El rey ciervo (19 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El rey ciervo
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—A ti te corresponde repartir esto entre los bailarines que nos han entretenido, querida —dijo su esposo.

Un criado le llenó las manos de dulces y frutas confitadas; Morgana los arrojó hacia los bailarines y los espectadores, que se los disputaron entre risas y empellones. «Siempre una imitación de las ceremonias sagradas. Esto recuerda a los tiempos en que el pueblo se disputaba los trozos de carne del sacrificio. ¡Es preferible olvidar el rito a remedarlo así!» La Doncella de Primavera se le acercó, sonriente y encendida de inocente orgullo; aunque era encantadora, sus ojos carecían de profundidad y tenía las manos ensanchadas por el trabajo agrícola. Era sólo una hermosa campesina que trataba de actuar como sacerdotisa, sin idea de lo que estaba haciendo.

La muchacha se arrodilló ante ella. Morgana ignoraba lo que se esperaba de la reina, pero adoptó la postura casi olvidada de las sacerdotisas al impartir la bendición. Por un instante sintió que una conciencia antigua la poseía desde arriba, desde más allá. Apoyó las manos en la frente de la niña y sintió, por un instante, el flujo de poder que corría entre ambas. La cara estúpida se transfiguró. «La Diosa también obra en ella», se dijo. Y entonces vio a Accolon, que la miraba con sobrecogimiento y maravilla. Había visto antes esa expresión, cuando hacía descender las brumas de Avalón… Y la conciencia del poder la inundó como si de súbito hubiera renacido.

«Estoy viva otra vez. Después de tantos años vuelvo a ser una sacerdotisa. Y Accolon es quien me lo ha devuelto.»

Luego se rompió la tensión del momento y la niña retrocedió a trompicones para hacer una torpe reverencia al grupo real.

Uriens distribuyó monedas entre los bailarines y entregó una suma algo más importante al cura de la aldea, para que encendiera velas en su iglesia. Mientras volvían al castillo, Morgana caminaba serenamente junto a su esposo, con rostro de máscara. pero interiormente bullía de vida. Su hijastro Uwaine se acercó para caminar a su lado.

—Este año fue más bonito que de costumbre, madre Shanna es encantadora… la Doncella de Primavera. Pero vos estabais tan hermosa al bendecirla… Parecíais la Diosa. El padre Ian dice que, en realidad, la Diosa era un demonio que vino para impedir que la gente sirviera a Cristo, pero ¿sabéis qué pienso? Que ella estaba aquí antes de que la gente oyera hablar de la Virgen Santa.

Accolon, que iba junto a ellos, dijo:

—La Diosa existía antes de Cristo. Debes servirla siempre, bajo el nombre que quieras, y bien puedes llamarla María. Pero no te aconsejo que hables mucho de esto con el padre Ian.

Habían llegado al castillo y Morgana tenía que ocuparse de la impedimenta de Uriens. En la confusión del día, dejó que su nuevo esclarecimiento se deslizara hacia el fondo de la mente, sabiendo que tendría que analizarlo más tarde con mucha seriedad.

Uriens partió después del mediodía, con sus soldados y uno o dos criados; se despidió de ella con un tierno beso y aconsejó a Avalloch que escuchara en todo a la reina y a su hermano. Uwaine estaba mohíno, pues habría querido viajar con su padre. Pero al fin todo quedó en paz y Morgana pudo sentarse a solas frente al fuego, en el salón grande, para pensar en lo acontecido durante el día.

Afuera caía el sol, en el largo crepúsculo del solsticio de verano, Morgana había cogido la rueca, pero sólo fingía hilar, pues esa tarea le disgustaba tanto como siempre; prefería trabajar el doble en el telar. No se atrevía a hilar, pues al hacerlo caía en aquel extraño trance, entre el sueño y la vigilia, y tenía miedo de lo que podía ver. Por eso ahora se limitaba a hacer girar el huso de vez en cuando, para que nadie la viera con las manos ociosas.

El cuarto se estaba oscureciendo; Morgana entornó los ojos, pensando en el rojo sol que se ponía sobre el círculo de piedras del Tozal… Por un momento la cara de Cuervo parpadeo frente a ella, callada, enigmática, y le pareció que sus labios se abrían para pronunciar su nombre. En la penumbra flotaban rostros: Elaine, con el cabello suelto a la luz de las antorchas, en el lecho de Lanzarote. Ginebra, enfadada y triunfal en la boda de Morgana, las facciones serenas de la extraña mujer de trenzas rubias que sólo había visto en sueños; la Dama de Avalón… Cuervo otra vez, asustada, suplicante… Arturo, caminando entre sus súbditos con un cirio de penitente… Y luego, la barca de Avalón, con las colgaduras negras de los funerales, y su cara como un reflejo entre las brumas, acompañada por tres mujeres más, también vestidas de negro, y un hombre herido, pálido y quieto en su regazo…

La luz carmesí de una antorcha cruzó la habitación en penumbras; una voz dijo:

—¿Estáis tratando de hilar en la oscuridad, madre?

Confundida por la luz, Morgana dijo, irritada:

—¡Te he dicho que no me llames así!

Accolon puso la antorcha en un soporte y fue a sentarse a sus pies.

—La Diosa es Madre para todos, señora, y os reconozco como tal.

—¿Te burlas de mí? —inquirió agitada.

—No me burlo. —Accolon se arrodilló a su lado; le temblaban los labios—. Hoy vi vuestra cara. ¿Podría burlarme de eso…, con éstas? —Enseñó los brazos. Por efecto de la luz, las serpientes azules tatuadas en sus muñecas parecieron retorcerse y levantar la cabeza pintada—. Dama, Madre, Diosa… —Esos brazos le rodearon la cintura: él escondió la cabeza en el regazo, murmurando—: Vuestra cara es, para mí, la de la Diosa.

Como en un sueño, Morgana se inclinó para besarle en el cuello, entre los rizos suaves, mientras se preguntaba, asustada: «¿Qué estoy haciendo?» Cuando Accolon levantó la cabeza para besarla en los labios, cedió al beso y sintió que se abría; un estremecimiento, entre doloroso y placentero, le recorrió todo el cuerpo, despertando recuerdos. En aquel largo año lo había mantenido muerto, sin permitirle despertar para no cobrar conciencia de lo que Uriens le hacía. «Soy sacerdotisa —pensó, desafiante—; mi cuerpo me pertenece para honrarla. El pecado fue lo que hice con Uriens. Esto es auténtico y sagrado.»

Las manos de Accolon temblaban sobre su cuerpo, pero cuando habló lo hizo con sereno sentido común.

—Creo que toda la gente del castillo está acostada. Sabía que me estabais esperando.

Por un momento Morgana se disgustó por su certidumbre; luego inclinó la cabeza. Durante mucho tiempo se había limitado a nadar en aguas estancadas; ahora se veía arrastrada nuevamente por la corriente de la vida y no la rechazaría.

—¿Dónde está Avalloch?

Accolon rió brevemente.

—Ha bajado a la aldea para acostarse con la Doncella de Primavera. Es una de nuestras costumbres que el cura ignora mi hermano no la cree incompatible con sus deberes cristianos Me ofreció que echáramos el privilegio a suertes, pero yo sabía a quién tenía que rendir mi verdadero homenaje.

Morgana murmuró, casi como protesta:

—Avalón está tan lejos…

—Pero Ella está en todas partes —replicó él, con la cara contra su pecho.

—Que así sea —susurró Morgana, levantándose. Iba a llevarlo hacia la escalera, pero se detuvo. Allí no; en todo el castillo no había una sola cama que pudieran compartir honorablemente Y a ella volvió la máxima de los druidas: «Lo que nunca fue creado por el Hombre, ¿puede ser adorado bajo un techo fabricado por manos humanas?»

Afuera, pues, hacia la noche. Cuando salieron al patio desierto, una estrella fugaz cruzó el cielo, tan veloz que por un instante los cielos parecieron oscilar, como si la tierra se moviera hacia atrás bajo sus pies. Luego desapareció, dejándolos deslumbrados. «Un augurio. La Diosa celebra mi vuelta.»

—Ven —susurró, cogiendo a Accolon de la mano.

Lo condujo hacia el huerto, donde los fantasmas blancos de las flores caían en la oscuridad. Allí extendió su capa en el césped, como si fuera un círculo mágico bajo el cielo, y le alargó los brazos.

La sombra oscura de su cuerpo le ocultó el cielo y las estrellas.

HABLA MORGANA…

M
ientras yacíamos juntos bajo las estrellas, en aquel solsticio de verano, supe que aquello no era una cópula, sino un acto mágico de apasionado poder; sus manos, el contacto de su cuerpo, volvían a consagrarme sacerdotisa por voluntad de lo Diosa. Ciega como estaba a todo, oí susurros alrededor y supe que no estábamos solos.

Quería retenerme en sus brazos, pero me levanté, impulsada por el poder que me dominaba en esa hora. Alcé las manos sobre la cabeza y las bajé lentamente, con los ojos cerrados, conteniendo el aliento en la tensión del poder… Y sólo cuando oí su exclamación sobrecogida me aventuré a abrir los ojos. Su cuerpo estaba nimbado por el mismo resplandor que rodeaba el mío.

«Está hecho y Ella está conmigo. Madre, soy indigna a tus ojos… Pero eso ha vuelto a mí.» Contuve el aliento para no romper en sollozos. Un pálido rayo de luna me reveló, en el borde del huerto en el que yacíamos, el destello de unos ojos en el seto, como de animales: la gente pequeña de las colinas, sabiendo qué tramaba la Diosa allí, venía a presenciar la consumación, desconocida en aquella tierra desde que el mundo se había vuelto gris y Uriens, anciano y cristiano. Oí el eco de un murmullo reverente y respondí en una lengua de la que apenas sabía diez o doce palabras:

—Hecho está. ¡Así sea!

Me incliné para besar en la frente a Accolon, que aún estaba arrodillado.

—Hecho está. Ve, querido. Bendito seas.

De haber sido yo la mujer con la que había llegado a ese huerto, se habría quedado. Pero ante la sacerdotisa se alejó en silencio, sin cuestionar la palabra de la Diosa.

Aquella noche no hubo sueño para mí. Caminé sola por los jardines hasta el amanecer. Ya sabía lo que tenía que hacer, y temblaba de terror. Tal como había renunciado, muchos años antes, a mi condición de sacerdotisa, así tendría que desandar mis pasos. Aquella noche había recibido una gracia ilimitada, pero no habría más señales ni ayuda para mí hasta que hubiera vuelto a ser sacerdotisa, sola y sin ayuda.

Aún llevaba el signo descolorido en la frente, señal de su gracia, pero no me ayudaría. Contemplé las estrellas ya borrosas, sin saber si el sol me sorprendería en mi vigilia; hacía mucho tiempo que las mareas solares no corrían por mi sangre y ya no sabía hacia qué punto exacto del horizonte oriental tenía que volverme para saludar su ascenso. Ya no sabía siquiera cómo corrían las mareas de la luna con los ciclos de mi cuerpo, tanto me había alejado de las enseñanzas de Avalón. Sola, sin más que recuerdos borrosos, tenía que recordar todo lo que en otros tiempos había sido parte de mí misma.

Antes del amanecer entré sin hacer ruido y busqué en la oscuridad el único objeto que tenía de Avalón: la pequeña hoz que había cogido del cadáver de Viviana, igual a la que yo Portaba como sacerdotisa y que había abandonado al huir de la isla. Me la até silenciosamente a la cintura, bajo las prendas exteriores; jamás se apartaría de mi lado y conmigo sería sepultada.

No volví a pintar la media luna de mi frente, en parte por Uriens, que se hubiera opuesto, y en parte porque aún no era digna de usarla. No quería que el signo fuera como las serpientes descoloridas que él tenía en los brazos, un adorno recordatorio medio olvidado de lo que había sido y ya no era. En los meses siguientes, que se fueron convirtiendo en años, una parte de mí fue como una muñeca pintada que cumplía con las tareas por él exigidas: hilar y tejer, preparar medicinas, atender a los hijos y a los nietos, escucharle, bordarle ropa fina y atenderlo en su enfermedad. Lo hacía sin pensar mucho, con la superficie de la mente y el cuerpo entumecido en la breve y desagradable posesión.

Pero la hoz estaba allí y podía tocarla para reconfortarme, mientras volvía a aprender a contar las mareas del sol entre el equinoccio y el solsticio. Las contaba penosamente, con los dedos, como los niños y las novicias; pasaron años antes de que volviera a sentirlas corriendo por mi sangre, antes de saber con precisión por dónde asomarían el sol y la luna para las salutaciones que volvía aprender. Ya avanzada la noche, mientras los de la casa dormían, estudiaba las estrellas, dejando que su influencia se moviera por mi sangre según giraban en torno a mí. Me levantaba temprano y me acostaba tarde, a fin de hallar tiempo para adentrarme en las colinas, con el pretexto de buscar raíces y hierbas medicinales. Allí buscaba las antiguas líneas de fuerza, trazándolas desde piedra alzada al estanque excavado; era un trabajo agotador. Tardé años en conocer algunas de las que pasaban cerca del castillo de Uriens.

Pero aun aquel primer año, mientras luchaba con la memoria debilitada, supe que mis vigilias no eran solitarias. Nunca me faltó compañía, aunque sólo viera lo mismo que aquella primera noche: el brillo de un ojo en la oscuridad, un fugaz movimiento… Rara vez se les veía, incluso allí, en las montañas remotas; vivían su existencia secreta en las colmas y los bosques desiertos donde habían huido al llegar los romanos. Pero yo sabía que estaban ahí: el pequeño pueblo que nunca la había olvidado velaba por mí.

Cierta vez, adentrándome entre las colinas, encontré un círculo de piedras. No era tan grande como el que se elevaba en el Tozal de Avalón; allí las piedras me llegaban apenas al hombro y el diámetro del círculo no superaba la estatura de un hombre alto. En el centro, semienterrada en la hierba, se veía una pequeña laja de manchas descoloridas y cubierta de líquenes. La libré de hierbas y musgo para dejar allí, cuando me era posible, los alimentos que podía retirar de la cocina: un buen trozo de pan de centeno, un poco de queso o mantequilla. Y una vez encontré al llegar, en el centro mismo de las piedras, una corona de flores perfumadas, de las que crecen en la frontera del país de las hadas; una vez secas no se decoloran nunca. En la siguiente luna llena la llevé rodeándome la frente, cuando me uní con Accolon en ese encuentro solemne con el que borrábamos lo individual para ser sólo Diosa y Dios, afirmando la vida infinita del cosmos. En adelante jamás me faltó compañía más allá de mi jardín. Aunque no cometía el error de mirarlos directamente, sabía que estaban allí por si los necesitaba. No por nada me habían dado aquel viejo apodo: Morgana de las Hadas… Y ahora me reconocían como sacerdotisa y reina.

El cuarto invierno, cuando la luna se hundía en el cielo, la víspera del Día de Difuntos, caminé hasta el círculo de piedras. Allí, envuelta en mi capa, temblando, en ayunas, cumplí con la vigilia; nevaba cuando me levanté para regresar a casa, pero al abandonar el círculo pisé una piedra que no estaba allí al principio; al inclinar la cabeza vi el dibujo formado con piedras blancas.

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