Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—¡Oh, no! —exclamó Caramon. —¿Qué ocurre? —indagó Tas, y se alzó en un brinco para examinar por sí mismo los sucesos que tanto disgustaban al luchador.
—Escucha —le invitó éste.
Y ambos averiguaron lo que no tardaría en sobrevenir, según el fiel registro del historiador de la gran biblioteca. El pasaje rezaba así:
En la mañana del tercer día apareció la ciudadela flotante sobre Palanthas, escoltada por escuadras de Dragones Azules y Negros. Y, al unísono con el aéreo castillo, surgió delante de las puertas de la Ciudad Vieja otro espectáculo, el de un personaje que forzó a los veteranos de incontables campañas a palidecer de miedo.
El fantasma que ocasionó tal revuelo, un ente que se diría creado a partir de los jirones de la noche misma, era Soth, el Caballero de la Rosa Negra. El espectro se materializó a lomos de una pesadilla poblada de ojos, de cascos ígneos. Cabalgó en medio de unas nebulosas huestes, sin que nadie osara desafiarle, hasta el acceso a la ciudad, y los centinelas se dieron a una despavorida fuga.
Una vez allí, se detuvo.
—Señor de Palanthas —invocó el Caballero de la Muerte al máximo dignatario, con una voz incorpórea que provenía del reino de ultratumba—, rinde a la Señora del Dragón, Kitiara, la urbe que gobiernas.Entrégale las llaves de la Torre de la Alta Hechicería, nómbrala adalid absoluto de tus dominios y ella, a cambio, os concederá la gracia de la paz y perdonará vuestros gráciles edificios de la destrucción.
Amothus ocupó el lugar que le correspondía en las almenas, y se enfrentó a tan poderoso oponente. Fueron muchos los miembros de su séquito que no resistieron la mirada del adversario, azuzados como estaban por el terror, pero el mandatario se mantuvo enhiesto e, impasible a su propia lividez,, pronunció unas palabras que devolvieron la valentía a aquellos que la habían perdido.
—Transmite este mensaje a tu cabecilla —encomendó al espíritu—: Palanthas ha gozado del bienestar y la belleza durante numerosas centurias, pero no compraremos ninguna de estas bendiciones si el precio es nuestra libertad.
—Salvaguardas una prerrogativa para empeñar otra más sagrada: la vida —se enfureció Soth.
Sin que mediara más diálogo entre ellos, las legiones del caballero cesaron de insinuarse para tomar forma. Le acompañaban trece guerreros cadavéricos que, a la grupa de equinos llameantes, se pusieron en formación a su espalda mientras a su vez, detrás de los luchadores, erguidas en cuadrigas confeccionadas con huesos humanos y tiradas por salamandras aladas, se dibujaban las mujeres elfas que los dioses condenaran a servir al infame caudillo solámnico. Blandían en la mano espadas de hielo, y el mero eco de sus alaridos presagiaba muerte.
Levantando una mano que sólo era visible merced al guante de acerada malla que la cubría, Soth señaló la puerta de la urbe, que, cerrada, le impedía el paso. Susurró un vocablo mágico y, de manera instantánea, un frío estremecedor invadió a los presentes hasta congelar sus almas, que no ya su carne. Los remaches metálicos que adornaban las hojas de la puerta se tornaron blancos bajo la escarcha y, al asumir también la madera la textura del hielo, el errabundo ser la sumió en un sortilegio y la hizo estallar en pedazos.
El engendro del más allá posó los dedos en el pomo de la silla y cargó a través de la destrozada puerta, encabezando a sus imbatibles legiones.
AI otro lado, montando a Ígneo Resplandor —un Dragón Broncíneo cuyo nombre reptiliano era Khirsah—, se hallaba Tanis el Semielfo, héroe de la Lanza. En cuanto avistó a su rival, el Caballero de la Rosa Negra quiso fulminarle de inmediato mencionando el término «muerte», uno de los más eficaces de su repertorio arcano. Al agredido, que estaba protegido por un brazalete de plata inmune a la magia, no le afectó el encantamiento. Pero la pulsera ya le había salvado en una ocasión y no le protegería en un segundo ataque.
Incapaz de guardar silencio por más tiempo, Tas interrumpió a su amigo.
—¿Qué significa eso de que sólo valía para una confrontación, Caramon? —le interrogó.
El interpelado, que ansiaba proseguir, le indicó con un siseo que se callara y se enfrascó de nuevo en la lectura.
… en un segundo ataque. El Dragón Broncíneo del semielfo, que carecía del influjo de un talismán, expiro al proferir Soth tan letal sustantivo, y su jinete hubo de luchar en tierra. Soth desmontó a fin de ofrecer al contrincante la oportunidad de defenderse según las leyes de combate de la Orden solámnica, unos preceptos a los que todavía estaba vinculado pese a que había transgredido las fronteras de su jurisdicción varios año atrás. Tanis se debatió con sorpréndeme arrojo, pero ni sus fuerzas ni sus recursos eran equiparables a los de un espectro. Al fin cayó mortalmente herido, traspasado su pecho por la espada del caballero.
—¡No! —se revolvió el kender—. ¡No podemos permitir que perezca! Corramos —urgió al guerrero, zarandeando su brazo—, quizás aún podamos prevenirle del peligro.
—Yo debo ir a la Torre sin demora, Tas —se opuso Caramon sin alterarse—. No tengo tiempo de buscar al semielfo. Siento la proximidad de Raistlin y he de acudir a su encuentro.
—Bromeas, ¿verdad? —susurró Tasslehoff y, boquiabierto, miró ansioso al fortachón—. ¡No pienso cruzarme de brazos y abandonarle a su suerte!. —insistió.
—Por supuesto que no. Yo asistiré a mi cita, pero tú te encargarás de rescatar a Tanis de tan terrible destino —dictaminó el fornido luchador.
El hombrecillo quedó literalmente sin aliento al oír aquella sentencia. Cuando, pasado el primer estupor, recobró el habla, su protesta fue poco más que un incoherente y chillón graznido.
—¿Yo? Pero Caramon, sabes tan bien como yo que soy un inepto en las artes marciales. De acuerdo en que presumí frente al guarda…
—Tasslehoff Burrfoot —le imprecó su compañero—, cabe dentro de lo posible que los dioses organizaran toda esta hecatombe para tu particular diversión, pero, si he de ser franco, añadiré que lo dudo. Somos criaturas integrantes del mundo en que vivimos, Tas, y debemos aceptar la responsabilidad que nos compete. Es algo que, después de interminables y dolorosos azares, he llegado a comprender.
Suspiró, y empañó su rostro una solemnidad tan atribulada que el kender notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—Soy consciente de mis obligaciones, del deber que he contraído con la tierra donde nací —afirmó, compungido—, y estoy dispuesto a participar en todo aquello que esté a mi alcance. Pero no olvides mi insignificancia. No se puede pedir a un ser «pequeño» como yo que desafíe a Soth, ese coloso de «altura». Espero que entiendas lo que simbolizan esos adjetivos, ya…
Hendieron el ambiente las notas de un clarín, luego de otro. Caramon y Tas enmudecieron, quedaron inmóviles hasta que se hubieron disipado los sones.
—Es la hora, ¿no? —consultó el kender al guerrero.
—Sí —ratificó éste—. Será mejor que te apresures.
Cerrando el libro, el hombretón lo introdujo en una vieja mochila que Tas había requisado —él prefería emplear este término— mientras inspeccionaban la desierta Ciudad Nueva. También había tomado prestadas —otra de sus definiciones favoritas— algunas bolsas para su uso personal, así como objetos de interés que, por no cansarle, había omitido mostrar al humano. Puso la palma de la mano sobre la cabeza de su entrañable amigo y le dijo, a la vez que le acariciaba el ridículo y desgreñado copete:
—Adiós y gracias, mi querido Tas.
—Pero Caramon, ¿qué haré sin ti? —El kender miró al grandullón en la actitud de quien no ha de sobreponerse al desvalimiento, a la soledad—. ¿Dónde te hallaré si preciso tu ayuda?
El aludido alzó los ojos al cielo, allí donde la Torre de la Alta Hechicería surcaba, cual una negra fisura, el manto de la borrasca. Las llamas de unos candiles ardían tras las ventanas de la planta superior de la mole, actual emplazamiento del laboratorio… y del Portal.
El hombrecillo imitó al luchador, y se detuvo a contemplar el lóbrego edificio. El frente de nubes descendía en su derredor y los relámpagos jugueteaban, no menos ominosos, con su pétreo contorno. Recordó el día en que, en el lapso que dura una exhalación, columbró un primer plano del Robledal de Shoikan, y un escalofrío convulsionó su cuerpo.
—¡No te internes en ese paraje, Caramon! —suplicó, aferrando la manaza del guerrero.
—Adiós, Tas —reiteró éste su despedida, y se deshizo de la garra del hombrecillo—. Tengo que hacer lo que he planeado para modificar el desenlace de nuestra historia, y también tú has de imbuirte de la misión que te he asignado. Vamos, no te entretengas, la ciudadela debe de estar suspendida encima de las puertas mientras cotorreamos.
—Pero… —gimió el kender, con la voz entrecortada.
—¡No hay peros que valgan! —le amonestó el corpulento humano—. ¡Déjate de titubeos y cumple tu cometido! —bramó, y los ecos de su cólera se difundieron por la calle vacía—. ¿Acaso no te importa que Tanis muera sin mover un dedo en su favor?
Tasslehoff se amedrentó. Nunca antes había visto a su amigo tan airado, al menos no contra él. En sus múltiples aventuras no se produjo ninguna situación que le impulsara a gritarle.
—Claro que me importa —le aseguró dócil, encogido—. Es que no sé cómo puedo socorrerle.
—Improvisa —le aconsejó el otro, deseoso de infundirle ánimos—. Siempre lo hiciste, y con espléndidos resultados.
Dando media vuelta, Caramon se alejó. El kender le observó, desconsolado, mientras partía.
—Adiós, amigo —murmuró a la figura en retirada—. No te decepcionaré.
El guerrero debió de oírle, pues hizo un alto y giró la cabeza para dirigirse a él con un acento singular, como si se hubiera atragantado, o así se lo pareció al hombrecillo.
—Tengo plena confianza en ti y siempre la conservaré, independientemente del desarrollo de los acontecimientos —le prometió. Y, ondeando la mano, echó de nuevo a andar.
Tas atisbo en la distancia las sombras del Robledal, unas brumas que ni el sol lograba disolver en las que, siempre agazapados, anidaban los guardianes de la Torre.
Estuvo quieto unos momentos, atento a las evoluciones de Caramon hasta que le engulló la penumbra. Abrigaba la secreta esperanza, se sintió capaz de admitirlo en un inusitado alarde de sinceridad, de que el guerrero cambiara de idea y, antes de esfumarse, le ofreciera: «¡Aguarda, iré contigo al rescate de Tanis!».
No fue así. «Lo que pone el asunto enteramente en mis manos —pensó el kender—. ¡Y me ha reprendido de modo brusco!», se autocompadeció mientras, lloroso, tomaba el rumbo opuesto al de su compañero, es decir, el de la puerta. Tan deprimido estaba, que el corazón, de un vuelco, fue a refugiarse en las enfangadas botas, aumentando su peso. No conocía un método practicable para liberar a Tanis de la embestida de un Caballero de la Muerte. Cuanto más reflexionaba, más incongruente se le antojaba que Caramon le hubiera encargado tal empresa.
—De todos modos, salvé la vida del hombretón —farfulló—. Quizá por eso ha decidido…
Se detuvo de repente y se plantó, cual una estatua, en medio de la calzada.
—¡Se ha deshecho de mí! —vociferó—. Tasslehoff Burrfoot, tienes menos seso que un mosquito o, como solía calificarte Flint, eres un perfecto botarate. Se ha desembarazado de mi presencia porque no quiere que sea testigo de su muerte, se encamina hacia su propio fin. ¡Lo del rescate del semielfo era un subterfugio!
Desdichado, confundido, exploró la avenida en ambos sentidos. «¿Qué puedo hacer?», se preguntó. Dio un paso hacia Caramon, pero frenó su impulso un nuevo clamor musical, esta vez estridente y discorde como si el instrumento, por su propia iniciativa, expresara alarma. E, imponiéndose a éste, creyó reconocer la voz de una criatura que impartía órdenes: la de Tanis.
—Si me uno al guerrero, será el semielfo quien no tardará en exhalar su último suspiro —vaticinó, y avanzó un paso hacia donde éste se hallaba.
Su elección, no obstante, fue pasajera. Hizo otro alto, ensortijando un mechón del copete en su mano como para significar hasta qué extremo también su mente se encontraba sumida en un remolino. Nunca, en su dilatada existencia, había sido víctima de tan hondas frustraciones.
—Los dos me necesitan —razonó—, y yo no puedo escoger.
«¡Ya lo tengo!» Estaba pictórico de felicidad, la solución se había dibujado en su cerebro cuando más proclive se sentía al pesimismo. Ahora resuelto, el hombrecillo emprendió una rápida carrera hacia la entrada de la ciudad.
—Rescataré a Tanis —musitó jadeante, en el mismo momento en que se adentraba en una calleja que acortaría el trayecto—, y más tarde regresaré para prestar mi ayuda a Caramon. Imagino que el semielfo me será útil en el segundo empeño.
Mientras corría por el atajo, haciendo huir a los asustados gatos, frunció el entrecejo y caviló: «He perdido la cuenta de la cantidad de héroes que he tenido que salvar. ¡Empiezo a hastiarme de todos ellos!»
La ciudadela flotante hizo su aparición en el cielo de Palanthas coincidiendo con el cambio de guardia, motivo por el que sonaron los clarines. Los majestuosos, si bien algo derruidos, torreones, las almenas, los imponentes muros de roca, las ventanas iluminadas y repletas de tropas draconianas, todos estos pormenores se hicieron ostensibles a medida que el artefacto descendía, siempre sustentado por sus cimientos de nubes mágicas, hirvientes.
La muralla de la Ciudad Vieja estaba atestada de hombres, ya fueran ciudadanos, caballeros o mercenarios. Ninguno despegó los labios, se contentaron con apretar sus armas y, silenciosos, presenciar la escena.
De todas maneras, en la quietud general, retumbaron algunas palabras al aproximarse el castillo volador o, en honor a la verdad, fueron muchas las que brotaron de una sola garganta. Tas, en efecto, palmeó sobrecogido frente a la espectacular visión y comentó:
—¿No es avasalladora? ¡Había olvidado cuan magníficas y gloriosas pueden resultar estas fortalezas aéreas en su vuelo! Daría cualquier cosa por viajar en una de ellas. —El kender meneó la cabeza y, como nadie más podía hacerlo, se reprendió a sí mismo, aunque adoptando el tono de Flint—: Ahora no, Burrfoot, tienes un trabajo que hacer. Aquí está la puerta, allí la ciudadela —reconoció el terreno—, y Amothus se acerca entre sus guarniciones. Presenta un aspecto horrible, he visto cadáveres más risueños. Pero ¿dónde se ha metido…? ¡Creo que ya viene!
Una procesión asomó por detrás de un recodo y marchó, calle adelante, hacia donde estaba Tasslehoff. La componían un grupo de Caballeros de Solamnia que conducían sus caballos de la mano y, en su lento desfilar, exhibían unos rostros solemnes y tensos, sin intercambiar las chanzas habituales poco antes de la batalla. No hablaban, no se molestaban en disimular su triste conocimiento de que, en la mayoría de los casos, la muerte acechaba al final del recorrido. Les acaudillaba un individuo cuya poblada barba destacaba en brusco contraste respecto a los semblantes rasurados, provistos de mostachos, de los soldados. Además, pese a que lucía la armadura que le acreditaba como Caballero de la Rosa, no mostraba la soltura de otros portadores de idéntico emblema.