora. El Shamud retiró rápidamente la ropa del bebé.

–Serenio, agua fría y pronto. ¡No! ¡Espera! Darvo, vete por agua; Serenio..., la corteza de tilo, ¿sabes dónde está?

–Sí –contestó la mujer, alejándose a toda prisa.

–Roshario, ¿hay agua caliente? Si no la hay, ponla a calentar. Necesitamos una infusión de corteza de tilo, y una infusión más ligera como sedante. Las dos están escaldadas.

Darvo regresó corriendo con un recipiente lleno de agua de la fuente, que se derramaba por encima.

–Bien, hijo. Lo has hecho rápidamente –dijo el Shamud con una sonrisa de aprobación, y echó agua fría sobre las quemaduras encarnadas, que ya comenzaban a formar ampollas–. Necesitamos un vendaje, algo que calme, mientras se prepara la infusión –el curandero vio una hoja de bardana en el suelo y recordó la comida–. ¿Qué es esto, Jetamio?

–Bardana; había en el guisado.

–¿Quedan algunas hojas?

–Sólo empleamos el tallo. Hay muchas ahí.

–Tráelas.

Jetamio corrió al montón de desperdicios y regresó con dos puñados de las hojas arrancadas. El Shamud las metió en el agua y luego se las puso encima de las quemaduras a la madre y la hija. Los gritos desesperados de la niña se redujeron a sollozos con hipo, con algún espasmo eventual, y el efecto calmante de las hojas comenzó a dejarse sentir.

–Ayuda –dijo Tholie. No supo que se había quemado hasta que el Shamud lo dijo. Se encontraba sentada, charlando mientras amamantaba a la pequeña para que ésta estuviera callada y contenta. Cuando el líquido hirviendo se derramó sobre ellas, sólo se había percatado del dolor de la pequeña–. ¿Se curará Shamio?

–Las quemaduras harán ampolla, pero no creo que dejen cicatrices.

–¡Oh, Tholie, qué mal me siento! –dijo Jetamio–. Es espantoso. Pobrecita Shamio... y también tú.

Tholie estaba tratando de que la niña mamara otra vez, pero la asociación con el dolor la hacía negarse. Por fin, la satisfacción que recordaba se sobrepuso al temor, y los gritos de Shamio se callaron en cuanto tomó el pecho, lo cual calmó a Tholie.

–¿Por qué estáis todavía aquí Thonolan y tú? –preguntó–. Es la última noche que vais a estar juntos.

–No puedo irme si Shamio y tú estáis lastimadas. Quiero ayudar.

La criatura volvía a agitarse; la bardana ayudaba, pero la quemadura seguía doliendo.

–Serenio, ¿está ya la infusión? –preguntó el curandero, cambiando las hojas por otras frescas empapadas en agua fría.

–La corteza de tilo se ha remojado lo suficiente, pero tardará en enfriarse. Tal vez si saco sólo un poco...

–¡Frío!, ¡frío! –gritó Thonolan, y echó a correr de repente alejándose de la protección del saliente.

–¿Adónde ha ido? –preguntó Jetamio a Jondalar.

El hombre alto se encogió de hombros meneando la cabeza. La respuesta resultó evidente cuando Thonolan regresó corriendo, sin aliento, pero con fragmentos de carámbanos en la mano: los había arrancado de la escarpada escalerilla que conducía hacia el río.

–¿Servirá esto? –preguntó, tendiéndoselos al curandero.

El Shamud miró a Jondalar.

–El joven es brillante –había un dejo de ironía en la declaración, como si no se esperara esa genialidad.

Las mismas cualidades de la corteza de tilo que mitigan el dolor, la hacían eficaz como sedante. Tholie y la nena estaban dormidas. Finalmente, Thonolan y Jetamio se habían dejado convencer de que podían irse un rato a solas, pero toda la diversión de la alegre Festividad del Compromiso se había disipado. Nadie quería decirlo, pero el accidente había arrojado una sombra de infortunio sobre su unión.

Jondalar, Serenio, Markeno y el Shamud estaban sentados cerca de la gran fogata, aprovechando el último calor de las brasas mortecinas y tomando sorbitos de vino mientras hablaban en voz baja. Todos los demás se habían ido a dormir, y Serenio estaba animando a Markeno para que también él fuera a acostarse.

–Ya no puedes hacer nada más. Markeno, no hay razón para que te pases la noche en vela. Yo me quedaré con ellas; tú, vete a dormir.

–Tienes razón, Markeno –dijo el Shamud–. Estarán bien; también tú deberías descansar, Serenio.

La mujer se puso en pie, tanto para animar a Markeno como por ella misma. Los demás la imitaron. Serenio dejó su taza, tocó ligeramente con su mejilla la de Jondalar, y se dirigió a las estructuras con Markeno.

–Si algo pasa, te despertaré –le dijo al marchar.

Cuando se retiraron, Jondalar sacó dos tazas del jugo de arándano fermentado que quedaba y tendió una a la silueta enigmática que esperaba en la oscuridad silenciosa. El Shamud la tomó, comprendiendo que los dos tenían más cosas que decirse. El joven empujó los últimos carbones que había cerca del borde del círculo ennegrecido, echó un poco de leña y consiguió que brillara un fuego pequeño. Se quedaron sentados durante un rato bebiendo vino en silencio, acurrucados cerca del calor oscilante.

Cuando Jondalar alzó la mirada, los ojos, cuyo color indefinido era simplemente oscuro a la luz del fuego, estaban examinándole. Sintió que eran potentes e inteligentes, pero él observaba con igual intensidad. Las llamas crepitantes y sibilantes proyectaban sombras movedizas sobre el viejo rostro, emborronando los rasgos, pero ni siquiera a la luz del día había podido Jondalar definir otras características específicas que no fueran vejez. Hasta eso era un misterio.

Había fuerza en el rostro arrugado, lo que le prestaba juventud a pesar de la blancura llamativa de la larga mata de pelo. Y aun cuando la silueta bajo el ropaje flojo parecía menuda y frágil, el paso era firme. Las manos eran la única señal inequívoca de ancianidad, pero, a pesar de sus nudos artríticos en las articulaciones y de la piel surcada por venas azules, seca como pergamino, ningún temblor convulsivo sacudía la taza que se llevaba a la boca.

El movimiento interrumpió el contacto visual. Jondalar se preguntó si lo habría hecho deliberadamente el Shamud para aliviar una tensión creciente. Bebió un sorbo.

–El Shamud, buen curandero, tiene habilidad –dijo.

–Es una dádiva de Mudo.

Jondalar se esforzó por percibir algún matiz en el timbre o el tono que permitiera situar al curandero andrógino en una u otra dirección, sólo por satisfacer una curiosidad que le torturaba. No había establecido aún si el Shamud era hembra o varón, pero tenía la impresión de que, a pesar de la neutralidad del género, el curandero no había llevado vida de soltero. Las bromas de carácter satírico iban frecuentemente acompañadas de miradas de connivencia. Quería preguntar, pero no sabía cómo expresar su pregunta con tacto.

–La vida del Shamud no fácil, debe dar mucho trabajo... –dijo Jondalar con tiento–. ¿Quiso casarse el curandero?

Por un breve instante sus ojos inescrutables se abrieron mucho, y entonces el Shamud soltó una carcajada sardónica. Jondalar sintió que le subía calor a la cara.

–¿Con quién querrías casarme a mí, Jondalar? Ahora bien, si hubieras llegado aquí en mis años jóvenes, podría haber experimentado la tentación. ¡Ah!, ¿pero habrías sucumbido tú a mis encantos? Si hubiera colgado del Árbol que Bendice una hilera de cuentas, ¿podría haberte atraído a mi lecho? –expresó el Shamud con una leve y recatada inclinación de la cabeza. Por un instante, Jondalar estuvo convencido de que quien hablaba era una mujer joven–. ¿O debería haber mostrado mayor circunspección? Tus apetitos están bien desarrollados. ¿Podría haber despertado yo tu curiosidad respecto a un placer nuevo?

Jondalar se ruborizó, seguro de estar equivocado, sintiéndose, sin embargo, curiosamente atraído por la mirada de lascivia sensual y la gracia sinuosa, felina, que proyectó el Shamud con un movimiento de su cuerpo. Por supuesto, el curandero era un hombre, pero con aficiones de mujer en cuanto a sus placeres. Muchos curanderos participaban a la vez del principio femenino y del masculino; eso les proporcionaba mayores poderes. Y de nuevo oyó la carcajada sardónica.

–La vida de un curandero es difícil, pero es peor aún para su compañera. Una compañera debería ser la primera consideración del hombre. Por ejemplo, resultaría muy difícil dejar a una mujer como Serenio en mitad de la noche para ir a cuidar algún enfermo, y además, se imponen largos períodos de continencia...

El Shamud se inclinaba hacia delante, hablando de hombre a hombre, con una chispa en la mirada al pensar en una mujer tan bella como Serenio. Jondalar meneó la cabeza, intrigado. Entonces, con un movimiento de hombros, la masculinidad adquirió un carácter distinto que lo excluía a él.

–... y no estoy seguro de que me gustaría dejarla sola, habiendo muchos hombres rapaces alrededor.

El Shamud era una mujer, pero no una mujer que pudiera sentirse nunca atraída por él, ni él por ella, como no fuera en calidad de amigos. Era cierto que el poder de curar provenía del principio de ambos sexos, pero el suyo era el de una mujer con aficiones de hombre.

El Shamud rió de nuevo, y la voz no ofrecía matiz alguno en cuanto al sexo. Con una mirada serena de persona a persona, que pedía comprensión humana, el viejo curandero prosiguió:

–Dime, Jondalar, ¿cuál de los dos soy? ¿Con cuál te unirías? Algunos intentan hallar una relación, de una manera u otra, pero nunca dura mucho tiempo. Las dádivas no son una bendición completa. El curandero carece de identidad excepto en el más amplio sentido. El nombre personal le es retirado, el Shamud renuncia a su esencia para asumir la esencia de todos. Hay ventajas, pero el emparejamiento no suele contarse entre ellas.

»Cuando se es joven, haber nacido predestinado no es forzosamente deseable. No resulta fácil ser diferente. Tal vez no se quiera perder la propia identidad. Pero no importa..., el destino es tuyo. No existe ningún otro lugar para quien lleva en sí, en un solo cuerpo, la esencia de hombre y mujer.»

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