El trono de diamante (50 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
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—¿Es éste vuestro barco? —inquirió el caballero.

—¿Por qué os interesa saberlo?

—¿Lo alquiláis?

—Depende del precio.

—Podemos acordarlo luego. ¿Cuántos días calculáis que tardaría en llegar a Dabour?

—Tres, quizá cuatro, según sople el viento. —El capitán evaluó con su ojo sano el aspecto de Sparhawk y sus acompañantes, y, a continuación, su desabrido semblante mudó de expresión al tiempo que esbozaba una zalamera sonrisa—. ¿Por qué no hablamos del precio, noble señor? —sugirió.

Tras un rápido regateo, Sparhawk hurgó en la bolsa de monedas que le había entregado Voren y contó las piezas de plata antes de depositarlas en la mugrienta mano del barquero, cuya mirada había quedado iluminada al contemplar el portamonedas.

Embarcaron y ataron los caballos en medio del barco mientras los tres marineros soltaban las guindalezas, empujaban la embarcación hacia la corriente e izaban la sesgada vela. Las aguas discurrían perezosas y la fuerte brisa procedente del estrecho de Arcium los impulsaba río arriba con una velocidad aceptable.

—Estad alerta —murmuró Sparhawk a sus compañeros cuando desensillaban las monturas—. Nuestro capitán parece un negociante independiente atento a las oportunidades. —Caminó en dirección a popa, donde permanecía el tuerto junto al timón—. Intentad manteneros lo más cerca posible de la orilla —les advirtió.

—¿Para qué? —El capitán se mostró súbitamente cauteloso.

—Mi hermana le tiene miedo al agua —improvisó Sparhawk—. En caso de que os lo indique, aproximad el bote a la ribera para que pueda bajar.

—Vos pagáis el viaje. —El capitán se encogió de hombros—. Se hará según vuestros deseos.

—¿Navegáis de noche? —le preguntó Sparhawk.

El hombre realizó un gesto negativo.

—Algunos lo hacen, pero yo no. Para mi gusto, existen demasiados troncos y piedras sumergidos, por lo que, al anochecer, atracamos en la orilla.

—Perfecto. Valoro positivamente la prudencia en un marino, pues añade seguridad a la navegación. A propósito de seguridad… —Abrió la pechera de su sayo para mostrar su cota de malla y la pesada espada de hoja ancha prendida en un costado—. ¿Comprendéis lo que intento expresar? —preguntó.

El rostro del capitán se ensombreció de disgusto.

—No tenéis derecho a amenazarme en mi propio barco —tronó.

—Tal como habéis comentado, soy yo quien paga. Vuestra tripulación no me parece de fiar y vuestra propia cara tampoco inspira precisamente confianza.

—No necesitáis mostraros insultante —protestó el capitán, con rostro sombrío.

—Si finalmente llego a la conclusión de que os he juzgado mal, os presentaré mis excusas. Viajamos con algunas pertenencias y preferimos que continúen en nuestro poder. Mis amigos y yo dormiremos en proa. Vos y vuestros hombres podéis estiraros en el lado de popa. Espero que esta disposición no os cause ninguna molestia.

—¿No extremáis las precauciones?

—Vivimos tiempos ajetreados, compadre. Recordadlo, cuando amarremos en la ribera para pasar la noche, haced que vuestros hombres permanezcan en popa y advertidles contra el sonambulismo. Aparte de que una embarcación puede resultar un lugar bastante peligroso para tal práctica, yo tengo el sueño ligero. —Se volvió y regresó junto a sus compañeros.

Las márgenes del río se cubrían de una espesa y exuberante vegetación; no obstante, las colinas que se alzaban detrás de aquellas estrechas franjas de verdor aparecían yermas y rocosas. Sparhawk y sus amigos se hallaban sentados en la cubierta de proa y, sin perder de vista al capitán y a los marineros, vigilaban cualquier movimiento inusual en el agua. Flauta, que permanecía sobre el bauprés, tocaba su instrumento mientras Sparhawk conversaba tranquilamente con Sephrenia y Kurik. Puesto que ésta ya conocía las costumbres del país, las instrucciones del caballero iban dirigidas principalmente al escudero. Le advirtió de las múltiples actitudes que podían ser tomadas como un insulto, y de algunas que eran consideradas como sacrílegas.

—¿Quién se inventó todas esas estúpidas reglas? —preguntó Kurik.

—Eshand —repuso Sparhawk—. Como cualquier demente, hallaba un gran consuelo en los rituales.

—¿Algo más?

—Otro pequeño detalle: si topas por azar con algún cordero, debes hacerte a un lado.

—Repetidme eso —pidió Kurik con tono de incredulidad.

—Representa una norma muy importante, Kurik.

—¡No hablaréis en serio!

—Totalmente. En su juventud, Eshand era un pastor de ovejas y solía enfurecerse cuando alguien pasaba a caballo entre su rebaño. Al llegar al poder, anunció que Dios le había revelado que los corderos eran animales sagrados y, por tanto, todo el mundo debía cederles el paso.

—Eso es una locura —protestó Kurik.

—Por supuesto. Sin embargo, aquí constituye una ley.

—¿No sorprende asimismo que las revelaciones de los dioses elenios siempre parezcan coincidir con los prejuicios de sus profetas? —murmuró Sephrenia.

—¿Estas gentes se comportan en alguna ocasión como personas normales? —inquirió Kurik.

—En realidad, pocas.

A la caída del sol, el capitán atracó el barco en la orilla, y él y sus marineros tendieron camastros en la parte de proa. Sparhawk se levantó y se encaminó hacia el centro de la embarcación para acariciar el cuello de
Faran
.

—Quédate despierto —indicó al ruano—. Si observas algún movimiento, avísame.

Faran
enseñó los dientes y giró sobre sí hasta encararse resueltamente hacia proa. Sparhawk le dio una palmada en las ancas y volvió a reunirse con sus amigos.

Tras tomar una cena fría consistente en pan y queso, tendieron las mantas sobre la cubierta.

—Sparhawk —llamó Kurik cuando ya se había acostado.

—¿Qué, Kurik?

—Acaba de ocurrírseme una idea. ¿Resulta frecuente que la gente entre y salga a caballo de Dabour?

—Normalmente, sí. La presencia de Arasham suele atraer a las multitudes.

—Lo suponía. ¿No pasaríamos más inadvertidos si bajáramos del barco a unas millas de Dabour y entráramos en la ciudad en compañía de uno de los grupos de peregrinos?

—Piensas en todo, ¿eh, Kurik?

—Queda incluido en el precio de mis servicios. A veces los caballeros no atendéis a las cuestiones prácticas. La función de un escudero consiste en prever los contratiempos.

—Te lo agradezco, Kurik.

—No es preciso que aumentéis mi paga —espetó el escudero.

La noche transcurrió sin incidentes y, al alba, los marineros desataron los cabos e izaron nuevamente la vela. Aproximadamente a media mañana atravesaron la ciudad de Kodhl y siguieron la travesía hacia la ciudad santa de Dabour. No parecía existir ningún tipo de reglamentación para el tráfico de navíos, por lo que algunos de ellos chocaban entre sí. Tales sucesos solían ir acompañados de un intercambio de maldiciones e insultos.

Al mediodía del cuarto día Sparhawk se dirigió a popa para hablar con el capitán tuerto.

—Nos hallamos cerca de nuestro destino, ¿no es así? —preguntó.

—A unas cinco leguas —respondió el capitán mientras giraba ligeramente el timón para esquivar un bote—. ¡Sarnoso hijo de asno! —bramó en dirección al timonel de la otra embarcación.

—¡Ojalá le salgan verrugas a tu madre! —replicó, divertido, el otro.

—Creo que mis amigos y yo desembarcaremos antes de llegar a la ciudad —informó Sparhawk al capitán—. Queremos merodear libremente antes de encontrarnos con alguno de los seguidores de Arasham, y es muy probable que los muelles estén estrechamente vigilados.

—Constituye una estrategia prudente —acordó el hombre—. Además, tengo la impresión de que posiblemente provocaríais algún alboroto, en el que preferiría no verme envuelto.

—En consecuencia, resulta conveniente para ambos, ¿no es cierto?

A primera hora de la tarde el capitán dirigió la proa del barco hacia una estrecha franja de playa arenosa.

—Es un lugar adecuado para fondear —explicó a Sparhawk—. Más arriba las orillas se vuelven cenagosas.

—¿Qué distancia debemos recorrer hasta Dabour desde aquí? —le preguntó Sparhawk.

—Unas cuatro millas.

—Queda bastante cerca.

Los marineros tendieron la pasarela y Sparhawk y sus amigos hicieron bajar a los caballos y la mula hasta la playa. Apenas hubieron llegado a tierra firme, la tripulación retiró la pasarela e impulsó el bote hacia el centro del cauce con largas pértigas. A continuación el capitán comenzó la maniobra para regresar río abajo. No hubo intercambio de despedidas.

—¿Vais a poder seguir? —preguntó Sparhawk a Sephrenia, cuyo rostro permanecía demacrado, si bien las ojeras habían comenzado a difuminarse.

—Estoy bien, Sparhawk —le aseguró la mujer.

—Sin embargo, si perecieran otros caballeros, os resentiríais aún más, ¿verdad?

—No lo sé a ciencia cierta —respondió—. Nunca me he encontrado en una situación similar a ésta. En fin, vayamos a Dabour para entrevistarnos con el doctor Tanjin.

Abandonaron a caballo la playa y, después de atravesar los enmarañados arbustos que la bordeaban, pronto llegaron al polvoriento camino que conducía a Dabour. Otros viajeros, en su mayoría nómadas de hábitos negros cuyos oscuros ojos refulgían de fervor religioso, transitaban la ruta. En una ocasión, se vieron obligados a aproximarse a los márgenes para dejar pasar un rebaño de ovejas. Los pastores, montados en mulas, cabalgaban arrogantemente y bloqueaban deliberadamente la vía con sus animales. Su expresión representaba un claro desafío a quien osara expresar alguna objeción.

—Nunca me han gustado mucho las ovejas —murmuró Kurik—, y aún menos los pastores.

—Es preferible que no perciban tu aversión —le aconsejó Sparhawk.

—En esta región la carne de cordero constituye el alimento principal, ¿no?

Sparhawk asintió mudamente.

—¿No resulta poco congruente sacrificar y comer animales sagrados?

—La coherencia no es una de las características más destacables de la mentalidad rendoriana.

Mientras pasaba el rebaño, Flauta tomó su caramillo e interpretó una melodía peculiarmente disonante. Repentinamente, las ovejas enloquecieron y, tras arremolinarse durante un instante, partieron en estampida hacia el desierto perseguidas a la carrera por los ansiosos pastores. Flauta se tapó la boca para contener una risita.

—Deja de tocar esos sonidos estridentes, Flauta —la reprendió Sephrenia.

—¿Ha ocurrido de veras lo que yo he creído ver? —inquirió asombrado Kurik.

—A mí no me sorprende tanto —repuso Sparhawk.

—¿Sabéis que aprecio mucho a esa niñita? —indicó Kurik, sonriente.

Prosiguieron el camino detrás de una multitud de peregrinos. Poco después, al coronar un altozano, divisaron la ciudad de Dabour a sus pies. Estaba compuesta por las habituales casas encaladas que se arracimaban junto al río, además de una gran extensión de espaciosas tiendas negras que cubrían una explanada. Sparhawk se protegió los ojos de la luz con la mano y examinó la población.

—Los corrales se encuentran por ese lado —informó, al tiempo que señalaba los límites orientales de la ciudad—. Supongo que ahí encontraremos a Perraine.

Al descender la colina, evitaron la cercanía de los edificios y tiendas de la parte meridional de Dabour. Cuando se disponían a atravesar un campamento de nómadas que los separaba de los establos, un hombre barbudo con una cadena de bronce adornada con un pedazo de cristal colgada del cuello surgió de detrás de una tienda para cortarles el paso.

—¿Adónde pensabais ir? —preguntó. A un imperioso gesto realizado con la mano, doce hombres, vestidos como él de negro y armados con largas picas, se reunieron en torno a él.

—Debemos atender unos negocios en la zona de los establos, noble señor —respondió suavemente Sparhawk.

—Oh, ¿de veras? —dijo despectivamente—. No veo vacas por ningún sitio. —Miró a sus seguidores con una afectada sonrisa de autoestima, como si se hallara terriblemente satisfecho por su agudeza.

—Las vacas aparecerán un poco más tarde, noble señor —explicó Sparhawk—. Nosotros nos hemos adelantado para realizar los preparativos.

El sujeto del colgante se rascó las cejas mientras se esforzaba en encontrar alguna objeción.

—¿Sabéis quién soy yo? —preguntó finalmente en tono beligerante.

—Me temo que no, noble señor —se disculpó Sparhawk—. No he tenido el placer de conoceros.

—Os creéis muy listo, ¿eh? —indicó el oficioso individuo—. Vuestras melifluas respuestas no me engañan.

—No era mi intención engañaros, compadre —replicó Sparhawk, con la voz próxima a alterársele—. Me limitaba a guardar los modales de cortesía.

—Yo soy Ulesim, discípulo favorito del santo Arasham —anunció el hombre de la barba, al tiempo que se golpeaba el pecho con el puño.

—Me complace sumamente el honor de haberos encontrado —aseguró Sparhawk, con una inclinación.

—¿Eso es cuanto tenéis que decir? —exclamó Ulesim, con los ojos desorbitados ante el imaginario insulto.

—Tal como os he confesado, me siento sumamente honrado. No esperaba ser recibido por una personalidad tan ilustre.

—Mi presencia aquí no responde a ningún tipo de formalidad, guardián de vacas. He venido para tomaros bajo mi custodia. Bajad de los caballos.

Sparhawk evaluó la situación con una larga mirada. Luego descendió del caballo y ayudó a desmontar a Sephrenia.

—¿Qué significa toda esta comedia? —le preguntó ella al oído mientras depositaba a Flauta en el suelo.

—Supongo que se trata de un fanfarrón que intenta darse aires de importancia —susurró Sparhawk—. Como no nos conviene provocar altercados, haremos lo que nos mande.

—Llevad a los prisioneros a mi tienda —ordenó con grandilocuencia Ulesim tras unos instantes de indecisión, pues, al parecer, el discípulo favorito de Arasham no sabía qué disposición tomar a continuación.

Los lanceros se aproximaron con aire amenazador y uno de ellos los condujo a una tienda coronada por un desmayado pendón confeccionado con un sucio trapo de color verde.

Kurik presentaba un semblante airado.

—Aficionados —murmuró—. Llevan esas picas como si fueran cayados de pastor. Además, ni siquiera nos han registrado para comprobar si vamos armados.

—Serán unos aficionados, Kurik —concedió quedamente Sephrenia—, pero han logrado apresarnos.

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