El 31 de diciembre, de camino para una fiesta de Año Nuevo, Aura iba revisando la lista de nombres, una página amarilla de líneas horizontales rojas y doble margen verde, repleta de tachones y subrayados y comentarios marginales, que nos habíamos acostumbrado a llevar con nosotros y que sacábamos en esos tiempos muertos —las filas de un banco, las salas de espera, los célebres trancones de Bogotá— en que otros leen una revista o imaginan vidas ajenas o imaginan mejores versiones de sus propias vidas. De la larga columna de los candidatos habían sobrevivido pocos nombres, todos junto a la correspondiente anotación o prejuicio de la futura madre.
Martina (pero es nombre de tenista)
Carlota (pero es nombre de emperatriz)
Íbamos por la autopista hacia el norte, pasando por debajo del puente de la calle 100. Había un accidente más adelante y el tráfico se había detenido casi por completo. Nada de eso parecía importarle a Aura, metida como estaba en las consideraciones sobre el nombre de nuestra niña. Sonó en alguna parte la sirena de una ambulancia; consulté los retrovisores, tratando de encontrar la licuadora de luces rojas que pide paso, que se abre camino, pero no vi nada. Fue entonces cuando Aura me dijo:
«¿Y qué tal Leticia? Creo que así se llamaba una bisabuela, o algo.»
Repetí el nombre una o dos veces, sus largas vocales, sus consonantes que mezclaban vulnerabilidad y firmeza.
«Leticia», dije. «Sí, me parece.»
De manera que yo era un hombre cambiado el primer día hábil del año, cuando llegué a los billares de la calle 14 y me encontré con Ricardo Laverde, y recuerdo muy bien que llevaba una sola emoción en el pecho: simpatía por él y por su esposa, la señora Elena Fritts, y un deseo intenso, más intenso de lo que nunca hubiera previsto, de que su encuentro durante las fiestas hubiera tenido las mejores consecuencias. Ya había comenzado su chico, de manera que yo formé otro grupo, en otra mesa, y comencé a jugar por mi cuenta. Laverde no me miraba; me trataba como si nos hubiéramos visto la noche anterior. En algún momento de la tarde, pensé, los demás clientes se irían dispersando, y los mismos de siempre terminaríamos la tarde como en un baile de sillas. Ricardo Laverde y yo nos encontraríamos, jugaríamos un rato y luego, con algo de suerte, reanudaríamos la conversación de antes de Navidad. Pero no fue así. Cuando terminó de jugar lo vi devolver el taco a la rejilla, lo vi comenzar a caminar hacia la salida, lo vi arrepentirse, lo vi acercarse a la mesa donde yo terminaba de tacar. A pesar del sudor profuso de su frente, a pesar del cansancio que bañaba su rostro, no hubo en su saludo nada que me causara preocupación. «Feliz año», me dijo desde lejos, «¿cómo lo trataron las fiestas?». Pero no me dejó contestarle, o bien de alguna manera interrumpió mi respuesta, o hubo algo en su tono o en sus ademanes que me hizo pensar que su pregunta era retórica, una de esas cortesías vacuas que hay siempre entre bogotanos y que no esperan una contestación meditada o sincera. Laverde se sacó del bolsillo un casete negro de apariencia anticuada, cuya única identificación era una etiqueta de color naranja y, en la etiqueta, la palabra
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. Me lo mostró sin separar demasiado el brazo del cuerpo, como alguien que ofrece una mercancía ilegal, unas esmeraldas en la plaza, una papeleta de droga junto a los juzgados penales.
«Oiga, Yammara, tengo que oír esto», me dijo. «¿Usted no sabe quién me puede prestar un aparato?»
«¿Don José no tiene una grabadora?»
«No, no tiene nada», dijo. «Y a mí esto me urge.» Le dio dos golpecitos a la carcasa plástica del casete. «Y además es privado.»
«Bueno», dije. «Hay un sitio a dos cuadras, nada se pierde con pedir.»
Estaba pensando en la Casa de Poesía, la vieja residencia del poeta José Asunción Silva, ahora convertida en un centro cultural donde se hacían lecturas y talleres. Yo solía frecuentar ese lugar; lo había hecho durante toda la carrera. Uno de sus salones era un lugar único en Bogotá: allí, los letraheridos de todas las calañas iban a sentarse en sofás de cuero mullido, junto a equipos de sonido de una cierta modernidad, y escuchaban hasta cansarse grabaciones ya legendarias: Borges en la voz de Borges, García Márquez en la voz de García Márquez, León de Greiff en la voz de León de Greiff. Silva y su obra estaban en boca de todos por esos días, pues en este 1996 que comenzaba se iban a conmemorar los cien años de su suicidio. «Este año», había leído yo en la columna de opinión de un reconocido periodista, «se le harán estatuas en toda la ciudad, y todos los políticos se van a llenar la boca con su nombre, y todo el mundo va a ir por ahí recitando el
Nocturno,
y todos van a llevarle flores a la Casa de Poesía. Y a Silva, esté donde esté, le parecerá curioso: esta sociedad pacata que tanto lo humilló, que lo señaló con el dedo cada vez que pudo, rindiéndole ahora homenajes como si se tratara de un jefe de Estado. A la clase dirigente de nuestro país, farsante y embustera, siempre le ha gustado apropiarse de la cultura. Y así va a pasar con Silva: se van a apropiar de su memoria. Y sus lectores de verdad pasarán todo el año preguntándose por qué carajos no lo dejarán en paz». No es imposible que haya tenido esa columna en mente (en alguna parte oscura de la mente, al fondo, muy al fondo, en el archivo de las cosas inútiles) al momento de escoger ese lugar, y no otro cualquiera, para llevar a Laverde.
Caminamos las dos cuadras sin decir palabra, con la mirada en el cemento roto de la acera o en los cerros de color verde oscuro que se levantaban a lo lejos, erizados de eucaliptos y también de postes de teléfono como las escamas de un monstruo de Gila. Al llegar a la puerta de entrada y subir los peldaños de piedra, Laverde me dejó entrar primero: nunca había estado en un lugar semejante, y actuaba con los recelos, las suspicacias, de un animal en un ambiente peligroso. En la sala de los sofás quedaban dos estudiantes de colegio, una pareja de adolescentes que escuchaban la misma grabación y cada cierto tiempo se miraban y se reían con una risa obscena, y un hombre de traje y corbata, con un maletín de cuero desteñido sobre sus piernas, que roncaba sin pudor. Le expliqué la situación a la encargada, una mujer acostumbrada sin duda a exotismos mayores, y ella me escrutó con sus ojos achinados, pareció reconocerme o identificarme con el usuario de tantas otras veces, y extendió una mano.
«A ver, muestre pues», dijo sin entusiasmo. «Qué es lo que quieren poner.»
Laverde le entregó el casete como quien rinde las armas, y cuando lo hizo fueron visibles sus dedos manchados con el azul de la tiza del billar. Se fue a sentar, sumiso como yo nunca lo había visto, al sillón que la mujer le indicó; se puso los audífonos, se recostó y cerró los ojos. Mientras tanto, yo buscaba en qué ocupar los minutos de la espera, y mi mano escogió los poemas de Silva como hubiera podido escoger cualquier otra grabación (habré cedido a la superstición de los aniversarios). Me senté en mi sillón, cogí los audífonos que me correspondían, me los acomodé con esa sensación de ponerme más allá o más acá de la vida real, de comenzar a vivir en otra dimensión. Y cuando empezó a sonar el
Nocturno,
cuando una voz que no supe identificar —un barítono que rozaba el melodrama— leyó ese primer verso que todo colombiano ha dicho en voz alta alguna vez, me di cuenta de que Ricardo Laverde estaba llorando.
Una noche toda llena de perfumes,
decía el barítono sobre un fondo de piano, y a pocos pasos de mí Ricardo Laverde, que no estaba oyendo los versos que oía yo, se pasaba el dorso de la mano por los ojos, luego la manga entera,
De murmullos y de música de alas.
Los hombros de Ricardo Laverde comenzaron a sacudirse; bajó la cabeza, juntó las manos como quien reza.
Y tu sombra, fina y lánguida,
decía Silva en la voz del barítono melodramático,
Y mi sombra, por los rayos de la luna proyectada.
Yo no sabía si mirar o no a Laverde, si dejarlo solo con su pena o ir y preguntarle qué le ocurría. Recuerdo haber pensado que podría por lo menos quitarme los audífonos, una manera como cualquier otra de abrir un espacio entre Laverde y yo, de invitarlo a que me hablara; y recuerdo haber decidido lo contrario, haber preferido la seguridad y el silencio de mi grabación, donde la melancolía del poema de Silva me entristecía sin arriesgarme. Pensé que la tristeza de Laverde estaba llena de riesgos, tuve miedo de lo que esa tristeza contenía, pero la intuición no me alcanzó para entender lo que había sucedido. No recordé a la mujer que Laverde había estado esperando, no recordé su nombre, no lo asocié con el accidente de El Diluvio, sino que me quedé donde estaba, en mi sillón y con mis audífonos, tratando de no interrumpir la tristeza de Ricardo Laverde, e incluso cerré los ojos para no molestarlo con mi mirada indiscreta, para permitirle una cierta intimidad en medio de aquel lugar público. En mi cabeza, y sólo en mi cabeza, Silva decía
Y eran una sola sombra larga.
En mi mundo sin ruido, donde todo estaba lleno de la voz del barítono y de las palabras de Silva y del piano decadente que las envolvía, pasó un tiempo que se alarga en mi memoria. Quienes oyen poesía saben que eso puede suceder, el tiempo marcado por los versos como por un metrónomo y a la vez estirándose y dispersándose y confundiéndonos como el tiempo de los sueños.
Cuando abrí los ojos, Laverde ya no estaba.
«¿Adónde se fue?», dije con los audífonos todavía puestos. Mi voz me llegó desde lejos, y tuve la reacción absurda de quitarme los audífonos y volver a hacer la pregunta, como si la encargada no la hubiera oído bien la primera vez.
«¿Quién?», me dijo ella.
«Mi amigo», dije. Era la primera vez que lo describía en esos términos, y de repente me sentí ridículo: no, Laverde no era mi amigo. «El que estaba ahí sentado.»
«Ah, pues yo no sé, no dijo nada», repuso ella. Entonces se dio la vuelta, revisó los equipos de sonido; con desconfianza, como si yo le estuviera reclamando algo, añadió: «Y el casete se lo devolví a él, ¿oyó? Pregúntele si quiere».
Salí de la sala y di una vuelta rápida al lugar. La casa donde José Asunción Silva había vivido sus últimos días tenía un patio luminoso en el medio, separado de los corredores que lo enmarcaban por ventanas de vidrio delgado que no habían existido en tiempos del poeta y que ahora protegían a los visitantes de la lluvia: mis pasos, en esos corredores silenciosos, resonaban sin eco. Laverde no estaba en la biblioteca, ni sentado en las bancas de madera, ni en la sala de conferencias. Tenía que haber salido. Avancé hacia la puerta estrecha de la casa, pasé junto a un vigilante de uniforme marrón (tenía la gorra ladeada, como un matón de película), pasé junto a la habitación donde el poeta se había pegado un tiro en el pecho cien años atrás, y al salir a la calle 14 vi que el sol ya se había ocultado detrás de los edificios de la carrera Séptima, vi que los faroles amarillos comenzaban a encenderse tímidamente, y vi a Ricardo Laverde, la cabeza gacha y el abrigo largo, caminando a dos cuadras de donde yo estaba, ya casi llegando a los billares. Pensé
Y eran una sola sombra larga,
absurdamente el verso volvió a mi cabeza; y en ese mismo instante vi una moto que había estado quieta hasta ahora sobre la acera. Tal vez la vi porque sus dos tripulantes habían hecho un movimiento apenas perceptible: los pies del que iba atrás subiéndose a los estribos, la mano desapareciendo al interior de la chaqueta. Los dos llevaban cascos, por supuesto; y las viseras de ambos, por supuesto, eran oscuras, un gran ojo rectangular en medio de la gran cabeza.
Llamé a Laverde de un grito, pero no porque supiera ya que algo le ocurriría, no porque quisiera advertirle de nada: todavía en ese momento mi única intención era alcanzarlo, preguntarle si se encontraba bien, quizás ofrecerle mi ayuda. Pero Laverde no me oyó. Comencé a dar pasos más largos, esquivando caminantes en la estrecha acera que en ese punto tiene dos palmos de alta, bajando si era necesario a la calzada para ir más rápido, y pensando sin pensar
Y eran una sola sombra larga,
o más bien tolerando el verso como un sonsonete del que no logramos desprendernos. En la esquina de la carrera Cuarta, el denso tráfico de la tarde progresaba lentamente, en fila india, hacia la salida de la avenida Jiménez. Encontré un espacio para cruzar la calle por delante de una buseta verde cuyas luces, recién encendidas, habían traído a la vida el polvo de la calle, el humo de un tubo de escape, una llovizna incipiente. En eso pensaba, en la lluvia de la que me tocaría protegerme en un rato, cuando alcancé a Laverde, o más bien llegué a estar tan cerca de él que podía ver cómo la lluvia oscurecía los hombros de su abrigo. «Todo va a estar bien», dije: una frase estúpida, porque no sabía qué era
todo,
mucho menos si iba a estar bien o no. Ricardo me miró con la cara desfigurada por el dolor. «Ahí venía Elena», me dijo. «¿En dónde?», pregunté. «En el avión», repuso él. Creo que en un breve momento de confusión Aura tuvo el nombre de Elena, o me imaginé a Elena con la cara y el cuerpo embarazado de Aura, y creo que en ese momento tuve un sentimiento novedoso que no podía ser miedo, no todavía, pero que se le parecía bastante. Entonces vi la moto bajando a la calzada con un corcoveo de caballo, la vi acelerar para acercarse como un turista que busca una dirección, y en el preciso momento en que tomé a Laverde del brazo, en que mi mano se aferró a la manga de su abrigo a la altura del codo izquierdo, vi las cabezas sin rostro que nos miraban y la pistola que se alargaba hacia nosotros tan natural como una prótesis metálica, y vi los dos fogonazos, y oí los estallidos y sentí la brusca remoción del aire. Recuerdo haber levantado un brazo para protegerme justo antes de sentir el repentino peso de mi cuerpo. Mis piernas dejaron de sostenerme. Laverde cayó al suelo y yo caí con él, los dos cuerpos cayendo sin ruido, y la gente comenzó a gritar y apareció en mis oídos un zumbido continuo. Un hombre se acercó al cuerpo de Laverde para intentar levantarlo, y recuerdo la sorpresa que me causó que otro llegara para ayudarme a mí.
Yo estoy bien,
dije o recuerdo haber dicho,
yo no tengo nada.
Desde el suelo vi que alguien más se lanzaba a la calzada manoteando como un náufrago y se paraba frente a una pick-up blanca que doblaba la esquina. Pronuncié el nombre de Ricardo, una, dos veces; noté un calor en el vientre, fugazmente se me ocurrió la posibilidad de haberme orinado, y descubrí enseguida que no era orina lo que me bañaba la camiseta gris. Poco después perdí el sentido, pero la última imagen que tengo sigue bastante clara en mi memoria: es la de mi cuerpo levantado en vilo y el esfuerzo de los hombres que me subían al platón del carro, que me ponían junto a Laverde como una sombra junto a otra, dejando en la carrocería una mancha de sangre que a esa hora, y con tan poca luz, era negra como el cielo nocturno.