El último Dickens (18 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—¿Dónde estabas? —le dijo Dolby a Tom acusadoramente—. ¡Querían hacerme pe-pedazos!

Tom miró hacia atrás pero sabía que la mujer del cuaderno habría desaparecido. Ahora ya no tenía sentido sacar de quicio a su superior.

—Le pido perdón, señor Dolby. Estaba revisando las hogueras.

—Deberías haber estado al tanto.

—Lo siento, señor.

Dolby se enderezó el traje y la chalina, aunque siguió teniendo la apariencia de un modelo del desaliño.

—Bueno, sigamos adelante. Todavía tenemos que sacarle a esta caterva dos mil dólares por lo menos, ¡si queda un dólar! ¿No es ése el
american way
?

Tras una serie de lecturas en Nueva York, el calendario exigía que Dickens, Dolby y el resto del equipo fueran a Boston. Como la nieve había bloqueado el ferrocarril, esperaron hasta el sábado en Nueva York, donde tuvieron que sufrir las columnas de los periódicos que condenaban los acontecimientos de la venta de entradas en Brooklyn y culpaban a un «irlandés irascible» empleado de Dickens de haber comenzado lo que casi se convirtió en un motín. Este hecho fue confirmado por un irreprochable testigo «de peluca, hebillas y sombrero de tres picos», el revendedor vestido de George Washington, que instó a la policía a detener a Tom de inmediato. Entretanto, Dickens había caído en las simas de un resfriado tremendo («los resfriados ingleses son malos, pero no se pueden comparar con los de este país», anunció gravemente), pero a Dolby le preocupaba que fuera algo peor, tal vez la gripe. En aquellas circunstancias, otro extenuante trayecto en tren no sería de gran ayuda. Dickens indicó con un gesto a Henry Scott que sacara una petaca de la bolsa de viaje tan pronto como ocuparon sus asientos.

Henry por su parte rezaba por Dickens antes de cada viaje en tren.

—¿Pasa algo malo, Henry? —le preguntó Tom al ver por primera vez aquel despliegue.

—¡Staplehurst! —respondió él sombríamente.

—¿Staplehurst?

—Sí,
nada más
que eso. Si Staplehurst no hubiera existido, ni aquel 9 de junio, tal vez el jefe no fuera un hombre tan melancólico.

—A mí me sigue pareciendo bastante alegre —señaló Tom—, para lo que usted califica de hombre melancólico.

—¿Es que no lee los periódicos? ¿Es que no sabe nada de nada, Tom Branagan?

Le contó entonces que aproximadamente dos años antes, el 9 de junio de 1865, Dickens había estado a punto de morir. Un terrible accidente de tren cerca de la aldea de Staplehurst. Los raíles que cubrían un puente habían sido retirados para su reparación sin avisar a los trenes que debían pasar por allí. Dickens y su cuadrilla iban en el «tren de la marea» que venía de Francia y que, al llegar al tramo sin raíles, quedó colgado sobre el puente.

Dickens logró rescatar a Nelly Ternan y a su madre del vagón de primera clase que colgaba en el vacío y después el novelista escaló por el barranco que tenían debajo para salvar a cuantas víctimas le fue posible. A pesar de sus denodados esfuerzos, aquel día murieron diez personas ante la mirada impotente del escritor. Dickens volvió a descolgarse dos veces más hasta el vagón de tren suspendido durante aquel calvario. La primera para ir a buscar brandy para los pacientes que sufrían. Entonces se dio cuenta de que tenía que volver por muy peligroso que fuera. En su abrigo guardaba una nueva entrega de la novela que estaba escribiendo,
Nuestro común amigo
, cuyas páginas estaban deterioradas pero enteras. Después de aquello, siempre que ponía el pie en el vagón de un tren, en un barco, o incluso en un coche de punto, no podía evitar pensar que
éste podría ser nuestro trayecto final en esta tierra
. El brandy le ayudaba a templar los nervios en estas ocasiones.

—Staplehurst —repitió Henry, y acabó su relato con una oración silenciosa—. Amén —dijo en voz baja.

—Amén —coreó Tom.

Una estufa calentaba el vagón en el que se instalaron en su viaje de vuelta a Boston, pero era difícil decir si hacía que el compartimento resultara más cómodo o más miserable en combinación con el número de pasajeros y los movimientos secos del tren. La ruta exprés de nueve horas se veía considerablemente retrasada por los ríos de Stonington y New London, ambos en el camino de Connecticut. En cada uno de estos lugares el tren navegaba sobre un ferry para cruzar el río y los viajeros tenían plena libertad de quedarse a bordo del tren o de explorar el barco y comer en su restaurante. Dickens se quedó en el tren durante estas travesías en ferry, incluso cuando un navío de guerra americano que pasaba cerca enarboló una bandera británica y atacó una interpretación del
Dios salve a la Reina
en su honor. El escritor se limitó a observar por la ventanilla.

Su ánimo parecía particularmente contenido en aquel trayecto, que pasaba concentrado en una parsimoniosa partida de cartas a tres manos con Tom y Henry.

—Recuerdo —dijo Dickens con un inesperado entusiasmo sin dirigirse a nadie en particular— que en mi primera visita a América, sí, ¡entonces fue cuando practiqué por primera vez el arte del mesmerismo! Es extraño apreciar que el ferrocarril parece haberse estancado mientras que la mayoría de las cosas en este país ha cambiado para mejor. Era horrible entonces y sigue siéndolo ahora.

—¿Mesmerismo, Jefe? —preguntó Tom—. ¿Lo ha experimentado usted mismo?

—Ah, Branagan, el espiritualismo no es más que un camelo, pero los insondables lazos entre hombre y hombre son tan reales, y tan peligrosos, como este tren plantado sobre un desvencijado bote.

Dickens describió cómo puso en práctica las lecciones recibidas del afamado espiritualista John Elliotson para mesmerizar a su mujer mientras estaban en Pittsburgh en 1842.

—Admito que sentí cierta alarma al ver que Catherine caía en un profundo sueño
magnético
durante seis minutos, aunque me sentí lo bastante alentado por el imprevisto éxito como para repetirlo la noche siguiente. Cuando regresé a Inglaterra lo intenté con Georgy, la tía de mis hijos, mi cuñada y mi mejor y más íntima amiga. Georgy, la más dulce de las personas, se volvió casi violenta bajo su influjo —Dickens rió de buena gana al recordarlo, pero pronto se volvió a quedar callado y abatido de nuevo, tal vez por el recuerdo de Catherine. Nunca hablaba de Catherine, la madre de sus ocho hijos, del mismo modo que nunca hablaba realmente de Nelly Ternan y, por supuesto, tampoco consentía que hablara nadie mas—. Bueno,es posible que el señor Scott ya haya oído todo esto con anterioridad —continuó—. ¿Qué le parecería poner a prueba mis habilidades como mesmerizador, señor Branagan?

—¿Conmigo? —preguntó Tom.

—¡Qué divertido, Jefe! —exclamó Henry.

—Vamos, vamos —dijo Dickens con aire eficiente—. Ya he magnetizado a incrédulos antes. ¡Estoy completamente persuadido de que sería capaz de hipnotizar a una sartén! De todas formas, cuando despierte no recordará nada.

Tom suspiró y se dejó ir mientras Dickens pasaba las manos por delante de sus ojos hasta que se le cerraron; luego empezó a desplazar los pulgares en un movimiento transversal por su cara. De repente se quedó observando el rostro de Tom con un extraño brillo en sus ojos. El tren se balanceaba de un lado a otro.

—¿Jefe? —preguntó Henry.

Tom abrió los ojos y se encontró al novelista con las fosas nasales dilatadas y la mirada inquieta. Dickens ya no intentaba hipnotizarle. Las sacudidas del tren habían llevado su pensamiento por otros derroteros.

—Tal vez, Branagan, no sea éste el mejor momento para… —Dickens se agarró con fuerza a los brazos del asiento y se puso pálido. La frente se le perlaba de sudor cada vez que el tren se movía y los labios le temblaban como si fuera él quien estuviera bajo el hechizo. Este estado de animación suspendida duró varios minutos antes de que el novelista volviera a la vida y tomara un largo trago de su petaca. Los tres olvidaron la idea del mesmerismo y volvieron al juego de cartas donde lo habían dejado. Tom no sabia lo que había pasado.

Cuando desembarcaron en la estación, Scott le susurró a Tom como única explicación:

—¿Lo ve usted? ¡Staplehurst!

Éste era el acontecimiento más esperado de la gira. Dickens iba a hacer una lectura de su
Cuento de Navidad
en Nochebuena en el Tremont Temple de Boston. Se habían vendido más de tres mil dólares en entradas para el acto en menos de dos horas.

—Es —alardeó Dolby con altanería mientras contaban el dinero de las ventas cuando regresaron al Parker— como si el jefe se hubiera inventado las Navidades con el
Cuento
.

Tom no le había contado a Dolby lo que pensaba en ese momento acerca del intruso del hotel: que se había encontrado cara a cara con el culpable en Brooklyn, que era una mujer y que había hablado con ella. Que casi con total seguridad era la misma mujer que había cometido el peregrino asalto a la pobre viuda en el hotel Westminster. Y no sólo eso, Tom ahora recordaba dónde la había visto antes; había sido la noche de la llegada de Dickens a América, en la densa muchedumbre que se agolpaba a las puertas del hotel, agitando unos papeles que pedía al novelista que leyera. Tom sabia que esas pruebas no eran muy convincentes y le parecía estar escuchando la respuesta de Dolby:
¿Usted cree que esa señora, una señora que no ha visto en su vida, nos ha seguido todo el camino de Boston a Nueva York y vuelta, y cree todo eso a causa de un cuaderno de notas?
¿No habría ninguna otra mujer interesada en las lecturas de Dickens con un cuaderno de notas de ese tamaño, no habría cientos de personas con cientos de cuadernos?

La noche de la llegada de Dickens al Parker House la mujer iba vestida de gitana, con un pañuelo de colores anudado al cuello y una chaqueta azul demasiado entallada. En Brooklyn llevaba un fino vestido de seda, fajín y chal, como una aristócrata. Pero lo que había dejado un recuerdo más imborrable en la memoria de Tom era el calificativo que se había dado a sí misma. Un
íncubo
. Cuando era un niño había leído los cuentos de hadas de los hijos de otros criados de la casa en la cocina subterránea de la finca de Dolby: íncubos y súcubos, los demonios que visitan a los desprevenidos mortales para atormentarlos. Pero los súcubos eran los demonios femeninos y los íncubos los masculinos. ¿Qué había querido decir?

Muchos especuladores y reporteros les habían seguido de ciudad en ciudad, pero con motivos muy claros. Era el elemento de lo desconocido que rodeaba a esta mujer lo que empezaba a inquietar y preocupar a Tom. Aquella imagen: la cola de las entradas, gente que no quería más que ver a Dickens, y una mujer plantada fuera de la fila, observando suspicazmente a la gente que no consideraba digna de ver al Maestro. La rodeaba un aura deslumbrante, cautivadora y rechazable.

A su vuelta a Boston, el grupo sufrió dos peripecias de poca importancia. Primero, el Jefe no lograba encontrar su diario de bolsillo. Su personal buscó por todas partes y no logró dar con él. Dickens creía recordar que lo había visto por última vez en Nueva York, en su habitación del hotel. Insistió en que no tenía importancia, ya que era el diario de 1867 y el año estaba a punto de expirar. Los quemaba al final de cada año y así se evitaba muchas complicaciones.

¿No se lo habrá llevado ella, pensó Tom. ¿Era eso lo que quería merodeando por los pasillos del hotel Westminster? La segunda peripecia fue George Allison. Se había puesto enfermo dos veces en el curso de unos cuantos días. El médico del Parker House descubrió que las dos veces había sucedido después de comer perdiz en mal estado, ya que en invierno solían envenenarse con bayas cuando el suministro habitual de comida del ave se encontraba enterrado bajo la nieve. El iluminador suplente, un bostoniano nervioso, pasó la tarde del 24 de diciembre con el resto del equipo preparando el teatro para la noche. George le había dado instrucciones muy precisas desde la cama, como si estuviera dictando sus últimas voluntades. El recién llegado estaba tan ávido de agradar a Dickens que se lesionó una pierna subiendo las escaleras del teatro a toda velocidad.

Esto facilitó un ejemplo práctico de Charles Dickens tomando las riendas de una emergencia, lo que hizo con gran presencia de ánimo y deleite. Llevó al lesionado con Tom hasta una farmacia, donde pidió un tipo especial de árnica silvestre.

—¡Caramba, señor Dickens, es usted como un médico de verdad! —exclamó el iluminador agradecido, con las mejillas arreboladas por haber tenido la bendición de lastimarse en semejante compañía.

—Cuando se viaja con tanta frecuencia como yo, muchacho, y con tantos hombres, no te queda otra elección. Tendrías que ver la cantidad de ampollas y líquidos azules y negros que llevo en mi botiquín. Láudano, éter, sal amónica, polvos de Dover, píldoras del doctor Brinton. Confía en tu Jefe. Vivimos rodeados de milagros. Esto te curará el cuerpo y el espíritu.

Aquella noche, cuando se abrieron las puertas para la lectura de Nochebuena, las plateas parecieron llenarse de inmediato. Los dos mil asistentes buscaron sus sitios con tal voracidad que apenas hubo alguno de los acomodadores y la policía de la puerta que quedara con la chaqueta o el sombrero puestos y las guirnaldas decorativas y los ramos de acebo perdieron sus bayas, que acabaron pisoteadas en el suelo.

—¡Menudo guirigay! —le comentó un policía a Tom mientras intentaban mantener el orden—. ¿Ha pasado lo mismo en todas las lecturas o ésta es especial por ser Navidad?

—Creo que las dos cosas —dijo Tom.

—Usted es de Dublín, ¿no?

—Mi familia es de origen irlandés —admitió Tom—, pero yo soy inglés.

—Por su acento sé que es dublinés. No es que le dé mucha importancia a eso, oiga. Tenemos casi cuarenta irlandeses en el cuerpo, oiga. Y dígame —preguntó el agente en plan confidencial—, ¿no será usted el mismo irlandés que provocó los disturbios de la venta de entradas en Brooklyn como he leído?

—Ha leído usted los periódicos equivocados —dijo Tom.

—Se lo digo sin mala intención, amigo. Sólo por charlar. Ahora, mi mujer sí que adora a su señor Dickens. Yo le digo: «Gasta el dinero que tanto cuesta ganar en algo útil, lo que menos necesitamos es otro libro para que se quede en la estantería y ocupe espacio y sirva de comida a las ratas». Pero no me escucha, me dice que yo qué sé, que el único libro que he leído es la Biblia. Es
verdá
. Es el mejor libro que existe. ¿Es
usté casao
?

Mientras Tom se giraba para contestar, recorrió con la mirada un grupo de personas que pasaban a su lado y la sorpresa le hizo parpadear: la misma mujer que había perseguido en Nueva York. El íncubo, ataviada una vez más con las vestiduras de mendiga.

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