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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (15 page)

BOOK: El umbral
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—Sólo dos testigos de cuatro han dicho que tenía ese aspecto…

—Lo sé, Jeanne. La policía emite una hipótesis, nada más. Goulet ha resumido los hechos así: Roy vio la matanza y se marchó antes que los policías llegaran… y, unas nueve horas después, se corta los dedos e intenta suicidarse.

Miro a Jeanne con intensidad. Ella deja de mover el vaso que tiene entre las manos.

—¿No pensará la policía que Roy tiene algo que ver con la masacre?

—Como Goulet me ha dicho, las masacres de ese tipo se realizan casi siempre en solitario, sin cómplices. Hay muchos ejemplos que lo demuestran. Eso no impide que la actitud de Roy justo antes de la matanza intrigue a la policía. Y su intento de suicido, unas horas más tarde… Esta casualidad resulta curiosa.

Jeanne bebe un trago de zumo, pensativa. Yo doy una larga calada al cigarrillo y observo de nuevo a la pareja de enamorados. Siempre en la misma posición. Siempre los ojos en los ojos. Siempre confiados. De repente, me siento triste. ¿Cuándo fue la última vez que Hélène y yo salimos así, como enamorados? ¿Cuánto tiempo hace que no miro a los ojos de mi mujer para perderme en la felicidad que su mirada me propone?

¿Cuándo me lo he creído por última vez?

Pongo de nuevo mi atención en Jeanne. Ella señala con el dedo mi vaso, lleno en sus tres cuartas partes.

—¿Esperas a que las bacterias se desarrollen en su interior?

—No tengo mucha sed…

Después de un corto silencio, pregunta:

—¿Y bien?

—Pues Goulet me ha dicho que han reabierto el expediente de Roy. Al menos, a dos detectives les gustaría hacerle algunas preguntas sobre el caso Archambeault. Así que esperan que sepamos sacarlo de la catatonia lo antes posible.

Al final, bebo un trago de mi vaso.

—La policía también ha impreso lo que Roy estaba escribiendo aquella noche…

Los ojos de Jeanne brillan.

—¿Y qué es?

—Evidentemente, el comienzo de una novela.

—¿De qué trata?

—Adivina.

Mi compañera mueve la cabeza en gesto de asentimiento, con cara de haberlo entendido:

—La historia de un policía que quiere matar a unos niños, supongo…

—Exactamente. Aunque hay algunas diferencias: no ocurre en Montreal y parece que el policía va a matar a los niños en el patio del colegio en vez de en plena calle… Pero es evidente que está inspirado en la matanza de la calle Sherbrooke. Esto ha dejado impresionado a Goulet. Entonces le he explicado nuestra hipótesis sobre el caso Roy.

—¿Y qué piensa él?

—Le parece coherente. Dice que nosotros somos los especialistas, así que… Aunque, como él no debe dejar nada a la casualidad, el testimonio de Roy sería importante.

Jeanne bebe de su zumo. Esta tarde es de naranja.

—¿Te das cuenta, Paul, que ya son seis dramas mortales los que ha presenciado Roy?

—He pensado en ello y, en el momento, me ha extrañado, lo confieso… Pero después de reflexionar, creo que esto refuerza nuestra hipótesis.

—¿De verdad?

—Por supuesto. Roy no quería seguir escribiendo porque se sentía culpable de inspirarse en la realidad, ¿no? Vale. Fue capaz de reprimirse durante unos diez meses… Sin embargo, por casualidad, hace poco menos de tres semanas, presencia la matanza de la calle Sherbrooke. Esto le inspira a su pesar y vuelve a escribir. La culpabilidad se reproduce… y ya sabemos la continuación.

Aplasto el cigarrillo y concluyo:

—Precisamente, esta serie de increíbles casualidades provocó la crisis de Roy, que acabó por convencerse de que él causaba el daño… El último suceso fue la gota que colmó el vaso…

Jeanne, atenta, parece estar de acuerdo conmigo, aunque percibo cierta perplejidad en su expresión.

—De todas maneras, Paul, seis veces… ¡Seis! ¿No te resultan esas casualidades… desconcertantes?

Sonrío con ironía.

—¿Hasta el punto de creer las elucubraciones de Monette?

—¡No! —responde mi colega con un gesto irritado—. ¡Por supuesto que no! Sólo que…

Tiene un tic, exasperada por su propia reacción.

—¡Mierda, debo de ser demasiado impresionable!

Asiento en silencio, satisfecho de que se haya dado cuenta. De repente, me encuentro muy cansado. Vuelvo la cabeza hacia la joven pareja de tortolitos. Una vez más, me quedo mirándolos.

¿Cómo pueden creer…? ¿Cómo?

Murmuro algo.

—¿Qué? —pregunta mi compañera.

Regreso a la tierra. Mi voz ha perdido gas, como la cerveza que no consigo acabarme.

—Estoy cansado… Creo que me voy a casa…

—Hablamos de otras cosas, si quieres…

—No, no es eso. He tenido una jornada cargada de trabajo.

Jeanne lo comprende. Me levanto, con la espalda dolorida. ¿Tan viejo estoy? Se ha hecho completamente de noche, las discretas luces de la terraza difunden una luminosidad rojiza.

—No vuelvas muy tarde, si no, llamaré a Marc para decirle que te ligas a todos los tíos del bar…

—No lo dudes… ¡Con mi barriga, voy a tener un éxito arrollador!

Nos damos un beso y me alejo. Siento unas ganas repentinas de echar una última mirada a la pareja de enamorados. La pareja de creyentes.

Pero resisto la tentación.

Capítulo 7

A
ÚN no me he terminado los huevos del desayuno cuando me llama Goulet.

—Buenos días, doctor Lacasse. Espero no haberle despertado.

Me apoyo contra la pared mientras suelto una risa sarcástica.

—En absoluto, pero desconfío de sus llamadas telefónicas, sargento… ¿Qué me va a comunicar hoy? ¿Qué Roy se encontraba en Dallas en 1963?

—No, no es nada impactante, no se preocupe. Le llamo para pedirle un favor. Tenemos intención de interrogar a Archambeault para ver si sabe algo sobre Roy…

Me sorprendo.

—¿Cree que Archambeault y Roy organizaron juntos la masacre?

—Honestamente, no. Además, su explicación de ayer sobre las posibles causas de la crisis de Roy me parece satisfactoria. Pero también le dije que había que comprobarlo todo: es nuestro trabajo.

—Lo comprendo.

—Y eso me lleva al motivo de mi llamada. El sargento detective Bélair, que se ocupa del caso Archambeault, desea interrogarle hoy mismo. He pensado que usted podría acompañarlo.

Aunque estoy solo en el salón, abro unos ojos como platos. Debo de parecer un personaje de cómic.

—¿Cómo?

—Me parece que, para interrogar a un loco furioso, la presencia de un psiquiatra no está de más. Desde luego, podríamos elegir a otro, pero como usted se ocupa del caso Roy…

—Ese interrogatorio, ¿dónde tendrá lugar?

—Pues… en el Léno, donde está internado Archambeault…

Cierro los ojos y me paso un dedo por la frente. De pronto, lamento haber cogido el teléfono.

—Oiga… ¿Es realmente necesario que sea yo?

Goulet parece un poco desconcertado.

—Eh… No, desde luego que no, sólo que… Pensé que le interesaría… Como usted se ocupa del caso de Roy y es posible que esté implicado en el asunto Archambeault… Poco probable, pero posible… Esto hace que… Me parecía una buena ocasión para usted de…

Se calla, un poco perplejo por mi falta de entusiasmo. Tiene razón. Esta oferta debería interesarme, aunque sólo fuera por motivos profesionales.

Pero en el Léno… Enfrentarme de nuevo a un…

Veinticinco largos años concentrados en un terrible instante.

Suspiro lo más silenciosamente posible.

—Por supuesto… Tiene usted toda la razón.

Me cita con Bélair por la tarde y cuelgo. Hélène se acerca para preguntar quién era.

—El sargento detective Goulet…

—¿Qué sucede? Estás muy pálido…

Sonrío para tranquilizarla, pero mi sonrisa debe de ser tan alegre como un coche fúnebre.

—Vuelvo al Léno, Hélène…

De golpe y porrazo, me duele el estómago. Sin embargo, el trayecto se ha desarrollado bastante bien. Bélair, un tipo fortachón de gesto adusto, me ha dado las gracias por acompañarlo. Según él, no tendría que intervenir, salvo si lo estimo necesario. Esto me ha dejado satisfecho. Hasta me ha tranquilizado. Así que he visto desfilar con cierta serenidad el bulevar Henri-Bourassa por la ventilla del coche. Incluso, cuando han desaparecido las últimas casas, me sentía relativamente bien. Pero en cuanto el instituto ha aparecido entre los árboles, el dolor de estómago se ha manifestado con una sádica punzada.

Nos paramos delante de la garita. El guardia sale y nos pregunta. Al Léno no vuelve quien quiere. El policía se presenta y enseña su carnet. Por fin, la barrera que está delante de nosotros se levanta despacio y circulamos en dirección al aparcamiento.

Este trayecto, este ritual de llegada, lo he realizado tantas veces…

Salimos del coche y Bélair, a pesar de su aspecto de mastodonte que está curado de espanto, muestra signos de nerviosismo mientras observa el edificio.

—Nunca he pisado un manicomio…

Manicomio. Este arcaísmo me divertiría si no me doliera el estómago.

—Todo irá bien, ya verá…

Me mira. El tono verdoso de mi rostro no le resulta tranquilizador.

—No parece muy seguro…

Me río sin alegría.

—Para usted, todo irá bien. Aparte de Archambeault y de un par de médicos, no veremos a nadie. Nos van a conducir directamente al locutorio.

Añado en voz baja:

—Para mí, será un poco más duro…

—¿Por qué?

Con un gesto le indico que no es importante y caminamos hacia la puerta de entrada. Nos rodea un silencio total y soy incapaz de quitar los ojos de la puerta que se acerca. Cada paso, me hace retroceder en el tiempo. De repente, los recuerdos que me esfuerzo por olvidar desde hace años surgen dentro de mí, los recuerdos que nacen de mi dolor de estómago y que alimentan mi sufrimiento.

Se llamaba Jocelyn Boisvert. Estaba ingresado en el Léno por haber matado a su mujer con sus propias manos. Le había abierto el vientre con las uñas. Cuando la policía lo descubrió, se encontraba metiendo en la boca abierta del cadáver todos los órganos que podía extirpar del cuerpo. Aquel día en el Léno —una mañana de primavera, me acuerdo bien—, Boisvert había conseguido salir de su habitación en el momento en que yo atravesaba el pasillo. Algunos pacientes tienen derecho a pasear por ciertas zonas, pero Boisvert sólo podía abandonar su cuarto bajo estrecha vigilancia. Sigo sin saber, a día de hoy, cómo salió, aunque, de todas maneras, no tiene ninguna importancia.

Se abalanzó sobre mí. Era alto, fuerte y pesado. Caí de espaldas. Se me sentó encima y me inmovilizó contra el suelo. Luego acercó su cara demente a la mía. Recuerdo hasta los más mínimos detalles. Recuerdo que tenía pelos grises en la barba. Recuerdo que poseía una pequeña cicatriz blanca en el puente de la nariz. Recuerdo que su aliento olía a café. Recuerdo que me dijo que iba a morir.

—¡Míreme! —vociferó con una voz ronca, como si unos guijarros entrechocaran en su garganta—. ¡Míreme a los ojos!

Jadeante, le obedecí, incapaz de gritar, pues el miedo me privaba de toda voluntad.

—¿Qué ve usted? —me gritó en plena cara.

Yo oía un corazón latir a toda velocidad. Aún hoy ignoro si era el suyo o el mío.

—¿Qué ve usted?

Locura, desde luego. Odio. Pero, sobre todo, desesperación. Una inmensa, inconmensurable e inhumana desesperación. Una desesperación que inundaba literalmente sus pupilas.

Aunque había algo más en esa mirada imposible.

Algo peor que no lograba identificar…

Y el miedo paralizaba mi lengua.

De repente, Boisvert dirigió los pulgares hacia su rostro. Durante una fracción de segundo, aún vi la desesperación en su mirada, así como ese brillo indefinible; luego se metió los dos dedos en las órbitas, hasta el fondo.

En ese momento, pude gritar por fin. Sin embargo, mi grito se transformó enseguida en un horrible gargarismo, porque mi boca estaba llena de sangre, de la sangre que salía a borbotones de los ojos reventados de Boisvert. Habría querido volver la cabeza, pero el demente, que se había sacado los pulgares de los ojos, agarró mi cabeza con ambas manos y la mantenía inmóvil, bien derecha. Como un Edipo de pesadilla, se inclinaba sobre mí y, mientras sus órbitas reventadas continuaban vaciándose sobre mi rostro, él gritaba como un animal, gritaba palabras que me atormentaron por las noches durante semanas:

—¡Lo veo! ¡Lo veo! ¡Lo veo!

Al final, dos enfermeros lo agarraron por los hombros y consiguieron tirarlo hacia atrás. Sin embargo, yo seguía oyendo alaridos. Los míos. Mis gritos, que ya no podía silenciar.

En el informe oficial, yo era el segundo o el tercer médico que había sufrido una agresión por parte de un enfermo desde la apertura del instituto. Una auténtica mala suerte.

Me quedé dos semanas en casa. Durante la convalecencia, me enteré de que Boisvert había muerto a consecuencia de las heridas.

Un mes más tarde, conseguí el traslado al Hospital Sainte-Croix. Desde aquel día, no volví a pisar el Léno.

Mi dolor de estómago empeora.

En el interior, nada ha cambiado. La misma recepción acristalada, con varios agentes de «seguridad estática» detrás. La misma antecámara con dos puertas —es preciso asegurarse de que la primera está bien cerrada antes de abrir la segunda—, que debemos atravesar. Al otro lado, el médico que nos espera es un viejo conocido: Joseph Lucas. Siempre le gustó su trabajo en el Léno y mi marcha lo entristeció mucho.

Cuando nos ve, abre unos ojos como platos. O, más bien, cuando me ve.

—¡Paul! ¡Eh, viejo amigo, ha pasado un siglo!

—No tanto…

Le explico la razón de mi presencia. El policía se presenta. La charla de rigor. Mi estómago sigue en pleno caos. Aunque no nos encontramos en la zona de los pacientes, no puedo evitar mirar alrededor de mí.

—Vamos al locutorio —anuncia Lucas—. Allí veréis al señor Archambeault.

Por el camino, Bélair, que parece haber recuperado su aplomo, pregunta a Lucas:

—¿Habla mucho Archambeault?

—En realidad, no. ¿Estás al corriente de la historia, Paul?

—Como todo el mundo, pero no conozco los pormenores. Cada vez que un artículo del periódico entraba en detalles, yo pasaba la página…

Me lo explican. Como cada mañana, Archambeault empezó su patrulla sobre las nueve, junto con su compañero Boisclair. Por la tarde, los agentes detuvieron un vehículo por exceso de velocidad en la calle Sherbrooke, a menos de cincuenta metros de Pie-IX. Boisclair salió para ir a pedir la documentación al conductor. El agente ha explicado que, en un momento dado, mientras hablaba con el conductor, oyó unos disparos. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era su compañero el que disparaba a los niños, en la esquina de Sherbrooke y Pie-IX. Entonces se abalanzó sobre su colega, horrorizado y estupefacto. Y, mientras el policía que se había vuelto loco cargaba una de sus dos armas, Boisclair le disparó una bala en la pierna. Archambeault cayó al suelo y Boisclaire estuvo apuntándole con la pistola hasta que llegó la otra patrulla, poco tiempo después.

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