El sacrificio final (13 page)

Read El sacrificio final Online

Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El sacrificio final
13.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Kamee siguió hablando, pareciendo dibujar con su mano mientras todos contemplaban con expresión fascinada cómo el continente se iba desplegando ante ellos.

—Al norte y al este tenemos las Montañas de Humo, donde derrotamos a Gurias de Tolaria y a Immugio, el mestizo de gigante. Nuestros exploradores siguieron avanzando a través de las montañas y no encontraron ninguna evidencia de que hubiera hechiceros haciendo de las suyas, por lo que se desviaron hacia el este y descubrieron otro mar. Las gentes de aquellas tierras lo llaman el Mar de las Ballenas, debido a las enormes bestias marinas que pasan por allí cada invierno. El mar del oeste es conocido generalmente como el Mar de Fuego por sus magníficos crepúsculos. En el norte hay un estrecho llamado el Desgarrón, que es evitado por los marineros debido a sus veloces corrientes.

»Hemos anotado los nombres de los continentes que rodean toda esa zona. Al norte se encuentra Puerto del Hielo, y al oeste hay unos archipiélagos llamados Islas de las Especias. Al este tenemos Puerto de Piedra, que ha obtenido su nombre de las enormes montañas que se alzan a lo largo de su costa. Pero debo advertiros de que éstos son los nombres que les dan nuestros navegantes, pues sin duda las gentes de esos lugares los conocen por otros nombres.

Kamee añadió que el continente en el que se encontraban solía ser llamado Aerona, por una antigua diosa de la fertilidad que se sacrificó a sí misma para que la gente pudiera plantar cosechas sobre su cuerpo.

—Aerona —dijo Gaviota, visiblemente asombrado—. ¡Sí! Ya había oído llamarlo así antes. El viejo Diente de Lobo y Morven, un marinero, empleaban ese nombre. Pero pensar que estamos dando nombre a mares que nunca hemos visto...

—¿Qué tal se están portando esos hechiceros cautivos a los que marcaste, Mangas Verdes? —preguntó Kamee mientras los oficiales examinaban el mapa.

—¿Eh? Perdona, ¿qué has dicho? —La joven druida meneó la cabeza: era como si su mente estuviera repleta de objetos que no conseguía ordenar—. Oh, supongo que están bien...

—¿Bien? —preguntó Gaviota—. No queremos que «estén bien», Verde. Queremos que sufran y que sean lo más desgraciados posible.

Mangas Verdes frunció el ceño, irritada con su hermano y consigo misma. Tenía que admitir que había transcurrido bastante tiempo —¿un mes, o más?— desde que conjuró a sus «prisioneros en libertad condicional». Le bastaba con tirar del hilo invisible que se extendía a través del éter y podía traerlos ante su presencia, y Mangas Verdes pensaba que si los convocaba aproximadamente una vez al mes ninguno de ellos podría tramar excesivas maldades. Pero...

—Lo siento. Los he descuidado un poco, pero he estado muy ocupada. Y...

—¿Y qué, Verde? —preguntó pacientemente Gaviota, que siempre trataba a su hermana pequeña con cariñosa solicitud.

—Yo... —Mangas Verdes se calló e intentó poner algo de orden en sus pensamientos—. Debo confesar que este sistema de control no me gusta demasiado. Después de todo, soy una druida y tengo la misión de proteger el bosque y a quienes no pueden hablar por sí mismos. Debo crear un equilibrio entre las necesidades de las criaturas capaces de pensar y las que no piensan... No soy una carcelera —concluyó—, y el problema es que hay tantos hechiceros que sencillamente no puedo estar vigilándolos a cada momento. Podría pasarme días enteros conjurándolos para averiguar qué tal se están portando.

La inacabable discusión sobre qué debía hacer exactamente el ejército con un hechicero capturado se extendió inmediatamente por toda la mesa, pero Gaviota alzó las manos para acallarla.

—Esperad, esperad. Soy el primero en admitir que Mangas Verdes ha tenido que cargar con la pesada tarea de vigilar a nuestros cautivos y que eso es injusto para ella, pero estoy un poco confundido. ¿Cuántos hechiceros hemos aprisionado con esas cadenas místicas?

Mangas Verdes se encogió de hombros.

—He perdido la cuenta. Todos los combates se han mezclado en mi memoria, y ya no consigo distinguir uno de otro.

Lirio, en su calidad de furriel general del ejército, carraspeó y rebuscó entre un montoncito de papeles y pergaminos hasta extraer una hoja.

—Hemos luchado con... Oh, cielos. Verde tiene razón: hay demasiados. Tenemos sometidos a... Veamos: Haakón, Dacian la borracha, Dwen de la Isla Blanca, Atronadora la Reina de los Trasgos, ese asqueroso troll llamado Sanguijuelo, el viejo Ludoc con su águila llameante, Fabia la sacerdotisa, ese mocoso que había decidido llamarse Gurias de Tolaria, Immugio, el ogro-gigante... Hay otros que no han sido sometidos. Veamos... Llegamos a un compromiso con la Reina de los Duendes. Garth el Tuerto de la Casa de Oor-Tael en Kush se retiró a sus viñedos, pero nos ayudará en el caso de que lo necesitemos. Ese impostor que se hacía llamar «Hijo de Adun Escudo de Roble» se ahorcó. Esa horrible hechicera elfo, Chundanosequé, murió. Y... Unos cuantos hechiceros se las han arreglado para seguir en libertad: tenemos a esa mujer del desierto de la piel morena y la cabellera blanca, Karli de la Luna del Cántico. También tenemos a la mujer de la túnica de piel de búfalo que invocó a los pájaros para que nos atacaran, y luego está el de los cuernos de carnero que lanzaba piedras, y los gemelos vestidos de seda verde... Aquella chica pelirroja que podía correr tan deprisa... Y eso es todo.

—Y Liante —gruñó Gaviota—, que destruyó nuestra aldea, mató a nuestra familia y permitió que Gavilán, nuestro hermano, fuera esclavizado.

Lirio asintió.

—Sí, también.

Y al que Gaviota había servido como encargado de las caballerías y ella misma como bailarina, hasta que los dos fueron traicionados por Liante.

—Tantos... —murmuró Gaviota—. ¿Quién habría pensado que el éxito podía llegar a suponer tal carga? Pero Verde tiene razón. Una sola persona no puede mantener controlados a tantos hechiceros. Debemos encontrar alguna manera más sencilla de someter a esos bastardos...

La vieja controversia volvió a surgir. Varrius, el soldado, agitó las manos en el aire.

—¡Esos hechiceros son como vampiros, dama Mangas Verdes, y os ruego que me perdonéis! —exclamó—. La mejor manera de tratarlos es cortarles la cabeza, llenarles la boca de ajos y enterrarlos en una tumba lo más profunda posible. Eso les quitaría las ganas de...

—¡No podemos quitar la vida a sangre fría! —replicó Kamee—. ¡Y necesitamos a esos hechiceros! Si consiguiéramos convertirlos al bien, podrían curar a los enfermos, enseñarnos a preparar pociones...

—Que proporcionen zanjas y letrinas con la pala y el azadón —dijo Uxmal, hablando con cierta dificultad porque tenía la boca llena de uvas—. Y si los remolones se hicieran, entonces forzoso sería usar el látigo...

Helki meneó la cabeza y sus crines hicieron crujir las hojas encima de ellos.

—Sería mejor encerrarlos en un sitio. Algún castillo remoto del que no pudieran escapar...

Armiño, de las arqueras de D'Avenant, blandió su arco.

—¡Podríamos utilizarlos como dianas para hacer prácticas de puntería! Es lo único para lo que sirven...

Mangas Verdes se envolvió en su capa adornada con bordados mientras la discusión proseguía a su alrededor, se levantó de la mesa, y atravesó el claro moteado por las luminosas manchas de sol. Cuatro guardias personales la siguieron.

Mangas Verdes se levantó un poco las faldas y subió por la escalera que corría alrededor del gigantesco roble rojo. Una de sus guardias la precedió y otra fue detrás de ella, y las dos restantes se quedaron en el comienzo de la escalera.

Cuando llegó al final de la escalera, la joven druida se encontró con la cámara redonda de madera en la que los estudiantes de magia investigaban sus preciados artefactos. Daru —una mujer bastante robusta que llevaba los cabellos cortos—, estaba allí, así como el alto y moreno Kwam. Daru murmuró una excusa en cuanto vio entrar a Mangas Verdes, y salió de la cámara pasando silenciosamente junto a la guardia personal que había seguido a Mangas Verdes.

«Todo un bosque por el que vagar —pensó Mangas Verdes—, y me paso el día dando rodeos para no tropezar con la gente.»

—No sé qué hacer, Kwam.

El estudiante de magia dejó el grimorio que había estado examinando junto a la ventana, y se echó hacia atrás con los brazos cruzados encima del pecho para dedicar toda su atención a Mangas Verdes.

—¿Y cuál es ese asunto sobre el que no sabes qué hacer, querida?

Los dos hablaban con cariñosa intimidad, como si Doris no estuviera inmóvil en el pequeño umbral dándoles la espalda.

—Me refiero a mí misma, a mis responsabilidades... Se supone que he de mantenerme al corriente de lo que hacen esos hechiceros a los que hemos sometido, y he descuidado mis deberes.

Kwam asintió, un gesto que podía significar cualquier cosa.

—Ya sé que es difícil y agotador, Mangas Verdes. —¿Por qué sentía aquel escalofrío de deleite cada vez que Kwam pronunciaba su nombre? Ni siquiera el agotamiento mental bastó para impedirle notar el agradable cosquilleo que se deslizó por su columna vertebral—. Es cierto que el peso ha caído sobre ti, y que eso es injusto. Una solución temporal se ha convertido en un problema permanente. Pero ¿quién pudo llegar a soñar que acabaríamos reuniendo a todo un rebaño de hechiceros recalcitrantes como si fuesen reses extraviadas?

La joven druida fue hasta una ventanita de contornos irregulares abierta en la pared de tablas y contempló el bosque. Visto desde allí, no había ninguna obra o actividad del ser humano que resultara evidente.

—Lo único que deseo es que se esfumen y me dejen en paz.

Kwam le tomó los hombros por detrás, y la abrazó con cariñosa delicadeza.

—Pero si pudiéramos hacer que abandonaran sus maldades, entonces podríamos aprender tantas cosas...

Mangas Verdes giró sobre sus talones para encararse con él.

—¡Oh, Kwam! ¿Tú también? ¡No, no!

Kwam dio un paso hacia atrás, dolido y avergonzado.

—Bueno... No, tienes razón. Si pudiera, los utilizaría a mi manera y en consecuencia también te estaría utilizando, y eso sería un acto de egoísmo. Lo siento.

Mangas Verdes se deslizó entre sus brazos e intentó ocultarse en su pecho vestido de negro.

—Yo también lo siento. No eres egoísta. Si hay alguien que lo sea, soy yo. ¡Pero no quiero ser una carcelera!

Volvió a abrazarle, disfrutando de su calor, y después le dio la espalda.

—Pero debo serlo, al menos por el momento. He descuidado mis deberes cuando todos los demás se esfuerzan al máximo. Y quizá si los conjuro... Bueno, puede que entonces la solución al problema de esa «libertad condicional» suya surja por sí sola. Y más vale tarde que nunca, ¿no? Al menos eso es lo que solía decir mi madre... Invocaré a Haakón. Doris puede montar guardia, y tú puedes acosarle con un diluvio de preguntas. Pregúntale cómo se las arreglaba para conjurar demonios sin que le hiciesen pedazos. ¿De acuerdo?

Mangas Verdes le sonrió valerosamente, y Kwam le devolvió la sonrisa.

La joven druida fue hasta el centro de la habitación y cerró los ojos. Kwam retrocedió un poco, y las dos guardias personales flexionaron los dedos que sujetaban sus lanzas.

Mangas Verdes se concentró y buscó entre la miríada de marcas que acechaban dentro de su mente. Tenía muchas imágenes para esa búsqueda mental: ella era una araña en el centro de su telaraña y las marcas terminaban en personas y objetos; estaba flotando sobre una nube, y si miraba a través de un telescopio podía ver y tocar a las criaturas y objetos marcados que iban y venían muy por debajo de ella; su mano sostenía una baraja de cartas, y podía descubrir el dibujo estampado en cada una pasándolas lentamente. Todas aquellas imágenes eran válidas, pero no contaban la totalidad de la historia: Mangas Verdes mantenía cautivo a cada hechicero, pero ellos también se hallaban en contacto con la joven druida y, por extraño que pudiera parecer, Mangas Verdes se sentía responsable de ellos y tenía la impresión de que debía protegerlos.

Incluso Haakón, Rey de las Malas Tierras... Mangas Verdes rozó un diminuto pináculo de piedra bordado en su capa y sintió la marca que la unía a aquel hombre, un fanfarrón gordo y maloliente que, al mismo tiempo, soportaba el peso de la tristeza que le provocaba su propia estupidez y sus defectos. Haakón —descarado, tozudamente decidido a no pedir disculpas y siempre dispuesto a soltar juramentos e insultos— no le gustaba nada, pero el hechicero había sufrido considerablemente bajo el yugo mágico de Mangas Verdes, pues había perdido un ojo cuando conjuró demonios para escapar de él. Casi todos opinaban que Haakón era el único culpable de lo que le había ocurrido, por supuesto. Pero Mangas Verdes conocía muy bien el cántico de sirena de la magia, y cómo podía desviarse inesperadamente y quemar a quien había lanzado el hechizo.

¿Por qué...?

Mangas Verdes desplegó su espíritu y su mente a través del éter y tiró de la marca invisible, y encontró a Haakón..., y, al mismo tiempo, no logró hallarle. Haakón estaba allí pero de una manera extrañamente hueca y errónea, como si Mangas Verdes hubiera encontrado a su armadura pero no al hombre. Y sin embargo estaba cerca. Demasiado cerca.

Mangas Verdes meneó la cabeza y se aseguró de que las puntas de sus dedos estaban rozando el pináculo de piedra bordado en su capa. No, había algo que anclaba al hombre..., un hechizo de atadura. La sensación era extrañamente familiar. ¿Dónde había experimentado aquella sensación antes?

—¡Kwam! —Mangas Verdes abrió los ojos, vio a tres personas que la estaban contemplando y se asombró ante el retraso—. ¿Dónde está mi pentáculo nova?

—¿Qué? —El estudiante se dio la vuelta, hurgó entre los papeles y los cachivaches mágicos y abrió una cajita de madera..., que resultó estar vacía—. ¡Ha desaparecido!

—¡Oh, cielos!

Mangas Verdes se llevó una mano a su capa y rozó un pájaro bordado con hilos rojos. Era su sello para Dacian la Roja, que normalmente estaba borracha y era totalmente inofensiva. Seguramente podría ser invocada...

No. La marca estaba allí, pero algo impedía que Dacian fuera arrastrada por ella.

Mangas Verdes parpadeó y contempló a su guardia personal sin verla.

—¿Estáis bien, mi señora? —preguntó la Guardiana del Bosque.

—No puedo... conjurar a los... hechiceros...

Un atronar de cascos ahogó sus últimas palabras. Una voz se alzó hasta ellos a través de las ventanas y la puerta abiertas en el árbol.

Other books

Eternal Soulmate by Brooklyn Taylor
Under Siege by Keith Douglass
Mexican Fire by Martha Hix
BoneMan's Daughters by Ted Dekker
A Love Most Dangerous by Martin Lake
The Walls of Delhi by Uday Prakash
Round the Fire Stories by Sir Arthur Conan Doyle