El Río Oscuro (22 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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—¡Por aquí para Liberty! ¡Por aquí para Liberty! —llamaba un guardia en tono aburrido.

Hollis dejó la mochila en la taquilla y siguió al resto de los visitantes hacia el interior de la base de piedra de la enorme estatua. Todos salvo Hollis parecían contentos: estaban en la Tierra de la Libertad.

Hollis regresó al hotel a última hora de la tarde y pudo dormir unas cuantas horas. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue la tira con cuatro fotografías en blanco y negro que él y Vicki se habían hecho en un fotomatón. Una enorme cucaracha se acercó a su altar privado y movió las antenas. Hollis la arrojó al suelo de un papirotazo.

Cogió las fotos, las puso bajo la luz y se fijó en la última. En ella, Vicki se había dado la vuelta para mirarlo, y su expresión reflejaba amor y comprensión. Ella lo conocía de verdad, sabía que la violencia y el egoísmo habían guiado su pasado, y aun así lo había aceptado. El amor de Vicki hacía que se sintiera deseoso de salir al mundo a matar monstruos; habría hecho lo que fuera para ser digno de la fe de aquella mujer.

Alrededor de las ocho de la noche, se vistió y cogió un taxi hasta el distrito de Meatpacking, veinte manzanas de bloques industriales al oeste de Greenwich Village. Mask, la discoteca, ocupaba lo que había sido una antigua fábrica procesadora de pollos de la calle Trece. El negocio llevaba tres años funcionando, y eso era mucho en aquel peculiar mundillo.

La gran nave central estaba dividida en dos espacios. La mayor parte del edificio estaba ocupada por una zona de baile, dos barras y un apartado para cócteles. Al final de la sala, una escalera conducía a un área VIP desde donde se veía la pista de baile. Solo se permitía subir a la gente guapa o la que tenía el dinero suficiente para que la consideraran guapa. La planta baja era para los clientes que habían llegado a Manhattan en coche o en tren. Los propietarios del negocio estaban obsesionados con la proporción entre esos dos grupos. Aunque el segundo era el que les hacía ganar dinero, acudían al local atraídos por los actores y modelos que bebían gratis en el piso de arriba.

Sin las luces y la música atronadora, no sería difícil de convertir de nuevo aquel lugar en una fábrica procesadora de pollos. Hollis se dirigió al pequeño vestidor del personal y se puso una camisa negra y una chaqueta sport. Un letrero escrito a mano y pegado encima del espejo advertía que cualquier empleado que vendiera droga a los clientes sería despedido de inmediato. Sin embargo, Hollis ya había descubierto que a los propietarios les daba igual que los empleados se vendieran drogas entre ellos, por lo general estimulantes para aguantar despiertos hasta altas horas de la madrugada.

Se conectó el intercomunicador que lo mantenía en contacto con los otros matones de la discoteca y subió al piso de arriba. El personal de Mask consideraba el local como una complicada maquinaria para sacarles dinero a los clientes. Uno de los trabajos más lucrativos era vigilar la zona VIP, y el puesto lo ocupaba un tipo apodado Boodah. Boodah era de padre africano y madre china, y tenía una barriga enorme que parecía protegerlo de la locura de Nueva York.

El matón estaba disponiendo las mesas y las sillas de la zona de cóctel cuando Hollis subió.

—¿Qué pasa? —preguntó Boodah—. Pareces cansado.

—Estoy bien.

—Recuerda, si alguien quiere cruzar el cordón, antes tiene que pasar por mí.

—No hay problema. Conozco las normas.

Boodah vigilaba la entrada principal de la zona VIP, mientras que Hollis se ocupaba de la salida, situada en la otra punta. Aquella salida solo la utilizaba la gente guapa que quería ir a los aseos de la planta baja o que le apetecía mezclarse con la sudorosa multitud. El trabajo de Hollis consistía en mantener alejados a todos los demás. Ser segurata de una discoteca significaba pasarte toda la noche diciendo que no, a menos que te pagaran lo suficiente para que dijeras que sí.

Desde el principio, Hollis había desempeñado su tarea como un obediente autómata; pero aquella noche intuía que las cosas podían ir de otro modo. Una pasarela protegida por un pasamanos llevaba desde la zona VIP hasta una sala privada donde había sofás de cuero, mesas de cóctel y un intercomunicador para pedir los combinados al bar. Una ventana con un cristal de espejo daba a la pista de baile, abajo. Aquella noche, la sala privada iba a estar ocupada por unos cuantos macarras de Brooklyn a los que les gustaba consumir drogas en las discotecas. Si la Tabula irrumpía en el reservado buscando a Gabriel, se llevaría una desagradable sorpresa.

Se apoyó en el pasamanos, estiró los músculos de las piernas, y regresó a su puesto cuando Ricky Toisón, el ayudante del gerente, subió por la escalera de atrás. Ricky era pariente lejano de los propietarios del negocio. Se aseguraba de que hubiera papel higiénico en los aseos y se pasaba la mayor parte del tiempo intentando ligarse a las mujeres que habían bebido demasiado.

—¿Qué tal estás, hermano? —preguntó.

Hollis se hallaba lo bastante abajo en la jerarquía de la discoteca para no tener nombre. «No soy tu hermano», pensó, pero sonrió amistosamente.

—La sala privada está reservada, ¿verdad? He oído que Mario y sus amigos van a venir.

Ricky puso cara de fastidio.

—No. Han llamado para cancelar la reserva.

Media hora después, el DJ empezó la noche con un canto sufí y luego pasó lentamente a los ritmos trepidantes de la música house. Los clientes del piso de abajo fueron los primeros en llegar y hacerse con las pocas mesas que había cerca del bar. Desde su posición privilegiada sobre la pista de baile, Hollis observó a las jóvenes con minifalda y zapatos baratos correr al baño para retocarse el maquillaje y el peinado mientras sus parejas se paseaban por el local y entregaban billetes de veinte dólares al barman.

Las voces de los otros seguratas susurraban en su oído a través del intercomunicador. Se informaban constantemente sobre qué tipo parecía el más problemático o qué chica llevaba el vestido más provocativo. Mientras las horas pasaban, Hollis no le quitó ojo al reservado. Seguía vacío. Al final tal vez no pasaría nada aquella noche.

Alrededor de medianoche acompañó a dos modelos hasta un aseo que requería una llave especial. Cuando regresó a su puesto vio que Ricky y una chica con un ajustado vestido verde se dirigían por la pasarela hacia el reservado. Se acercó a Boodah y por encima del estruendo de la música le preguntó:

—¿Para qué va Ricky a la sala privada?

El hombretón hizo un gesto de indiferencia, como si la pregunta no mereciera respuesta.

—Para montárselo con una jovencita. Él le dará un poco de coca y ella le corresponderá con lo de costumbre.

Hollis miró la pista de baile y vio que habían entrado dos hombres con cazadora. En lugar de echar un vistazo a las chicas o pedir una copa en la barra, los dos miraron hacia el reservado.

Uno de los mercenarios era bajo y musculoso, y el pantalón le quedaba demasiado largo. El otro era alto y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo.

Los dos hombres subieron hacia la zona VIP y deslizaron unos cuantos billetes en la mano de Boodah, dinero suficiente para ganarse su respeto inmediato y el paso libre más allá del grueso cordón de terciopelo. Unos segundos después se sentaron a una mesa y fijaron la vista en la pasarela que conducía al reservado, donde Ricky seguía encerrado con su amiguita. Hollis maldijo por lo bajo y recordó el consejo de Sparrow: «Planea saltar a la derecha, aunque lo más probable sea que acabes haciéndolo a la izquierda».

Una mujer borracha empezó a gritar a su pareja, y Boodah se apresuró a bajar para resolver el problema. Tan pronto como salió de la zona VIP, los dos mercenarios se levantaron y se dirigieron hacia el reservado. El más alto avanzó despacio por la pasarela, mientras el otro permanecía en guardia. Las luces de la pista se hicieron más intensas y destellaron al ritmo de la música. El mercenario más alto se volvió, y la hoja del cuchillo que sostenía en la mano lanzó un siniestro reflejo.

Hollis no creía que tuvieran ninguna fotografía de Gabriel. Seguramente les habían ordenado que mataran a todos los que estuvieran en el reservado. Si bien Hollis había empezado a pensar que podía actuar como Maya y los demás Arlequines, sabía que no era como ellos: ningún Arlequín se habría preocupado por Ricky y la joven. Hollis, por el contrario, no podía quedarse cruzado de brazos. «A la mierda», se dijo. «Si ese par de capullos mueren, su sangre manchará mis manos.»Con una sonrisa cortés, se acercó al mercenario más bajo.

—Lo siento, señor. La sala privada está ocupada.

—Sí, por un amigo nuestro, de modo que esfúmate.

Hollis levantó los brazos como si fuera a abrazar al intruso, pero sus manos se convirtieron en puños y le golpearon a la vez en ambos lados de la cabeza. La fuerza del impacto dejó aturdido al hombre y al momento cayó de espaldas. Las luces y la música eran tan abrumadoras que nadie se percató de lo ocurrido. Hollis pasó por encima del cuerpo y siguió adelante.

El mercenario alto ya tenía la mano en el tirador de la puerta, pero reaccionó inmediatamente cuando vio a Hollis. Este sabía que cualquiera que empuñara un cuchillo se concentraba en exceso en el arma; toda la maldad y la muerte se acumulaban en la punta de la hoja.

Extendió la mano, como si pretendiera agarrar la mano del mercenario y, cuando el hombre le lanzó una cuchillada, retrocedió de un salto y le asestó una patada en el estómago. El mercenario se dobló por el dolor, Hollis le golpeó de abajo arriba, y el hombre salió disparado por encima de la barandilla.

Abajo, la gente gritó, pero la música no se interrumpió. Hollis bajó corriendo y se abrió paso entre la multitud. Al llegar a la escalera de atrás, vio que otros tres mercenarios se acercaban. Uno de ellos era mayor que los demás y llevaba unas gafas de montura de acero. ¿Sería Nathan Boone, el asesino del padre de Maya? La Arlequín habría atacado de inmediato, pero Hollis siguió avanzando.

La multitud corrió de un lado a otro como un rebaño aterrorizado por el olor de la muerte. Hollis se adentró en la pista de baile y, apartando a la gente de su camino, siguió adelante. Llegó al pasillo trasero que conducía a la cocina y los lavabos. Unas cuantas jóvenes reían de algo; las luces se reflejaban en los espejos. Hollis pasó junto a ellas y cruzó una puerta antiincendios.

Dos mercenarios con intercomunicadores lo esperaban en el pasillo. Alguien los había advertido. El más veterano sacó un pulverizador y le roció los ojos con algún producto químico.

El dolor fue increíble, como si tuviera los ojos en llamas. No podía ver y fue incapaz de defenderse cuando un puño le golpeó la nariz y se la partió. Como un borracho, se lanzó hacia delante, agarró al mercenario y le asestó un cabezazo en la cara con todas sus fuerzas.

El hombre se desplomó, pero su compañero rodeó el cuello de Hollis por detrás con el brazo y empezó a estrangularlo. Hollis, cegado, le mordió la mano. Cuando lo oyó gritar, le agarró el brazo, tiró de él y se lo retorció hasta romperlo.

Ciego. Estaba ciego. Palpando el muro de ladrillo, echó a correr a través de la oscuridad.

Capítulo 19

Alrededor de las diez de la mañana, Maya y los demás cruzaron la ciudad de Limerick. Gabriel conducía despacio por el centro comercial, intentando no infringir ninguna norma de circulación. Cuando salieron a la campiña su prudencia desapareció y apretó el acelerador. El pequeño utilitario azul se lanzó por las serpenteantes carreteras de dos carriles hacia la costa oeste y la isla de Skellig Columba.

En otra situación, Maya se habría sentado junto a Gabriel a fin de tener mejor visión de la carretera y poder anticiparse a cualquier problema, pero no quería que Gabriel la mirara constantemente para intentar interpretar las diferentes expresiones que pasaban por su rostro. Durante el breve tiempo en que había tratado de llevar una vida normal en Londres, había oído con frecuencia a sus compañeras de trabajo quejarse de que sus parejas nunca se daban cuenta de sus cambios de humor. En cambio, ella se veía enfrentada a un hombre que era capaz precisamente de eso, y su poder la empujaba a ser prudente.

Durante aquel viaje por Irlanda, Vicki iba en el asiento del pasajero, y Alice y Maya en el de atrás, separadas por una gran bolsa llena de galletas y botellas de agua. La bolsa constituía una barrera necesaria. Desde que habían llegado a Irlanda, Alice había querido sentarse junto a Maya. En una ocasión incluso había extendido la mano y acariciado el cuchillo de lanzamiento que Maya llevaba bajo el suéter. Aquello era demasiado íntimo, demasiado cercano, y Maya prefería mantener cierto distanciamiento.

Linden había alquilado el coche con la tarjeta de crédito de una de las empresas tapadera que tenía en Luxemburgo. También había comprado una cámara digital sencilla y varias bolsas de viaje de plástico con el rótulo: MONARCH TOURS —NOSOTROS VEMOS EL MUNDO. Se trataba de que parecieran turistas. Aun así, Vicki se lo pasaba en grande con la cámara y no dejaba de repetir «A Hollis le encantaría» mientras bajaba la ventanilla para tomar otra foto.

Tras parar a repostar en Adare, dejaron atrás los verdes pastos y las tierras de labranza y se adentraron por una estrecha carretera de montaña. El pelado paisaje de brezo, rocas y matorrales recordó a Maya las Highlands de Escocia.

Al coronar una loma divisaron el mar en la distancia.

—Está allí —susurró Gabriel—. Sé que está allí.

Nadie se atrevió a contradecirlo.

Maya llevaba varios días protegiendo a Gabriel, pero ambos habían evitado tener cualquier conversación íntima. A ella le sorprendió el corte de pelo que se había hecho en Londres. Su cabeza rapada le daba un aire intenso, casi severo, y se preguntó si sus poderes como Viajero habrían aumentado. Desde el primer momento, Gabriel pareció obsesionado con la fotografía que había visto en la cripta de Tyburn Convent. Insistió en partir de inmediato hacia Skelling Columba, y Linden a duras penas consiguió controlar su enfado. El Arlequín francés miraba a Maya como a una madre que hubiera educado a un hijo obstinado y rebelde.

Tan pronto como empezaron a preparar el viaje a Irlanda, Gabriel pidió algo más. Había pasado las dos últimas semanas viviendo con unos
free runners
del South Bank y quería despedirse de sus nuevos amigos.

—Maya puede entrar conmigo, pero usted es mejor que se mantenga a distancia —le dijo a Linden—. Tiene todo el aspecto de estar a punto de matar a alguien.

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