El Suelo del Ruiseñor (8 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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En ese momento oía el siseo del agua caliente mientras preparaban el baño, el estrépito de los platos en la cocina, el suspiro del cuchillo de la cocinera al deslizarse, las pisadas de una muchacha calzada con chinelas sobre la veranda que rodeaba la casa, los cascos y relinchos de los caballos de los establos, el llanto de una gata que amamantaba a cuatro crías y siempre estaba famélica, el ladrido de un perro de dos calles más allá, el castañeteo de los zuecos sobre los puentes de madera de los canales, los cánticos de los niños y el tañido de las campanas de los templos de Tokoji y Dishoin. Conocía la melodía de la casa, la del día y la de la noche, bajo el sol y bajo la lluvia. Aquella tarde me percaté de que siempre estaba a la espera de escuchar algo diferente. Yo también esperaba, pero ¿a qué? Cada noche, antes de dormir, me venía a la mente la imagen de la montaña, la cabeza degollada, el hombre con cara de lobo sujetando con fuerza el muñón de su brazo... Veía también a Iida Sadamu sobre el suelo, y los cadáveres de mi padrastro y de Isao. ¿Aguardaba yo a que Iida y el hombre con cara de lobo me alcanzasen? ¿O tal vez mi oportunidad de venganza?

De vez en cuando intentaba rezar al estilo de los Ocultos, y esa noche elevé mis plegarias para que se me mostrara el camino que debía seguir. No lograba conciliar el sueño. La atmósfera era pesada y no corría una gota de aire; la Luna llena se ocultaba tras espesos bancos de niebla; los insectos nocturnos se mostraban inquietos y ruidosos, y podía oír cómo los dedos de una salamanquesa se adherían al techo cuando lo cruzaba para cazarlos. Tanto Ichiro como el señor Shigeru dormían profundamente. Ichiro roncaba. Yo no quería abandonar la casa, a la que tanto había llegado a amar, pero al parecer yo sólo le había traído problemas. Si desapareciera en la noche, tal vez fuera lo mejor para todos.

Sin ningún plan que seguir, ¿qué podía hacer? ¿Cómo sobreviviría? Me preguntaba si lograría salir de la casa sin que los perros ladrasen y despertasen a los guardias. En ese momento empecé a rastrear el sonido de los perros. Normalmente los oía ladrar a intervalos durante toda la noche, pero había aprendido a distinguir sus ladridos y a ignorarlos en su mayor parte. Agucé el oído, pero no percibí sonido alguno. Entonces me esforcé por escuchar a los guardias: el ruido de sus pisadas sobre la piedra, el tintineo del acero, los susurros de una conversación... Nada. Los sonidos que deberían existir habían desaparecido del familiar tejido de la noche.

Ahora estaba totalmente despierto, haciendo esfuerzos por oír por encima del fluir del agua en el jardín. El torrente y el río llevaban poco caudal, pues no había llovido desde el cambio de luna.

Percibí un débil sonido, apenas una pequeña vibración, entre la ventana y el suelo del jardín.

Por un momento pensé que la tierra estaba temblando, lo que no es infrecuente en el País Medio. Siguió otro temblor diminuto, y luego otro más.

Alguien estaba escalando por un lateral de la casa.

Mi primera reacción fue la de gritar, pero la astucia se impuso: el grito despertaría a los habitantes de la casa, pero alertaría asimismo al intruso. Me levanté del colchón y me deslicé silenciosamente hasta el señor Shigeru. Mis pies conocían bien el suelo e identificaban cada uno de los lugares en los que podía crujir. Me arrodillé junto a él y, como si nunca hubiera perdido la facultad del habla, le susurré al oído:

—Señor Otori, hay alguien fuera.

Se despertó de inmediato, me miró fijamente por un instante y agarró el sable y el cuchillo que tenía a su lado. Yo señalé la ventana con un gesto. El débil temblor se notó de nuevo, como si un pequeño peso empujara ligeramente el lateral de la casa.

El señor Shigeru me pasó el cuchillo, se acercó a la pared, me sonrió y me hizo una seña para que me colocase al otro lado de la ventana. Esperamos a que el asesino llegase a la altura de la habitación. Poco a poco, el hombre iba escalando por el muro sigilosa y pausadamente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, confiado en que nada delataría su presencia. El señor Shigeru y yo le esperábamos con similar paciencia, como si los tres fuéramos muchachos jugando en un granero. Sin embargo, el final no fue el propio de un juego.

El intruso se detuvo en el alféizar de la ventana para sacar el garrote que pensaba emplear para matarnos y después entró en la habitación. El señor Shigeru le agarró por detrás, sujetándole el cuello con el brazo como si fuera a estrangularle. Resbaladizo como una anguila, el extraño se fue moviendo hacia atrás. Yo salté sobre él; pero, antes de que pudiera clavarle el cuchillo, caímos por la ventana sobre el jardín como tres gatos en plena pelea.

El hombre cayó el primero, sobre el torrente, y se golpeó la cabeza con una roca; el señor Shigeru cayó de pie; mi caída fue amortiguada por un arbusto. Jadeante, solté el cuchillo y después intenté recuperarlo, pero ya no era necesario. El intruso soltó un gemido e intentó levantarse, pero resbaló y cayó otra vez. Su cuerpo no dejaba correr el agua, el arroyo se fue haciendo más profundo a su alrededor y entonces, con un repentino balbuceo, el agua le cubrió por completo. El señor Shigeru le levantó, le propinó una bofetada, y gritó:

—¿Quién? ¿Quién te ha pagado? ¿De dónde vienes?

El hombre tan sólo gimió de nuevo, mientras recobraba el aliento con ásperos resuellos.

—Consigue una linterna -me dijo el señor Shigeru.

Yo creía que para entonces los habitantes de la casa se habrían despertado, pero la pelea había sido tan breve y silenciosa que todos seguían durmiendo. Empapado de agua y cubierto de hojas, corrí hacia la alcoba de las criadas.

—¡Chiyo! -grité-. ¡ Trae linternas, despierta a los hombres!

—¿Quién es? -replicó Chiyo, adormecida. No había reconocido mi voz.

—Soy yo, Takeo. ¡Despierta! Alguien ha intentado matar al señor Shigeru.

Tomé una linterna que todavía ardía en uno de los soportes y la llevé al jardín. El hombre había vuelto a quedarse inconsciente y el señor Shigeru le miraba bajo sus pies. Yo coloqué la linterna por encima del intruso, que iba vestido de negro, sin ningún blasón o distintivo en sus ropas. Era de altura y peso medios, con el pelo corto: no había nada que le distinguiera.

Por detrás de nosotros escuchamos el clamor de los criados que se despertaban, los gritos al descubrir que dos de los guardias habían sido asesinados con un garrote y que tres perros habían sido envenenados.

Ichiro apareció pálido y tembloroso.

—¿Quién puede haberse atrevido a esto? -preguntó-. En vuestra propia casa, en pleno centro de Hagi... ¡Es un ultraje para todo el clan!

—A menos que el clan diera la orden -respondió con calma el señor Shigeru.

—Lo más probable es que haya sido Iida -terció Ichiro.

Éste vio el cuchillo en mi mano y me lo arrebató. Rasgó con él el negro tejido, desde el cuello hasta la cintura, dejando al descubierto la espalda del hombre. Una horrible cicatriz producida por la hoja de una espada le cruzaba el omóplato, y su espina dorsal estaba tatuada con una delicada filigrana que parpadeaba como una serpiente a la luz de la lámpara.

—Es un asesino a sueldo -afirmó el señor Shigeru-. Procede de la Tribu. Cualquiera puede haberle contratado.

—¡Seguro que ha sido Iida! Se habrá enterado de que el muchacho está con vos. ¿Os libraréis ahora de él?

—De no haber sido por el chico, el asesino se habría salido con la suya -replicó el señor-. Él fue quien me despertó a tiempo... ¡El muchacho me habló! -exclamó, al darse cuenta de lo que ello implicaba-. Me habló al oído y me despertó.

Ichiro no parecía muy impresionado:

—¿Se os ha ocurrido que tal vez el objetivo era él y no vos?

—Señor Otori -tercié yo, con voz espesa y ronca tras varias semanas de silencio-, sólo os he traído peligros. Dejadme ir, echadme de vuestro lado.

Pero mientras hablaba, sabía que él no lo haría. Ahora yo había salvado su vida, como él había salvado la mía, y el vínculo que nos unía era más fuerte que nunca.

Ichiro asentía mostrando su acuerdo, pero Chiyo habló:

—Os pido disculpas, señor Shigeru. Sé que no es asunto mío y que tan sólo soy una vieja estúpida, pero no es cierto que Takeo os haya traído únicamente peligros. Antes de encontrarle, casi habíais enloquecido por el dolor, y ahora habéis superado vuestro tormento. Él os ha traído alegría y esperanza a la vez que peligro. ¿Quién es capaz de disfrutar de unas y escapar del otro?

—¿Cómo podría expresarme? -replicó el señor Shigeru-. Existe un destino que une nuestras vidas. No puedo luchar contra eso, Ichiro.

—Tal vez su cerebro haya regresado junto con su lengua -dijo Ichiro, en tono cáustico.

El asesino murió sin recobrar la consciencia. Descubrimos que llevaba en la boca una bola de veneno y que la mordió al verse atrapado. Nadie conocía su identidad, aunque corrieron muchos rumores. Los guardias fallecidos fueron enterrados en una ceremonia solemne y su muerte fue llorada. Yo también lloré la muerte de los perros. Me preguntaba qué pactos habrían hecho los canes, qué fidelidad habrían jurado, para quedar atrapados en las contiendas de los humanos y tener que pagar con sus vidas. No expresé estos pensamientos, pues había muchos más perros en la casa. Además, se adquirieron otros nuevos que fueron entrenados para aceptar comida sólo de un hombre, con objeto de que no pudieran ser envenenados. Y no es que hubiera muchos hombres en la casa. El señor Shigeru llevaba una vida sencilla, con algunos lacayos armados, pero al parecer eran muchos entre los Otori los que desearían servirle, tantos como para formar un ejército si él así lo deseara.

El ataque no pareció alarmarle o deprimirle en modo alguno. Al contrario, parecía haberle insuflado energía, y su deleite por los placeres de la vida aumentó al haber escapado de la muerte. Se mostraba eufórico, como después del encuentro con la señora Maruyama. También estaba encantado porque yo hubiera recuperado el habla y por la agudeza de mi oído.

Tal vez Ichiro tenía razón o quizá su actitud hacia mí cambió, pues desde la noche del intento de asesinato empecé a aprender con mayor facilidad. Poco a poco los caracteres empezaron a desvelar su significado y a asentarse en mi cerebro; incluso empecé a tomarles gusto a las diferentes formas que fluían como el aguado a aquellas que se posaban, sólidas y achaparradas, como negros cuervos en el invierno. Yo no lo reconocía ante Ichiro, pero la caligrafía me proporcionaba un enorme placer.

Ichiro era un maestro reconocido, famoso por la belleza de su trazo y la profundidad de sus conocimientos. La verdad es que era un preceptor demasiado bueno para mí. Por naturaleza, yo no tenía las facultades de un estudiante, pero ambos descubrimos que tenía facilidad para la mímica. Podía copiar razonablemente bien a un auténtico estudiante, al igual que sabía imitar la forma en que Ichiro escribía moviendo el hombro, y no la muñeca, con firmeza y concentración. Aunque yo era consciente de que tan sólo le imitaba, los resultados no eran demasiado malos.

Lo mismo ocurrió cuando el señor Shigeru me enseñó el uso de la espada. Yo tenía la fuerza y la agilidad necesarias, probablemente en mayor medida de lo que correspondía a mi altura, pero había perdido esos años de la infancia en los que los hijos de los guerreros practican sin cesar el manejo del sable y del arco, así como la equitación. Yo sabía que nunca podría estar a su altura.

La equitación me resultó fácil. Yo observaba al señor Shigeru y a los otros hombres, y me percaté de que se trataba en su mayor parte de una cuestión de equilibrio. Simplemente, copiaba lo que ellos hacían y el caballo respondía. También reparé en que el animal era más tímido y asustadizo que yo, y que tenía que actuar con él como si fuera un señor, ocultar mis sentimientos por su bien y simular que estaba al mando de la situación. Sólo entonces el caballo se tranquilizaba y se sentía a gusto.

Me entregaron un caballo gris perla llamado
Raku,
con crines y cola de color negro. Nos llevábamos bien. El tiro con arco no era mi fuerte, pero en el manejo de la espada, de nuevo, copiaba al señor Shigeru y los resultados eran aceptables. Me proporcionaron un sable largo, que llevaba al cinto de mis nuevos ropajes, como cualquier hijo de guerrero; pero a pesar de la vestimenta y del sable yo sabía que sólo era un guerrero de imitación.

Así pasaron las semanas. Los habitantes de la casa aceptaron el hecho de que el señor Shigeru tuviera la intención de adoptarme y, poco a poco, su actitud para conmigo fue cambiando. Me mimaban, se burlaban de mí y me reprendían en igual medida. Entre los estudios y el entrenamiento, me quedaba poco tiempo libre. Aunque se suponía que yo no debía abandonar la casa sin compañía, aún conservaba mi inquieta pasión por las expediciones, y siempre que era posible me escabullía para explorar la ciudad de Hagi. Me gustaba bajar hasta el puerto, en el que el castillo, al oeste, y el viejo cráter del volcán, al este, sujetaban la bahía como una taza entre dos manos. Yo me quedaba mirando el mar y pensaba en las tierras legendarias que quedaban más allá del horizonte. Sentía envidia por los marineros y los pescadores.

Siempre buscaba una barca en la que faenaba un chico que rondaba mi edad. Yo sabía que su nombre era Terada Fumio. Su padre pertenecía a una familia guerrera de bajo rango que había tomado el comercio y la pesca como medio para subsistir. Chiyo conocía toda su historia y, en un primer momento, fue ella quien me proporcionó aquella información. Yo sentía una profunda admiración por Fumio. Él había estado en el continente y conocía todos los estados de ánimo del mar y de los ríos. Por aquel entonces yo ni siquiera sabía nadar. Al principio, sólo nos saludábamos con un movimiento de cabeza, pero con el paso de las semanas nos hicimos amigos. Yo subía a la barca y nos sentábamos a comer caquis, escupíamos las pepitas al agua y charlábamos sobre los temas que interesan a los jóvenes: antes o después íbamos a imponernos a los jefes de los Otori. Los Terada los odiaban por su arrogancia y avaricia, y sufrían los impuestos, siempre en alza, que el castillo les exigía, así como las restricciones impuestas al comercio. Cuando hablábamos sobre estos temas siempre lo hacíamos en voz baja, en el costado de la barca que daba al mar porque, según se decía, el castillo tenía espías por todas partes.

Cierto día, a última hora de la tarde, corría yo a casa tras una de estas excursiones. Ichiro había sido llamado para ajustar unas cuentas con un comerciante. Yo había esperado 10 minutos y, una vez que decidí que él no regresaría, me escapé de la casa. Estábamos casi a mitad del décimo mes; el aire era frío y estaba inundado por el olor de la paja de arroz ardiendo, y el humo flotaba sobre los campos que discurrían entre el mar y las montañas, dando al paisaje tonos de plata y oro. Fumio me había estado enseñando a nadar y mi cabello estaba mojado, por lo que temblaba de frío. Iba pensando en un baño de agua caliente y me preguntaba si Chiyo me podría conseguir algo de comida antes de la cena, y también si Ichiro estaría de tan mal humor como para azotarme. Al mismo tiempo, prestaba atención, como siempre, al momento en el que empezaría a oír desde la calle los particulares sonidos de la casa.

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