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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El Suelo del Ruiseñor (27 page)

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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Finalmente, Kenji dijo:

—¡Venga, vamos! Tengo el estómago vacío. El señor Takeo podrá ver el suelo otra vez mañana, cuando acompañe al señor Otori.

—¿Vendremos al castillo mañana?

—El señor Otori visitará al señor Iida a media tarde -respondió Kenji-. Por descontado, el señor Takeo le acompañará.

—¡Qué emocionante! -exclamé yo, aunque mi corazón me pesaba como una losa ante el acontecimiento.

Cuando regresamos a nuestra residencia, el señor Shigeru estaba contemplando las ropas de boda. Se hallaban extendidas sobre la estera y se veían majestuosas. Los colores eran brillantes y estaban bordadas con los símbolos de la buena suerte y la longevidad: flores de ciruelo, grullas blancas y tortugas marinas.


Me las han enviado mis tíos -dijo Shigeru-. ¿Qué opinas de su elegancia, Takeo?

—Es extrema -repliqué, asqueado por la hipocresía de sus parientes.

—¿En tu opinión, cuál de los mantos debería ponerme? -recogió el manto con las flores de ciruelo, y el hombre que había traído las ropas le ayudó a ponérselo.

—Ése está bastante bien -intervino Kenji-. Ahora, comamos.

El señor Shigeru, sin embargo, se entretuvo unos instantes y pasó la mano por el lujoso tejido, a la vez que admiraba la delicada complejidad de los bordados. No habló, pero yo creí advertir cierta expresión en su rostro, tal vez de pesar porque la ceremonia no fuera a celebrarse, o quizá, pienso ahora cuando lo recuerdo, por el presentimiento de su propio destino.

—Vestiré éste -dijo, mientras se quitaba el manto y se lo entregaba al hombre.

—Os sienta realmente bien -murmuró éste-, aunque pocos hombres son tan apuestos como el señor Otori.

Shigeru sonrió con amabilidad, pero no respondió a sus palabras ni tampoco habló gran cosa durante la comida. Los tres permanecimos en silencio, pues estábamos demasiado tensos para hablar de asuntos triviales. Por otro lado, todos éramos conscientes de que podíamos estar rodeados de espías.

Yo me sentía somnoliento pero inquieto, y el calor de la tarde pesaba sobre mí. Aunque las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas de par en par, no entraba una gota de aire en las habitaciones. Me adormilé mientras intentaba acordarme de los trinos del suelo de ruiseñor, y los sonidos del jardín -el zumbido de los insectos, el murmullo de la cascada- me envolvieron. Al despertarme, creí por un momento que me encontraba de vuelta en la casa de Hagi.

Con la caída de la tarde, empezó a llover otra vez y el ambiente se refrescó algo. Kenji y Shigeru estaban absortos en una partida de Go
,
en la que Kenji jugaba con las piezas negras. Debí de quedarme dormido, porque un toque en la puerta me despertó, y oí que una de las criadas le decía a Kenji que había llegado un mensajero en su busca.

Kenji asintió, hizo su jugada y se levantó para salir de la habitación. Shigeru le observó mientras se alejaba y después se quedó mirando fijamente el tablero, como si sólo estuviera concentrado en los problemas del juego. Yo también me puse en pie y contemplé la disposición de las piezas. Les había visto jugar muchas veces, y Shigeru siempre demostraba ser el mejor rival, pero en esta ocasión las piezas blancas estaban claramente amenazadas.

Fui al aljibe y me mojé la cara y las manos. Entonces, ya que en el interior me sentía atrapado y me asfixiaba, crucé el patio hasta llegar a la puerta principal de la casa de huéspedes, y salí a la calle.

Kenji estaba justo enfrente y hablaba con un hombre joven vestido con las ropas para correr propias de un mensajero. Pero antes de que pudiera captar lo que estaban diciendo, Kenji reparó en mí, dio una palmadita en el hombro del joven y le despidió. Acto seguido, cruzó la calle hacia donde yo estaba fingiendo ser mi inofensivo y anciano preceptor, pero no me miró a los ojos. Justo antes de que me viera, yo había notado que el verdadero Kenji se había revelado ante mí, tal y como había sido antes: el hombre que se escondía bajo todos los disfraces, tan despiadado como
Jato.

Shigeru y Kenji reanudaron su partida de Go y siguieron jugando hasta bien entrada la noche. Yo no podía soportar la lenta aniquilación de las piezas blancas, pero tampoco lograba conciliar el sueño, pues no dejaba de pensar lo que me esperaba, y también me preocupaban las sospechas que albergaba sobre Kenji. A la mañana siguiente, éste salió temprano y, mientras estaba ausente, Shizuka llegó con los regalos de boda de parte de la señora Maruyama. Escondídos entre el envoltorio había dos pequeños pergaminos. Uno de ellos era una carta, que Shizuka entregó al señor Shigeru.

Él la leyó con un rostro preocupado que mostraba signos de cansancio. No nos habló de su contenido, sino que la guardó en la ancha manga de su túnica. Después, tomó el otro pergamino y, tras mirarlo por encima, me lo entregó.

Las palabras que contenía eran enigmáticas; pero, tras unos instantes, comprendí su significado: se trataba de una descripción del interior de la residencia en la que se indicaba con claridad el lugar donde dormía Iida.

—Mejor será quemar estos pergaminos, señor Otori -susurró Shizuka.

—Los quemaré. ¿Qué otras noticias traes?

—¿Puedo acercarme? -preguntó Shizuka, antes de ponerse a hablarle al oído, en voz tan baja que sólo Shigeru y yo pudimos oír sus palabras.

—Arai se está imponiendo por todo el suroeste. Ha derrotado a los Noguchi y se encuentra cerca de Inuyama.

—¿Lo sabe Iida?

—Si aún no lo sabe, pronto lo averiguará. Tiene más espías que nosotros.

—¿Y Terayama? ¿ Tienes noticias de allí?

—Creen que Yamagata se rendirá una vez que Iida... Shigeru levantó la mano, pero Shizuka ya había dejado de hablar.

—Esta noche, entonces -anunció Shigeru, de forma concisa.

—Señor Otori -Shizuka hizo una reverencia.

—¿Está bien la señora Shirakawa? -preguntó Shigeru con voz normal, al tiempo que se apartaba de Shizuka.

—¡Ojalá estuviera mejor! -respondió Shizuka, con voz apagada-. No come ni duerme bien.

Mi corazón había dejado de latir por un momento cuando Shigeru había dicho que sería aquella noche; pero después se había acelerado y bombeaba sangre a las venas. Observé una vez más la descripción que tenía en las manos y la memoricé. Al pensar en Kaede, en su pálido rostro, en sus frágiles muñecas y en la negra masa de su cabello, mi corazón volvió a fallar. Entonces, me levanté y me dirigí hacia la puerta para intentar ocultar mi emoción.

—Lamento profundamente el daño que estoy haciendo a la señora Shirakawa -dijo Shigeru.

—Ella teme haceros daño a vos -replicó Shizuka, antes de añadir en voz baja-, aunque también teme otras cosas. Ahora debo regresar junto a mi señora. Me inquieta dejarla sola.

—¿A qué te refieres? -exclamé yo, y los dos se quedaron mirándome.

Shizuka titubeó.

—A menudo habla de la muerte -dijo finalmente.

Yo deseaba enviar algún mensaje a Kaede; quería llegar corriendo al castillo, sacarla de allí y llevarla a algún lugar en el que se encontrara a salvo. Lo malo era que tal lugar no existía y nunca iba a existir hasta que todo aquello terminara...

También sentía deseos de preguntarle a Shizuka acerca de Kenji: qué tramaba, cuáles eran los planes de la Tribu... Pero entonces llegaron las criadas con el almuerzo y ya no hubo oportunidad de hablar en privado antes de que Shizuka se marchara.

Mientras comíamos, Shigeru y yo comentamos los preparativos para la visita de aquella tarde al castillo. Después, Shigeru se dedicó a escribir cartas, mientras yo estudiaba los dibujos del castillo que había hecho por la mañana. Notaba que Shigeru me miraba de vez en cuando, como si hubiera muchas cosas que quisiera decirme, pero no me habló. Permanecí sentado en el suelo contemplando el jardín. Inhalaba el aire lentamente, dejando que la respiración llegara hasta el oscuro ser que vivía dentro de mí, y después lo soltaba para que llegase a cada músculo, tendón y nervio de mi cuerpo. Mi oído parecía más agudo que nunca. Podía oír todos los sonidos de la ciudad, su cacofonía de vida humana y animal, sus expresiones de júbilo, deseo, dolor y sufrimiento. Ansiaba liberarme de todos los ruidos y disfrutar del silencio; anhelaba la llegada de la noche.

Kenji regresó y no nos dijo dónde había estado, sino que nos observó en silencio mientras nos vestíamos con mantos de gala que mostraban el blasón de los Otori en la espalda. Kenji habló una vez para decir que tal vez fuera mejor que yo no acudiera al castillo, pero Shigeru señaló que llamaría más la atención si no lo hacía. No añadió que era necesario que yo viera el castillo una vez más. Yo también era consciente de que tenía que ver a Iida otra vez, pues la única imagen que tenía de él era la terrorífica figura que había visto en Mino un año antes, con la coraza negra, el yelmo con cornamenta y el sable que estuvo a punto de acabar con mi vida. Esa imagen se había vuelto tan inmensa y poderosa en mi mente que, al verle en carne y hueso, sin la coraza, me quedé impresionado.

Cabalgamos hasta el castillo con los 20 hombres Otori, y éstos se quedaron esperando en el primer patio, junto a los caballos, mientras Shigeru y yo nos alejamos con Abe.

Mientras nos quitábamos las sandalias sobre el suelo de ruiseñor contuve el aliento y escuché los trinos que llegaban desde mis pies. La residencia de Iida estaba espléndidamente decorada según el estilo moderno. Las pinturas eran tan exquisitas que casi me distrajeron de mi oscuro propósito. Éstas carecían de la mesura y serenidad de las obras de Sesshu, en Terayama. En contraposición a ellas, eran doradas y llamativas, repletas de poder y vitalidad. En la antecámara, donde esperamos durante más de media hora, las puertas y biombos estaban decorados con grullas sobre sauces nevados. Shigeru alabó las pinturas y, ante la jocosa mirada de Abe, él y yo hicimos comentarios en voz baja sobre los paisajes y el artista.

—A mí me parecen mucho mejores que las de Sesshu -dijo Abe-. Son más ambiciosas. Los colores son más ricos y brillantes.

Shigeru murmuró una frase en la que no mostraba ni acuerdo ni desacuerdo y yo permanecí en silencio. Unos momentos más tarde, entró un hombre de cierta edad, hizo una reverencia hasta tocar el suelo y se dirigió a Abe:

—El señor Iida está preparado para recibir adecuadamente a sus invitados.

Nos pusimos en pie y salimos de nuevo al suelo de ruiseñor, y entonces seguimos a Abe hasta la Gran Sala. El señor Shigeru se arrodilló a la entrada y yo le imité. Abe nos hizo un gesto para que entráramos. Obedecimos, volvimos a arrodillarnos e hicimos una reverencia hasta tocar el suelo. Logré ver por un instante a Iida Sadamu sentado al fondo de la sala, en lo alto de una plataforma, con el vuelo de su manto de tonos crema y oro extendido a su alrededor, un abanico rojo y dorado en la mano derecha, y un bonete negro en la cabeza. Era más pequeño de lo que yo recordaba, pero no menos imponente. Aparentaba 8 o 10 años más que Shigeru y era más bajo que él; sus rasgos eran ordinarios, a excepción de los ojos, bien perfilados, que denotaban su feroz inteligencia; no era apuesto, pero tenía una presencia enérgica y seductora. Mi antiguo miedo me asaltó de nuevo. En la sala había unos 20 lacayos, todos postrados en el suelo. Sólo Iida y el pequeño paje situado a su derecha estaban incorporados. Reinó un prolongado silencio. Se acercaba la hora del Mono. Todas las puertas estaban cerradas y el calor era agobiante. Por debajo de los mantos perfumados salía el olor rancio del sudor de los hombres. De reojo, pude ver las ranuras que delataban armarios ocultos, y desde su interior me llegaba el sonido de la respiración de los soldados que se escondían dentro de ellos, y los ligeros crujidos que producían al cambiar de posición. Tenía la boca seca.

Al fin, el señor Iida habló:

—Bienvenido, señor Otori. Ésta es una ocasión feliz: un matrimonio y una alianza.

Su voz era áspera e indiferente, y las expresiones propias de la etiqueta sonaban incongruentes en su boca.

Shigeru levantó la cabeza y se sentó pausadamente; respondió con igual cortesía, y transmitió los saludos que sus tíos y todo el clan Otori enviaban.

—Me alegra poder ofrecer mis servicios a dos grandes linajes.

Era un sutil recordatorio de que ambos tenían el mismo rango por cuna y por sangre.

Iida mostró una falsa sonrisa, y respondió:

—Sí, debe existir paz entre nosotros. Nunca debe repetirse lo que sucedió en Yaegahara.

Shigeru inclinó la cabeza.

—Lo pasado, pasado está.

Yo estaba todavía tumbado en el suelo, pero podía ver el perfil de la cara de Shigeru. Su mirada era limpia y cordial, y su expresión alegre y confiada. Nadie habría sospechado que no era lo que aparentaba: un joven novio agradecido por el privilegio que se le otorgaba, Iida y Shigeru conversaron durante un rato e intercambiaron algunos comentarios corteses. Después trajeron el té y les sirvieron a los dos.

—Tengo entendido que el muchacho es vuestro hijo adoptivo -dijo Iida, mientras escanciaban el té en su cuenco-. Puede beber con nosotros.

Entonces, me vi obligado a incorporarme, aunque hubiese preferido no hacerlo. Me incliné otra vez ante Iida y me arrastré de rodillas hacia delante, haciendo un esfuerzo para que no me temblaran los dedos al tomar el cuenco entre las manos. Notaba que Iida me miraba, pero no me atreví a mirarle a los ojos, por lo que no podía averiguar si había reconocido en mí al muchacho que había quemado el flanco de su caballo y había provocado que él mismo cayera al suelo, en Mino.

Examiné el cuenco; el vidriado era gris oscuro, con destellos de color rojo. Nunca hasta entonces había visto nada parecido.

—Es un primo lejano de mi difunta madre -explicaba el señor Shigeru-. Ella quería que fuera adoptado por nuestra familia, y tras su muerte cumplí sus deseos.

—¿Su nombre? -los ojos de Iida no se apartaban de mi rostro mientras bebía el té ruidosamente.

—Ha adoptado el nombre de los Otori -replicó Shigeru-. Le llamamos Takeo.

Shigeru no mencionó que me había llamado así en recuerdo de su hermano, pero el nombre de Takeshi flotaba en el aire, como si su espíritu hubiera invadido la sala.

Iida gruñó. A pesar del calor, el ambiente se volvió más frío y se mascaba el peligro. Yo sabía que Shigeru se daba cuenta, pues su cuerpo estaba tenso, aunque su cara todavía mostraba una sonrisa. Bajo la conversación liviana subyacían los años de odio mutuo, que se había ido acumulando por el legado de Yaegahara, la envidia de Iida, el sufrimiento de Shigeru y las ansias de venganza de éste.

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