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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (13 page)

BOOK: El uso de las armas
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–Oh, tampoco hace falta que lleves demasiado lejos el numerito del arrepentimiento. Limítate a contarme lo que nos espera en el futuro.

–De acuerdo.

Sma dejó que su cabeza se inclinara sobre su pecho durante unos momentos y volvió a erguirla.

–Puedes empezar contándome cómo se las arregló Zakalwe para darnos esquinazo. ¿Con qué le estábamos vigilando?

–Con un proyectil cuchillo.

–¿Con un… proyectil cuchillo?

La expresión de perplejidad de Sma estuvo a la altura de la que podía esperarse ante semejante revelación. Alzó una mano y se frotó lentamente el mentón con ella.

–Un último modelo, para ser exactos –dijo la unidad–. Nanoarmas, efector, unidad deformante de monofilamentos… Cerebro valor coma siete.

–¿Y Zakalwe logró darle esquinazo a semejante bestia?

Sma parecía estar a punto de soltar la carcajada.

–No se limitó a darle esquinazo. Se lo cargó.

–Mieeeeerda… –jadeó Sma–. No le creía tan listo. Oye, ¿fue un caso de auténtica inteligencia o fue pura suerte? ¿Qué ocurrió? ¿Cómo lo hizo?

–Bueno, es muy secreto, compréndelo… –dijo la unidad–. Te ruego que no hables del asunto con nadie.

–Palabra de honor –dijo Sma con sarcasmo poniéndose una mano en el pecho.

–Bueno… –dijo la unidad dejando escapar una especie de suspiro–. Necesitó un año entero para prepararlo, pero el sitio donde le dejamos después de que hiciera su último trabajo para nosotros… Verás, los humanoides de ese planeta comparten el espacio vital con mamíferos marinos de gran tamaño e inteligencia similar a la suya. Es una relación simbiótica altamente viable con una gran cantidad de intercambios entre las dos culturas. Zakalwe utilizó lo que le habíamos pagado por su trabajo para comprar una empresa que fabricaba sistemas láser usados en la medicina y los aparatos de guía y señales. Su trampa era muy complicada, y exigía utilizar el hospital que los humanoides estaban construyendo en la costa de un océano para tratar las enfermedades de esos mamíferos marinos. Uno de los equipos médicos que estaban probando era un Scanner Magnético de Resonancia Nuclear…, uno muy grande.

–¿Un qué?

–Es la cuarta forma más primitiva de examinar las entrañas de un ser acuático promedio.

–Sigue.

–El aparato utiliza campos magnéticos extremadamente potentes. Se suponía que Zakalwe debía probar un láser incorporado a la máquina, ¿comprendes? La prueba tenía que hacerse un día en el que todo el personal estaba de vacaciones. Zakalwe se las arregló para atraer al proyectil cuchillo hasta allí…, y activó la máquina.

–Creía que los proyectiles cuchillo no utilizaban ningún tipo de magnetismo.

–Y no lo utilizan, pero la estructura del proyectil contenía la cantidad de metal suficiente para que cualquier intento de moverse demasiado deprisa provocara remolinos magnéticos que podían resultar altamente nocivos para su integridad física.

–Pero seguía siendo capaz de moverse, ¿no?

–No lo bastante deprisa para escapar al láser que Zakalwe había colocado en un extremo del scanner. Se suponía que el láser debía servir para funciones de iluminación y que ayudaría a producir hologramas de los mamíferos marinos, pero Zakalwe instaló un artefacto de potencia militar… El proyectil cuchillo acabó literalmente frito.

–Uf. –Sma asintió con la cabeza y clavó la mirada en el suelo–. Ese hombre nunca dejará de sorprenderme… –Alzó los ojos hacia la unidad–. Zakalwe debía de tener muchas ganas de escapar a la vigilancia, ¿no?

–Sí, eso parece –dijo la unidad.

–Así que… Quizá no quiera volver a trabajar para nosotros. Puede que no desee volver a tener noticias nuestras.

–Me temo que debemos tomar en consideración esa posibilidad.

–Incluso si logramos encontrarle.

–Así es.

–¿Y lo único que sabemos es que se encuentra en algún lugar de un Grupo Abierto llamado Crastalier?

La incredulidad que sentía resultaba claramente audible en su tono de voz.

–Bueno, sabemos algo más que eso –dijo Skaffen-Amtiskaw–. Si se largó inmediatamente después de freír al proyectil cuchillo y subió a la nave más rápida disponible el número de sistemas en los que puede estar se reduce a unos diez o doce. Por suerte el nivel tecnológico de esa metacivilización no es tan alto… –La unidad vaciló y siguió hablando–. Voy a serte sincero, Sma. Si hubiéramos actuado enseguida utilizando todos los medios a nuestro alcance quizá habríamos conseguido atraparle, pero creo que las Mentes encargadas de controlar este tipo de situaciones quedaron tan impresionadas por el truco de Zakalwe que… Bueno, pensaron que merecía salirse con la suya. Mantuvimos una vigilancia general sobre todo el volumen, pero la búsqueda sólo ha alcanzado niveles de intensidad realmente serios en los últimos días. Hemos empezado a traer naves y gente de todas partes. Estoy seguro de que acabaremos encontrándole.

–¿Has dicho diez o doce sistemas, unidad? –preguntó Sma meneando la cabeza.

–Veintitantos planetas y puede que unos trescientos habitáculos espaciales lo bastante grandes como para ser tomados en consideración…, sin incluir las naves, naturalmente.

Sma cerró los ojos y volvió a menear la cabeza.

–No puedo creerlo.

Skaffen-Amtiskaw pensó que sería mejor no decir nada.

La mujer abrió los ojos.

–¿Estarías dispuesta a transmitirles un par de sugerencias de mi parte?

–Desde luego.

–Que se olviden de los habitáculos y de todos los planetas que se aparten mucho del tipo Promedio; que busquen en…, desiertos, zonas templadas; bosques pero no junglas…, y que se olviden de las ciudades. –Se encogió de hombros y se frotó la boca con una mano–. Si está realmente decidido a seguir escondiéndose no le encontraremos jamás. Si lo único que deseaba es poner un poco de distancia entre él y nosotros para vivir su vida sin ser observado…, quizá tengamos una posibilidad. Oh, y que presten una atención especial a todas las guerras, naturalmente. Sobre todo a las guerras no demasiado grandes y…, las que sean interesantes. ¿Comprendes a qué me estoy refiriendo?

–Sí. Transmitido.

En circunstancias normales la unidad se habría tomado aquella pequeña exhibición de psicología aficionada aplicada a la investigación con un considerable sarcasmo, pero decidió que dada la situación actual lo mejor que podía hacer era refugiarse en las metáforas.

Skaffen-Amtiskaw hizo un esfuerzo de imaginación, se mordió una lengua de la que no disponía y transmitió las observaciones de Sma a la nave para que las enviara a la flota de búsqueda que se estaba desplegando por la zona hacia la que se dirigían.

Sma tragó una honda bocanada de aire. Sus hombros subieron y bajaron lentamente.

–Esa celebración de bienvenida a bordo… ¿Aún no ha terminado?

–No –replicó Skaffen-Amtiskaw, ligeramente sorprendido.

Sma saltó de la cama y empezó a ponerse el disfraz de Xenito.

–Bueno, no queremos que nos tomen por un par de aguafiestas, ¿verdad?

Acabó de ponerse el traje, se inclinó para coger la cabeza cubierta de pelos amarillos y marrones y fue hacia la puerta.

–Sma… –dijo la unidad, siguiéndola–. Pensé que te pondrías hecha una furia.

–Puede que acabe haciéndolo cuando se me hayan pasado los efectos de los montones de «Calma» que he segregado –admitió Sma mientras abría la puerta y se colocaba la cabeza del disfraz–. Pero hasta entonces… Bueno, prefiero no perder mi tiempo y mis energías enfureciéndome.

Avanzaron por el pasillo. Sma se volvió hacia los débiles campos de colores contritos que envolvían a la máquina.

–Venga, unidad… Se supone que vamos a un baile de disfraces, ¿no? Pero te aconsejaría que intentaras dar con algo un poquito más imaginativo que un modelo a escala, ¿de acuerdo?

–Hmmm… –dijo la máquina–. ¿Tienes alguna sugerencia al respecto?

–No se me ocurre nada. –Sma suspiró–. ¿Qué te quedaría bien? Quiero decir… ¿Cuál es el disfraz perfecto para un bastardo hipócrita, cobarde, mentiroso y presumido que es incapaz de sentir el más mínimo respeto por otra persona y que no confía en nadie?

Fueron acercándose al ruido y las luces de la fiesta. Sma llevaba bastante rato sin oír ni el más mínimo sonido procedente de la unidad, por lo que acabó girando sobre sí misma y vio a un joven apuesto y de proporciones clásicas aunque de aspecto curiosamente anónimo siguiéndola por el pasillo. Los ojos del joven se apartaron lentamente de su trasero y fueron subiendo hasta encontrarse con su mirada.

Sma dejó escapar una carcajada.

–Sí…, magnífico. –Dio unos cuantos pasos más–. Aunque pensándolo mejor…, creo que prefería el modelo a escala.

XI

N
unca escribía en la arena, y hasta el dejar pisadas en ella le disgustaba. Pensaba que era una especie de comercio desarrollado en un solo sentido. Él se encargaba de recorrer la playa, y el mar proporcionaba los materiales, mientras que la arena se limitaba a ser la intermediaria que desplegaba los artículos como si fuera el inmenso y húmedo mostrador de una tienda colosal. La simplicidad de ese acuerdo siempre le había complacido.

A veces se entretenía observando pasar los barcos, y había momentos en los que deseaba estar a bordo de una de esas diminutas siluetas oscuras que iban de camino a un lugar pintoresco y exótico, o –si hacía un cierto esfuerzo de imaginación– a un puerto tranquilo repleto de luces parpadeantes, risas afables, amigos y bienvenidas. Pero lo más normal era que ignorara el lento desplazarse de esos puntitos y siguiera concentrado en la tarea de recorrer la playa recogiendo cosas con los ojos clavados en la espuma marrón grisácea que cubría la curva de la playa. El horizonte estaba limpio y vacío, el viento canturreaba sobre las dunas y los pájaros marinos giraban sobre su cabeza lanzando chillidos estridentes agradablemente desprovistos de sentido e impregnados de una vaga irritación que hacían vibrar la bóveda del cielo.

Los vehículos terrestres chillones y ruidosos que le visitaban de vez en cuando llegaban del interior. Siempre estaban adornados con gran abundancia de metales relucientes y luces parpadeantes, tenían ventanillas de muchos colores y rejillas o paneles sobrecargados de adornos complicadísimos. Los banderines aleteaban a su alrededor y pinturas concebidas con grandes dosis de entusiasmo pero pésimamente ejecutadas parecían chorrear de sus flancos. Los vehículos venían por el camino arenoso que llevaba a la ciudad-aparcamiento gruñendo, tosiendo y eructando humos mientras sus mecanismos protestaban por el exceso de carga que debían soportar. Los adultos asomaban la cabeza por las ventanillas o permanecían en equilibrio inestable sobre las rampas laterales; los niños correteaban al lado de los vehículos, se agarraban a las tiras y escaleras que cubrían sus flancos o chillaban y protestaban sentados en el techo.

Venían a ver al hombre extraño que vivía en la pintoresca choza de madera de las dunas. Vivir en algo que estaba unido al suelo y que no se movía nunca –algo que ni tan siquiera podía moverse–, les fascinaba y, al mismo tiempo, les producía una leve sensación de repugnancia. Los visitantes clavaban la mirada en el punto donde la madera y el papel embreado se encontraban con la arena, meneaban la cabeza y caminaban lentamente alrededor de la choza como si estuvieran intentando averiguar dónde tenía las ruedas. Hablaban entre ellos tratando de imaginar lo que sería soportar el mismo paisaje y la misma clase de clima día tras día. Abrían la puerta y olisqueaban la oscura atmósfera impregnada de humo y olor a hombre del interior de la choza, y se apresuraban a cerrarla afirmando en tono muy enfático que vivir unido a la tierra sin moverse nunca del mismo sitio no podía ser sano. Insectos, podredumbre, atmósfera estancada… No, no podía ser nada sano.

Él no les hacía ningún caso. Comprendía su lenguaje, pero fingía no entender ni una sola palabra de lo que decían. Sabía que la siempre cambiante población de la ciudad-aparcamiento que había en el interior le conocía como «el hombre–árbol», porque les gustaba imaginar que había echado raíces y que estaba tan unido al suelo como su choza desprovista de ruedas. Lo más normal era que cuando venían estuviese fuera de la choza y no llegara a verles. Los visitantes pronto dejaban de interesarse en aquel extraño espectáculo y se dirigían a la playa para chillar cuando las olas les mojaban los pies, arrojar piedras al océano y construir castillitos de arena. Después regresaban a sus vehículos-hogares y se alejaban de regreso hacia el interior acompañados por un coro de chirridos, gruñidos y bocinazos y envueltos en un parpadear de luces, y volvían a dejarle solo.

Apenas pasaba un día sin que encontrara algún pájaro marino muerto, y tropezaba con los despojos de los mamíferos marinos traídos por las olas cada tres o cuatro. Las algas y las flores del mar yacían sobre la arena como las guirnaldas y confetti que cubren el suelo después de una fiesta, y cuando se secaban ondulaban al viento desenredándose lentamente para acabar desintegrándose y ser arrastradas hacia el mar o perderse tierra adentro en un último despliegue de colores y podredumbre.

En una ocasión encontró un marinero muerto cuyo cuerpo había sido deformado por la prolongada estancia en las aguas. El lento palpitar espumoso del mar movía rítmicamente una de sus piernas. El hombre contempló el cadáver durante un rato. Después vació la bolsa de lona que contenía el botín traído por las olas y tapó delicadamente la cabeza del marinero y la parte superior de su torso con ella. La marea estaba bajando, y el cuerpo no sería arrastrado playa arriba. El hombre fue a la ciudad-aparcamiento –por una vez el carrito de madera en el que transportaba los tesoros del mar no iba delante de él abriéndole camino–, y habló con el sheriff.

El día en que encontró la sillita pasó de largo junto a ella, pero cuando volvió a pasar por aquel trozo de playa vio que seguía allí. Siguió andando y al día siguiente se alejó en dirección opuesta caminando hacia un horizonte distinto, y pensó que la tempestad que se produjo durante la noche la habría hecho desaparecer, pero al día siguiente vio que estaba en el mismo sitio, así que se la llevó a su choza y la aseguró con lianas sustituyendo la pata que había perdido por una rama encontrada en la playa. Después colocó la sillita junto a la puerta de la choza, pero nunca se sentaba en ella.

Una mujer venía a la choza cada cinco o seis días. La conoció en la ciudad-aparcamiento poco después de llegar allí, al tercer o al cuarto día de una borrachera continuada en la que no pensaba introducir ningún intervalo de sobriedad. Pagaba a la mujer por las mañanas, y casi siempre le daba más dinero del que creía que esperaba recibir porque se daba cuenta de que aún no había logrado superar del todo el miedo que le inspiraba aquella extraña vivienda sin ruedas.

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