El reino de las sombras (16 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El reino de las sombras
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Hor, que no parecía interesado en conversar, sacó un magnífico arco de su funda de lino. Probó la tensión con el pulgar. Los finos hilos —probablemente unos sesenta por la calidad del arma— estaban muy bien trenzados formando lazos en los extremos; un modo fantástico de evitar que se deshilachasen. Encontré, dentro de una caja de madera, un bastón de lanzamiento que podría usar, porque obviamente no había traído nada conmigo. También había una pesada red y un arpón en la caja, por si acaso atrapábamos algo realmente grande. Todo era bastante rudimentario, y en absoluto similar al poderoso y elaborado arco.

Apenas Mahu dio la señal y empezamos a adentrarnos en silencio en el ancho río, que se movía de forma tan suave y ondulante como una bandera flameando bajo una ligera brisa, camino de una zona pantanosa poblada de juncos en dirección norte respecto a la ciudad, ya deseaba desesperadamente que acabase la cacería. El gato seguía sentado, alerta, en la proa, hipnotizado por los invisibles y lejanos sonidos provenientes de la zona pantanosa. La ciudad no tardó en desaparecer tras un amplio y arbolado meandro del río. Los acantilados del este, donde se estaban construyendo las tumbas, crecían hacia el cielo a nuestra derecha formando una elevada barrera natural y que se allanaba hacia la zona pantanosa y los frondosos papiros. Los pájaros lanzaban sus gritos de advertencia mientras nos sobrevolaban dibujando círculos en las alturas.

Los esquifes se adentraron silenciosamente, uno tras otro, en la inmóvil zona pantanosa de tupidos juncos, verde y plateada, y desaparecieron. Mientras avanzábamos, intenté controlar visualmente a los que iban delante; resultaba muy difícil mantener un punto de visión entre los juncos verticales. El gato cazador se puso en pie sobre sus cuatro patas, recorrió el que ya era su territorio en la proa del bote y alzó la cabeza para captar mejor el aroma del aire. Hor también se puso en pie, preparó su arco y escudriñó con atención entre los juncos como si buscase algo. Miré atrás y vi, de pasada, a Jety, que estaba a una distancia considerable. Intentaba controlar mis movimientos. Ralenticé el ritmo. Alzó una mano, intentando hacerme una señal, pero entonces desapareció entre la marea de juncos. Hor espetó con brusquedad:

—No cambies de ritmo. No queremos perdernos la diversión.

Bajé la vista para asegurarme de que las redes y el bastón de lanzar estaban a mano.

De repente, llegamos a un claro entre los juncos, y allí nos encontramos con otros esquifes balanceándose sobre sus propios reflejos, que se encogían y estiraban. Vi a Mahu, en su bote, observando los juncos y el cielo. Todo estaba en silencio. Todo el mundo escuchaba con atención.

Entonces hizo sonar las castañuelas y lanzó el grito de caza, y el aire de la tarde se llenó con el sonido de miles de aves alzando el vuelo. Todos lanzaron sus bastones a la vez; decenas de ellos sumaron su zumbido al repentino alboroto de las aves, y aquellos que tenían arcos dispararon sus flechas. Elegí un objetivo al azar y lancé mi bastón. El gato se puso como loco, moviéndose sin parar. Hubo gritos y silbidos, los esquifes se separaron para seguir con la cacería, y el aire se llenó del aletear y el sordo ruido de los cuerpos al caer al agua. El gato apareció entre los juncos con su presa, un pato sanguinolento, en la boca. Los colores iridiscentes de las plumas estaban teñidos de sangre bajo las alas, pero parecía perfecto en el momento de su muerte.

Me agaché para coger el arpón. Nos habíamos adentrado en otra espesura de juncos. De repente, ya no podía ver ninguno de los demás botes.

Alcé la mirada y me encontré frente a frente con Hor. Me estaba apuntando directamente con su arco. Lo había tensado con una flecha de punta de plata, con los jeroglíficos de la Cobra y de Set, como pude ver.

—La última vez fallaste —le dije.

—Lo hice adrede.

—Es lo que se dice en estos casos.

No le hizo gracia mi comentario, y tensó un poco más el arco. Ahora no podía fallar, tal vez por eso sonrió. Contuve la respiración. Pensé que era idiota por haber caído en esta trampa. Parecería un desgraciado accidente, como si me hubiese alcanzado un flecha caída del cielo.

Entonces, como por ensalmo, Hor cayó de lado. De la nada había surgido un bastón que impactó contra él. La flecha salió disparada dibujando una cómica trayectoria hacia los juncos. Me esforcé por mantener el equilibrio, casi caí al agua. Vi a Jety gesticulando atemorizado. Hor se retorció en el extremo del bote, gruñendo y agarrándose la cabeza. Había sangre en el suelo de caña. Lancé hacia él la pesada red, y cuando intentó ponerse en pie, le empujé y cayó al agua, donde a pesar de luchar para liberarse, se enredó más y más en el fino laberinto de la red. No tenía elección. Le clavé el arpón en el pecho y le empujé hacia el fondo. El arpón topó con la tensión de los sólidos músculos y la resistencia de los huesos. Volví a clavárselo y empujé con más fuerza; en esta ocasión la cuchilla atravesó su cuerpo de punta a punta. Lo saqué dispuesto a un nuevo envite, pero no fue necesario. Incluso bajo el agua parecía perplejo primero, y desilusionado después. El agua se enturbió, enrojeciéndose, y su cuerpo poco a poco fue colocándose bocabajo.

Hice que el esquife diese media vuelta y empecé a remar para salvar mi vida. Miré hacia atrás. El cuerpo se balanceaba bajo el agua. Los juncos chocaban contra la proa y me golpeaban en la cara. Por suerte, con menos peso podía ir más rápido. Vi de nuevo a Jety, también solo en su bote, delante de mí. Le hice un gesto para que siguiese adelante. A mi espalda, Mahu se volvía hacia donde yo estaba; me gritó algo. Desaparecí de nuevo entre los siseantes juncos. El gato parecía desconcertado; se movía alrededor del pájaro muerto, arrancándole pequeños bocados de plumas. Me acercaba cada vez más a Jety. Hizo un gesto para que guardase silencio, pues desde el río llegó el sonido de más botes, y también gritos de hombres. Tuve que asumir que probablemente entre esos hombres había cómplices del nuevo intento de asesinato, y que incluso el propio Mahu podía estar implicado. Ahora entendía por qué había insistido tanto en que estuviese presente.

Nos adentramos en la zona pantanosa. Le indiqué a Jety que fuese más despacio. Nos detuvimos entre los juncos y esperamos; apenas nos atrevíamos a respirar, escuchábamos. Pude oír el ruido de los botes, uno detrás de otro, y también los avisos y los reconocimientos cuando alguno de ellos aparecía entre los juncos. Después se produjo una discusión. Decidieron dividirse y peinar la zona pantanosa. Miré a mi alrededor. Estaba oscureciendo y resultaba imposible descifrar dónde estaba la orilla, o si podríamos llegar a ella sanos y salvos.

Contra su voluntad, arranqué el ave muerta de la boca del gato; sus malditas garras se clavaron en mi muñeca, haciendo que le rompiese el cuello al ave. Manché de sangre todo el suelo y un costado del esquife, y después lancé lejos el ave. El gato me miró con ira y desprecio y empezó a maullar y a olisquear la sangre para ver si podía salvar algo. Le hice otro gesto a Jety para que se acercase a fin de que pudiera subir a su bote. Con todo el sigilo del que fui capaz, aparté mi bote con el pie. Poco a poco fue desapareciendo entre la creciente bruma, con el gato en la proa mirándome ceñudo.

Nos adentramos todo lo que nos fue posible entre los juncos y no sentamos a esperar.

—Buen lanzamiento —susurré.

—Gracias.

—Tienes muy buena puntería.

—He cazado toda mi vida.

—Por suerte para mí.

Entonces lo oímos: los juncos se separaron para dejar pasar a un esquife. No debía de estar a más de ocho metros de nosotros. No podíamos ver nada. Agarré el arco y preparé una flecha. La pura energía del arco recorrió mis dedos. Esperamos, sin hacer ruido. Pero las circunstancias cambiaron súbitamente: habían encontrado el bote manchado de sangre. Nos pusimos en cuclillas y esperamos a que el destino siguiese su curso. ¿Morderían el anzuelo? Oímos cómo hablaban; parecía que estuvieran en la habitación de al lado. Al poco sus voces se fueron desvaneciendo mientras se alejaban; se llevaban el otro bote con ellos.

Permanecimos allí sentados durante un buen rato, quietos como cocodrilos. Desaparecieron las voces y el destello de las lámparas de los botes y todo fue oscuridad. Allí estábamos, solos entre la ruidosa vida nocturna del pantano, las recién aparecidas estrellas y, por fortuna, una media luna que ascendía. Había luz suficiente en el cielo para que pudiésemos llegar a casa; las alargadas sombras serían nuestro camuflaje.

—Gracias por salvarme la vida —dije.

Me pareció que Jety sonreía, complacido, en la oscuridad.

—Por lo visto, a alguien no le gusta nada que yo esté aquí, Jety.

—Yo no le dije nada a Mahu. Créeme.

En esta ocasión decidí creerle.

—¿Por qué habrá corrido un riesgo tan evidente? Sin lugar a dudas, si hubiese querido apartarme de esto podría haber encontrado un modo más sutil de hacerlo que invitarme a una cacería.

—No es una persona tan brillante como cree —dijo Jety con algo parecido a la satisfacción.

—Volvamos.

—¿Y qué haremos?

—Seguir la pista. El harén. Una visita nocturna.

18

La ciudad se hizo visible, con sus pálidos edificios nuevos brillando bajo la luz de la luna; el desierto que la rodeaba permanecía a oscuras, pero los acantilados y las rocas destacaban con el mismo resplandor, como si devolviesen lo que el sol había estado dándoles durante todo el día.

Saltamos a la orilla, entre las sombras, cerca del puerto. Jety iba delante, manteniéndose a resguardo de la luz mientras recorríamos pasajes y callejones.

—Hay tres palacios reales —dijo—, el Gran Palacio, el Septentrional y el del río. En el Gran Palacio se encuentran los principales alojamientos para mujeres.

—¿Y dónde duerme Ajnatón?

—Nadie lo sabe. Cambia de palacio según los deberes del día. Deja que la gente le vea cuando va de un sitio a otro, del templo a dependencias oficiales y recepciones. Supongo que tiene aposentos personales en todos los palacios.

—Una vida muy dura.

Jety sonrió de medio lado.

Cruzamos la vía Real y llegamos al Gran Palacio. Era enorme, una alargada estructura que recorría todo el lado occidental de la calle. La puerta principal estaba custodiada por dos guardias.

—Estamos de suerte —dijo Jety en voz baja—. Los conozco.

—Es un poco tarde para ti —dijo el guardia más joven al tiempo que le daba a Jety una palmada en el hombro—. ¿Todavía trabajando? ¿Quién es este?

—Nos ocupamos de un caso bajo la supervisión de Ajnatón.

—¿Tenéis permisos? —dijo el mayor de los guardias. Se los mostré sin mediar palabra.

El le echó un vistazo a los papiros y sacudió la cabeza muy despacio como si le sorprendiesen. Finalmente asintió.

—Adelante. —Me miró y se fijó en el arco—. Tienes que dejar esto aquí. No se puede entrar armado al palacio.

No tuve más remedio que entregárselo.

—Cuídalo. Espero que aprecies su valor.

—Estoy seguro de que es muy caro, señor.

Tras ese trámite, entramos en el patio principal del palacio, rodeado por elevados muros de ladrillos de barro. El patio me recordó los salones con columnatas de Tebas, si bien este estaba abierto y acogía pequeños grupos de árboles en su interior. Jety sabía dónde teníamos que dirigirnos, así que avanzamos entre las sombras que creaba la luz de la luna intentando ser tan sigilosos como dos ladrones expertos.

—¡Este lugar es enorme! —susurré.

—Lo sé. En el centro se encuentra la Sala de los Festivales y el santuario privado. En el lado norte hay oficinas, alojamientos y despensas. A decir verdad, todo el mundo se queja de los alojamientos. Dicen que son demasiado pequeños y que se caen en pedazos. El yeso se desconcha y hay montones de insectos. Dicen que la madera es de mala calidad, pintada para parecer mejor, y que a día de hoy ya es un banquete para los escarabajos.

Atravesando una tras otra varias salas con columnas, seguimos avanzando. El lugar parecía desierto, sumido en el silencio. De vez en cuando oíamos un leve rumor de voces, y en una ocasión tuvimos que ocultarnos tras una columna cuando pasaron a nuestro lado tres hombres enfrascados en una sesuda discusión. Muchas otras estancias daban a las salas centrales, pero todas parecían deshabitadas.

—¿Dónde están todos?

Jety se encogió de hombros.

—La ciudad está preparada para albergar a una numerosa población. Pero no han llegado todos los que tendrían que estar aquí. Muchos de los que habitarán aquí todavía no han nacido. Y no lo olvides, se espera una multitud para el festival.

Llegamos hasta el extremo de un precioso jardín, perfumado con las frescas esencias de la noche. Bajé la mirada y vi que el suelo había sido pintado para simular una balsa de agua rodeada por setos de flores de pantano plateadas y azules.

—Ya estamos aquí de nuevo, caminando sobre agua.

Jety miró hacia el suelo.

—Oh, sí —dijo sorprendido.

—¿Qué le pasa a esta gente con los entornos fluviales? —pregunté.

—Es la creación de Atón. Necesitan verlo en todas partes.

Lo cruzamos hasta alcanzar una gran puerta. Lucía unos hermosos paneles y daba entrada a una habitación más pequeña que tenía un postigo aún más pequeño, del tamaño de un ventanuco. El mural que se extendía en ese momento bajo nuestros pies representaba más agua. Jety golpeó un par de veces en el postigo. Esperamos, y de nuevo experimenté la punzante sensación de que nos observaban. Entonces se abrió el postigo desde dentro.

—Dejad que vea vuestros rostros —dijo una extraña voz.

Jety me hizo un gesto para que me acercase al postigo y, al hacerlo, una potente luz me enfocó directamente a los ojos. Se abrió la pequeña puerta sin que las bisagras chirriaran y una franja de luz se desplegó por el suelo. Crucé el portal y entré.

A pesar de estar dentro, la luz seguía cegándome. Alcé las manos para protegerme los ojos. Me dio la impresión de ver una multiplicación de puntos de luz, una repetición de pequeñas habitaciones; todo parecía moverse. Me percaté en ese momento de que las habitaciones estaban decoradas con linternas de papiro que se balanceaban y giraban en el extremo de finos juncos. Diversas chicas mantenían en vilo esas linternas. Eran chicas jóvenes y muy bonitas. Bajaron la linterna que pendía justo frente a mí y pude ver un rostro, alargado y anguloso pero bello, con las pestañas y la boca pintadas y la piel emblanquecida con polvos. Su vestido era muy elaborado, pero su cuerpo parecía el de una vendedora o una carretillera.

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