Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—Morir sería fácil —repuso el que fuera un aguerrido general, lanzando un vistazo de soslayo al monolito.
Lunitari, hasta entonces ausente, inició su ascensión hacia el cenit. El halo sanguinolento que irradiaba se fundió con los blancos, mortíferos rayos de Solinari para proyectar una luz fantasmal sobre el maltratado paraje. La pétrea superficie del monumento, saturada de lluvia, reverberó en el claro de luna y la leyenda, esculpida en bajorrelieve, adquirió realce merced al contraste de los trazos en el liso muro.
—Sería fácil acabar con todo —persistió Caramon, más para sí mismo que para ser escuchado—. Sería sencillo acostarme y dejar que me absorbiesen las tinieblas. Resulta curioso que Raist me interrogase, en una ocasión, sobre si sería capaz de seguirle a su universo de oscuridad —agregó, a la vez que desenvainaba la espada y comenzaba a cortar una de las ramas del vallenwood donde se habían refugiado.
—¿Qué haces? —preguntó el kender, sorprendido, consciente de que, a medida que hablaba, se había obrado una sutil evolución en la actitud de su amigo.
El guerrero nada dijo. Absorto en su labor, continuó arrancando astillas de la rama que pretendía desgajar del colosal tronco.
—¡Vas a confeccionarte una muleta! —exclamó Tasslehoff, y dio un brinco que denotaba extrema inquietud—. ¡Adivino tus intenciones! ¡Y es una locura! Me acuerdo muy bien de ese episodio, y más aún de cómo reaccionó el mago cuando aseguraste que partirías tras él sin vacilar. Declaró que no sobrevivirías, Caramon, que tu hercúlea fuerza de nada había de servirte.
El aludido se encerró en su mutismo. La húmeda madera se astillaba bajo sus poderosos mandobles. Una vez hendida, el hombretón se dedicó a aserrar con la hoja la parte central. Hizo algunas pausas esporádicas para examinar el nuevo frente de nubes que se aproximaba, eclipsando las constelaciones y fluyendo hacia los satélites.
—Hazme caso, te lo suplico —le exhortó Tas y, a fin de llamar su atención, lo zarandeó por el brazo que sostenía la espada—. Aunque viajaras al… allí —no consiguió reunir el coraje suficiente para pronunciar el nombre—, ¿qué harías?
— Lo que debería haber hecho hace tiempo —sentenció Caramon con resolución.
Viaje en el futuro
—Has decidido ir a su encuentro, ¿no es verdad? —vociferó Tas, tan excitado que dio un nuevo salto y se puso frente a los ojos de Caramon, atareado en cortar la rama—. ¡Es un perfecto desatino! ¿Cómo te las arreglarás para llegar junto a él, dondequiera que esté? Exacto —se reafirmó—, ni siquiera conoces su paradero.
—Tengo un medio infalible —le atajó el hombretón al mismo tiempo que, sin inmutarse, devolvía la espada a su vaina. Agarró acto seguido la zona trabajada con sus manazas y, doblándola y torciéndola, consiguió al fin romperla—. Préstame tu cuchillo —le pidió al kender.
El hombrecillo obedeció y quiso reanudar sus protestas mientras el compañero eliminaba las protuberancias del leño, sus marchitas ramificaciones, pero éste no le permitió iniciar su discurso.
—Conservo el ingenio arcano —se ratificó Caramon—, que me transportará a donde desee. ¡Y sabes dónde está el archimago tan bien como yo! —le reprendió a su amigo.
—¿El abismo? —preguntó Tasslehoff, tímido, quebrada su voz.
Un sordo trueno les incitó a espiar, temerosos, a los heraldos de la tempestad. El guerrero volvió a su tarea con renovado ímpetu y el hombrecillo, por su parte, expuso sus argumentos.
—El artilugio mágico nos sacó, a Gnimsh y a mí, del reino de la noche, pero estoy persuadido de que no te introducirá en él. Si lo activas, sufrirás una decepción, aunque será aún peor en el caso de que acate tu mandato. ¡Es un paraje escalofriante!
—No te precipites en tus conjeturas soy consciente de que el cetro podría negarse a conducirme al Abismo —le sermoneó el corpulento humano, y le hizo una seña para que se aproximara—. De momento, comprobemos si mi muleta responde. Vamos a la tum…, al obelisco de Tika, antes de que se desate otra turbonada.
Haciendo jirones el repulgo de su empapada capa, el hombretón la anudó en torno al extremo superior de la rama, encajó ésta en su axila y, a guisa de experimento, apoyó su humanidad sobre la estaca. El tosco soporte se hundió varios centímetros en el fango, pero él lo arrancó y dio una segunda zancada. El resultado fue idéntico, lo que no le impidió avanzar a ritmo lento y liberar de su peso la rodilla herida. Tas le ayudó a caminar y así, a trompicones, se abrieron camino en el encharcado terreno.
«¿Adonde nos dirigimos?», deseaba preguntar el kender, pero le asustaba la respuesta, de modo que, por una vez, no tuvo dificultad en callar. Sin embargo, Caramon pareció oír sus cavilaciones, pues, a los pocos instantes, le comunicó su plan.
—Es posible que el ingenio no me catapulte a las esferas de la Reina Oscura, pero hay alguien que sí posee la facultad de hacerlo —dijo, con el resuello alterado por el esfuerzo—. Accionaré este portentoso instrumento y me personaré ante él.
—¿Quién? —inquirió el otro, impregnado el tono de su voz de resquemor.
—Par-Salian. Nos referirá lo sucedido y me enviará donde tenga que ir.
—¿Par-Salian? —Tasslehoff se alarmó tanto como si el guerrero hubiera mencionado a la misma Takhisis— ¡Cometes una insensatez todavía mayor!
Trató de proseguir, pero una violenta náusea taponó la boca de su estómago y hubo de desistir. Se detuvo para vomitar y Caramon le aguardó, enfermizo su semblante bajo las luces de las lunas.
Convencido de haberse vaciado desde el copete hasta las botas, el kender se sintió un poco mejor. Indicó con un ademán al grandullón que ya había pasado el ataque, demasiado exhausto aún para hablar, y le alcanzó con paso bamboleante.
Vadeando en el fango, arribaron al obelisco y se apoyaron en él en busca de apoyo, agotados, como si en lugar de haber recorrido unos pocos metros hubieran atravesado medio Krynn. Caldeó la atmósfera un viento asfixiante, similar al que había acompañado la batalla. Los truenos, sus ecos, aumentaron de volumen de forma patente en su veloz recorrido a través de los planos superiores.
Bañado el rostro en sudor, los labios violáceos, Tas esbozó una sonrisa que pretendía ser ingenua y abordó al fornido, aunque ahora debilitado, humano.
—¿Sugerías hace unos momentos que visitásemos a Par-Salian? —le interrogó con aire casual, mientras se enjugaba las sienes—. Yo te lo desaconsejaría. No estás en condiciones de emprender la larga aventura que supone llegar hasta allí y, sin agua ni alimento, sería doblemente duro.
—No me has entendido —se disgustó Caramon—. Con el artilugio no tenemos necesidad de someternos a ninguna vicisitud. Bastará recitar la fórmula.
Y, extrayendo de su bolsillo el colgante, desarrolló el proceso que había de metamorfosearlo en un hermoso, enjoyado símbolo de poder. Observando sus movimientos, el kender tragó saliva y concibió nuevas argucias para instarle a renunciar.
—Imagino que el anciano debe de estar muy ocupado —apuntó, contrayendo la boca en una mueca—, demasiado para recibirnos. Este caos le exige sin duda una febril actividad, así que sería más conveniente no molestarlo y retroceder a una época divertida. ¿Por qué no revivimos la escena en la que Raistlin hechizó a Bupu y la enana se enamoró de él? ¡Fue fantástico! Aún veo a esa achaparrada mujer siguiéndole a todas partes.
Su oyente, si es que le prestó alguna atención, no lo demostró. Temeroso de perder la partida, el hombrecillo se estrujó el cerebro a la búsqueda de otro razonamiento disuasorio.
—Ha muerto —afirmó al fin, y exhaló un pesaroso suspiro—. Pobre Par-Salian, sus días se han acabado. Después de todo, era ya muy viejo cuando nos separamos de él en el año 356 y su aspecto no era, ya entonces, el de una criatura sana. Le habrá causado un tremendo impacto que tu hermano se erija en una divinidad. Lo más probable es que su corazón, al no haberlo podido resistir, haya cesado de latir, acaso de manera instantánea.
Consultó al guerrero con la mirada. Una leve sonrisa animaba la expresión de su acompañante, aunque éste, mudo como una lápida, continuó ajustando y armando las piezas del colgante. El súbito resplandor de un rayo interrumpió su quehacer. Alzó la vista al cielo y asumió, de nuevo, la seriedad que le había caracterizado durante las últimas horas.
—¡Seguro que la Torre de la Alta Hechicería ya no se encuentra en su antiguo emplazamiento! —gritó Tasslehoff a la desesperada—. Si has acertado y todo el mundo se ha reducido a esto —ondeó la mano en un movimiento circular, en el instante mismo en que empezaba a caer la insalubre lluvia—, la mole debió de ser una de las primeras que se desmoronaron. Era más alta que la mayoría de los árboles que poblaban el país. Fue un objetivo fácil para los relámpagos.
—La Torre se mantiene en pie —le espetó Caramon, tan tajante que el kender cejó en su idea.
Hizo los últimos engarces en el artilugio, lo sostuvo en alto y, al reflejarse en las gemas la luz de Solinari, éstas refulgieron como si tuvieran vida propia. Pero los nubarrones se interpusieron pronto, ocultando la luna y creando una intensa penumbra que tan sólo rasgaban los aserrados, magníficos y letales relámpagos.
Apretando los dientes para aliviar el dolor de su lisiada pierna, el hombretón asió la muleta y se incorporó. Tas le imitó más despacio, puestos en su amigo unos ojos que destilaban tristeza.
—En todo este tiempo, he aprendido a conocer a Raistlin —dictaminó el guerrero, consciente del abatimiento del hombrecillo, aunque fingió ignorarlo—. Me ha costado mucho, quizá demasiado, pero ahora ninguno de sus sentimientos se me escapa. Detestaba la Torre y también a sus moradores, por el suplicio al que le sometieron entre sus paredes. Sin embargo, su odio se confunde con un amor ilimitado porque, pese al sufrimiento que ha padecido, ese edificio constituye el emblema de su arte. Y tal arte, la magia, significa más para mi gemelo que la existencia misma. No, la Torre de la Alta Hechicería no ha sido derruida.
Exhibió el inefable objeto a los elementos y, sin más preámbulos, acometió el cántico:
—Tu tiempo te pertenece, aunque viajes por él…
—¡Detente, Caramon! —le ordenó Tasslehoff, aunque su acento imperativo era fruto del pánico y no de la voluntad de imponerse—. ¡No puedes llevarme a presencia de Par-Salian! Me infligirá un castigo terrible, me transformará en…, en un murciélago, por ejemplo. Aunque sería una experiencia interesante, no sé si lograré acostumbrarme a dormir en posición invertida, con la cabeza colgando. Me gusta ser un kender. No me apetece encarnarme en un animal.
—¿Qué jerigonza es ésta? —se encolerizó su interlocutor, más aún porque sentía sobre su piel el embate del incipiente granizo.
—Me inmiscuí en su sortilegio —se explicó el hombrecillo, tan frenético que apenas podía ordenar sus ideas—. Hice un viaje que estaba vedado a los de mi raza, desoyendo el mandato del insigne anciano, y por si eso fuera poco ro…, me apropié de un anillo con virtudes esotéricas que alguien había dejado olvidado y me lo ceñí al dedo. ¡Perpetré dos delitos que los magos juzgan imperdonables! Luego, ya en Istar, rompí el ingenio —prosiguió, dispuesto a enumerar todas sus faltas—. No fui yo el responsable de aquel accidente, sino Raistlin. Pero una persona estricta podría sacar la conclusión de que si no me hubiera atrevido a tocarlo, no habría sucedido nada. Y Par-Salian es, a mi entender, una criatura de conceptos rígidos. Cuando encargué a Gnimsh que recompusiera los fragmentos, no le restituyó exactamente sus facultades originales, lo que tampoco suscitará los elogios del dignatario.
—Tas —rezongó el guerrero, mareado por tan vehemente parrafada—, haz el favor de callarte.
—Sí, Caramon —accedió el otro con inusitada docilidad.
El enorme humano examinó a aquella pequeña figura que, compungida, se recortaba en la claridad de la tormenta, y trató de ofrecerle consuelo.
—Te prometo, amigo, que no permitiré que Par-Salian te haga ningún daño. Antes tendrá que convertirme en murciélago.
—¿De verdad? —se esperanzó el aludido.
—Empeño en ello mi palabra —insistió el colosal luchador y, oteando su entorno, le indicó—: Ahora, dame la mano y partamos sin demora.
—De acuerdo —se avino el kender y, jubiloso, deslizó una mano en la inconmensurable palma que le tendía su compañero.
—He de hacerte una última recomendación —declaró el portador del arcano objeto.
—¿Cuál?
—Esta vez, todos tus pensamientos han de confluir en la Torre de la Alta Hechicería. ¡Nada de lunas ni de divagaciones!
—Descuida —garantizó el errabundo hombrecillo.
Comenzó de nuevo el guerrero a entonar las rimas y, mientras lo hacía, Tasslehoff no pudo sustraerse a una fugaz idea, que descartó de inmediato.
«Me pregunto qué apariencia ofrecería este gigante si se metamorfoseara en un mamífero volador —se dijo—. ¡Su aleteo sería imponente!»
Los dos personajes se materializaron en el lindero de un bosque.
—No ha sido culpa mía —se apresuró a defenderse el kender—. He puesto alma y vida en desechar cualquier imagen que no fuera la de la Torre. Tengo la total certeza de no haber evocado ninguna espesura.
Caramon estudió el panorama con suma atención. Era todavía de noche, pero se vislumbraba una misteriosa claridad a pesar de las nubes que se perfilaban en el horizonte. Lunitari derramaba su tamizada luz de sangre sobre la tierra mientras que Solinari, perturbado su recorrido, se eclipsaba tras un frente borrascoso. Encima de ambas, se divisaba el reloj de arena formado por ristras de estrellas.
—Estamos en el período adecuado —masculló el hombretón— pero, en nombre de los dioses, ¿dónde hemos ido a parar? —Apoyóse en la muleta y clavó en el ingenio una mirada acusadora, antes de inspeccionar los sombríos árboles cercanos, los troncos iluminados por las lunas. De pronto, se ensancharon sus contraídos rasgos—. ¡No ocurre nada. Tas! —exclamó, alborozado—. ¿No lo reconoces? Es el Bosque de Wayreth, el paraje mágico que custodia el edificio.
—¿Estás seguro? —quiso cerciorarse Tasslehoff—. La última vez que anduve por aquí, me enfrenté a un paisaje muy distinto, una maraña de árboles que me acechaban como si una fuerza ignota los hubiera dotado de vida y que, al tratar de adentrarme, me atacaron. Más tarde, cuando pretendí alejarme, tampoco me lo permitieron.
—Así era, en efecto —subrayó el guerrero, doblando el cetro hasta devolverle la forma de un colgante común.