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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (41 page)

BOOK: El umbral
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—A veces, no puedo evitar pensar que el padre Boudrault y yo fuimos instrumentos del Mal, sin saberlo… Por eso estamos condenados…

—¿Cree que está condenado por eso?

Me mira. Una pobre sonrisa surca las arrugas.

—Usted es científico, doctor. Es evidente que no cree en el infierno, con el fuego y el suplicio eterno… Yo tampoco, por otra parte… Ya no sé en lo que creo… Cuanto más se busca la verdad, más se duda de todo…

Adelanta la cabeza y unas sombras espantosas se dibujan en su rostro antiguo.

—Pero existen otras condenas, además de las del infierno…

Un dedo helado recorre mi espalda de arriba abajo. No podría explicar lo que quiere decir y, sin embargo, lo comprendo perfectamente. La luna se esconde de nuevo y la cara trágica vuelve a las tinieblas.

Nos quedamos un momento callados. El detalle que me chirría me viene de nuevo a la mente.

—Ha dicho que todo esto sucedió durante la noche del quince al dieciséis de junio…

—Sí, poco después de medianoche…

—Entonces, Roy nació el dieciséis de junio… Sin embargo, su cumpleaños es el veintidós…

—Recuerde que fue adoptado. Lo llevamos al hospital el día dieciséis, pero imagino que la administración del orfanato eligió el veintidós porque sería la fecha en que lo inscribieron oficialmente o algo así… Como era evidente que sólo tenía unos días de vida, apenas había diferencia… Pero yo sé que nació el dieciséis, la misma fecha del cumpleaños del padre Pivot…

—¿Qué está diciendo?

—Henri Pivot nació el dieciséis de junio de 1916. Aquella noche del terror se desarrolló cuando cumplía cuarenta años. Para él, debía de tener un valor simbólico… Roy cree que falta más de una semana para su cuarenta cumpleaños…, pero en realidad será el lunes, dentro de dos días…

De nuevo, adelanta la cabeza, pero esta vez ninguna luz ilumina sus rasgos. Sólo sus ojos azules brillan como los de un gato.

—Si yo fuera usted, el lunes estaría con él…

Me muerdo el labio inferior. No sé qué pensar.

—Quizá no pase nada, sabe…

—Quizá —se limita a repetir el sacerdote—. En todo caso, yo estaré aquí. Y esperaré.

Su observación me resulta enigmática y se lo comento:

—Aunque el lunes ocurra algo, usted no lo sabrá…

Se recuesta en el sillón. Su voz se vuelve un susurro.

—¡Oh, sí, lo sabré…!

Me levanto con torpeza, algo inestable. El sacerdote no se mueve. El salón está tan oscuro como una gruta. Entonces una silueta entra en la habitación y, silenciosamente, se coloca junto al padre. Gervaise. Aunque no distingo su cara, estoy convencido de que me mira con intensidad. De repente, tengo deseos de marcharme. Camino hacia la puerta que da al pasillo, casi a tientas, y en el momento de salir de la estancia, me vuelvo por última vez. Veo dos sombras, una de pie y otra sentada, como dos viejas estatuas lúgubres, detenidas en la eternidad…

—Y usted… ¿qué va a hacer ahora?

La voz surge de la nada.

—Rezar. No sé si creo aún en la utilidad de esta práctica, pero es el único recurso que me queda.

Marcharme, inmediatamente, deprisa…

Salgo sin decir una palabra.

Fuera, el aire frío me sienta bien. Una ligera lluvia me refresca la cara. Camino titubeando en dirección al coche, como si estuviera ebrio. Ebrio de emociones locas, contradictorias. Justo antes de abrir la puerta, vuelvo la cabeza hacia la iglesia.

Se levanta hacia el cielo negro, imponente. Antes me pareció tranquila, pintoresca. Ahora me resulta terrible y amenazante. Tengo la impresión de que esconde secretos inmundos y de que, si abriera la puerta, una oleada de sangre y de cadáveres llegaría hasta mis pies.

Hago una mueca al montar en el coche y arranco. Circulo a toda velocidad y, a lo largo del trayecto, intento tranquilizarme. Mi malestar disminuye, pero la angustia que me atenaza persiste. Imagino al padre Lemay solo en el salón, sentado sin moverse, con la cabeza mirando al suelo, sumido en tinieblas… Y Gervaise a su lado, que le vigila… por toda la eternidad…

Ahuyento esta idea de mi espíritu atormentado.

En la habitación del hotel, pienso en llamar a Jeanne, pero me noto demasiado alterado, demasiado confuso. Aún no sabría qué decirle. Me siento en la cama y me llevo las manos a la cara.

Miro la pared, delante de mí. Me zumban los oídos, como si miles de voces intentaran revelarme cosas inadmisibles.

—¡No puede ser!

Poco a poco, el zumbido disminuye y distingo una voz con claridad. Es la de Jeanne.

«¡Has dicho que estarías dispuesto a encontrar cualquier explicación, Paul! Racional o no…».

Muevo la cabeza mientras gruño ligeramente. Aunque admitiera esta…, esta historia, ¿acaso lo explica todo?

El padre Lemay tiene razón, la verdad completa permanece en la sombra…

Y aunque pudiera alcanzar esta verdad, ¿sería capaz de aceptarla? ¿Es sólo imaginable?

Siento que se me llenan los ojos de lágrimas. ¿Por qué me he encontrado con Roy, por qué? ¿Por qué no lo llevaron a otro hospital aquella noche? ¡Mi vida era monótona y vacía, pero tranquila! Ahora…

Ahora…

Roy cumplirá cuarenta años el lunes… Como Pivot en su última ceremonia…

¿Acudiré el lunes al hospital? Si lo hago, ¿no es una manera de admitir que realmente va a pasar algo?

Me dejo caer hacia atrás y mi cabeza aterriza en la almohada. Miro el techo, completamente perdido.

Ante mí, siempre están las dos puertas. La que se encuentra entornada se abre un poco más. Lo quiera o no.

No podré quedarme en el umbral durante mucho tiempo. Además, era lo que deseaba: cruzar una de las dos puertas, sin importarme cuál.

Ahora ya no sé si lo deseo. Ya no sé nada.

Entro en la iglesia. Dentro es un caos. Hay sangre por todas partes, gritos y, sobre todo, gente… Archambeault, que dispara sobre los niños que desfilan delante de él… Boisvert, que corre con los ojos reventados… Dos punks, que se matan en un rincón… Una mujer, que arrastra dos cadáveres de bebés cogidos por el pelo… Quemados, ahogados, asesinados, suicidas… Camino entre esta multitud macabra. Delante del altar, reconozco al padre Pivot. Alto, calvo…, como en la foto que vi en el periódico. Sin embargo, su rostro es maléfico y su sonrisa perversa. Levanta a un bebé cubierto de sangre por encima de su cabeza y me grita
:

—¡El Mal nunca muere, doctor! ¡Nunca! ¡Y su poder es fabuloso!

En sus manos, el bebé crece, envejece. Se convierte en Roy adulto. Yo le suplico en medio de los gritos de sufrimiento de los moribundos que me rodean
.

—¿Quién es? ¿En qué se ha convertido? ¿Qué ocurrió aquella horrible noche? ¡Cuéntemelo todo!

Pivot me mira con sus ojos de fuego. Aún sostiene a Roy adulto por encima de su cabeza. Grito
:

—¡Quiero la verdad!

—¿La verdad? —vocifera el cura—. ¡Aunque la tuviera delante de sus narices, no podría comprenderla!

A continuación, me lanza a Roy. Veo que el escritor se me viene encima, gritando. Y sus ojos, sus ojos aumentan, se hacen inmensos… Algo aparece en su ojo sano…, esa sombra familiar, que siempre he vislumbrado sin llegar a comprenderla realmente… y que ahora parece revelarse en todo su horror, en todo su…, su…

¡El Mal! ¡El Mal! ¡El Mal!

Me despierto gritando. Un alarido real que lanzo en las tinieblas de mi habitación de hotel.

¡He estado a punto de ver! ¡He estado a punto de ver! Un segundo más y habría visto! ¡Habría realmente visto!

«Y no lo habrías soportado», añade una voz en mi cabeza.

Me dejo caer sobre las sábanas húmedas, empapadas de sudor. Creo que lloro, sin darme cuenta en realidad…

¿Es cierto? ¿Habría sido incapaz de soportar esta revelación?

Archambeault, Boisvert…, Roy… Y tantos otros…

Pivot no sólo ha visto… Él ha…, ha…

«¿La verdad? ¡Aunque la tuviera delante de sus narices, no podría comprenderla!».

Sólo era un sueño… Sólo era eso, sólo…, sólo…

Me pongo el brazo sobre los ojos y me echo a llorar, como un niño perdido en medio del bosque, lejos de su madre y de su casa.

Y, por primera vez desde hace mucho, mucho tiempo, tengo miedo de verdad. Miedo a enfermar.

Capítulo 19

L
A jornada del domingo es un calvario.

Consigo asistir a casi todas las conferencias, pero no escucho nada. Pienso en mi sueño y en el padre Lemay, y tengo la frente continuamente húmeda.

A mitad de la tarde, debo participar en una conferencia, pero me disculpo con el pretexto de estar mareado, cosa que no se encuentra lejos de la verdad. Subo a mi habitación y me acuesto unas horas, aunque me agito en un sueño atormentado que me agota aún más. Tomo unas aspirinas y, hacia la seis y media, me siento ligeramente mejor.

Todavía no he tomado una decisión: ¿debo regresar a Montreal esta misma tarde o esperar al martes, que acaba el congreso?

Por fin, decido llamar a Jeanne. Me sale el contestador. Es verdad, ahora me acuerdo: es domingo, el «día en pareja» de mi compañera de trabajo, y es sagrado… Estará en el cine con Marc o en un restaurante. Cuelgo sin dejar mensaje.

Doy vueltas alrededor de la habitación. Está invadida por el humo de los cigarrillos, que fumo uno detrás de otro. Pienso en las peleas que surgen desde hace un tiempo en el hospital… En el ambiente sombrío que reina allí…

Y, sobre todo, en el lápiz que encontraron en la habitación de Roy…

No aguanto más y llamo al hospital. Me identifico y pregunto si va todo bien.

—Bueno, hace una hora que he llegado, pero Nicole me ha dicho que la tarde ha sido espantosa.

—¿Y eso?

—Ha habido peleas, al parecer… Una especie de pequeño motín… Una riña de diez personas, creo. Nicole me ha dicho que era bastante grave: había dos guardias de seguridad, pero no ha sido suficiente y han llamado a más…

Siento que me vuelve a dar un fuerte mareo.

—Y… ¿hay heridos?

—Sí, algunos, me parece… En cualquier caso, todo ha vuelto a la normalidad. Ahora hay aquí tres guardias de seguridad… Digamos que el ambiente no es de color de rosa, pero al menos está tranquilo…

—¿Qué hacen los pacientes en este momento?

—Casi todos están en su habitación… Creo que la pelea de esta tarde los ha puesto tristes —la enfermera se ríe—. Esta semana han estado un poco difíciles, ¿no? Incluso Nicole no parece encontrarse bien últimamente…

—¿Y el señor Roy? ¿Dónde…, dónde está?

—En su habitación. Pero ha tenido una crisis hace media hora… Decía que quería morirse, que no debíamos impedir que se quitara la vida… Deliraba. Le hemos dado un sedante.

La cabeza me da vueltas y le doy las gracias torpemente a la enfermera.

Cuando cuelgo el teléfono, me dejo caer en un sillón, con los brazos entre las piernas.

Roy… Roy que no comprende, pero que sabe que va a pasar algo…, que está pasando…

De repente, me olvido de la lógica y del sentido común. Me levanto y hago la maleta. Rápidamente.

Abajo, me encuentro con un colega a quien explico mi marcha: problemas en casa, una urgencia…, cualquier excusa. Dice que lo siente mucho y que avisará a los demás.

En el coche, mientras circulo por la autopista de Montreal, me llamo idiota e imbécil. Reacciono con demasiada emoción. Estas peleas no prueban nada: basta que un paciente sufra una crisis para que los otros decidan…

«Basta. Basta de racionalizar las cosas. Quieres ir porque tienes miedo. Tienes miedo de que sea verdad, de que ocurra algo grave mañana, el día del verdadero cumpleaños de Roy. Asúmelo».

Enseguida, dejo de justificarme. El pánico se apodera de mí y acelero de forma imprudente. Una vocecita me dice que debería conducir con más cuidado, que no puedo ir tan deprisa, pero parece que soy incapaz de razonar. Adelanto a todos los coches y provoco un concierto de cláxones a mi paso. Conduzco como un loco durante más de una hora. Estoy a punto de adelantar a un camión con tráiler, cuando una idea me trastorna. Pienso en el relato del padre Lemay…

En Pivot detrás del altar de la iglesia…

Inclinado sobre una mujer encinta…

Una mujer encinta con la barriga abierta…

—¡Oh, Dios mío!

Este pensamiento me ciega con tal terror que durante un segundo no veo la carretera, no veo nada. No me doy cuenta de que mi vehículo se va hacia la izquierda hasta que el largo aullido de un claxon detrás de mí me devuelve a la realidad: estaba bloqueando a un vehículo que quería adelantarme. Enloquecido, doy un furioso volantazo hacia la derecha, con demasiada violencia. Pierdo por completo el control y mi coche se sale de la carretera. Recorre varios cientos de metros campo a través, dando botes caóticos, mientras que, en el interior, tengo la sensación de que un gigante loco sacude el automóvil en todas direcciones.

«¡Ya está, voy a matarme! El coche va a volcar o chocará con un poste o…».

Sin embargo, el vehículo acaba por inmovilizarse. Aturdido, miro alrededor. Estoy en medio del campo, sano y salvo. Suelto un largo suspiro de alivio. Pero ¿cómo me ha dado por conducir como un loco? ¡Ya llegue a Montreal a las nueve o a las doce de la noche, nada cambiará! ¡Entonces, calma!

Pongo el coche en marcha y acciono la palanca de cambios. Está completamente suelta. ¡Se ha roto!

Suelto un grito de rabia y pego un fuerte puñetazo en el volante. Me tranquilizo y reflexiono sobre la situación. ¿Cuál es la última salida que he pasado? Drummondville, me parece… Cojo el móvil.

Media hora más tarde, una grúa nos lleva al coche y a mí a un taller de Drummondville.

—Esta noche es imposible repararlo; son más de las nueve —me explica el conductor—, no habrá ningún taller abierto. Tendrá que esperar a mañana por la mañana. Y si es la transmisión, puede ir para largo…

Hago una mueca.

—Pero puede dejar su coche en el patio de mi taller hasta mañana, si quiere…

Se lo agradezco. Con el móvil, llamo a la terminal de autobuses y a la estación de tren: no hay salidas esta noche, pero hay un tren para Montreal mañana por la mañana, a las ocho y media.

En la acera, reflexiono mientras me muerdo los labios. Bueno. Podría estar en el hospital antes de las doce… Es bastante razonable, me parece… Después de todo, me ha entrado un pánico infundado, antes, en Quebec… Si debe pasar algo, será mañana, en el cumpleaños de Roy…

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