El secreto de sus ojos (11 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

BOOK: El secreto de sus ojos
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Pensar eso le dio el empujón que le faltaba. Entró a la casa, caminó hasta el dormitorio y sobre la camiseta se calzó la camisa que colgaba prolijamente del respaldo de la silla. Se la acomodó dentro del pantalón y volvió a ajustarse el cinturón. Salió a la vereda y caminó hasta la esquina. Devolvió el saludo a un par de vecinos que tomaban mate en la vereda. Diciembre se había descolgado con unos calores de infierno, y algunos buscaban una bocanada de aire en la intemperie del atardecer.

En la esquina dobló a la derecha. «Es nuestra misma manzana», pensó. Y se sintió incómodo, como burlado. Se detuvo delante de una casa parecida a la suya propia y a todas las otras construidas con el plan de vivienda del gobierno. El módico jardín delantero, la galería, la puerta flanqueada por dos ventanas, el techo americano. Golpeó las manos. Un par de perros llegaron corriendo y ladrando desde la parte de atrás. Una voz de mujer que venía del interior de la casa los hizo callar casi por completo. Una señora más bien bajita, de piel blanca y ojos claros, salió secándose las manos en el delantal de cocina que llevaba sobre la pollera.

—¿Qué dice, don Colotto? Qué sorpresa verlo por acá.

—Acá andamos, doña Clarisa. Tirando.

La mujer pareció dudar acerca de cómo continuar el diálogo.

—¿Y cómo anda su señora? Hace tiempo que no la veo por el barrio.

—Ahí anda, ¿sabe? Un poco más compuesta —el hombre se rascó la cabeza y frunció el gesto.

La mujer lo interpretó como un deseo de cambiar de tema, y por eso adelantó la mano para abrir el portoncito negro mientras volvía a hablar:

—Pero pase, pase. ¿Le puedo convidar un mate?

—No, doña, muchas gracias —exhibió las palmas de ambas manos, como reafirmando serenamente su negativa—. Le agradezco pero ando de pasada, nomás. La verdad que andaba necesitando ubicarlo a su sobrino el Humberto.

—Ah…

—Es por una changa. Allá en el corralón municipal el supervisor me ofreció unos trabajitos de albañilería en su casa, ¿vio?, y capaz que necesito un peón, y se me ocurrió que a lo mejor el Humberto…

—Pero qué lástima, don Colotto. Pasa que se fue a ayudarlo a mi hermano, sabe, al campo, por allá por Simoca.

—Ah, claro —Colotto pensó que el asunto le estaba saliendo demasiado bien. Igual, de cierto modo, que la charla se diera de acuerdo con sus planes le agregaba un poco más de nervios, si era eso posible—. Qué macana. Yo más que nada por no llevar a alguno que uno no conoce, vio.

—Ay, se lo agradezco, don Delfor. Haberse acordado…

—Y dígame, doña Clarisa —ahora. Era ahora o nunca:—¿Y el Isidoro en qué anda? ¿No puede llegar a interesarle la changa?

—Noooo… —era un no agudo, largo, convencido, confiado, inocente—, el Isidoro ya va para un año que se fue a Buenos Aires, ¿no sabía? Bueno. Un año no. Un poco menos, la verdad. Pasa que una, como extraña, piensa que es más, ¿sabe?

Colotto abrió mucho los ojos. La mujer lo habrá interpretado como simple sorpresa.

—Déjeme pensar. Estamos a primeros de diciembre… —alzó las manos y empezó a sacar cuentas con los dedos— hace cosa de diez meses que se fue. Fines de marzo, sabe. Pensé que sabía. Claro, yo con lo del reuma salgo tan poco…

—Claro, doña, claro —«Falta poco, Delfor. Controlate, por el amor de Dios te lo pido», se dijo—. No tenía ni idea, mire. Me lo hacía acá, trabajando por la zona.

—No… el verano pasado andaba muy flojo de trabajo. Alguna changuita suelta. Poco y nada. Bah, yo le decía que ponía poco empeño. Él a veces se enojaba, vio, pero era cierto. Andaba metido en su pieza todo el día, con cara de malo, mirando el techo. Ni salía. Ni a divertirse digo. Yo le preguntaba, qué te pasa, Isidorito, contale a mamá lo que te pasa. Pero él, nada, fíjese. Y… salió igual de reservado que el padre, que en paz descanse, que para sacarle dos palabras era un triunfo, sabe. Así que yo lo dejaba. Andaba por la casa como un león enjaulado, con cara larga. Hasta que un día me soltó eso de que se iba a Buenos Aires, que acá no quería saber más nada. De entrada me puse triste, vio. Mi único hijo, y tan lejos: una tiene su corazoncito. Pero lo veía tan mal, tan… como enojado, ¿vio?, que al final casi me pareció bien que se fuera.

La mujer tenía ganas de seguir contando, pero tanto tiempo de pie le fatigaba las articulaciones y la obligaba a cambiar permanentemente la pierna de apoyo. Terminó recostándose contra el pilar.

—Igual, no sabe, don Delfor. Todos los meses me manda un giro. Siempre. Entre eso y la pensión me las arreglo de lo más bien, sabe.

«Me falta una», pensó Colotto. «Una más».

—Pero qué bien, doña. Cuánto me alegro. Mire que, como están las cosas, conseguir trabajo fijo tan rápido…

—Pero, claro —confirmó la mujer, entusiasmada—, es lo que yo le digo. Tenés que correrte a agradecerle a la Virgen del Milagro, Isidorito. Bah, le digo Isidoro porque si no le molesta. Un milagro, como están las cosas. Hay que ser agradecido. Porque de entrada había ido con una recomendación para una imprenta que le consiguió mi cuñado, pero eso no salió. Igual enseguida, enseguidita, le salió algo en una obra. Y aparte parece que es una obra grande, y tiene para rato.

—No diga… ¿parece de cuento, no? —Colotto tragó saliva.

—¡La verdad, don Colotto, la verdad! Un edificio por ahí por Caballito, me dijo. Ahí nomás de… ¿Primera Junta, puede ser? Cerquita del tren ese, el sute. Un edificio como de veinte pisos.

De lo que siguió diciendo la mujer, Delfor Colotto se perdió buena parte porque se había quedado pensando si tenía que alegrarse o entristecerse por lo que estaba averiguando. Trató de concentrarse en lo que la señora decía, y dejar sus dudas para luego. Estaba hablando de llegarse hasta Salta para la fiesta del Milagro, si el reuma la dejaba, porque ella era muy devota de la Virgen.

—Bueno, doña Clarisa. La voy dejando —de repente recordó su excusa—: Y si llega a saber de alguien que necesite la changa… alguien recomendable, claro.

—No se preocupe, don Delfor. Aunque acá metida, de poco y nada me entero; pero cualquier cosa le aviso, y que Dios lo bendiga.

Delfor Colotto caminó hasta su casa envuelto en la luz mortecina de los focos callejeros recién encendidos. Era curioso. Hacía dos años había removido cielo y tierra, como presidente de la Sociedad de Fomento, para que pusieran el alumbrado público. Ahora eso, como casi todo lo demás, le importaba un carajo.

Entró en su casa y miró la hora. Era tarde para ir hasta la telefónica. Tendría que ser a la mañana siguiente. Escuchó un ruido de cacerolas. Su mujer trajinaba en la cocina. Decidió que por el momento no iba a decirle nada. Se quitó la camisa mientras iba hacia el dormitorio. La colgó de nuevo en el respaldo de la silla. Volvió a salir y se sentó en la galería. Corría un poco de fresco.

14

Me encontré con Báez diez días después de la tarde de las fotos. Fui a verlo a Homicidios luego de combinar un encuentro por teléfono. Abrió la puerta de su despacho, me hizo pasar y me invitó un café que le encargó a un ordenanza. Como siempre me ocurría al compartir un rato con él, me dejé ganar por un respeto admirativo e incómodo.

Era un hombre de expresión dura, montada en un físico de ropero. Me llevaba… ¿cuánto? Quince, veinte años. Difícil calcularlo con exactitud, porque usaba un bigote grueso que hubiese hecho parecer viejo a un adolescente. Lo que despertaba mi admiración era, creo, su forma serena y directa de ejercer la autoridad. Lo había visto muchas veces moverse entre los otros policías con la contenida seguridad de un pontífice convencido de su derecho a mandar. Y yo, que ya llevaba un par de años como oficial primero del Juzgado, sentía que jamás en la vida iba a conseguir dar una orden sin tener el alma en vilo. Temía casi tanto que se ofendieran por mi solicitud como que no me obedecieran, o que lo hicieran burlándose a mis espaldas, lo que me resultaba casi más angustiante. Seguro que a Báez no lo inquietaban semejantes elucubraciones.

Esa tarde, sin embargo, yo me sentía con una leve ventaja sobre ese hombre al que admiraba. Venía cabalgando sobre la euforia de mi corazonada fotográfica. Lo que había comenzado poco menos que como una observación estética se había transformado en una pista, la unica con que contábamos.

En esos tiempos yo era incapaz de manejar mi vida con sentimientos moderados. O me tenía por un oscuro funcionario rutinario y traslúcido que vegetaba a duras penas en un puesto acorde a sus mediocres facultades y a sus limitadas aspiraciones, o me veía como un genio incomprendido, desperdiciado en el ejercicio tedioso de funciones subalternas propias de espíritus menos favorecidos por la naturaleza. La mayor parte del tiempo me la pasaba en la primera de esas dos posiciones. Muy eventualmente me movía a la segunda, a la que más temprano que tarde renunciaba, arrancado de ese oasis por una brutal desilusión. Yo lo ignoraba, pero me faltaban veinte minutos para una de esas purgas funestas que me demolían la autoestima.

Comencé contándole el episodio de las fotos. Primero se las describí. Recién después se las mostré. Me agradó la atención que le dedicaba a mi relato. Me preguntaba detalles, y la mayor parte de las veces yo podía satisfacer su curiosidad. Báez siempre se había mostrado muy respetuoso por mi manejo del Derecho. Nunca temía, en nuestras conversaciones, exhibir lagunas en su conocimiento de esas materias (otro motivo para admirarlo, yo que vivía mis propias ignorancias como ignominiosas). Pero en esta ocasión yo me estaba aventurando en su propio terreno, y me daba toda la impresión de que no lo estaba haciendo sin criterio. Cuando terminé de mostrarle las fotos, le conté las instrucciones que le había dado al viudo: Morales debía escribirle a su suegro para que averiguase el paradero actual de Isidoro Gómez. Para que no lo traicionaran los nervios, para que no pretendiese una absurda venganza personal, debería limitarse a obtener esa información y trasmitírsela a Morales, trámite que se verificó con resultados auspiciosos. Tan auspiciosos, proseguí relatándole a Báez, que le ordené a Morales que requiriese del padre de su mujer una segunda tanda de informes, ahora entre otros vecinos y posibles amistades en común. Nos basamos para eso en la nómina de aquel famoso picnic primaveral. Cuando yo me disponía a exponer esa nueva tanda de hallazgos, que confirmaban el progresivo retraimiento de Gómez, su decisión aparentemente intempestiva de viajar a Buenos Aires, la materialización de su venida unas cuantas semanas antes de que se produjera el asesinato, Báez me cortó con una pregunta:

—¿Cuánto hace de la visita de este hombre a la madre del sospechoso?

Saqué cuentas, algo extrañado. ¿No quería escuchar las constataciones que estaba a punto de revelarle? ¿No quería saber que un par de amigos del barrio, habían corroborado que ese muchacho llevaba años, enamorado en secreto de la víctima?

—Diez días, once a lo sumo.

Báez miró el teléfono negro y anticuado que tenía sobre el escritorio. Sin aviso levantó el auricular y discó un número de tres cifras.

—Necesito que se venga inmediatamente para acá. Sí. Usted solo. Gracias —dijo en un murmullo a quien lo atendió.

Cuando colgó, y como si yo me hubiese desintegrado, buscó con ademanes rápidos en los cajones del escritorio hasta que dio con un bloc de hojas lisas a medio usar y se lanzó a escribir en trazos desprolijos y grandes. Parecía un médico de rostro severo recetándome vaya uno a saber qué medicamento. Si hubiese estado menos tenso, la imagen me habría resultado divertida. Antes de que terminara, sonaron dos golpes en la puerta y entró un suboficial mayor que nos dio los buenos días y se plantó junto al escritorio. En seguida Báez soltó la lapicera, cortó la hoja y se la alcanzó al policía.

—A ver, Leguizamón. Intente encontrar a este tipo. Acá le anoté todos los datos que pueden resultarle de utilidad. Si lo llega a encontrar, guarda. Capaz que es peligroso. Me lo trae detenido y después le buscamos la vuelta acá con el doctor.

No me sorprendió el apelativo de doctor, ni se me pasó por la cabeza corregirlo. Entre los policías prefieren llamar doctores a todos los empleados judiciales con cierta antigüedad, no sea cosa que alguno se les ofenda. Hacen bien. No he conocido ninguna secta tan sensible a los títulos honoríficos como la de los abogados. Lo que sí me turbó fue la frase con la que terminó sus órdenes.

—Y métale pata. Sospecho que, si es el que buscamos, ya debe habérsenos hecho humo.

15

La frase de Báez me convirtió en una estatua de sal. ¿A qué venía semejante pronóstico funesto? Aguardé lo más compuesto que pude que se retirara el suboficial y después le pregunté, casi vociferando:

—¿Cómo «hecho humo»? ¿Por qué? —me agarraba tan desprevenido su fatalidad que sencillamente me aferré a sus últimas palabras y se las devolví en forma de pregunta, aunque sin vislumbrar ni de lejos la naturaleza de la objeción que intentaba formularme. Del deseo de pasar por perspicaz delante de Báez no me quedaban ni vestigios.

El policía, supongo que porque me respetaba, intentó ser prudente.

—Mire, Chaparro — hizo una pausa, encendió un 43/70 y desplazó su pocillo hacia un costado, como si fuera un obstáculo que pudiera interferir en que me llegaran sus palabras—: si este tipo es el que estamos buscando (y ojo que por lo que me cuenta es perfectamente posible que lo sea), no va a ser tan fácil de agarrar, no crea. Podrá ser todo lo hijo de puta que quiera, pero no parece ser un calentón que haga las cosas a los ponchazos. Hay otros que sí, guarda. Existen perejiles a los que uno los agarra porque se mandan tal número de macanas que solamente les falta colgarse un cartel al pecho que diga «fui yo, métanme en cana». Pero este pibe…

El policía se detuvo un momento, como si sopesase la catadura intelectual del sospechoso y le resultase digna de respeto. Soltó el humo del cigarrillo por la nariz. Ese tabaco negro apestaba. Sentí que me irritaba las mucosas, pero un orgullo cerril me impidió toser y pestañear como hubiera querido.

—La mina de la que está perdidamente enamorado se va a Buenos Aires. No piensa en seguirla. No le da el cuero. O sí le da, pero necesita tiempo para rajarse de su casa —Báez armaba su hipótesis mientras hablaba conmigo. A medida que avanzaba, dejaba algunas lagunas para más adelante, y en otras se detenía para disiparlas con razonamientos certeros—. Aparte, capaz que ya le había hablado allá en Tucumán. Y la piba nada. Le habrá dado una vergüenza tan enorme por el desaire, que al tipo le habrán entrado ganas de que se lo tragara la tierra. Supongo que por eso se queda, y no la retiene, no tiene con qué, ni la sigue. ¿Para qué va a intentarlo?

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