—Deje de
chusmiar, mama
—dijo. La abuela se cubrió los ojos con un pañuelo negro.
Su madre levantó la vista y la cruzó con la de él.
—¿En qué piensa, madre?
Ella había prometido no llorar y conservó el aplomo en equilibrio.
—Pensaba en tu padre, en el día en que se iba para Cuba. Era tan arrogante como tú. Me parece estar viéndole, con su pelo rubio enmarañado y sus ojos descarados. Entonces no se fijaba en mí.
—Ése fue un gran fallo: no fijarse en la mujer más bonita del pueblo. —Sonrió él.
—No, no era la más bonita, pero estaba enamorada de él, de sus ojos azules, de su alegría. Cuando volvió, sí se fijó en mí. Claro que ya no era como cuando marchó.
Tenía un recuerdo borroso de su padre, muerto cuando él tenía seis años, sin poder aguantar por más tiempo el veneno que se le había metido en el cuerpo en la lejana isla. Pero en esa imagen no aparecía un hombre arrogante, sino un ser cansado y envejecido, de ralos cabellos y escasas palabras. Los abuelos y ella habían sacado desde entonces la casa adelante; les criaron a Susana y a él de la mejor manera posible hasta que él, a los pocos años, pudo valerse y echar una mano. Para entonces su madre había perdido la juventud y se había convertido en una
moiraza
como las demás. La miró abiertamente, el pañuelo negro en la cabeza, las manos torcidas por el trabajo de la tierra, la espalda curvada. No tenía el medio siglo y ya era una anciana.
—Quítese el pañuelo, madre. Llevo años pidiéndoselo.
—Me calienta, me protege, me…
—No. Es sólo un rito impuesto por la Iglesia. Es la esclavitud. Sea libre. Rompa los moldes.
—Pobre de mí. ¿Qué puedo romper yo?
—Hágalo por mí.
Se acercó a ella y con suavidad deshizo el nudo de la nuca y liberó los cabellos entrecanos y con atisbos de ondas que un día fueron. Con lentitud hurgó con sus toscos dedos el pelo humillado y lo esparció sobre la cabeza, extrayendo imágenes de una mocedad perdida.
—Así está mejor.
Luego, con el dedo índice, recorrió lentamente la frente de la mujer y lo fue bajando por la mejilla hasta llegar a la boca extenuada. Se miraron a los ojos. En los de ella estaban todas las guerras del mundo.
—Madre…
Ella se aplastó contra su pecho y se dejó abrazar.
—Tu padre fue a una guerra y tú vas a otra —murmuró, sin apenas mover los labios.
—Él volvió, madre. Yo también volveré. ¿Cree que alguien va a poder conmigo? —Rió.
Ella lo miró y admiró sus anchos hombros, sus nervudos brazos, sus grandes manos, el largo y dorado cabello que aureolaba su recia cabeza.
—¿Dónde está África, hijo?
—En el fin del mundo. Pero allí no hay fiebres como en Cuba.
—Pero hay tiros, muchos tiros —dijo el abuelo.
Su hermana rompió a llorar. Él apartó de su madre su alta estatura y rodeó la vieja mesa de madera.
—Eh, eh, Susana. No pasa nada —le dijo y abrazó su cabeza contra su pecho—. Te traeré una chilaba de una reina mora.
Ella hipaba y la dejó hacer. Tenía quince años, cinco menos que él, y no conoció a su padre, pues nació meses después de su muerte. Para Manín, además de hermana fue siempre como una hija. Era una chica sensible, trabajadora, rubia y de azules ojos, como toda la familia. Se casaría pronto, según la tradición, pues no hacía ascos a los mensajes de varios galanteadores, aunque eran notorios los suspiros que daba por Pedrín.
—Promete que volverás —dijo ella, levantando el sufriente rostro hacia él.
Manín paseó su mirada por la cocina, centro de sus vidas. Miró el
fornu
donde cocían el pan de centeno y maíz y el pote humeante sobre el
chumi
siempre encendido, colgando de una viga por la
pregacheira
. Detuvo sus ojos en la
masera
, donde amasaban el pan y donde guardaban el de consumo reciente. Por un momento se sintió desfallecer.
—¡Manín! —se oyó una voz afuera.
—Prometido —dijo él, acariciando su pelo. La soltó, fue a un rincón de la cocina y cogió una vieja maleta de madera y una bolsa. Abrazó a todos, se caló la boina sin lograr someter del todo su díscola pelambrera y salió, seguido por todos ellos.
Despuntaba el día, el cielo estaba espeso y barruntaba lluvia. Estaban esperándole Pedrín, de casa Regalado; Antón, de casa Salinas, y Sabino, criado de los Muniellos. Todo el pequeño pueblo de Prados, diecisiete casas, estaba congregado en grupos para despedirlos. Había una indefendible tristeza en el silencio que protegía el pueblo. Manín miró a un grupo formado por un hombre de su edad y contextura, una chica joven, una mujer madura, un hombre parecido al joven físicamente, pero de más edad, y una pareja anciana. Eran los Vega, de casa Carbayón, los más ricos del pueblo. Abuelos, padres, hijo e hija. Al padre le llamaban Carbayón, por su corpulencia. A José, el hijo, le había tocado ir a África, pero pudo declinar tal honor al haber pagado 1200 pesetas a otro quinto para que fuera en su lugar. Cerca había otro grupo: los Muniellos, la segunda fortuna del pueblo. Lo formaban sus tres primos: Amador, Jesús y Rosa, sus padres, ella hermana de su madre, y los abuelos. A Amador también le había tocado Marruecos, pero habían hecho el trueque con Sabino, el criado de la casa, por una cantidad similar a la que Carbayón había pagado por su hijo.
—¿Qué miráis, bastardos? —preguntó Manín, parándose y dirigiéndose a José y a Amador alternativamente—. ¿Os llega el olor a cadáver o es el hedor de vuestra cobardía?
Nadie le contestó.
—¿No decís nada, cabrones? A ver si cuando volvamos os han dado por el culo a los dos.
Les hizo un corte de mangas y, seguido de los otros tres, se dirigió al sendero que buscaba la salida del pueblo. En ese momento vio a su prima Rosa, la casi niña de los Muniellos, desgajarse de su grupo y correr hacia él con el frescor y la espontaneidad con que cautivaba al pueblo. Tenía trece años y una figura larguirucha y huesuda, con el cabello rubio que ponía reflejos dorados en el aire gris. Su bello rostro tenía gesto de pesadumbre.
—¿Te ibas sin despedirte? Malo. Los demás lo hicieron.
—Estoy muy cabreado. Perdóname.
—Manín, no te vayas, no os vayáis. —Se puso las manos sobre los ojos.
Él rió e intentó dominar el pozo de angustia y rabia que le corroía.
—Eh, vamos. Estaremos por allá abajo, divirtiéndonos un poco, y regresaremos. A ver esos ojos lindos —dijo, apartándole las manos.
Rosa abrió los ojos y él se adentró en un mundo indescriptible de tonos azules insondables, que variaban a la luz como una sinfonía inacabable de color. Se le cortó la respiración.
—Chiquilla —dijo, impresionado—, tienes los ojos más bonitos de Asturias.
Ella abrió la boca en una sonrisa triste sostenida por dos hileras de nácar. Luego le abrazó con fuerza, subiéndose sobre la punta de sus madreñas. Manín se volvió y subió el repecho donde los otros le esperaban. Se paró y dejó que su mirada se escapara hacia los viejos hórreos y paneras. Tragó saliva. No tenía miedo, sólo una ira que le ahogaba. Vio a su hermana correr hacia ellos, haciendo señas a Pedrín. El muchacho se detuvo y la esperó.
—¿Me escribirás? —dijo Susana, al llegar a él.
—Sí.
—Te esperaré, te esperaré.
—No lo hagas. Lo normal es que…
—No lo digas.
—Pero, aunque vuelva, mi corazón va a otro lado. Perdóname. No puedo evitarlo. No pierdas tu tiempo conmigo. Busca un hombre que te quiera y sé feliz con él.
—Te esperaré —insistió ella y le dio un beso. Lo vio reunirse con sus amigos y caminar junto a ellos hacia abajo, acompañados por familiares y otros amigos, mientras por levante un rayo de sol intentaba resaltar el verde profundo de los montes.
Era un invierno como cabía esperarse de esa tierra húmeda. Para romper la melancolía, comenzaron a cantar y a hacerse chistes mientras echaban por trochas y golpeaban las piedras del camino. Llegaron a Cibuyo, donde había ya otros quintos esperando. La carretera desde Rengos traía de todos los pueblos a otros futuros soldados, algunos en burro, otros en carretas y otros caminando. En grupos desparramados siguieron hacia Cangas de Tineo. No entraron en la población y caminaron por la carretera, que seguía el curso del río hasta Corias, donde el enorme Monasterio sostenía una lucha permanente con el verdor de las altas montañas que rodeaban el lugar. Un cura joven estaba echando un sermón a un grupo de llamados a filas. Intentaba destacar la idea de que iban a defender la cristiandad y de que dar la sangre por esa causa aseguraría tener abiertas las puertas del cielo. Se lamentaba de no poder ir con ellos para, si así lo quería el Señor, ofrendar su vida a tan altos ideales.
Manín se paró y le gritó:
—¡Eh, cura! ¿Por qué no vienes? Eres joven todavía. ¿Qué te retiene, si la gloria está allá?
Hubo un revuelo, y los rostros dibujaron muestras de sorpresa, admiración y desagrado. El cura, asombrado, preguntó:
—¿Quién eres, hijo?
Manín se adelantó.
—Lo sabes. Soy uno que va a ofrecer su juventud a una guerra remota de una tierra lejana llamada el Rif, donde no se nos ha perdido un carajo.
Hubo un silencio sólido en el que pudo oírse el rumor del río.
—¿Sabes lo que dices, hijo?
—No me llames hijo. Claro que sé lo que digo. Tenemos que abandonar nuestras casas, nuestras familias, nuestros trabajos para que los curas os luzcáis con discursos para borregos.
—Esos pensamientos son muy peligrosos.
—¿Me estás amenazando? ¿A uno que quizá va a morir en esa puta guerra? ¿Crees que me importa?
El cura vio tal determinación en ese rostro sufriente que prefirió contemporizar.
—Que Dios te guíe, muchacho.
Pero él ya había reanudado la marcha y los otros se le unieron. Un rato más tarde les recogió un camión. Se acomodaron entre los demás. Sabino, muy imbuido por el tema religioso, apuntó:
—No has debido decirle eso al padre.
Manín le miró.
—¿Qué es eso del padre? ¿Y por qué no?
—Es una falta de respeto hacia Dios.
—¿Qué tienen que ver los curas con Dios?
—Los curas traen la palabra de Dios a los hombres.
—Joder, lo que hay que oír.
—Además —continuó Sabino—, si la patria nos llama, debemos ir a darlo todo, porque ella es el fundamento de nuestros orígenes.
Manín le dijo, socarronamente, que ni Dios ni la patria le habían llamado a él para tan alta misión, sino su propio padre y Amador de Muniellos, que arreglaron el indecente trueque.
—Tu Dios no debió de haber permitido que por un maldito dinero estés aquí en lugar de Amador, que es a quien correspondió ir. ¿Qué Dios es ese que consiente estas cosas?
Sabino dijo que los caminos del Señor eran inescrutables y que con ese dinero su padre, que era pobre, podría mejorar su huerta y la cabaña.
—Me cago en tu padre y en Amador. Eres tonto de remate. ¿Qué dinero has sacado de este negocio?
—Cinco pesetas. Son suficientes para mí. El ejército me alimentará, cuidará de mí.
Manín lo miró como si lo viera por primera vez.
—Vamos a morir a África y el cabrón de Amador se hartará de follar mientras tú eres despedazado por los moros. Eso es lo que te dará el ejército. ¿No sabes lo que hacen esos moros a los españoles que cogen? ¿No has oído hablar del barranco del Lobo, del Gurugú, de Annual?
Sabino guardó silencio y todos callaron durante largo rato. La traqueteante carretera les llevó, horas después, a Pravia, una población grandona, centro de recogida y distribución anual de reclutas. Con el negocio repetido cada año, se llenaban las tabernas y las fondas, y el pueblo estrenaba casas y palacios nuevos.
En el vetusto edificio, junto al Ayuntamiento, cada uno recibió su destino y arma. Luego les tallaron. Después comieron con la peseta que les entregó el Ejército y les llevaron a Oviedo para coger el tren de Madrid, que nacía en Gijón.
La estación era un hervidero de gente.
Urbayaba
, pero eso no arredraba a los familiares que acudían de lejanos pueblos para despedir a sus quintos. Llegó el tren de Gijón y los muchachos subieron. Era el expreso normal al que se habían añadido unidades para los mozos. Los vagones no estaban compartimentados, eran abiertos en toda la extensión y tenían plataformas con barandillas en los extremos. Los mozos forcejearon para situarse en esas plataformas y despedir desde ellas a sus familiares, sumergidos en el aire lleno de hollín. Los asientos eran de tablillas horizontales de dura madera tanto en los respaldos como en los posanalgas, y más de uno habría de preguntarse si eso era una prueba de los desastres que les esperaban en la guerra.
La noche había caído cuando el tren se puso en marcha con tal lentitud que la gente iba caminando a la par, acompañándolo con su griterío, mientras los pitidos de la máquina se unían al fragor. Luego, el convoy tomó velocidad y dejó el clamor atrás, mientras se hundía decididamente en las sombras.
El tren avanzaba en una oscuridad total horadada únicamente por el faro de la máquina, sin que el silbato dejara de sonar. Poco a poco los reclutas eliminaron las emociones y la juventud se impuso. Los amigos se buscaron unos a otros entre el pandemónium. Sonaban canciones de la tierra, gaitas, armónicas y acordeones. Manín y sus compinches formaban un grupo dispar. En oposición a la atlética figura de Manín, Pedrín era alto también pero muy delgado. Tenía el pelo castaño, los ojos oscuros, la nariz larga y una tenue sonrisa permanente en un rostro agradecido. Vivía con sus jóvenes padres, un hermano y hermana más pequeños, y los abuelos. Tenían cinco vacas y prado propio, pero no eran tan ricos como para pagar una permuta con otro quinto ni para obtener una cuota, que consistía en pagar al empobrecido ejército una cantidad, lo que daba derecho a elegir cuerpo y destino, hacer menos tiempo de servicio y no ir a África. Pedrín y Manín eran amigos desde la niñez, como también lo eran Antón, Amador y José Vega, si bien con estos dos últimos Manín empezó a tener diferencias por consideraciones sociales y políticas desde hacía unos años. Antón Salinas era un muchacho de estatura media y complexión gruesa, ojos amarillos, cara ancha, nariz redonda y pelirrojo. Tenía padres, cinco hermanos y los abuelos. Tampoco tenía prados propios. Era un mozo informado. Leía mucho. Había estado varias veces en Madrid, con unos tíos que allí vivían. Pensaba irse con ellos, para trabajar en lo que fuera porque no le gustaba la vida del pueblo. Y estaba Sabino, criado de los Muniellos. Nunca había acariciado a ninguna mujer. Estatura media, moreno de tez y negro pelo, ojos pardos asustados y grandes orejas. Trabajaba mucho porque Muniellos tenía quince vacas, varios prados grandes, cerdos y gallinas. Era la primera vez que salía del concejo y gracias al ejército iba a conocer otros pueblos, ciudades y otro país.