Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Gunthar se atusó los bigotes, a la vez que se hundían más todavía los surcos de su frente.
—Se han difundido por el territorio unos misteriosos rumores, procedentes primero de Solanthus y luego de Vingaard —manifestó.
—¿De qué clase? ¿Qué han visto en esos parajes?
—No se trata de lo que hayan visto, sino de lo que han oído —puntualizó Gunthar—. Al parecer, han cargado el ambiente unos curiosos sonidos originados en las nubes, quizás encima de ellas.
—¿Dragones? —indagó Tanis, rememorando la descripción que hiciera Riverwind del sitio de Kalaman.
Su contertulio meneó la cabeza negativamente, y trató de precisar:
—Más bien era una mezcla de voces, risas, puertas que se abrían y cerraban, ajetreo de pisadas, crujidos…
—¡Estaba seguro! —rugió el semielfo, y descargó el puño sobre la repisa del ventanal—. ¡Sabía que Kitiara tenía un plan, no podía ser de otro modo! Ha puesto en movimiento una ciudadela flotante —dictaminó mientras, pesaroso, estudiaba la turbulencia climática.
A su lado, el coronel exhaló un prolongado suspiro y declaró:
—Te dije que respetaba a esa Señora del Dragón, Tanis, aunque como tú bien señalaste no la temía lo suficiente. Ha resuelto de un solo golpe sus problemas de maniobrabilidad y abastos, ya que transporta a las tropas sin interferencias y lleva todos los suministros que necesita, sin necesidad de recurrir a vulnerables caravanas. Además, esta Torre fue concebida como un bastión defensivo contra los ataques terrestres, pero ignoro su capacidad de resistencia al acoso de una de las ciudadelas. En Kalaman los draconianos se arrojaron desde la plataforma voladora y, gracias a sus flexibles alas, descendieron hasta las calles y sembraron la muerte. Grupos de nigromantes les reforzaron expeliendo bolas de fuego, a la vez que los reptiles del Mal prestaban su concurso a las huestes desplegadas.
«No intento insinuar —agregó con firmeza— que los miembros de mi Orden están desvalidos frente a un asedio desde el aire. Incluso les auguro la victoria, pero, a qué engañarnos, la lucha será mucho más ardua y trabajosa de lo que había previsto. He reajustado mi estrategia —explicó a su interesado oyente— apoyándome en el caso de Kalaman. Si aquella urbe sobrevivió a la arremetida de la ciudadela fue porque no se dejó dominar por el pánico y aguardó hasta que se hubieron lanzado la mayor parte de las tropas enemigas para, de manera organizada, enviar a sus hombres armados a lomos de los Dragones y asumir el control de la plataforma casi vacía. Nosotros distribuiremos el grueso de los caballeros en el recinto, con el fin de contener la embestida de los draconianos que caigan sobre la guarnición. Pero siguiendo la pauta de aquel otro enfrentamiento, he destacado a un centenar que, a la grupa de Dragones Broncíneos, emprenderán el vuelo en el momento oportuno y asaltarán la ciudadela.
Tanis admitió la prudencia de la estratagema. Riverwind le había relatado la batalla a la que aludía ahora su interlocutor, y era cierto que se había desarrollado tal como él la evocaba. Sin embargo, hubo en el desenlace una diferencia de matiz, pequeña pero de suma importancia. Los habitantes de Kalaman no retuvieron en su poder la ciudadela flotante se limitaron a imponerle una rápida retirada. Al comprobar que sus adversarios tomaban la mole suspendida sobre sus cabezas, los draconianos abandonaron la liza en tierra y, recuperando sin dificultad su mejor herramienta bélica, la condujeron de nuevo a Sanction y, bajo los auspicios de Kitiara, recompusieron sus desperfectos. Se disponía el semielfo a subrayar este hecho en voz alta cuando Gunthar, ajeno a sus cábalas, se le adelantó.
—Esperamos que la ciudadela haga su aparición en cualquier instante —aseveró, sereno, sin miedo—. No tardará en…
—¡Allí! —le atajó el otro, extendiendo el índice hacia un punto no muy lejano.
El mandatario fijó la vista donde le indicaban y, tras asentir, empezó a tomar medidas.
—¡Que suene la alarma! ¡Prevenid a todos los oficiales! —ordenó a la guardia.
Los clarines rasgaron el aire, secundados por el sordo retumbar de los tambores, y los caballeros ocuparon sus puestos en las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote con ordenada eficiencia.
—Hemos permanecido alerta toda la noche —aclaró Gunthar innecesariamente.
Tan disciplinados eran los integrantes de la ancestral hermandad que nadie, con o sin rango, profirió un grito al atravesar la fortaleza voladora el esponjoso muro tras el que se parapetaba y exhibirse a los ojos de sus rivales. Los capitanes hicieron la ronda convenida, impartiendo instrucciones en tonos quedos y, en medio de los prístinos ecos musicales, Tanis oyó el metálico repiqueteo de algunas armaduras, las que vestían los más jóvenes y, por consiguiente, también los más nerviosos. Como prolongación del desafío que se respiraba en la Torre, resonó el batir de varios pares de alas al izarse en el cielo las escuadras de Dragones Broncíneos, que, bajo el caudillaje de Khirsah, formaron un ancho círculo en torno al edificio.
—Menos mal que seguí tu consejo de fortificar la Torre del Sumo Sacerdote, Tanis —agradeció el adalid a su visitante, hablando aún con una parsimonia tan elaborada que despertó el resquemor de éste—. Dada la premura, tan sólo pude congregar a los que estaban en condiciones de acudir sin previo aviso, pero, aun así, he conseguido reunir a unos dos mil. Estamos, por añadidura, bien pertrechados, y no abrigo la menor duda de que protegeremos la mole de la ciudadela —abundó en sus palabras de antes—. Kitiara no tiene espacio para más de un millar de hombres en ese artefacto.
El semielfo deseó fervientemente que su interlocutor no hubiera hecho tanto hincapié en sus posibilidades de éxito. Su insistencia delataba la necesidad de convencerse a sí mismo. Concentrado en el ingenio que se acercaba cual un ave siniestra, el héroe era sensible a una voz interior que, abstracta y reiterativa, le advertía en una cadencia agobiante que algo no encajaba.
Pese a lo urgente de tal mensaje, Tanis no podía moverse ni reflexionar. La ciudadela flotante se mostraba ya en toda su envergadura, distanciada del cúmulo que enmascarase su viaje hasta allí, y absorbía por entero su atención. Recordó el episodio de Kalaman cuando se ofreció a su examen el primer alcázar errabundo, el impacto de aquel espectáculo que, no sólo escalofriante, le llenó asimismo de un insondable sobrecogimiento. Entonces, al igual que ahora, no atinó sino a contemplarlo petrificado.
En las profundidades de los templos subterráneos de la ciudad de Sanction, y bajo la supervisión de Ariakas, conductor incontestable de los ejércitos de los Dragones, cuyo retorcido ingenio casi obró la victoria de la Reina de la Oscuridad, las legiones mancomunadas de magos de Túnica Negra y clérigos portadores del mismo y emblemático color arrancaron, mediante el arte arcano, un castillo de sus cimientos y lo catapultaron a las alturas. Una tras otra, las ciudadelas así engendradas se deslizaron a través del espacio y atacaron diversos burgos durante la Guerra de la Lanza, siendo el último Kalaman, en la etapa decisiva de la contienda. Casi desarbolaron las guarniciones de una ciudad amurallada que, además, se había preparado de antemano para recibirlas.
Aureolado por una neblina sobrenatural, que era también su impulsora, con el carácter fantasmagórico que le confería su iluminación a base de relámpagos cegadores, el inefable objeto avanzaba sin pausa. En su imparable singladura, Tanis atisbo el resplandor de unas luces en las ventanas de sus tres torres, percibió ruidos que eran comunes en tierra firme pero, al provenir de la bóveda celeste, se volvían ominosos y desquiciantes: voces roncas que dirigían improperios a los desobedientes u holgazanes, el estruendo de las armas y, sobre todo, unos ecos que siempre infundían desasosiego, los cánticos de los hechiceros mientras ensayaban sus sortilegios. De todos modos, no tenía la absoluta certeza de distinguir unos de otros. «Algo no encaja.»
Cuando se acortó más aún el trecho que les separaba, y dentro del corro que configuraban los reptiles maléficos en su perezoso aletear, el semielfo reparó en el ruinoso patio de la fortaleza. Era evidente que los muros se habían derribado al desarraigarse el edificio de su sólido emplazamiento.
Tanis observaba todos estos prodigios, en una suerte de fascinación, mientras entablaba una lucha dialéctica en su propia mente.
«Dos mil caballeros —argumentaba una intangible objetora—, convocados a última hora y por lo tanto sin adiestramiento conjunto. Y sólo unas pocas escuadras de Dragones. Aunque la Torre aguante, será a un alto precio.»
«La resistencia no habrá de ser larga —corregía la parte más optimista de sí mismo—. Durará unos días, hasta que Raistlin resulte derrotado. Entonces Kitiara desistirá de su proyecto, porque nada ha de ganar personalmente atacando Palanthas si su hermanastro ha dejado de existir y, además, en ese lapso de tiempo habrán llegado refuerzos, tanto de humanos como de monturas, al lugar. En el caso de que ella se muestre pertinaz, podrán abatirla de una vez para siempre.»
La dama había roto la inestable tregua que mediaba entre sus seguidores y el pueblo libre de Ansalon. Había abandonado su reducto en Sanction para exponerse a sus rivales, de manera que sería imperdonable —continuó cavilando su ser consciente— desaprovechar la oportunidad. La vencerían, quizá la capturarían. Sintió una opresión en el pecho, al comprender que Kitiara nunca permitiría que la apresaran viva. Sobre la empuñadura de la espada, cerróse la mano del que fuera amante de la mujer al mismo tiempo que se decía que él se hallaría presente en la intentona de los caballeros de rendirla y la exhortaría a claudicar. Más tarde se ocuparía de que la tratasen con justicia, como correspondía a un enemigo honorable.
¡La veía con tal nitidez en el momento supremo! La dignataria se plantaría desafiante, circundada de adversarios, y por su postura les daría a entender que no estaba dispuesta a someterse sin derramar la sangre de un nutrido número de aprehensores. Al escrutar al apretado grupo le distinguiría a él acaso entonces se suavizaría la mirada de sus centelleantes ojos y, en un rapto, soltaría el arma y le tendería las manos…
«¿Qué monstruosidades estoy concibiendo?», se recriminó el semielfo, y descartó aquellas ensoñaciones de adolescente lunático. Aun así, decidió que se uniría al batallón solámnico que había de acometer la ciudadela.
Una conmoción en las almenas le indujo a estirar el cuello, aunque conocía el motivo antes de verificarlo: el pánico. Más destructivo que una andanada de proyectiles, el pavor que siempre generasen los reptiles demoníacos se hacía sentir entre los caballeros, se intensificaba a medida que sus contornos negros, azulados, se recortaban más precisos contra el manto de nubes. Los veteranos de la Guerra de la Lanza mantuvieron sus posiciones, aferraron sus armas para combatir el terror que inundaba sus corazones cual una marea pero los jóvenes, aquellos que no se habían enfrentado en el pasado a semejante influencia, se acobardaron, incurriendo en el vergonzoso acto de gritar o velando a sus ojos la espeluznante escena.
Al ver que aquellos inexpertos luchadores se debatían contra una emoción tan irracional, el semielfo se esforzó en no seguir su ejemplo. Apretó los dientes, tensó los músculos… y tuvo que aceptar que era irremediable. También a él le bañó la oleada, en forma de una náusea en el estómago que le provocó espasmos y el afluir de la bilis a la boca. Espió a Gunthar, quien también experimentaba los efectos devastadores del embate, a juzgar por sus comprimidos, desencajados rasgos.
El héroe atisbo a los Dragones Broncíneos que servían a los Caballeros de Solamnia y que surcaban el aire en perfecta formación, a la expectativa, encima de la Torre. No atacarían hasta ser atacados, tal era el plan y, lo que era más importante, así lo establecía el pacto que suscribieron los animales de ambos bandos al concluir la guerra. Pero el espectador se percató de que Khirsah, el cabecilla de la facción amiga, sacudía la cabeza, orgulloso, y que sus zarpas, punzantes y duras, destellaban en las auras de los relámpagos. Era indudable que no vacilaría en intervenir en cuanto le instigaran.
La voz interior, la que le susurraba que «algo no encajaba», se hacía audible, apremiante por segundos. Todo parecía demasiado sencillo. Kitiara enseñaba sus cartas como nunca lo hiciera un estratega de su categoría.
La ciudadela se agrandaba en su lento navegar comparable no ya a un pájaro, sino a una colmena poblada por una colonia de venenosas abejas, o al menos así se la representó Tanis. Los draconianos cubrían la plataforma en un auténtico enjambre y, apiñados en cada cuadrícula de espacio disponible, desplegaban sus alas cortas y membranosas, o bien se suspendían de las paredes o de los cimientos, se encaramaban a las almenas o hacían piruetas para sostenerse en la cúspide de alguna de las tórrelas. Sus rostros reptilianos, sus viscosos cuerpos, se enmarcaban en las ventanas o bajo los dinteles. El silencio ribeteado de angustia que reinaba en la Torre del Sumo Sacerdote era una quietud perfecta si no hubiera sido rota por el llanto de algún que otro caballero incapaz de refrenar sus aprensiones. Se percibían los zumbidos crepitantes que emitían los miembros aéreos de las hordas hostiles y, aún más sonoros, los estribillos de unas melodías en las que, ahora sí, Tanis reconoció el cantar concertado de los magos y los clérigos cuyos infernales poderes preservaban íntegro y a flote el espantoso ingenio. No ensayaban, pues, sus encantamientos guerreros. «Algo no encaja.»
Frente a la vecindad del alcázar volador, cundió la tensión entre los moradores de la Torre. Circularon órdenes en un cuchicheo y las espadas dejaron sus vainas, se equilibraron las lanzas, los arqueros aplicaron las flechas a las tirantes cuerdas, los soldados asignados a esta tarea colocaron cubos llenos de agua allí donde podía declararse fuego y, en definitiva, se ordenaron las divisiones en el patio para poner a raya a los draconianos que pronto lloverían del cielo.
Arriba, en el etéreo elemento, Khirsah alineó a sus Dragones en grupúsculos de dos y tres que, bien entrenados, al recibir la señal, se lanzarían en picado sobre el adversario cual rayos de bronce.
—Me necesitan mis hombres —constató Gunthar y, ajustándose el yelmo, cruzó la puerta de sus habitaciones privadas para encaminarse a la atalaya de vigilancia, seguido por un séquito de oficiales y ayudantes.
Tanis no partió tras la comitiva, ni siquiera respondió a la discreta invitación del caballero. La razón era que la voz de sus entrañas, la que trataba de prevenirle de un peligro, crecía en volumen. Deseoso de captar su mensaje, el semielfo cerró los ojos y se apartó de la ventana para aislarse del debilitante temor reptiliano y de la imagen de aquella fortaleza de muerte, que le impedían concentrarse.