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Authors: Georges Simenon

El revólver de Maigret (15 page)

BOOK: El revólver de Maigret
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Maigret no quería crisis. Sabía que ésta sólo pendía de un hilo. Por ello distraía el espíritu de su interlocutor con menudos detalles materiales.

—¿Tienes un peine?

—No.

—Puedes utilizar el mío. Está limpio.

Esto le valió casi una sonrisa.

—¿Por qué hace usted todo eso?

—¿Todo el qué?

—Ya sabe usted.

—Porque también he sido muchacho. Y he tenido un padre. Cepíllate. Quítate la americana. Los muelles de la cama no han sido engrasados desde hace tiempo.

Él mismo se lavó las manos y la cara con agua fresca.

—Me pregunto si no voy a cambiarme de camisa otra vez. ¡He sudado tanto hoy!

Lo hizo de modo que Alain le vio con el pecho desnudo y los tirantes colgando sobre los muslos.

—Naturalmente, no tienes equipaje.

—No creo que pueda ir a la parrilla según estoy.

Maigret le examinó con ojo crítico.

—Tu ropa no está, evidentemente, muy limpia. ¿Has dormido con la camisa?

—Sí.

—No puedo prestarte una de las mías. Te estaría demasiado ancha.

Esta vez, Alain sonrió más francamente.

—¡Tanto peor si los
maîtres
no están contentos! Nos colocaremos en un rinconcito e intentaremos que nos sirvan vinillo blanco bien fresco. Quizá lo tengan.

—No bebo.

—¿Nunca?

—intenté una vez, pero me puse tan malo que no volví a intentarlo.

—¿Tienes novia?

—No.

—¿Por qué?

—No sé.

—¿Eres tímido?

—No sé.

—¿No has tenido nunca ganas de tener novia?

—Creo que sí. Pero eso no es para mí.

Maigret no insistió. Había comprendido, y al salir de la habitación, puso su manaza en el hombro de su compañero.

—Me has hecho pasar miedo, chiquillo.

—¿Miedo de qué?

—¿Habrías disparado?

—¿Sobre quién?

—Sobre ella.

—Sí.

—¿Y sobre ti mismo?

—Quizá. Creo que lo habría hecho después.

Se cruzaron con el criado, que se volvió después de pasar ellos. ¿Quizá los había visto salir del 604 después que Maigret habría entrado en el 605?

El ascensor los dejó en la planta baja. Maigret tenía su llave en la mano, así como el manojo de llaves maestras. Se dirigió hacia la recepción. Paladeaba ya una especie de triunfo respecto a su enemigo íntimo, el del chaqué demasiado bien cortado. ¿Qué cara iba a poner el hombre cuando los viese a los dos y le entregase las llaves maestras?

Pero, ¡ay!, no era él quien estaba detrás del mostrador, sino un joven alto y rubio pálido, que llevaba un chaqué y un clavel idénticos. No conocía a Maigret.

—He encontrado este manojo de llaves en el pasillo.

—Muchas gracias —dijo con indiferencia.

Cuando Maigret se volvió, Bryant estaba en pie en medio del vestíbulo. Con la mirada preguntaba al comisario si podía hablarle.

—¿Permites? —preguntó a Alain.

Se reunió con el policía inglés.

—¿Lo ha encontrado usted? ¿Es él?

—Es él.

—La señora acaba de volver.

—¿Ha subido a su habitación?

—No. Está en el bar.

—¿Sola?

—Charla con el encargado del bar. ¿Qué hago?

—¿Tiene usted valor para vigilarla todavía una hora o dos?

—Es fácil.

—Si ve que va a salir, prevéngame en seguida. Estoy en la parrilla.

Alain no había intentado huir. Esperaba, un poco torpe, apartado de la gente.

—Que aproveche, señor.

Se reunió con el muchacho, a quien arrastró hacia la parrilla diciendo:

—Tengo un hambre de lobo.

Y se sorprendió añadiendo, al atravesar un rayo de sol que penetraba por el amplio ventanal:

—¡Hace un tiempo espléndido!

Capítulo VIII
En el que Maigret quisiera ser dios padre por algunos días y en el que el avión no le sienta bien a todo el mundo

—¿Te gusta la langosta?

Sólo los ojos de Maigret aparecían por encima de la inmensa minuta que el
maître
le había puesto en las manos. Alain no sabía qué hacer con la suya, que no miraba con discreción.

—Si, señor —contestó como en la escuela.

—Entonces, vamos a tomarnos una langosta a la americana. Antes de eso me apetece un montón de entremeses. ¡
Maître
!

Una vez que hubo pasado su pedido:

—Cuando tenía tu edad, prefería la langosta en conserva, y cuando me decían que aquello era una herejía, yo contestaba que tenía más sabor. No abríamos una lata de langosta cada seis meses, sino en las grandes ocasiones, pues no éramos ricos.

Maigret se echó un poco hacia atrás.

—¿Has sufrido tú por no ser rico?

—No sé, señor. Me habría gustado que mi padre no tuviera que atormentarse tanto para criarnos.

—¿De verdad que no quieres beber nada?

—Agua sólo.

Maigret encargó, a pesar de ello, una botella de vino para él, un vino del Rhin, y pusieron copas de color verdoso ante ellos, con pies altos de un color más oscuro.

La parrilla estaba iluminada, pero aún quedaba sol en la calle. La sala se llenaba rápidamente, poblada de
maîtres
y camareros con traje negro que circulaban silenciosamente. Lo que fascinaba a Alain eran los carritos. Había uno, cubierto de entremeses, junto a su mesa, y había otros, en particular carritos de postres y de pastelería. Había también, y sobre todo, un enorme carrito de plata, en forma de cúpula, que se abría como una caja.

—Antes de la guerra contenía un cuarto de buey asado —explicaba Maigret—. Yo creo que es aquí donde he comido el mejor rosbif. En todo caso, el más impresionante. Ahora meten ahí un pavo. ¿Te gusta el pavo?

—Creo que sí.

—Si te queda apetito después de la langosta, podremos tomar pavo.

—No tengo hambre.

Los dos debían de tener aspecto, en su mesita, de un tío rico de provincias que ofrece una cena de gala a su sobrino al final del año escolar.

—Yo también perdí a mi madre muy joven, y fue mi padre quien me educó.

—¿Le llevaba a usted a la escuela?

—No hubiera podido. Tenía que trabajar. Era en el campo.

—Cuando yo era pequeño, mi padre me llevaba a la escuela y venía después a recogerme. Era el único hombre que esperaba en la puerta, entre todas las mujeres. Cuando volvíamos a casa, era él quien preparaba la cena para todos.

—Pero ha habido momentos en que teníais criados.

—¿Se lo ha dicho? ¿Le ha hablado usted?

—Le he hablado.

—¿Está preocupado por mí?

—Telefonearé luego a París para que le tranquilicen.

Alain no se daba cuenta de que comía con apetito y llegó a beber un buen sorbo de vino que el camarero le había escanciado por costumbre. No hizo ninguna mueca.

—Aquello no duró mucho tiempo.

—¿El qué?

—Los criados. Mi padre tenía tanto deseo de que cambiasen las cosas, que algunas veces confundía su deseo con la realidad. «De ahora en adelante —nos anunciaba— vamos a vivir como todo el mundo. Mañana nos mudamos.»

—¿Y os mudabais?

—A veces. Entrábamos en un nuevo apartamento donde aún no había muebles. Los traían cuando ya estábamos allí. Veíamos rostros nuevos, mujeres que mi padre había contratado en la oficina de colocación y que llamábamos por su nombre de pila. Y casi enseguida, los proveedores comenzaban a desfilar; los alguaciles esperaban durante horas, creyendo que mi padre no estaba, mientras que él permanecía escondido en una de las habitaciones. Al final, nos cortaban el gas y la electricidad. No era culpa suya. Es muy inteligente. Tiene montones de ideas. ¡Mire!

Maigret inclinaba la cabeza para escucharle mejor, con el rostro tranquilo y la mirada llena de simpatía.

—Hace ya años de eso... Recuerdo que, durante cierto tiempo, quizá dos años, presentó en todas las oficinas un proyecto para agrandar y modernizar un puerto marroquí. Le contestaban con promesas. Si hubiera tenido éxito, habríamos ido a vivir allí y habríamos sido muy ricos. Cuando el plan llegó a las autoridades superiores, se encogieron de hombres. Les faltó poco para tratar a mi padre de loco por haber querido crear un gran puerto en aquel sitio. Ahora lo han hecho los americanos.

—¡Comprendo!

¡Maigret conocía tan bien a aquel tipo de hombres! Pero ¿podía mostrarlo a su hijo tal como era? ¿De qué serviría? Los otros, el mayor y la hija, se habían dado cuenta de la verdad hacía tiempo y se habían marchado sin ningún agradecimiento al hombre débil y blando que, a pesar de ello, los había educado. De ésos, no podía esperar ni siquiera un poco de piedad.

Sólo quedaba Alain, que creía en él. Era curioso, porque Alain era tan parecido a su hermana que era un poco molesto.

—¿Más champiñones?

—Gracias.

La vista de la calle también le fascinaba. Era la hora en que, como para el almuerzo, los autos se sucedían sin descanso, y esperaban su turno para detenerse un instante bajo la marquesina, donde un portero con librea gris ratón se precipitaba hacia la portezuela.

Pero, a diferencia del mediodía, los que descendían de los coches estaban casi todos vestidos de etiqueta. Había muchas parejas jóvenes y también familias enteras. La mayoría de las señoras llevaban una orquídea prendida en el pecho. Los hombres llevaban
smoking
, algunos chaqué y se les veía ir y venir en el vestíbulo antes de tomar asiento en el comedor de gala, desde donde venía música de orquesta.

Era hasta el final un día maravilloso, con bastante sol poniente para dar a los rostros un matiz irreal.

—¿Hasta qué edad fuiste a la escuela?

—Hasta los quince años y medio.

—¿Liceo?

—Sí. Terminé tercero y me marché.

—¿Por qué?

—Quería ganar dinero para ayudar a mi padre.

—¿Eras buen alumno?

—Bastante. Excepto en matemáticas.

—¿Encontraste trabajo?

—Entré en unas oficinas.

—¿Daba tu hermana a tu padre el dinero que ganaba?

—No. Le pagaba su comida. Había calculado muy justo, sin contar el alquiler, la calefacción ni la luz. Y era ella la que gastaba más electricidad, leyendo en la cama una parte de la noche.

—¿Tú se lo dabas todo?

—Sí.

—¿No fumas?

—No.

La llegada de la langosta les interrumpió un buen momento. Alain también parecía tranquilo. Sin embargo, como estaba de espaldas a la puerta, se volvía a veces en aquella dirección.

—¿Qué miras?

—Si viene ella.

—¿Crees que va a venir?

—He visto que hablaba usted a alguien y que echaba una ojeada al bar. He supuesto que ella estaría allí.

—¿La conoces?

—No la he hablado nunca.

—Y ella, ¿te conoce?

—Me reconocerá.

—¿Dónde te ha visto?

—Hace dos semanas, en el bulevar Richard Wallace.

—¿Subiste a su casa?

—No. Estaba enfrente, del otro lado de las verjas.

—¿Habías seguido a tu padre?

—Sí.

—¿Por qué?

Maigret había ido demasiado de prisa. Alain retrocedía.

—No comprendo por qué hace usted todo esto.

—¿Todo qué?

Con la mirada designaba la parrilla, la mesa, la langosta, aquel lujo con que el hombre que, lógicamente, debiera haberle metido en la cárcel le rodeaba.

—Teníamos que comer, ¿no? No he tomado nada desde esta mañana, ¿Y tú?

—Un emparedado en un
milkbar
.

—Luego teníamos que cenar. Después, ya veremos.

—¿Qué hará usted?

—Probablemente, tomaremos el avión para París. ¿Te gusta el avión?

—No demasiado.

—¿Has ido al extranjero?

—Tampoco. El año pasado tenía que haber estado dos semanas en Austria, en un campo de vacaciones. Una organización hace el intercambio entre jóvenes de los dos países. Me inscribí. Me dijeron que pidiera un pasaporte; mas cuando llegó mi turno, tenía una sinusitis y estaba en cama.

Un silencio. El también volvía a su preocupación y justamente hacía falta que él volviese por sí mismo.

—¿Le ha hablado usted?

—¿A quién?

—A ella.

—Esta mañana, en su habitación.

—¿Y qué le ha dicho?

—Nada.

—Es ella la que tiene la culpa de la desgracia de mi padre. Ya verá como no podrán nada contra ella.

—¿Tú crees?

—Confiese que no se atrevería usted a detenerla.

—¿Por qué?

—No lo sé. Siempre es así. Ella ha tomado sus precauciones.

—¿Estás al corriente de los negocios que tenía con tu padre?

—Exactamente, no. Sólo hace algunas semanas supe quién era.

—Sin embargo, tu padre la conoce desde hace tiempo.

—La conoció poco después de la muerte de mi madre. En esa época no nos lo ocultó. Yo no me acordaba porque era sólo un bebé entonces, pero Philippe me lo contó. Mi padre le había dicho que iba a volver a casarse, lo que sería más agradable para todo el mundo, porque habría una mujer que se ocupase de nosotros. Aquello no tuvo lugar. Ahora que la he visto, que sé la clase de mujer que es, estoy seguro de que se burlaba de él.

—Es probable.

—Philippe pretende que mi padre fue desgraciado por ello, que a menudo lloraba por la noche en su cama. Permaneció durante años sin verla. Quizá ya no estaba ella en París o quizá ella se había mudado sin decírselo. Hace aproximadamente dos años, me di cuenta de que mi padre cambiaba.

—¿En qué sentido?

—Es difícil precisarlo. Su humor ya no era el mismo. Estaba más sombrío y, sobre todo, inquieto. Cuando alguien subía la escalera se sobresaltaba y parecía tranquilizarse cuando era un proveedor, incluso para reclamarle dinero. Mi hermano ya no estaba con nosotros. Mi hermana nos había anunciado que nos dejaría el día que cumpliese veintiún años. La cosa no vino de repente, ¿comprende? Yo sólo me daba cuenta de la diferencia de tanto en tanto. Antes, incluso en los bares, porque a veces iba a buscarle allí para darle algún recado, sólo bebía vasos de agua de Vichy. Se puso a tomar aperitivos y algunas noches volvía muy pesado, pretendiendo que tenía dolor de cabeza. Ya no me miraba del mismo modo, se mostraba violento delante de mí v me hablaba con impaciencia.

—Come.

—Perdón: ya no tengo apetito.

—¿Un postre?

—Si usted quiere...

—¿Fue entonces cuando te pusiste a seguirle?

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