El último Dickens (25 page)

Read El último Dickens Online

Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
3.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Se refiere al albacea del señor Dickens, ¿verdad? —dijo el hombre—. Ha estado aquí para espiar y cotillear el ensayo, pero ya ha volado, creo, como un águila gigantesca y gordísima.

—O sea, que John Forster ha autorizado esta función —dijo suavemente Osgood—. ¿Y usted es uno de los actores, señor?

El hombre abrió y cerró sus fuertes mandíbulas unas cuantas veces en un intento de superar su asombro ante tal pregunta.

—Si soy… Arthur Grunwald, señor —dijo extendiendo una mano orgulloso—.
Groon-woul-d
, señor —se corrigió a sí mismo con pronunciación francesa antes de que Osgood pudiera decirlo.

—Armando Duval en
La dama de las camelias
de Alejandro Dumas del teatro St. James la temporada pasada —dijo discretamente la chica que le estaba ajustando la chalina mientras Grunwald aparentaba no escuchar la lista de sus éxitos—. Falstaff en el
Enrique IV
del Lyceum. Y seguramente habrá visto usted la temporada del señor
Groon-woul-d
como Hamlet en el Princess. Su Majestad fue a verlo cuatro veces.

—Me temo que yo no estoy en Londres tan a menudo como la Reina —aseguró Osgood.

—¡Bueno, señor! —exclamó Grunwald—. Sé lo que está pensando: «
Groon-woul-d
es una pizca demasiado esbelto y apuesto para interpretar al más bien corpulento caballero de una manera realista». ¡No es así! Pusieron mi Falstaff por las nubes. Mi papel en este drama es el de Edwin Drood. ¡Su amigo Forster cree que porque ha autorizado el montaje tiene derecho a supervisarme a mí también! Dígame, ¿dónde está Stephens?

—¿Quién?

—¡Nuestro dramaturgo! ¡Walter Stephens! ¿No me ha dicho usted hace escasos minutos que es su editor? ¿Se le ha olvidado? ¿Tiene usted siempre la cabeza tan atolondrada? ¿O es un impostor, un especulador que busca mi autógrafo para venderlo?

Osgood le explicó que era el editor del difunto Charles Dickens, no del escritor que había adaptado la novela a la escena. Grunwald recuperó la calma.

—Toda la fama de Dickens —se lamentó Grunwald dirigiéndose al espejo. Visto de cerca, al actor le sobraban diez años para hacer el papel de Edwin Drood, aunque su piel ostentaba el brillo de falsa juventud y romance propio del artista marchito—. Tanta fama y no le ha servido de nada porque no tenía lo más importante.

—¿Y qué es lo más importante? —preguntó Osgood.

—Estar satisfecho de sus hijos. Vaya, ¿nos ha traído usted otra aspirante a actriz? Me temo que no valga. ¡La siguiente!

—Perdone —dijo Osgood—, es mi asistente, la señorita Rebecca Sand —Rebecca avanzó y le hizo una reverencia al actor.

—Menos mal. No va a conseguir usted muchos papeles, querida mía, yendo por ahí vestida toda de negro como si fuera de luto y sin unas formas más generosas por arriba.

—Gracias por el consejo —respondió Rebecca ásperamente—, pero es que estoy de luto.

—Grunwald, aquí está usted —dijo Walter Stephens saliendo de detrás del escenario a grandes zancadas—. Lo siento, creo que no he sido presentado a sus amigos —dijo señalando a Osgood.

—No es amigo mío, Stephens. Hasta hace un instante era su editor.

Stephens miró de arriba abajo a Osgood confundido al mismo tiempo que Grunwald era requerido en el escenario para ensayar una escena. Se trataba del momento en que él (en el papel de Edwin Drood) y Rosa, la hermosa joven con la que está comprometido, charlan amistosamente en secreto de disolver su no deseada unión. Mientras tanto, Jasper, el adicto al opio enamorado de Rosa, intriga en el extremo opuesto del escenario para eliminar a su sobrino Drood.

Osgood se presentó al escritor Stephens, quien agarró al editor por el brazo y le condujo hacia el escenario. Rebecca les siguió contemplando emocionada la compleja maquinaria que ocultaba la tramoya del teatro.

—¿Qué les ha traído a ustedes dos a Inglaterra? —preguntó Stephens.

—Lo cierto es que el mismo
Misterio de Edwin Drood
que ha acaparado su atención recientemente, señor Stephens.

—La muerte del señor Dickens nos distrajo mucho de su progreso.

—Entonces espero poder tomarme la libertad de preguntarle: ¿cómo la va a convertir en un drama completo sin final?

Stephens sonrió.

—Verá, ¡yo mismo he escrito un final, señor Osgood! Sí, la vida de los dramaturgos no es tan lujosa como la de los escritores que usted publica. Tenemos que trabajar en lo que se nos presenta con gran respeto, pero nunca con tanto respeto que nos impida cumplir nuestra tarea de agradar al público. Cuando leemos utilizamos el cerebro, pero cuando vemos una obra de teatro utilizamos los ojos, unos órganos mucho más triviales.

»Bueno, ahora me temo que tengo que atender otros muchos asuntos. ¿Nos harán usted y su compañera el honor de ser nuestros invitados en el mejor palco del teatro? —preguntó Stephens.

Osgood y Rebecca se quedaron a presenciar el ensayo del día. Por supuesto, lo que más les interesaba era ver el final original que Stephens había dado a la obra. En sus últimas entregas, Dickens había introducido al misterioso Dick Datchery, un visitante en el pueblo imaginario de Cloisterham que trabaja como investigador en el caso de la desaparición del joven Drood después de que otros hayan señalado con dedo acusador a Neville Landless, el rival de Edwin Drood. Datchery sospecha otra cosa. Pero en la versión de Stephens se descubría que Datchery, con un flotante cabello blanco cubriéndole el rostro, era el combativo joven Neville en persona, disfrazado. Neville utilizaba el disfraz de Datchery para enfrentarse a John Jasper, el tío de Drood, con pruebas que empujaban a éste, devorado por los remordimientos, a acabar con su vida mediante una sobredosis de opio.

Osgood y Rebecca se disponían a partir durante el cuarto intento de ensayo de dicha escena cuando Grunwald interrumpió al resto de los actores.

—¿Dónde está Stephens? Ah, Stephens, ¿qué es esto? ¿Qué pasa con la versión revisada de este acto?

—Ésta es la versión revisada, Grunwald. Y ahora, haz el favor de recordar que en este punto de la historia estás demasiado muerto y tu cuerpo incinerado para tener una presencia tan carnal en el escenario.

Grunwald lanzó las páginas de su libreto por los aires.

—¡Al diablo con eso! ¡Que os cuelguen a todos y se os desparramen los sesos! ¡Tal vez deberíais buscar otro maldito Edwin Drood!

Stephens respondió también a gritos:

—¡Hay damas presentes, señor, y americanos, que no tienen por qué soportar la vulgaridad de su lengua!

—¿Vulgar? —preguntó Grunwald inmediatamente antes de lanzarse sobre Stephens puño en ristre. Stephens agarró al actor por su espeso cabello.

El director sacó al dramaturgo y al actor y les recomendó que acabaran de asesinarse fuera del escenario.

Osgood reparó en dos trabajadores que se dirigían a las escaleras a fumar.

—Veo que el señor Grunwald y el señor Stephens discuten mucho —les dijo Osgood.

—Sí, señor.

—¿Saben ustedes por qué? —quiso saber el editor.

Uno de los trabajadores se rió al oír la pregunta.

—¿Cómo no? Tienen la misma pelea estúpida todos los días. Art Grunwald cree a pies juntillas que Charles Dickens quería que Edwin Drood sobreviviera y regresara al final de la historia para vengarse del hombre que intentó matarle. El señor Stephens considera que es totalmente evidente que Drood ha muerto y se pudre metido en cal viva.

—¿Y ustedes qué piensan? —inquirió el editor.

—Yo pienso que Grunwald se cree un actor demasiado bueno para quedarse fuera de las tablas todo el último acto. Ojalá no hubiera muerto Dickens, se lo juro por Dios, así no habríamos tenido que soportar sus peleas.

18

Osgood paseaba de un lado a otro por el salón del Falstaff. Rebecca le había leído hacía breves instantes una nota del secretario de la Reina en la que se le comunicaba que Su Majestad no había aceptado la oferta de Dickens de contarle el final de Drood, considerando más apropiado esperar a verse sorprendida con las entregas como todos sus súbditos.

—Casi desearía ser capaz de creer en la médium que le hace compañía al fantasma de Dickens —comentó Osgood.

—Tal vez el propio Dickens la habría creído —contestó Rebecca con una sonrisa—. Al parecer estaba muy impresionado con el espiritismo. No sé si no deberíamos estudiarlo nosotros también.

—No creo que tenga usted un gran concepto de esas prácticas, ¿verdad, señorita Sand?

—Podríamos encontrar una ventana a su mente cuando escribía la novela.

Osgood se sentó en una mesa y apoyó la cabeza en las manos.

—Si una médium es capaz de decirnos ahora mismo cómo ganar un cuarto de millón de dólares en tres meses, me convertiré en el más entusiasta de sus devotos. No nos podemos permitir perder más tiempo.

—Es usted un escéptico nato —dijo Rebecca dejando el tema, pero claramente dolida al ver que Osgood desechaba su sugerencia tan rápidamente.

—Yo diría que sí. No me interesan los fenómenos extraños, señorita Sand. Me desagrada profundamente la incomodidad que significa la especulación. Olvídese del mesmerismo, pero piense en el paciente. ¿Recuerda lo que Henry Scott dijo de él? —preguntó.

—Sí —respondió Rebecca—. Que era un granjero que buscaba la ayuda de Dickens.

—Scott dijo que ese hombre iba regularmente a Gadshill durante los últimos meses de vida de Dickens a someterse a sesiones «espirituales». Si ese pobre sujeto visitaba tan frecuentemente el estudio de Dickens —continuó Osgood—, ¿es posible que escuchara algunas claves de los planes que tenía Dickens para acabar el libro?

—Señor Osgood, estaría dando crédito a las palabras de un hombre con la razón perturbada —señaló Rebecca—. Ya vio cómo se comportó en el chalet.

—Noto que se van estrechando los caminos que se presentaban ante nosotros, señorita Sand. Al haber autorizado el señor Forster el montaje teatral de
El misterio de Edwin Drood
en interés de su reputación y de su cartera, si existen otras claves por descubrir sólo deben revelarse en la medida en que coincidan con el final que ha escrito Walter Stephens. Del mismo modo, aunque Wilkie Collins no tenga intención de acabar la última novela de su amigo, ese rumor puede dar lugar a que algún miembro de la familia Dickens piense en buscar a otra persona que realice dicha tarea. Teniendo hasta el último tablero del parqué y el último adorno de Gadshill a punto de salir a subasta, la familia está ávida de ingresos. Nos hemos quedado sin aliados en nuestra investigación, señorita Sand.

—Pero, si encuentra al paciente, ¿cómo le convencerá para que hable con sensatez?

—¿Cómo fue lo que dijo Henry Scott? Una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca.

Rebecca interrogó en Gadshill a Henry Scott, quien indagó entre los demás criados y descubrió que el paciente de hipnosis no se había dejado ver por allí desde su encuentro en el chalet. Entre el personal se cruzaron apuestas sobre si el fulano se había rendido o había muerto. Pero Rebecca sugirió que si el paciente estaba en la abadía de Westminster el día en que ellos fueron a visitarla, tal vez ése fuera uno de sus destinos habituales.

Osgood estuvo de acuerdo y regresó al Rincón de los Poetas. Cuando volvió a visitar la tumba de Dickens encontró de nuevo la peculiar flor de color violeta. A partir de ese momento, Osgood fue a la abadía regularmente con la esperanza de encontrarse con el otro hombre.

—Es sólo cuestión de tiempo, estoy seguro —le decía a Rebecca.

En una de esas visitas, Osgood y Rebecca cruzaron las verjas al mismo tiempo que Mamie Dickens, que llevaba su perrito en el bolso e iba enlazada por el brazo a otra joven mujer. Mamie se enjugó las lágrimas y sonrió dulcemente al ver a Osgood y Rebecca.

La mujer que iba del brazo de Mamie era menuda y vivaracha y guardaba un gran parecido con Charles Dickens en la cara. Llevaba un anticuado pañuelo de muselina en la cabeza del que se escapaban rizos rojizos, decorado con malvarrosas dobles que no tenían nada que ver con el luto. Su toquilla de encaje apenas escondía sus pequeños hombros, y su cuello y escote iban casi totalmente al descubierto.

Fue presentada a Osgood y Rebecca como Katie Collins, la más joven de las dos chicas Dickens.

—¡Oh, pórtate como Dios manda, Katie! —riñó Mamie a su hermana subiéndole la toquilla sobre los hombros—. Además, ¡estamos en una iglesia!

—¡Como Dios manda! Ahora hablas como el viejo cancerbero Forster. A veces me pregunto si me casé para hacer feliz a mi querido padre en un momento en que en nuestra casa no había más que tristezas. ¿O me casé porque sabía que padre y su cancerbero despreciaban a mi marido?

—¡Katie Collins!

—¡
Intolerable
y todo eso! —dijo Katie imitando la voz de Forster, y luego se frotó las manos como él lo haría.

—Díganme —intervino Osgood—, ¿saben ustedes quién es el hombre que acudió a Gadshill en busca de tratamiento en los últimos meses, un hombre alto con porte militar y largo pelo blanco?

Mamie asintió.

—Creo que he visto al hombre al que se refiere en la casa. Era un seguidor de los métodos de padre muy entregado e insistente. Incluso cuando padre se retrasaba por sus compromisos, él esperaba durante horas delante de su estudio.

—¿Saben cómo se llama? —preguntó Osgood.

—Me temo que no —dijo Mamie suspirando—. Padre era un fanático del mesmerismo de tomo y lomo y creía que era un buen remedio para cualquier enfermedad. Sé de varios casos, el mío entre muchos otros, en los que utilizó su poder en este terreno con absoluto éxito. Siempre estuvo interesado en la curiosa influencia que puede ejercer una personalidad sobre otra.

—Bueno, señor Osgood —Katie, aburrida de la conversación, examinó al editor con aire coqueto—. ¿Y dónde estaba
usted
cuando una chica tenía que buscar marido?

A Rebecca pareció abochornarle la pregunta tanto como a Osgood. Katie levantó una ceja para demostrar que lo había notado.

—Señorita Sand —dijo la deslenguada Katie—, ¿no le parece que Mamie estaría radiante vestida de novia del brazo de un hombre como éste?

—Supongo que sí, señora —respondió Rebecca recatadamente.

—¿Es usted de esa clase de chicas que tienen un buen concepto de las bodas, señorita Sand? —insistió Katie.

—No dedico demasiado tiempo a pensar en bodas —contestó Rebecca.

Mamie interrumpió el incómodo momento.

Other books

Two of a Kind by Susan Mallery
Rooter (Double H Romance) by Smith, Teiran
My Life From Hell by Tellulah Darling
Dancing With Werewolves by Carole Nelson Douglas
Bones Never Lie by Kathy Reichs
Sway by Zachary Lazar
Crystal Deception by Doug J. Cooper