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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (60 page)

BOOK: El uso de las armas
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–Tal y como ha dicho nuestro amigo… –observó Erens alargando la mano hacia otra botella–. No está seguro, ¿verdad?

–Deberías volver con los durmientes –dijo Ky. –No están dormidos.

–Se supone que no deberías estar despierto. Se supone que sólo debe haber dos personas despiertas en cualquier momento dado. –Bueno, pues vete a dormir. –No es mi turno. Tú estabas despierto antes que yo. Dejó que siguieran discutiendo.

A veces se ponía un traje espacial y cruzaba la compuerta que daba acceso a la secciones de almacenamiento, que se encontraban sometidas al vacío. Las secciones de almacenamiento ocupaban casi la totalidad de la nave, y un noventa y nueve por ciento del espacio disponible estaba consagrado a ellas. La nave contaba con una diminuta unidad impulsora a un extremo y una unidad viviente todavía más pequeña al otro, y toda la estructura que se extendía entre las dos unidades estaba repleta de no muertos.

Recorría los fríos y oscuros pasillos volviendo la cabeza a un lado y a otro para contemplar a los durmientes. Las unidades parecían los cajones de un archivador gigantesco, y cada una era el extremo de una estructura muy parecida a un ataúd. Una lucecita roja estaba encendida en cada unidad, y si se quedaba inmóvil en uno de aquellos pasillos que trazaban una suave y larguísima espiral con las luces del traje apagadas, esas lucecitas se alejaban de él formando una curva color rubí que acababa perdiéndose en la oscuridad y le hacían pensar en un pasillo infinito de gigantescos soles rojizos creado por algún dios para quien el orden había acabado convirtiéndose en una obsesión.

Alejarse de la unidad activada en el extremo al que siempre consideraba como la cabeza de la nave le hacía seguir un lento camino en espiral hacia arriba que le permitía recorrer las oscuras y silenciosas entrañas de su cuerpo. Solía ir por el pasillo exterior porque eso le permitía apreciar mejor las gigantescas dimensiones de la nave. El ascenso hacía que fuera sintiendo el lento debilitarse de la falsa gravedad de la nave, y el caminar acababa convirtiéndose en una serie de saltos en los que siempre resultaba más fácil chocar contra el techo que moverse hacia adelante. Los cajones-ataúdes estaban provistos de asas y se acostumbró a utilizarlas cuando el caminar dejaba de resultar eficiente. Agarrarse a las asas le fue llevando hacia el centro de la nave, y cuando llegó hasta él vio como una pared de cajones-ataúdes se convertía en un suelo y la otra en un techo. Se quedó inmóvil debajo de un pasillo radial y saltó hacia arriba para flotar hacia lo que ahora era el techo mientras el pasillo radial se convertía en una chimenea por la que podía desplazarse. Se agarró al asa de un cajón-ataúd y fue utilizando las asas de los siguientes como si fueran una escalerilla para trepar hasta el centro de la nave.

El centro de la Amigos ausentes estaba atravesado por un pozo de ascensor que iba desde la unidad viviente hasta la unidad impulsora. Cuando llegaba al auténtico centro de la nave llamaba al ascensor, suponiendo que no lo hubiera dejado esperándole durante su última excursión.

Cuando el ascensor llegaba entraba en él. Su cuerpo flotaba dentro del cilindro iluminado por las luces amarillas. Cogía una pluma o una linternita y la colocaba en el centro de la cabina y se limitaba a flotar sin apartar la mirada de la pluma o de la linternita hasta comprobar si la había colocado lo bastante cerca del centro de toda aquella masa atrapada en una lenta rotación para que permaneciera allí donde la había dejado. Acabó adquiriendo una gran práctica, y podía pasarse horas dentro del ascensor con las luces del traje y el ascensor encendidas (si lo que flotaba en el centro era una pluma) o apagadas (si era una linterna), observando el pequeño objeto y esperando que su propia destreza manual demostrara ser mayor que su paciencia, esperando –en otras palabras, y no le costaba nada admitirlo ante sí mismo– que una parte de su obsesión venciera a la otra.

Si la pluma o la linterna se movían y acababan chocando con las paredes, el suelo o el techo de la cabina o si derivaban hacia el umbral y salían por él tenía que flotar, trepar (bajar) y volver por donde había venido. Si la pluma o la linterna se mantenían inmóviles en el centro de la cabina podía usar el ascensor para ir hasta la unidad viviente.

–Vamos, Darac… –dijo Erens mientras encendía una pipa–. ¿Qué te ha impulsado a inscribirte en este viaje de una sola dirección?

–No quiero hablar de ello.

Aumentó la potencia del sistema de ventilación para librarse de los vapores de la droga que fumaba Erens. Estaban en el carrusel de observación, el único lugar de la nave donde podías ver las estrellas sin necesidad de aparatos. Iba allí de vez en cuando, abría los postigos metálicos y contemplaba a las estrellas que giraban lentamente sobre su cabeza. A veces intentaba leer poesía.

Erens también seguía visitando el carrusel a solas, pero Ky había dejado de ir allí. Erens opinaba que ver el silencio del vacío y los puntitos solitarios que eran otros soles hacía que Ky sintiese nostalgia del hogar.

–¿Por qué no quieres hablar de eso? –preguntó Erens.

Meneó la cabeza y se reclinó en el sofá sin apartar los ojos de la oscuridad.

–Porque no es asunto tuyo.

–Oye, si me cuentas por qué decidiste venir yo te contaré qué me impulsó a hacerlo.

Erens le sonrió como si fueran dos niños que se disponían a compartir el secreto de una conspiración.

–Piérdete, Erens.

–Eh, mi historia es muy interesante. Te fascinaría.

–Estoy seguro de ello.

Suspiró.

–Pero no te la contaré a menos que tú me cuentes antes la tuya. Te aseguro que te estás perdiendo algo bueno.

–Bueno, tendré que aprender a vivir con esa pérdida.

Redujo la intensidad de las luces del carrusel hasta que el objeto más brillante del recinto fue la cara de Erens, un óvalo que se iluminaba con una débil claridad rojiza cada vez que daba una calada a la pipa. Erens le ofreció la pipa y él la rechazó meneando la cabeza.

–Necesitas relajarte un poco, amigo mío –dijo Erens dejándose caer en el otro sofá–. Colócate, comparte tus problemas…

–¿Qué problemas?

Estaba muy oscuro, pero pudo ver el movimiento de la cabeza de Erens en la oscuridad.

–En esta nave no hay nadie que no tenga problemas, amigo. Todos los que estamos a bordo huimos de algo.

–Ah… Así que has decidido jugar a ser el psiquiatra de la nave, ¿eh?

–Vamos, vamos… Nadie va a regresar, ¿verdad? De todas las personas que hay a bordo ninguna volverá a su hogar. La mitad de la gente que conocemos ya debe de haber muerto y los que siguen con vida habrán muerto para cuando lleguemos a nuestro punto de destino. No hay forma de que podamos volver a verles y lo más probable es que nunca regresemos a nuestros hogares, así que debe de existir alguna razón condenadamente importante y condenadamente fea…, algo condenadamente malo que nos ha hecho salir huyendo de esa forma. Todos tenemos que estar huyendo de algo, tanto si es algo que hicimos como si es algo que nos hicieron.

–¿No has pensado en una respuesta tan simple como que a algunas personas quizá les gusta viajar?

–Tonterías. Viajar… No hay nadie a quien pueda gustarle hasta esos extremos.

Se encogió de hombros.

–Si tú lo dices…

–Vamos, Darac… Discute conmigo, maldita sea.

–No creo en las discusiones –replicó.

Clavó los ojos en la oscuridad (y vio un navío inmenso, un navío tan grande como una ciudad rodeado por el anillo de los niveles y las capas de blindajes y armamentos, una masa oscura pero no muerta que se recortaba contra la débil luz del ocaso…)

–¿No? –preguntó Erens. Parecía sinceramente sorprendido–. Mierda, y yo que creía ser el cínico del trío…

–No se trata de cinismo –dijo él con voz átona–. Sencillamente, creo que las personas sobrevaloran la discusión porque les gusta oírse hablar.

–Oh, vaya… Muchas gracias.

–Supongo que resulta reconfortante. –Siguió con la mirada los giros de las estrellas que parecían obuses absurdamente lentos vistos de noche; subían, llegaban al cénit de su trayectoria, caían… (Y se recordó que las estrellas también acabarían estallando algún día.)–. La mayoría de personas no están preparadas para permitir que se produzca ningún tipo de cambio dentro de sus mentes –dijo–. Creo que en lo más profundo de sus corazones saben que los demás son como ellos, y una de las razones por las que la gente suele enfadarse tanto cuando discute es que va comprendiendo eso a medida que hace desfilar sus excusas.

–Excusas, ¿eh? Bueno, si eso no es cinismo…, ¿qué es entonces?

Erens lanzó un bufido.

–Sí, excusas –replicó con lo que a Erens le pareció podía ser un matiz casi imperceptible de amargura–. Tengo la sospecha de que la gente sólo cree en aquello que sus instintos le dicen es cierto. Las excusas, las justificaciones, las cosas sobre las que se supone que puedes discutir… Todo eso llega más tarde. Son la parte menos importante de las creencias, y por eso puedes destruirlas, ganar una discusión y demostrar que la otra persona estaba equivocada sin haber debilitado en lo más mínimo su fe en ellas. –Se volvió hacia Erens–. Has atacado el objetivo equivocado.

–Bien, profesor, entonces…, ¿qué sugiere que debemos hacer si no queremos enredamos en esas discusiones tan fútiles?

–Debemos permitir que los demás no estén de acuerdo con nosotros –dijo él–. O pelear.

–¿Pelear?

Se encogió de hombros.

–¿Qué otra elección nos queda?

–¿Negociar?

–La negociación es una forma de llegar a una conclusión, y yo estoy hablando del tipo de conclusión al que se llega.

–Y, básicamente, esa conclusión es no estar de acuerdo o pelearse, ¿eh?

–Si no hay más remedio…

Erens guardó silencio durante un rato y fue dando chupadas a su pipa hasta que el resplandor rojo que brotaba de la cazoleta se desvaneció.

–Oye –dijo por fin–, no habrás sido militar, ¿eh?

Siguió contemplando las estrellas en silencio durante unos momentos y acabó volviendo la cabeza hacia Erens.

–Creo que la guerra hizo que todos fuéramos un poquito militares, ¿no te parece?

–Hmmm –murmuró Erens.

Los dos alzaron la cabeza para contemplar los lentos giros del campo de estrellas.

Hubo dos ocasiones en las que faltó muy poco para que matara a alguien en las entrañas de la nave. En una de ellas se trataba de otra persona.

Se detuvo en la larguísima espiral del pasillo exterior. Había recorrido la mitad del trayecto que llevaba al centro de la nave, y tenía la sensación de pesar bastante menos de lo habitual. La presión sanguínea normal tenía que competir con un tirón gravitatorio menor que de costumbre, y eso hacía que tuviera el rostro un poco enrojecido. No había tenido intención de echar un vistazo a ningún durmiente –la verdad es que nunca pensaba en ellos salvo de la forma más abstracta posible–, pero sintió el repentino deseo de ver algo más que una lucecita roja y fue hacia uno de los cajones-ataúdes.

Le habían enseñado cómo manejarlos después de que se ofreciera voluntario para formar parte de la tripulación e hizo un breve y no muy atento repaso de los procedimientos necesarios después de haber sido revivido. Encendió las luces del traje, activó la placa de control del cajón y fue moviendo cautelosamente un torpe dedo enguantado para teclear el código que le había dado Erens, el que desactivaba los sistemas de vigilancia de la nave. Vio encenderse una lucecita azul. La luz roja dejó de encenderse y apagarse. Si volvía a parpadear la nave sabría que algo andaba mal.

Desactivó la cerradura del cajón y tiró de la masa metálica haciendo que se deslizara sobre sus guías.

Echó un vistazo a la tira de plástico colocada sobre la unidad de la cabeza donde estaba escrito el nombre de la mujer. «Bueno –pensó–, no la conozco…» Abrió la tapa interna.

Contempló el rostro tranquilo de la mujer. Estaba tan pálido como el de un cadáver. Las luces del traje se reflejaban sobre las arruguitas de la lámina de plástico transparente que la cubría y que le daba el aspecto de un objeto recién comprado en una tienda antes de desenvolverlo. Los tubos salían de su boca y de su nariz y se perdían en las paredes del cajón. Una pantallita incrustada en la unidad de la cabeza se iluminó sobre el moño que recogía sus cabellos. Alzó los ojos hacia ella. Para alguien que parecía hallarse tan cerca de la muerte el estado físico de la mujer era magnífico. Tenía las manos cruzadas sobre la túnica de papel que vestía. Erens le había aconsejado que se fijara en las uñas de los dedos, y así lo hizo. Estaban bastante largas, pero había visto gente que las llevaba aún más largas.

Volvió la mirada hacia la placa de control y tecleó otro código. La superficie de la placa se llenó de luces. La luz roja no empezó a parpadear, pero casi todas las demás lo hicieron. Abrió una puertecita mitad roja y mitad verde incrustada en la parte superior de la unidad de la cabeza y sacó de ella una esferita de lo que parecían cables verdes muy delgados en cuyo interior había un cubo de color azul claro. Un compartimento lateral daba acceso a un interruptor. Levantó la tapa y acercó un dedo al interruptor.

Su mano estaba sosteniendo las pautas cerebrales de la mujer. El cubo azul era una copia de seguridad. No le habría costado nada aplastarlo. El dedo de su otra mano que reposaba sobre el diminuto interruptor podía acabar con su vida.

Se preguntó si lo haría. Después tendría la vaga impresión de que había permanecido en esa postura durante unos minutos, como si esperara que alguna parte oculta de su mente despertara y asumiera el control de sus actos. Hubo un par de momentos en que creyó sentir el nacimiento del impulso que le haría mover el interruptor, y podría haber iniciado el gesto una fracción de segundo después, pero suprimió rápidamente el impulso en las dos ocasiones. Permitió que su dedo siguiera inmóvil sobre el interruptor y contempló el cubo rodeado por su jaula protectora. Pensó en lo asombroso y, al mismo tiempo, lo extrañamente triste que resultaba el que toda una mente humana pudiera estar contenida en algo tan diminuto. Después pensó que un cerebro humano no era mucho más grande que el cubo azul, y que utilizaba recursos y técnicas mucho más antiguas. Eso hacía que fuera igual de impresionante (y, aun así, seguía siendo igual de triste).

Volvió a cerrar el cajón dejando que la mujer siguiera sumida en su sopor helado y reanudó su avance a cámara lenta hacia el centro de la nave.

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