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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (14 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—Se lo diré —anuncia Pendel en voz alta, izado por los acordes de Bach a un plano de sinceridad perfecta. Y por un horrendo instante de abandono contempla seriamente la posibilidad de renunciar a los sabios preceptos que han regido su existencia y ofrecer a su compañera de vida una confesión completa de sus pecados. O casi completa. Una selección.

Louisa, tengo que contarte algo un tanto engorroso. Lo que sabes de mí no es rigurosamente cierto en lo relativo a los detalles. Se acerca más a lo que desearía haber sido si las cosas hubiesen tomado un rumbo algo más favorable.

Carezco del vocabulario preciso, piensa. No he confesado nada en toda mi vida, salvo aquella vez por el tío Benny. ¿Hasta dónde llegaría? ¿Y cuándo recuperaría la credibilidad? Aterrorizado, se representa la marcial escena, una de las sesiones de fervor cristiano de Louisa pero con toda la pompa: el servicio ausente por orden expresa, el núcleo familiar reunido en torno a la mesa con las manos cogidas, y Louisa con la espalda erguida y los labios apretados a causa del miedo, pues en el fondo teme la verdad más que yo. La última vez fue Mark quien se vio obligado a admitir que había escrito «A la mierda» en el poste de la vera de su colegio. Anteriormente Hannah tuvo que reconocer que había vertido un bote de pintura de secado rápido por el fregadero en un acto de venganza contra una criada.

Pero ahora es el mismísimo Harry quien está en el punto de mira, explicando a sus adorados hijos que papá, desde el primer día de su matrimonio con mamá y desde que ellos tienen edad suficiente para escucharlo, ha estado contando patrañas en extremo ornamentadas sobre el gran héroe familiar y modelo de conducta, el inexistente señor Braithwaite, que en paz descanse. Y que, lejos de ser el hijo predilecto de Braithwaite, su padre y esposo se había dedicado durante novecientos doce instructivos días con sus respectivas noches al estudio exhaustivo de los ladrillos de los correccionales de su majestad la reina.

Decisión tomada. Os lo contaré más adelante. Mucho más adelante. Digamos que en otra vida. Una vida sin afluencia.

Pendel detuvo el todoterreno a un palmo escaso del vehículo que lo precedía y aguardó expectante a que el coche de detrás se empotrase contra el suyo, cosa que por alguna razón no ocurrió. ¿Cómo he llegado hasta aquí?, se preguntó. Quizá sí ha chocado contra mí y estoy muerto. Debo de haber cerrado la sastrería sin darme cuenta. De pronto recordó que había cortado el esmoquin y había extendido las piezas acabadas sobre la mesa para examinarlas, como siempre hacía: la despedida del creador hasta que volviesen a él embastadas en forma semihumana.

Una lluvia negra azotaba el capó. Un camión se había cruzado en la carretera cincuenta metros más adelante; las ruedas habían quedado esparcidas por el asfalto como boñigas. A través de la cortina de agua no se veía nada más, salvo hileras e hileras de coches parados camino de la guerra o intentando escapar de ella. Puso la radio pero el estruendo de la artillería le impidió oírla. Lluvia sobre el tejado de zinc caliente. Estaré aquí eternamente. Encerrado. En el útero materno. Cumpliendo condena. Apaga el motor, apaga la refrigeración. Espera. Cuécete. Suda. Se avecina otra salva. Escóndete debajo del asiento.

El sudor mana de sus poros, copioso como la lluvia. El agua gorgotea bajo sus pies. Pendel flota, río arriba o río abajo. El pasado que había sepultado a dos metros bajo tierra se precipita sobre él: la versión de su vida sin expurgar, sin esterilizar, sin Braithwaite, empezando por el milagro de su nacimiento tal como se lo narró el tío Benny en la cárcel y terminando trece años atrás con el Día de la Rotunda No Expiación, cuando en honor a Louisa se inventó a sí mismo en un inmaculado y muy norteamericano jardín de la Zona del Canal, oficialmente abolida, mientras las barras y estrellas ondeaban en la nube de humo procedente de la barbacoa de su padre, la banda interpretaba el himno nacional, y los negros los observaban a través de la alambrada.

Ve el orfanato que se negaba a recordar y al tío Benny, magnífico con su sombrero de fieltro, llevándoselo de allí cogido de la mano. Hasta ese momento nunca había visto un sombrero de fieltro, y se preguntó si el tío Benny era Dios. Ve los sueltos adoquines de Whitechapel, grises y húmedos, que entrechocan bajo sus pies mientras empuja el carrito cargado de oscilantes prendas entre los bocinazos del tráfico camino del almacén del tío Benny. Se ve a sí mismo en el interior del almacén doce años más tarde, exactamente el mismo niño, sólo que más alto, embobado entre las columnas de humo naranja, las hileras de vestidos veraniegos de señora como las mártires de un convento, y las llamas lamiéndoles los pies.

Ve al tío Benny que se aleja apresuradamente en medio del alboroto de las sirenas y, con las manos ahuecadas en torno a la boca, grita: «Harry, estúpido, corre; ¿dónde tienes la cabeza?». Y a sí mismo atrapado en arenas movedizas, incapaz de mover un miembro. Ve acercarse los uniformes azules, y ve cómo lo agarran y lo arrastran hasta el furgón. Ve también al amable sargento que, sosteniendo la lata de queroseno, sonríe como cualquier padre decente y pregunta: «¿Esto no será tuyo, caballerete judío?». «¿O simplemente da la casualidad de que lo tenías en la mano?».

—No puedo mover las piernas —explica Pendel al amable sargento—. Las tengo paralizadas. Es como un calambre o algo así. Debería correr pero no puedo.

—No te preocupes, hijo, enseguida lo arreglamos —responde el amable sargento.

Se ve a sí mismo, desnudo y esquelético, contra la pared de ladrillo del calabozo. Y ve la interminable noche en que los policías le pegan por turno, como a Marta pero con más premeditación, y con más cervezas en el cuerpo. Y ve al amable sargento, que es un padre ejemplar, mientras los incita a seguir. Hasta que el agua lo cubre y se ahoga.

Cesa la lluvia. Nada de eso ha ocurrido jamás. Los coches cobran vida; la gente vuelve contenta a casa. Pendel está muerto de cansancio. Pone el motor en marcha y avanza lentamente, apoyando los antebrazos en el volante. Permanece atento por si en la carretera han quedado restos del accidente. Oyendo al tío Benny, una sonrisa asoma a sus labios.

—Fue una explosión —susurró el tío Benny entre lágrimas—. Una explosión de la carne.

De no ser por las visitas semanales a la cárcel el tío Benny nunca habría hablado con tanta locuacidad de los orígenes de Pendel. Pero al ver a su sobrino sentado ante él con la espalda erguida y el nombre escrito en el bolsillo del austero mono, su corazón culpable se desmorona por más tartas de queso y libros sobre cómo mantenerse en forma que la tía Ruth le envíe a través de él, o por más que, con un nudo en la garganta, manifieste su agradecimiento por el hecho de que Pendel haya conservado la fe pese a tantas adversidades, o dicho de otro modo, se haya mantenido
shtumm
.

«Fue idea mía, sargento… Lo hice porque aborrecía ese almacén, sargento… Guardaba rencor a mi tío Benny por obligarme a trabajar tantas horas sin pagarme, sargento… Su señoría, sólo tengo que decir que me arrepiento de mis malas acciones y del dolor que he causado a quienes me quieren y me han criado, en especial a mi tío Benny…».

Benny es muy anciano; para un niño, tan viejo como un sauce. Nació en Lvov, y Pendel a los diez años de edad conoce Lvov como si fuese su pueblo. En la familia de Benny todos crían campesinos, artesanos, modestos comerciantes y zapateros remendones. Para la mayoría de ellos, el viaje en tren a los campos de concentración fue la primera y última salida de los confines del
shtetl
o el gueto. Pero no para Benny. El Benny de aquel entonces es un sastre joven y avispado que sueña con un futuro dorado y, valiéndose de sus dotes de persuasión, logra el traslado a Berlín con la misión de confeccionar uniformes para los oficiales alemanes, aunque su verdadera ambición es estudiar canto bajo la tutela de Gigli, convertirse en un gran tenor y comprar una villa en las montañas de Umbría.

—Harry, muchacho, donde estuviese aquel
shmatte
de la Wehrmacht que se quitase todo lo demás —dice el demócrata Benny, para quien cualquier prenda de vestir, independientemente de su calidad, era un
shmatte
, un harapo—. Da igual que cojas el mejor traje de Ascot o los más elegantes calzones y botas de caza. Al lado de nuestra Wehrmacht no había color, hasta lo de Stalingrado, claro; después de eso se fue todo a pique.

Benny pasa de Alemania a Leman Street, en el este de Londres, para abrir un taller y, sometiendo a su familia a unas condiciones infames —cuatro por habitación—, tomar por asalto la industria de la confección con el único objetivo de marcharse a Viena a cantar ópera. Benny es ya un anacronismo. A finales de los años cuarenta la mayoría de los sastres judíos se han establecido en zonas de mayor nivel, como Stoke Newington o Edgware, y ejercen su oficio de manera menos precaria. Su lugar lo han ocupado indios, chinos y paquistaníes. Benny no cae en la tentación. Pronto el East End se convierte en su Lvov, y Evering Road en la mejor calle de Europa. Y es en Evering Road un par de años más tarde —por lo poco que se ha permitido saber a Pendel— donde Leon, el hermano mayor de Benny, se instala también con su esposa Rachel y varios niños, el mismo Leon que, debido a la antedicha explosión, deja encinta a una criada irlandesa de dieciocho años que llama Harry a su hijo bastardo.

Pendel conduce hasta la eternidad, siguiendo con ojos cansados las difusas estrellas rojas que lo preceden, pisando los talones a su pasado. Casi ríe en sueños, su gran decisión relegada al olvido mientras recuerda celosamente cada sílaba y cada inflexión del atribulado monólogo del tío Benny.

—Por qué consintió Rachel que tu madre cruzase el umbral de su casa es algo que nunca entenderé —dice Benny moviendo el sombrero de fieltro en un gesto de estupefacción—. No hacía falta haber estudiado las Sagradas Escrituras para darse cuenta de que aquella chica era dinamita. Poco importaba si era inocente o virtuosa. Era una
shicksa
muy núbil y muy estúpida a punto de hacerse mujer. Sólo necesitaba un empujoncito. Estaba escrito lo que iba ocurrir.

—¿Cómo se llamaba? —pregunta Pendel.

—Cherry —responde su tío con un suspiro, como un enfermo agonizante que se desprende de su último secreto—. Diminutivo de Cherida, creo, aunque nunca vi su partida de nacimiento. Podría haberse llamado Teresa o Bernadette o Carmel, pero no, tuvo que ser Cherida. Su padre era un albañil inmigrado del condado de Mayo. Los irlandeses eran más pobres que nosotros, y por eso teníamos criadas irlandesas. A los judíos no nos gusta envejecer, Harry, muchacho. Y a ese respecto tu padre no era una excepción. No creer en el cielo es lo que nos pierde. Llevamos mucho tiempo en el largo pasillo de Dios, pero el salón principal de Dios, con todas las comodidades, aún estamos esperándolo, y muchos dudamos que llegue algún día. —Se inclina sobre la mesa de hierro y coge la mano de Pendel—. Harry, hijo, escúchame. Los judíos necesitamos el perdón de los hombres, no el de Dios, y eso no es precisamente una ventaja porque, se lo mire como se lo mire, los hombres son más duros de pelar. La redención puedo conseguirla en mi lecho de muerte. Para el perdón, Harry, eres tú quien firma el cheque.

Pendel le concederá a Benny lo que pida, aunque sólo sea para que siga adelante con la explosión.

—Fue su olor, me confesó tu padre —continúa Benny—, mesándose los cabellos por el remordimiento. Sentado frente a mí como tú lo estás ahora, pero sin el uniforme. «Por su olor provoqué la caída del templo sobre mi cabeza», me dijo. Tu padre era un buen creyente, Harry. «Estaba arrodillada ante la chimenea y noté su olor a mujer, no a jabón y piel estregada, Benny, a auténtica mujer. Su olor a mujer fue más fuerte que yo». Si Rachel no se hubiese ido de picos pardos con las Hijas de la Pureza judía de Southend Pier, tu padre no habría sucumbido a la tentación.

—Pero sucumbió —dijo Pendel para incitarlo a seguir.

—Harry, entre lágrimas de culpabilidad católica y judía, entre avemarías y
oi veys
y qué será de mí por parte de ambos, tu padre le arrebató la virginidad. A mí me cuesta ver en eso la mano de Dios, Harry, pero si puedes sacudirte la culpabilidad, míralo de esta forma: tú has heredado el descaro judío y la zalamería irlandesa.

—¿Cómo me sacaste del orfanato? —pregunta Pendel, casi a voz en grito por la apremiante curiosidad.

Perdida en los desdibujados recuerdos de su primera infancia —cuando Benny aún no lo había rescatado—, flota la imagen de una mujer de pelo oscuro como Louisa que, de rodillas, friega un suelo de piedra tan grande como el patio de un colegio bajo la mirada de una estatua del buen pastor envuelto en una túnica azul y acompañado de su cordero.

Pendel recorre ya el tramo final del camino. Las casas de siempre dormidas desde hace rato. Las estrellas limpias tras el aguacero. Una luna llena enmarcada por la ventana de su celda. Encerradme otra vez, piensa. La cárcel es adonde uno va cuando no quiere tomar decisiones.

—Harry, estaba impecable. Aquellas monjas eran unas francesas remilgadas y pensaron que tenían delante a todo un caballero. Me puse el lote completo: un traje gris recién estrenado, una corbata que escogió tu tía Ruth, calcetines a juego, los zapatos hechos a mano por Lobb de St. James, que habían sido siempre mi debilidad. Sin arrogancia, con las manos a los costados, sin dejar entrever ni remotamente mis tendencias socialistas. —Pues entre sus innumerables hazañas Benny se ha convertido en un vehemente defensor de la causa obrera y los derechos humanos—. «Madres», dije, «Harry tendrá una vida feliz aunque sea lo último que haga, tienen mi palabra. Será nuestra
mitzvah
. Indíquenme a qué tutores debo llevarlo, y estará allí puntualmente con una camisa blanca para recibir instrucción. Garantizo que tendrá educación de pago en el colegio que ustedes elijan, la mejor música en el gramófono, y una vida hogareña por la que cualquier huérfano daría un ojo de la cara. Salmón en la mesa, conversación idealista, su propia habitación, un colchón de plumas». Por aquellos tiempos las cosas nos iban viento en popa. Ya no me dedicaba a los
shmatte
; sólo vendía palos de golf y calzado, y el palacio en Umbría estaba a la vuelta de la esquina. Pensábamos que nos haríamos ricos en una semana.

—¿Dónde estaba Cherry?

—Se había marchado, Harry, muchacho —responde Benny, bajando la voz para añadir dramatismo—. Tu madre ahuecó el ala, y no puedo reprochárselo. Una tía suya de Mayo envió una carta donde nos contaba que Cherry estaba desfallecida de tantas oportunidades de limpiar sus pecados como le daban las hermanas de la caridad.

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