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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (48 page)

BOOK: El sacrificio final
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La Fuerza de la Naturaleza no era un auténtico ser o dios, sino más bien una manifestación del maná contenido en una tierra, una forma que servía para contener el poder, un recipiente. Sólo podía ser invocada una vez cada varios siglos en una tierra determinada, pues la naturaleza siempre se resistía tenazmente a entregar su energía y su vida. La tierra sobre la que se alzaba Mangas Verdes había sido vaciada de magia hacía mucho tiempo, y su misma esencia había sido consumida por los Sabios de Lat-Nam primero y por el devastador ataque que los destruyó después. Pero aquel continente no terminaba allí: se extendía hacia el norte, y aquellas tierras no habían sido usadas ni contaminadas. Llevaban mucho tiempo creciendo, y era aquélla la fuente a la que estaba accediendo la Fuerza de la Naturaleza.

Y después de haber accedido a ella, la Fuerza de la Naturaleza transmitió su maná de tal manera que el poderío de todo un continente palpitó a través del cuerpo de Mangas Verdes.

Mangas Verdes sintió el cosquilleo en todas las fibras de su ser. La energía se deslizaba a lo largo de sus venas y latía dentro de su mente. Mangas Verdes sólo había experimentado un poder semejante en una ocasión, cuando inhaló el último aliento de Chaney en el momento de la muerte de su mentora y se convirtió en una archidruida. Y ese poder había sido únicamente el de una hechicera, mientras que éste era la fuerza vital de todo un continente. La mente de Mangas Verdes estaba nadando en un mar de fuego.

Y, por primera vez en su vida, Mangas Verdes supo qué se sentía al convertirse en una gran hechicera..., una caminante entre los planos.

Por fin podía ver el camino: sabía cómo elevarse a sí misma, cómo dar el próximo paso, cómo dejar atrás la humanidad.

Mangas Verdes acababa de comprender que aquella tierra, aquellos Dominios, no eran más que un plano perdido entre un número infinito de planos. Había mucho más ahí fuera, tanto que ni siquiera su nueva mente ampliada era capaz de abarcarlo todo.

Sólo necesitaba dar un salto, y podría moverse por entre las esferas. Podía recorrer los caminos estelares, y calentar sus manos sobre las llamas de los soles. Podía convertirse en una diosa y abrir una avenida a través del universo, tomando planetas enteros, estrellas y galaxias en sus brazos, absorbiendo su energía y utilizándola para aumentar todavía más su poder. Podía arrancar planetas del firmamento y romperlos sobre su rodilla como si fuesen melones. Podía beber el frío éter de los caminos celestiales. Podía comer estrellas.

Con el poder extraído de la tierra y con la Fuerza de la Naturaleza canalizándolo hacia ella, Mangas Verdes podía convertirse en una divinidad.

Podía vencer a otros dioses, robar su maná, construir tronos con sus huesos y utilizar su carne para fertilizar sus sueños. Y sería tan fácil, tan sencillo... El poder estaba allí para ser utilizado, aguardando y llamándola con una melodía tan irresistible como la canción de una sirena.

Con un poder semejante...

Pero algo interrumpió su ensoñación. Algo, algo muy pequeño, estaba zumbando cerca de ella. Algo pronunciaba su nombre...

—¡Mangas Verdes! ¡Mangas Verdes!

Mangas Verdes fue volviendo lentamente la cabeza para mirar a su alrededor. Sus pies todavía estaban plantados en los Dominios, pero su cabeza se hallaba entre las nubes y el aire chisporroteaba y crujía en sus fosas nasales. Mangas Verdes parpadeó en un lentísimo abrir y cerrar de ojos. La Fuerza de la Naturaleza se había esfumado, y lo único que quedaba de ella era una nube verde grisácea en la lejanía del horizonte. Su energía —el poder, el maná— había pasado a vivir dentro de ella. Mangas Verdes la contenía y podía canalizarla: podía proyectarse hacia las estrellas y caminar entre los planos.

De no ser por aquella vocecita insistente y molesta...

Mangas Verdes miró hacia abajo desde su gran altura —¿se había vuelto tan alta como la Fuerza de la Naturaleza, o se trataba de una ilusión del poder?—, y vio algo tan diminuto como una hormiga junto a sus pies. Era Kwam, con sus ropas negras, el rostro muy serio y solemne y su larga cabellera negra. Sus dos manos estaban alzadas como en una súplica, un mortal que importunaba a una deidad en busca de favores. Mangas Verdes parpadeó e intentó recordar quién era aquel mortal, y por qué la adoraba...

Otros sonidos se agitaron en sus oídos: un gruñido, jadeos.

Más hormigas correteaban de un lado a otro muy por debajo de ella. Una, medio calcinada y cubierta de sangre, se arrastraba por encima de los afilados fragmentos de cristal negro moviéndose sobre manos y rodillas ensangrentadas. La hormiga transportaba sobre su espalda otro bulto ennegrecido: comida, algo para ser consumido dentro del hormiguero. Pero... No. Aquella otra forma había significado algo para ella hacía mucho tiempo, al igual que lo había significado la hormiga. La hormiga blanca, roja y negra se arrastraba con su pesada carga sobre la arena que temblaba y se agitaba, dirigiéndose hacia una hendidura tan profunda como la misma tierra. Aunque le hubiese ido la vida en ello, Mangas Verdes no habría podido recordar por qué la hormiga luchaba por avanzar en aquella dirección, o ni siquiera por qué estaba pensando en ella.

Pero había más: sí, había hormigas por todas partes. Si Mangas Verdes no tenía mucho cuidado con su nuevo papel de diosa, podía mover los pies sin darse cuenta y aplastarlas. No es que eso importara, por supuesto. Las hormigas debían aprender a mantenerse alejadas de los dioses y a no entrometerse en sus asuntos. Los dioses tenían designios y preocupaciones que los humanos no podían concebir ni entender..., de la misma manera que Chaney, cuando murió, había tenido demasiadas cosas en que pensar para poder seguir ayudando a Mangas Verdes.

«Chaney...», pensó Mangas Verdes. ¿Adónde había ido exactamente? ¿Qué era lo que había hecho por Mangas Verdes?

Y todas aquellas hormigas, tan molestas. Debajo de ella había un juguete mecánico, un curioso animal, y sobre su espalda una chica y un muchacho intentaban subir a otros a la bestia, alejándolos de los árboles que se agitaban y las ramas que caían al suelo. Mujeres vestidas de verde formaban un anillo de acero alrededor de ella. Mangas Verdes supuso que estaban allí para mantener a raya a los adoradores, y eso era bueno. Pero había más siluetas, corriendo y debatiéndose por todas partes. Una mujer que vestía prendas blancas adornadas con flores bordadas azules, rojas y amarillas, estaba acurrucada al lado de un aya y protegía a unos niños, y Mangas Verdes no pudo entender eso, pues los céfiros que aullaban alrededor de sus rodillas le habían parecido la más suave y delicada de las brisas. Pero mirara donde mirase veía personas que intentaban protegerse de ellos. En el comienzo del desierto, unos soldados de la Centuria Blanca trabajaban con hachas para cortar las ramas de un árbol caído, y bárbaros con la piel cubierta de dibujos azules los ayudaban para que docenas de desconocidos pudieran esconderse entre la barricada improvisada. Un gigante de dos cabezas se había puesto a cuatro patas y había convertido su cuerpo en un toldo, aunque era golpeado implacablemente por un diluvio de piedras, ramas e incluso armas que los vientos habían arrancado de las manos de sus propietarios, y debajo de él se acurrucaban decenas de trasgos aterrorizados que gemían y parloteaban mientras se abrazaban los unos a los otros. Lejos de allí los enanos, ayudados por docenas de soldados vestidos de azul, intentaban evitar que los muros de los túneles se derrumbaran. Pero las olas de un mar sacudido por la tempestad enviaron largos arietes de agua, que chocaron con los acantilados y entraron hirviendo en los túneles y sumergieron el bosque en un centenar de lugares. Los ángeles luchaban con el viento y la espuma lanzada por el mar para ayudar a los jinetes del desierto y a los centauros, que intentaban formar un anillo viviente de carne de caballo.

Mangas Verdes sintió la canción del poder dentro de su alma, y pensó que todo aquello era bueno. La naturaleza debía actuar de esa manera, pues los humanos y otras criaturas pensantes habían ensuciado y devastado aquella tierra, hacía mucho tiempo y de nuevo más recientemente, y la naturaleza por fin los barrería.

Pues la naturaleza necesitaba limpiar la tierra periódicamente. Un incendio en el bosque consumía la maleza y los restos de vegetación para que el suelo pudiera sentir la caricia del sol y renovarse. Los torrentes bajaban por las laderas de las montañas y arrastraban la tierra para llevarla hasta el mar. Las olas de los seísmos oceánicos barrerían las ridículas obras de los humanos y animales, erosionando la basura y restaurando el equilibrio. Los terremotos agitaban el suelo, las tormentas aplanaban el bosque y las plagas marchitaban las cosechas para dejar sitio a un nuevo crecimiento. Así obraba la naturaleza: destruyendo, limpiando y volviendo a crecer para renovarse. Personas insignificantes, hormigas, podían perecer, pero el equilibrio se recuperaría y acabaría emergiendo de nuevo.

Y en cuanto aquella tierra hubiese quedado purgada, Mangas Verdes subiría hasta las estrellas y ocuparía su lugar entre los dioses...

—¡Mangas Verdes! ¡Ayúdanos!

Otra vez aquel zumbido tan irritante. Mangas Verdes buscó con la mirada, y sus ojos encontraron al hombre vestido de negro. Estaba lleno de morados y cortes y sangraba por la cara y las manos porque no se había acurrucado, tal como haría cualquier criatura dotada de un mínimo de sentido común, sino que alzaba las manos hacia ella para llamarla. El viento y los torbellinos de fragmentos de cristal negro no tardarían en acabar con él...

¿Por qué la llamaba?

¿Quién era?

Algo se agitó en las profundidades de su mente con un vago cosquilleo, tapando los pensamientos de las estrellas, la luna y los caminos celestiales y su nueva vida. Aquel hombre le había hablado con frecuencia de... ¿De qué? ¿De su propio poder? No, de otro poder.

El amor. Sí, eso era.

Mangas Verdes guardaba un vago recuerdo de esa noción. El amor era una sensación que surgía entre dos seres humanos, una sombra fugaz y caprichosa que se desvanecía enseguida.

Eso era. Kwam la había amado.

Y ella le había amado.

Por fin' lo recordaba. Había sido un ser humano, una mujer, y había conocido el amor de un hombre. Aquel amor no se parecía en nada a la adoración rendida a una diosa, sino que era una emoción delicada y muy íntima cuyo calor la había reconfortado de una manera muy distinta a como lo hacía aquel poder que palpitaba dentro de su cuerpo.

Sí, eso era. Ella también había amado a Kwam.

Pero en ese caso, ¿por qué estaba allí, con la cabeza entre las nubes?

Mangas Verdes recordó que también había amado a Gaviota, su hermano, cuando había sido mortal. Y a Lirio, la mujer a la que Gaviota amaba. Y a dos niñas a las que se les había puesto el nombre de una flor y de una planta. Y a Gavilán, un hermano al que había amado y perdido, y al que había recuperado. Y a sus Guardianas del Bosque, que la protegían de todo mal, como si una diosa necesitara protección. Pero por aquel entonces ella era mortal, y necesitaba amor y cuidados. Y se acordó de docenas, no, de centenares de personas que la habían querido, y a las que ella había querido a su vez: soldados y seguidores del campamento, y cocineros y cartógrafos y herreros y niños.

Mangas Verdes se acordaba de todos ellos. Casi los había olvidado.

Y Kwam quería ayuda. De ella. Porque el ejército, amigos y enemigos por un igual, estaba sucumbiendo bajo los embates de una naturaleza que había enloquecido.

Y entonces, perpleja y sorprendida, Mangas Verdes comprendió que todo aquello era obra suya.

Mangas Verdes, mitad diosa y mitad mortal, dio un respingo y volvió a ser consciente de cuanto la rodeaba. Alzó las manos y vio el chisporroteo de energía que las envolvía mientras el rayo iba y venía por entre las nubes, y vio cómo las nubes giraban y bailaban cuando respiraba. Oh, sí, había invocado a la Fuerza de la Naturaleza y su inmenso poder estaba purgando la tierra.

Y a todos sus amigos con ella.

Morirían. Serían barridos: quedarían enterrados bajo las masas de tierra que revoloteaban en el aire, serían arrastrados hasta hundirse en el océano o arrojados a hendiduras que luego se cerrarían igual que ataúdes.

No. No podía permitir que eso ocurriese.

Porque Mangas Verdes acababa de recordar que las personas también eran importantes. Formaban parte de la tierra, y eran una parte del gran plan de las cosas..., y ella tenía que asegurarse de que vivían con la tierra, y no a su costa.

Pero el maná, el poder, la energía y la fuerza vital de todo un continente vivían dentro de ella, hirviendo en su interior y preparándose para estallar.

Tenía que renunciar a ese poder. Tenía que permitir que fuese libre, que saliera de ella.

Pero ¿cómo? Si liberaba todo el poder de golpe, devastaría aquella tierra, destruyendo cuanto había sobre ella hasta dejar al descubierto el lecho rocoso y aniquilando todo lo que contenía de una manera tan total y absoluta como si las lunas hubieran caído del cielo.

¿Qué hacer?

Si iba a permanecer en los Dominios, si iba a seguir siendo humana y a mantener sus pies enraizados en la tierra, entonces tendría que difundir aquel poder colosal. Tendría que canalizarlo despacio y con mucho cuidado. Pero tenía que hacerlo pronto, pues de lo contrario ascendería hacia el cielo como un cohete envuelto en llamas.

Bien, en ese caso lo canalizaría.

Pues la naturaleza no sólo era una fuerza destructora y purificadora, la fuente de la muerte, sino que también era la fuente del renacimiento y de la vida. Pero destruir siempre resultaba más fácil que construir. Mangas Verdes, archidruida o diosa o simple mortal, podía canalizar el maná, pero eso era tan difícil de conseguir como desviar el curso de un río enfurecido con las manos desnudas. Mangas Verdes era muy poderosa..., pero aun así cabía la posibilidad de que fuese arrastrada y aplastada.

Pero debía intentarlo aunque eso supusiera su muerte.

Perder unos momentos para pensar y meditar en cómo lo haría ya resultaba doloroso, pues las energías estaban empezando a consumirla. Se agitaban dentro de ella como la lava en el interior de un volcán, como un manantial de aguas calientes que hierven y burbujean. Su hermosa capa llena de bordados, el grimorio de hechizos creado por sus manos que cubría sus hombros, estaba empezando a humear. Los hilos se fueron separando de la tela hasta convertirse en un millar de filamentos iridiscentes que se perdieron en el viento.

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