Caillet ladeó la cabeza.
—Ésa es Aude —dijo—. Me dio el retrato cuando aún éramos amigos, y lo he conservado en su honor. Pensé que le habría gustado estar aquí junto a los cuadros de su madre. Estoy convencido de que, dondequiera que esté ahora, le gustará.
—¿Quién lo dibujó? —En una esquina del dibujo ponía 1936.
—Henri. A los seis años de conocerla. Un año antes de que yo me marchase. Él tenía treinta y cuatro años, yo veinticuatro y Aude cincuenta y seis. De modo que yo tengo su retrato de Aude y él tiene el mío; una bonita simetría. Como les he dicho, no era guapa, aunque él sí.
Caillet se dio la vuelta, como si la conversación hubiese llegado a su conclusión lógica, y si él lo quería, así sería. Los visualicé rápidamente a todos: él se había ido a México justo antes de la guerra, entonces, huyendo no sólo de problemas amorosos, sino también del inminente desastre europeo. Él era diez años menor que Henri, y a un artista veinteañero Aude debió de parecerle anciana a los cincuenta y seis (únicamente cuatro años más de los que tenía yo en la actualidad, comprendí experimentando una punzada de dolor). Pero la mujer del dibujo no parecía anciana y no se parecía a Béatrice de Clerval, si el retrato que le había hecho Vignot era fiel. No se parecía lo más mínimo, a menos que el brillo de los ojos contara. ¿Dónde y cómo habían pasado la guerra Aude y Henri? Ambos habían sobrevivido a ésta.
—Entonces ¿Henri Robinson sigue vivo? —no pude evitar decir mientras seguíamos a Caillet de regreso a su salón galería.
—Estaba vivo el año pasado —contestó Caillet sin girarse—. Me mandó una tarjeta por su noventa y siete cumpleaños. Supongo que cumplir noventa y siete le hace a uno recordar todos sus amores pasados.
Cuando llegamos de nuevo a los sofás, él no nos indicó que nos sentáramos con su amable ademán, sino que permaneció de pie en medio de la sala. Me di cuenta de que, si no me había equivocado en todos mis cálculos, él mismo tendría unos ochenta y ocho años. Apenas daba crédito. Estaba frente a nosotros, elegante, erguido, su piel tersa de color rojo oscuro, su pelo blanco grueso y peinado hacia atrás con esmero, su traje negro de corte atípico bien planchado, un hombre que se conservaba a la perfección, como si se hubiese tropezado con el regalo de la vida eterna y se hubiese cansado cortésmente hasta de eso.
—Ahora me siento cansado —anunció, aunque tenía aspecto de poderse pasar el día entero ahí plantado.
—Ha sido usted muy amable —le dije al punto—. Le ruego que me disculpe por pedirle una última cosa. Con su permiso, me gustaría escribir a Henri Robinson para pedirle más información sobre la obra de Béatrice de Clerval. ¿Hay alguna dirección que no tenga inconveniente en darme?
—Por supuesto —contestó, cruzando los brazos, el primer signo de impaciencia que había visto en él—. Ahora le consigo los datos. —Se volvió y salió de la sala, y le oímos llamar a alguien en voz baja y controlada. Al cabo de un momento regresó con una vieja libreta de direcciones, encuadernada en cuero, y el hombre que nos había traído la bandeja con las bebidas. Hubo una pequeña negociación entre ellos y el hombre anotó algo para mí mientras Caillet observaba.
Les di las gracias a ambos; era una dirección de París con un número de apartamento. Caillet la repasó leyendo por encima de mi hombro.
—Dele muchos recuerdos de mi parte… de un viejo francés a otro. —Entonces sonrió, como si estuviese evocando un recuerdo desde la distancia, y lamenté haberle pedido un favor tan personal.
Se dirigió a Mary:
—Adiós, querida. Es un placer volver a ver a una mujer hermosa. —Ella le dio la mano y él la besó respetuosamente, sin emoción—. Adiós,
mon ami
. —Nos dimos la mano; su apretón fue fuerte y seco, como el anterior—. Es probable que no volvamos a vernos, pero le deseo toda la suerte del mundo en su investigación.
Nos acompañó en silencio hasta la puerta principal y la sostuvo abierta; ahora no había ni rastro del criado.
—Adiós, adiós —repitió, pero en voz tan baja que apenas pudimos oírle. Me volví desde el camino y me despedí con la mano; estaba enmarcado por sus rosas y buganvillas, increíblemente erguido, atractivo, embalsamado, solo. Mary se despidió también y sacudió la cabeza sin hablar. Él no nos devolvió el saludo.
Aquella noche, mientras hacíamos el amor por segunda vez en nuestra relación (adentrándonos con más seguridad en la corriente; de la noche a la mañana nos habíamos convertido en antiguos amantes) descubrí que las lágrimas habían humedecido las mejillas de Mary.
—¿Qué te ocurre, mi amor?
—Es… por lo de hoy.
—¿Por Caillet? —supuse.
—Por Henri Robinson —dijo ella—. Por haber cuidado durante tantos años de la anciana que amaba. —Y me acarició el hombro con la mano.
1879
Ella baja a desayunar un poco tarde pero aseada y como nueva, tan sólo le pesan un poco los párpados. Siente su cuerpo completamente distinto, irreconocible, lleva un sencillo peinado que luce cuando Esmé no está presente. Siente el alma contraída. Quizás ésa sea la esencia del pecado: conocer la condición del alma y experimentar un escozor dentro del cuerpo. Pero vergonzosamente nota su corazón ligero y eso hace que la mañana le parezca hermosa; el mar es un espejo gigante al otro lado de las ventanas y su falda de muselina resulta agradable al tacto. Le pregunta a la posadera, con astucia e intentanto mirarla directamente a los ojos, si tiene noticias de Olivier. La anciana afirma que monsieur ha salido temprano para dar su paseo y que ha dejado un sobre para Béatrice en la mesa del vestíbulo. Cuando ella va a mirar, la nota no está allí; tal vez la haya cogido él mismo para dársela. Luego le preguntará.
La mujer le sirve café caliente y panecillos, junto con una tarta de mermelada; esta mujer gruesa y de edad con vestido azul, de hombros gachos y encogida, tiene la edad de Olivier. Ella siente una especie de compasión por la anciana, con quien Olivier podría casarse como es debido y hacerla feliz. Entonces piensa en un pequeño episodio de la pasada noche, en algo, una caricia concreta que debe de haber durado dos o tres minutos como mucho, pero que se le ha quedado pegada a la piel. Pide con humildad si hay más mantequilla y oye que la mujer engulle su «
oui
» mientras inspira, y nota la presión de una mano cálida e impersonal sobre su hombro. Béatrice se pregunta por qué se siente más culpable viendo a esta desconocida, con su delantal y su aspecto satisfecho, que al pensar en Yves, el marido cargado de trabajo y ahora traicionado. Pero es cierto. Así es como se siente.
Y en ese instante aparece él; Yves Vignot. Es uno de los dos momentos más raros de la vida de Béatrice. Entra en el comedor como una alucinación, mientras se saca los guantes, tras haber dejado ya el sombrero y el bastón en algún lugar de la entrada; ahora ella recuerda haber oído que la puerta principal se abría y se cerraba. El pequeño hotel se llena de él, está en todas partes, su borrosa chaqueta oscura e impecable y barbuda sonrisa, su «Eh, bien!» Esperaba sorprender a Béatrice, pero la sorpresa que se lleva casi le causa un desvanecimiento. Por unos instantes, la agradable sala provinciana, un tanto tosca y moderna, se funde con sus habitaciones de Passy, como si el placer y la culpa de Béatrice hubieran atraído a su marido hacia ella, o a ella hacia él.
—¡Vaya susto te has dado! —Yves tira sus guantes y se acerca a besarla, y ella logra levantarse a tiempo—. Lo lamento, querida. Debería habérmelo imaginado. —Su rostro está compungido—. Y todavía no estás del todo bien… ¿cómo se me habrá ocurrido darte una sorpresa? —Su beso en la mejilla es cálido, como si él supiera que esto hará que ella se recupere.
—¡Qué sorpresa tan agradable! —consigue ella decir—. ¿Cómo has hecho para escaparte?
—Les he dicho que mi querida esposa estaba enferma y que necesitaba ocuparme de ella. ¡Oh! No es que haya mencionado ninguna enfermedad grave, pero el supervisor ha sido bastante comprensivo y como todos los demás están a mi cargo… —Sonríe.
A ella no se le ocurre nada que pueda decir sin un temblor o sin que parezca mentira. Afortunadamente, él está feliz de verla y encantado con la aventura del viaje, así que cuando se sientan de nuevo frente al frío café de Béatrice, él ya ha concluido que ella tiene mejor aspecto del esperado y que la vía del tren es mejor de lo que recordaba, y que está muy contento de no estar en la oficina. Después de lavarse las manos, tomarse dos tazas de café y una gran ración de pan, mantequilla y tarta de mermelada, le pide ver su habitación. Él ya se ha reservado otra; no quiere invadir el pequeño reino de su mujer, añade mientras le da un apretón en el hombro. Yves es tan corpulento, tan serio y, sin embargo, alegre, con su poblada y bien recortada barba. ¡Es tan joven!, piensa ella.
Al subir por las escaleras él le rodea por la cintura con un brazo. La ha echado de menos, le dice, incluso más de lo normal. No es que hubiera pensado que no la echaría de menos, pero la ha añorado incluso más que eso. Su alegría hace que a ella le entren ganas de llorar. Béatrice había olvidado la seguridad que le proporciona su brazo, lo fuerte que es; lo recuerda ahora, al notarlo. En su habitación, él cierra la puerta cuando entran y elogia todos los arreglos que ha hecho Béatrice con la despreocupación de quien está de vacaciones: las conchas que ha coleccionado para el tocador, el pequeño y lustroso escritorio donde dibuja si hace mal tiempo. Ella se entretiene lo máximo posible en la explicación de cada una de estas cosas. Él la escucha hasta el final, de pie y sonriente.
—Ahora que te veo mejor, tienes un aspecto maravillosamente saludable. Tienes auténticas rosas en tus mejillas.
—Bueno, he salido a pintar prácticamente cada mañana y cada tarde. —A continuación le enseñará sus lienzos.
—Espero que Olivier vaya contigo —comenta con cierta seriedad.
—¡Pues claro que viene! —Béatrice encuentra el lienzo de las barcas de las primeras sesiones y se lo deja ver—. De hecho, me ha animado para que pinte todos los días, a condición de que me abrigue bien. Siempre me acuerdo de abrigarme.
—Es precioso. —Sostiene el cuadro un momento, y ella siente una punzada al pensar lo positivo que él ha sido siempre, mucho antes de que Olivier apareciese. Luego lo deja con cuidado, consciente de que aún no está seco, y le coge de las manos—. Y tú estás radiante.
—Aún estoy un poco cansada —asegura Béatrice—, pero gracias.
—Al contrario, has recuperado el color… es más, vuelves a ser tú. —Yves encierra las manos de Béatrice en las suyas, ahora con firmeza, y le da un largo beso. Para ella sus labios son algo natural y atemorizante. Él le rodea la cara con las manos y la vuelve a besar, acto seguido se quita el abrigo mientras musita que aún no se ha bañado. Echa el pestillo de la puerta y corre las cortinas. El viaje y la liberación del trabajo le han devuelto la juventud, afirma Yves, o eso cree ella que dice, porque lo oye a través de la cortina de su pelo (se le han aflojado las horquillas) y luego otra vez mientras él se desabotona, se deshebilla y se desabrocha, mientras dibuja una línea que desciende por su cuerpo sobre la cama y la toma con su estilo lento y prosaico, mientras ella tarda en encenderse, como es habitual, y el hueco que hay entre ellos se acorta con una familiaridad feroz pese a las imágenes que ella ve tras sus párpados. Hace meses que Yves no la toca, y ahora Béatrice se da cuenta de que probablemente él se haya estado conteniendo, preocupado por su salud. ¿Cómo había podido pensar otra cosa?
Por fin, él duerme apoyado en su hombro durante varios minutos, un hombre cansado y sorprendentemente joven con una cuenta bancaria creciente, un hombre que ha hecho un paréntesis en su vida y se ha subido a un tren para estar de nuevo cerca de ella.
92Apreciado Monsieur Robinson:
Le ruego que disculpe esta carta de un extraño. Soy psiquiatra y trabajo en Washington D.C.; desde hace poco me ocupo del tratamiento de un distinguido artista norteamericano. Su caso es bastante atípico, y parte del mismo gira en torno a una obsesión por la pintora francesa impresionista Béatrice de Clerval. Tengo entendido que tuvo usted una relación personal a la vez que profesional con ella y que colecciona sus obras, incluido el lienzo conocido como
El rapto del cisne
.¿Le importaría que el mes que viene fuera a verlo a su casa de París durante aproximadamente una hora? Le agradecería mucho que pudiera ayudarme dándome un poco más de información sobre su vida y su obra. Podría ser sumamente importante para mí de cara al cuidado de mi prestigioso paciente. Por favor, hágamelo saber lo antes posible.
Le saluda atentamente,
Andrew Marlow
doctor en medicina
Marlow
En parte para distraerme de las visiones y en parte para ver qué estaba haciendo, fui a ver a Robert una vez de tantas. Había ido aquella mañana, un viernes. Cuando volví por la tarde a su habitación, me lo encontré de pie frente al caballete que yo le había dado. La semana había sido larga y había dormido fatal. ¡Ojalá Mary viniese más a menudo!; me daba la impresión de que en sus brazos siempre descansaba bien. Como de costumbre, pensé en ella al entrar en la habitación de Robert. Es más, me pregunté cómo era posible que él me mirara y no viera los secretos que guardaba, lo que me recordó lo poco que sabía realmente de él. No podía oír su vida a través de esa ropa vieja y bien lavada, de su raída camisa amarilla y pantalones manchados de pintura, o ni tan siquiera a través del color tostado de su cara y sus brazos bajo las mangas arremangadas, o los rizos de su pelo con hebras de plata. Ni siquiera podía conocerlo a través de los ojos enrojecidos y cansados con los que me desafiaba. Si me faltaba información, ¿cómo iba a darle el alta? Y aunque se la diera, ¿cómo iba a dejar de hacerme preguntas acerca de su amor por una mujer que llevaba muerta desde 1910?
Hoy la estaba pintando (hasta ahí nada nuevo) y me senté en el sillón a observar. Robert no giró el caballete hacia el otro lado. Supuse que era por una especie de orgullo, como su silencio. Ella no tenía rostro; Robert estaba aún pintando el color rosado de su vestido y perfilando el sofá negro sobre el que estaba sentada. Parte de su habilidad consistía en pintar sin modelos, comprendí. ¿Había sido ése uno de los regalos que ella le había hecho?
De pronto, me sulfuré. Me levanté del sillón de un salto y di un paso hacia delante. Él pintaba con el brazo levantado, moviendo el pincel, ignorándome.