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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (2 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Desilusionado pero no resignado, el joven Antón estaba a punto de renunciar a su proyecto cuando, un buen día, recibió la carta de un colega que se había trasladado a Roma para estudiar. Le aseguraba haber oído con certeza que Sofonisba Anguissola aún vivía. Ninguno de sus informantes sabía con precisión dónde estaba en aquel momento, puesto que algunos indicaban Genova como su última residencia, mientras que otros afirmaban que se había retirado a Palermo. Alentado por estas buenas noticias, Antón escribió a ambos sitios, mas no recibió respuesta alguna. Luego recordó que Sofonisba era originaria de Cremona. Con un poco de suerte, quizás encontraría algún familiar. Si efectivamente la pintora aún vivía, alguien de su familia lo sabría. Tuvo suerte.

Desde Cremona recibió una respuesta afirmativa. Una sobrina de la artista, una tal Bianca, hija de una hermana de Sofonisba, le confirmó que mantenía contacto epistolar con su tía, y que, por tanto, aún estaba vivita y coleando. Por lo menos según las últimas noticias recibidas desde Palermo, ciudad a la que se había trasladado hacía varios años con su segundo marido.

En su larga carta llena de detalles, la sobrina explicaba que el segundo marido de Sofonisba, de nombre Orazio Lomellini, pertenecía a un importante linaje genovés, en el pasado estrechamente ligado a la actividad marítima y mercantil entre Genova y Sicilia, y que en 1615 él y su mujer habían abandonado Genova para trasladarse a Palermo, donde Orazio había acumulado cargos y obligaciones. Habían comprado una casa en el antiguo barrio árabe de la ciudad, Seralcadi. A continuación, la sobrina explicaba que su tía ya había vivido en Sicilia en su juventud, con su primer marido, un siciliano hijo segundón de una noble familia insular, pero, por desgracia, muerto ahogado en las aguas de Capri en 1578.

Ahora Antón tenía más noticias de las que necesitaba. Más ilusionado que nunca, volvió a coger papel y pluma para escribir una larga carta a la dirección que le había comunicado la pariente, explicando quién era, qué hacía, y detallando el trabajo de su maestro, Rubens, sin dejar de mencionar cómo, casualmente, el maestro había pronunciado su nombre, añadiendo, para complacerla, sus palabras de alabanza. Concluyó la misiva manifestándole su sincero deseo de conocerla.

Antes de expedirla, la leyó y releyó varias veces, cambiando aquí y allá algunas palabras, buscando un tono adecuado a la circunstancia. Al no conocer a la destinataria, quería que su carta fuera lo más clara posible y que la pintora se sintiese motivada a responderle.

Pasaron varias semanas.

Su carta no recibía contestación. ¿Acaso entretanto había fallecido? Estaba a punto de perder de nuevo la esperanza, cuando finalmente llegó la anhelada respuesta. No estaba escrita de su puño y letra, e incluso firmaba otra persona, pero la pintora le comunicaba, en términos muy protocolarios, que aceptaría recibirlo. Añadía, quizá para mostrarle el favor que le concedía, que recordaba perfectamente al maestro Rubens y que le rogaba, si no era demasiada molestia, que le transmitiera sus saludos. Eran pocas palabras, escritas probablemente por un secretario, pero bastaron para que Antón se quedara sin aliento de la emoción. Se preguntó cómo una simple carta, escrita por un desconocido que le informaba que podría ver a una señora a la que tampoco conocía, podía conmoverlo hasta tal punto. No encontró una respuesta. Se sentía sencillamente feliz. Había conseguido su objetivo. Conocería a Sofonisba Anguissola, la pintora que con su arte había logrado imponerse como mujer y como artista en una sociedad dominada por los hombres.

Ahora, sentado delante de ella en el saloncito donde la señora recibía a sus huéspedes, Antón van Dyck reflexionaba sobre todo esto. A su llegada, una criada lo había hecho pasar a un salón grande repleto de cuadros. Pero ni siquiera tuvo tiempo de admirarlos, porque la mujer le pidió que la siguiera. Tras recorrer un largo pasillo, habían subido al primer piso, donde fue introducido en un saloncito privado. En aquel breve paseo tuvo tiempo de ver que se encontraba en una casa señorial amueblada con gusto, lo cual significaba que Sofonisba vivía con cierto desahogo.

Ella estaba allí. Lo estaba esperando. Era verdaderamente menuda, más de lo que había imaginado. Parecía una muñeca grande apoyada en el sillón, como un objeto decorativo. Temiendo que pudiera leerle el pensamiento, lo desechó de inmediato por demasiado irreverente.

Era su primer encuentro.

Al presentarse, Antón se mostró un poco rígido, traicionado por la emoción y su carácter tímido, pero ella, desde lo alto de su casi siglo de vida, lo había recibido con extrema naturalidad, dejando traslucir ya desde el primer instante un profundo conocimiento del género humano. Su bienvenida había ido mucho más allá de la formal cordialidad, demostrando comprensión y manifestando incluso un inesperado afecto por aquel desconocido que había hecho tantos esfuerzos por encontrarla.

Vestía de negro, y una especie de velo, también negro, le cubría la cabeza y la hacía parecer una monja. El velo escondía el cabello, lo cual hacía pensar que quizás era calva, o al menos que su pelo era bastante escaso, puesto que no sobresalía ningún mechón.

A primera vista, Antón tuvo la impresión de que Sofonisba era una criatura de una fragilidad extrema: su delgadez era espantosa.

En aquella frágil apariencia, resaltaba con fuerza el largo rostro rugoso, oval, descarnado por la edad, la nariz aguileña y prominente, y los ojos reducidos a dos estrechas fisuras que sostenían el peso de los párpados. Antón no percibía sus pupilas, pero imaginaba que eran aún brillantes y que lo estaban observando con atención y curiosidad. Se preguntó de qué color serían aquellos ojos. Probablemente oscuros, como los de la mayoría de italianos que había conocido. Por desgracia, ni siquiera podía distinguirlos. Si hubiera tenido tiempo de contemplar los cuadros del salón, habría descubierto numerosos autorretratos de la artista y habría visto que era una italiana atípica, puesto que era rubia y de ojos azules. Aún no sabía, lo descubriría más tarde, que Sofonisba estaba prácticamente ciega. Algo veía, pero para discernir los rasgos de las personas o la silueta de las cosas, debía tenerlas muy cerca. La vieja dama se divertía engañando a sus huéspedes, moviéndose por su entorno habitual con aparente desenvoltura, aunque la farsa duraba poco tiempo.

La conocía desde hacía sólo unos minutos, pero aun así Antón sintió un impulsivo arranque de ternura por aquella mujer.

Finalmente estaba delante de ella.

Lo había recibido sentada en un sillón, en apariencia de dimensiones corrientes, pero que parecía gigantesco, desproporcionado para aquella silueta tan menuda, lo que acentuaba aún más la sensación de que la artista tenía una salud precaria.

Intuyó que lo estaba esperando con cierta ansiedad, la misma que comparten las abuelas cuando esperan la visita de un nietecito. No había comprendido que el hecho de que fuese un perfecto desconocido, un joven que había atravesado media Europa para conocerla, le había despertado la curiosidad. Ya no estaba habituada a recibir a desconocidos, dado que en los últimos años sus visitas habían disminuido. Al entrar en la estancia, cuando ella aún no había advertido su presencia, la había sorprendido ajustándose los pliegues del velo que le cubría la cabeza. Un gesto de coquetería femenina, dictado por el deseo de estar perfectamente arreglada para recibir a su joven huésped.

La conversación discurría en francés, puesto que Antón sólo sabía algunas palabras de italiano, demasiado pocas para una verdadera conversación. Sofonisba, por su parte, lo manejaba bastante bien, lo suficiente para reconocer en el habla de su huésped la típica inflexión que caracterizaba a los francófonos de los Países Bajos. Antón no lo era, pero los flamencos solían ser bilingües.

Al no distinguirlo con nitidez, Sofonisba se había quedado sorprendida por su voz. Era una voz armoniosa y juvenil. Bastante más joven de lo que se había figurado. Por la carta que un secretario le había leído, se había imaginado, sin que hubiera motivo para ello, que quien le pedía un encuentro era un hombre hecho y derecho. No precisamente de mediana edad, pero casi. A decir verdad, aquella carta la había sorprendido. Las palabras, el tono y la admiración demostrada fueron para ella un redescubrimiento. No imaginaba, por verdadera y genuina modestia, que su nombre aún circulase por los ambientes artísticos, y todavía menos entre la generación de jóvenes pintores. Había pasado tanto tiempo… Además, estar aún en condiciones de suscitar entusiasmo la dejaba estupefacta.

Por su voz, aquel Van Dyck parecía apenas un muchacho. Ella no resistió la curiosidad de preguntarle, apenas pasados unos minutos, cuántos años tenía. Sabía que era una pequeña descortesía, pero a su venerable edad se lo podía permitir. Antón no se sorprendió por la pregunta, y cuando respondió «Tengo veinticinco años, señora», Sofonisba esbozó una tierna sonrisa. Antón entendió por aquella reacción que su edad no influiría negativamente en su encuentro, como había temido en un primer momento. Creía que ella estaba habituada a recibir sólo a gente de cierto prestigio. Él todavía no lo había alcanzado, aunque no dudaba, por la confianza que se tenía, que un día le tocaría también a él.

Al oír aquella respuesta, la vieja señora había dejado escapar un: «Dios mío, qué joven es usted.»

A partir de ese momento se estableció entre ellos una comunicación más estrecha, más íntima, como si la cuestión de la edad, de relativa importancia, hubiera tenido el don de serenar a la anciana. Sofonisba se relajó, mostrando una plena disponibilidad para escuchar a aquel joven. Nunca había tenido hijos. Quizá por ello le agradaba estar rodeada de jóvenes. Con su presencia, se sentía rejuvenecer.

El primer momento fue de silencio. Y tras un breve intercambio de cortesías, ninguno de los dos supo cómo iniciar la conversación. Parecían estudiarse mutuamente. Antón se sintió un poco estúpido. Durante todo el viaje, de Amberes a Palermo, había pensado y reflexionado varias veces en todas las cosas que quería preguntarle, ensayando y volviendo a ensayar mentalmente las preguntas, tratando de formularlas del modo más adecuado y correcto. Quería causar una buena impresión, no parecer un simple curioso. Por desgracia, ahora que estaba en su presencia, no recordaba ni siquiera una de aquellas preguntas. Simplemente, no encontraba las palabras.

Fue ella quien rompió el hielo. Habiendo intuido el embarazo del joven, intentó sacarlo del apuro. Habló con un hilo de voz apenas audible, con tono monocorde, sin ninguna inflexión dialectal. Le preguntó por el viaje, por su país, por su familia. Los papeles parecieron invertirse, como si ella fuera quien quisiese conocerlo. Él respondió, primero con cierta reserva, luego con mayor seguridad. Le pasó por la cabeza preguntarle por su edad, pero no se atrevió. Reprimió su impulso y de momento sofocó su curiosidad. No quería que la señora Anguissola pensase que era un maleducado. Habría estropeado toda la armonía que se estaba instaurando entre ellos. Muy probablemente sería ella quien lo mencionara en el transcurso de la conversación. A las personas ancianas les agrada mencionar delante de los jóvenes su larga experiencia. Por su parte, ella quiso ser informada detalladamente sobre los trabajos del maestro Rubens, al que recordaba muy bien. También él había sido uno de los jóvenes que iban a visitarla. Ella ya era una anciana, aunque desde entonces habían transcurrido unos treinta años. No recordaba la fecha exacta. Sabía que había sido en Genova, donde había vivido varios años con Orazio antes de trasladarse a Sicilia.

Mientras hablaba, Antón echaba vistazos alrededor, picado en su curiosidad por el ambiente en que vivía la artista. Se quedó un poco decepcionado al advertir que aquella habitación era igual a la de una casa cualquiera, con sus sillones, sus mesitas, alfombras y objetos de decoración. Un par de plantas intentaban alegrar la vista sin conseguirlo del todo. De las paredes colgaban cuadros de paisajes. Uno de ellos le resultó familiar, pero no le vino a la cabeza qué sitio era. La pared a espaldas de Sofonisba fue la que más atrajo su atención. Allí había el retrato de una joven, de extraordinaria factura. Sobre un fondo oscuro, aparecía pintando otro cuadro. Destacaba con intensidad el rostro y una mano, reproducidos tan fielmente que la joven parecía viva, como si fuera una persona más que escuchaba en silencio sus mutuas confidencias. Una presencia extraña, casi sobrenatural.

Si bien dudaba que los cuadros de paisajes fueran obra suya, por no ser su género, de este último pensó que podía serlo, en parte por su fama de retratista y en parte porque los artistas solían llenar sus casas con sus propios trabajos, pero no osó preguntarlo. Aún no había alcanzado la suficiente intimidad para hacer preguntas impertinentes. ¿Y si no era suyo? ¡Menudo papelón! Habría sido muy embarazoso. Sin duda, más tarde se presentaría la ocasión de aclararlo.

En cualquier caso, le costaba apartar los ojos de la joven del retrato. Era de una extraordinaria belleza, de grandes ojos azules reproducidos con la que debía de ser su original dulzura. El cabello rubio estaba recogido en la nuca, según la moda de entonces. Si efectivamente era obra suya, era la primera que veía. Y era en verdad hermosa. Se quedó encantado. Hasta ahora, nunca había observado con detenimiento un cuadro suyo.

También sintió el impulso de preguntar quién era la dama del cuadro, pero lo dejó para más tarde. No quería romper el hechizo del momento.

En el curso de la entrevista, Sofonisba lo sorprendió gratamente. No sólo estaba completamente lúcida y era capaz de mantener una animada conversación, sino que también parecía encontrarse bastante bien físicamente. Ni las manos ni la cabeza le temblaban, como Antón había visto en otros ancianos. Cuando era su turno de escuchar, oía todo sin que él tuviera que alzar la voz. Al principio, había hablado con un tono un poco más alto de lo habitual, para asegurarse de que ella lo oyera bien, temiendo una más que probable sordera, pero ella había advertido de inmediato el tono desfasado, la inflexión forzada, y había precisado, casi en voz baja, como si quisiera asegurarse de que no fuera, en cambio, el caso de su interlocutor, que ella oía perfectamente.

El primer día de su encuentro lo pasaron descubriéndose mutuamente. Nada de aquello que Antón había premeditado decir o hacer se concretó. Las cosas siguieron su rumbo natural, sin ceñirse a ningún guión. Sofonisba estaba encantada con su joven huésped, al que encontraba muy interesante. El muchacho tenía una visión positiva de la vida y un modo muy gracioso de hablar. Además, demostraba tener espíritu y un don para ver el lado irónico de las cosas. La ponía de buen humor. Hacía mucho tiempo que no le sucedía. Él sabía utilizar la ironía para describir situaciones y hechos con tanta naturalidad y profusión de detalles que la anciana se sentía fascinada. De hecho, en las pocas horas pasadas juntos, nació entre ellos no sólo una nueva amistad, sino algo más, una mezcla de complicidad, pudor y respeto mutuo por la gran diferencia de edad, además de una perfecta sintonía en su común amor por el arte.

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