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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

El pueblo aéreo (8 page)

BOOK: El pueblo aéreo
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En cuanto al río, sus aguas eran cristalinas y de corriente tranquila, en las que flotaban troncos caídos y macizos de hierbas arrancadas a las márgenes.

Al mirar las aguas, John recordó que la noche anterior había oído la palabra ngora repetida varias veces. En vano sus ojos buscaron rastros de seres humanos en los alrededores de la gruta. Entonces pensó que había dormitado por algunos instantes, soñándolo. Por este motivo nada dijo a sus compañeros del incidente. Dirigiéndose al francés, exclamó:

-Tendrás que pedir perdón a Khamis por haber dudado de su palabra, Max.

-El hecho es que nuestro guía tenía razón y yo me alegro de haberme equivocado. Esto nos aliviará el viaje notablemente.

-¡Un momento! ¡Yo no he afirmado semejante cosa! -intervino el guía-. Aún puede haber caídas de agua, rápidos…

-No busquemos el lado malo de las cosas. Buscábamos un río y lo tenemos. Es suficiente. Si las cosas empeoran, adoptaremos otra actitud.

Ahora nos conviene ponernos a construir una balsa de inmediato…

-Desde esta mañana pensaba comenzar el trabajo -repuso Khamis-. Y si ustedes quieren ayudarme. . .

-¡Naturalmente! Pero tal vez resulte mejor que mientras nosotros construimos la balsa, Max se dedique a cazar unos cuantos animales que nos permitan viajar sin problemas alimenticios.

-Es urgente que lo hagamos -exclamó el francés seriamente-. Ya no nos queda nada…¡este chico es un goloso de marca mayor y ha terminado con todas las provisiones!

-¡Yo … ! ¡Pero, Max… .! -el chico había tomado en serio la broma y pareció afectado por lo que creía un reproche.

-¡Vamos, criatura! Tú sabes que estoy bromeando… Ven conmigo:

entre los dos no dejaremos un solo antílope en las costas, y si tenemos un poco de suerte, conseguiremos también traer algún pescado para variar el menú.

-Tengan cuidado con los cocodrilos -advirtió Khamis-, y también de los hipopótamos…

-¡Caramba, un buen asado de hipopótamo no nos vendría mal! Después de todo, debe de tener la carne parecida al cerdo…

-Sí, pero tienen un carácter de mil demonios… cuando se irritan son peligrosísimos -Si llegas a percibir algún peligro, regresa de inmediato -dijo John, que conocía el espíritu aventurero de su amigo.

-Quédate tranquilo. Ven, Llanga.

-Cuida a Max, hijo, mío -agregó el norteamericano, palmeando la cabeza de su protegido.

Max tomó el rifle y verificó la carga, cruzándose la cartuchera sobre el hombro izquierdo.

---Cuide las municiones, señor Max -le aconsejó el guía.

-Ya lo sé, Khamis. Es realmente una lástima que la Naturaleza se muestre tan poco previsora y al crear el árbol del pan no haya hecho crecer también una planta que en lugar de producir frutas tenga en sus ramas bolsitas con balas…

Con esta observación de indudable certeza, Max y Llanga se alejaron, siguiendo una especie de sendero que bordeaba la orilla. Pronto estuvieron fuera de la vista de sus compañeros.

John Cort y Khamis se ocuparon entonces en buscar madera apropiada para la construcción de una balsa. Pese a que por falta de medios no podía ser más que algo muy rudimentario, siempre resultaba imprescindible juntar los elementos necesarios.

El guía y su compañero no poseían más que un hacha y sus cuchillos de monte. Con semejantes utensilios era bien difícil atacar a los gigantes de la selva, pero Khamis contaba con utilizar las grandes ramas caídas y los troncos en las mismas condiciones, uniendo todo por medio de lianas, tierra mojada y paja. Una plataforma de cuatro metros de largo por tres de ancho sería suficiente para transportar a tres hombres y un chiquillo, sobre todo considerando que planeaban pernoctar en tierra diariamente.

En el pantano había cierta cantidad de árboles caídos, y Khamis lo había observado ya durante la víspera, calculando la utilidad que podían Aportar.

Tras arrojar una última mirada a la costa, en sus dos direcciones, verificando que todo parecía tranquilo y silencioso, el guía y el norteamericano se pusieron en marcha.

Apenas habían hecho un centenar de pasos cuando se encontraron ante un montón de madera en condiciones de flotar. El problema mayor que se les planteaba era el conseguir llevar aquellos troncos hasta la orilla del río; en caso de que resultaran demasiado pesados, tendrían que esperar, el regreso de Max Huber.

Entretanto todo hacía suponer que el francés estaba cazando exitosamente.

Una detonación acababa de escucharse, y la habilidad de Max con las armas de fuego permitía pensar que el disparo no había sido inútil.

Khamis y John se ocuparon ante todo en seleccionar las mejores ramas y troncos, cuidando que no hubieran estado demasiado tiempo en el pantano, y estaban dedicados de lleno a esta tarea, cuando la voz de Max se dejó escuchar, seguida por la de Llanga.

-Son ellos. . . -exclamó John.

-Nos llaman… ¿habrá ocurrido algo? -agregó Khamis. El norteamericano palideció levemente y empuñó su rifle. El guía lo imitó.

Sin hablar, ambos echaron a correr, atravesando el pantano y llegando hasta la gruta. Desde allí, mirando río abajo, vislumbraron a Max y Llanga, que estaban inmóviles sobre la orilla. Ningún ser viviente, hombre o animal, estaba cerca de ellos.

John y Khamis corrieron hacia sus compañeros, franqueando los cuatrocientos metros que los separaban. Max los recibió con una simple observación:

-¿Qué me dicen si no hay necesidad de trabajar en la construcción de la balsa?

-¿Por qué? -inquirió Khamis, jadeante.

- ¡Porque ya tenemos una… en bastante mal estado, pero utilizable aún!

Y el francés, mientras hablaba, señaló hacia la orilla, donde había encallado una especie de plataforma de madera, con planchas, listones y troncos, sujetos con cuerdas y lianas.

- ¡Una balsa! -gritó John Cort, entusiasmado.

-No cabe duda -agregó Khamis.

No cabía duda alguna sobre el destino que había tenido aquella construcción.

-¿Habrán descendido los indígenas del Ubangui el curso de este río? -se preguntó el guía intrigado.

-Indígenas o exploradores -repuso John-, pero la verdad es que si hubiera llegado una partida de viajeros blancos hasta aquí, lo sabríamos.

-Pero todo eso no tiene importancia para nosotros -lo interrumpió Max-. Lo real es que tenemos una balsa a mano. Ahora hay que averiguar si nos sirve o no.

-Tienes razón.

De inmediato el guía se dejó caer sobre la construcción, cuando un grito de Llanga lo detuvo. El chico se había alejado una docena de pasos, y ahora corría hacia los tres hombres sacudiendo en la mano un pequeño objeto.

Un instante después John Cort lo examinaba con aire incrédulo:

era un candado de metal, herrumbrado y desprovisto de llave.

-Decididamente no se trata de una balsa hecha por los salvajes -exclamó Max-. Han sido hombres blancos los que utilizaron el río para llegar hasta aquí…

-Se habrán alejado tanto que ya no volvieron…-murmuró John.

Aquélla era una conclusión lógica. La herrumbre que cubría el candado, el estado deplorable en que estaban las sogas y lianas de la balsa indicaban que había pasado bastante tiempo desde que sus dueños se alejaran de allí. Dos deducciones lógicas fueron de inmediato enunciadas por John Cort y sus compañeros las aceptaron sin discutir.

1) Exploradores o viajeros de raza blanca habían llegado hasta allí, utilizando la balsa; 2) Por una razón desconocida esos viajeros habían dejado la balsa amarrada a la costa para reconocer la orilla.

Pero en cualquier caso, lo cierto era que no habían regresado. Ni John ni Max recordaban haber tenido noticias, en los años que llevaban en el Congo, de semejante expedición. Por lo tanto, allí había un misterio de los que buscara con tanto ahínco Max Huber, y lo peor del caso era que no parecía de fácil solución.

Khamis, abandonando toda otra pregunta, se dedicó a estudiar cuidadosamente las maderas de la balsa, para asegurarse su resistencia.

En conjunto estaban en bastante buen estado, y con reemplazar a media docena de tablones podridos, el resto serviría.

Así pues, la pequeña partida estaba en posesión de un vehículo fluvial que los transportaría cómodamente hasta el Ubangui.

Mientras Khamis estudiaba las reparaciones que convenían realizar, los dos amigos conversaban sobre aquel artefacto encontrado en circunstancias tan curiosas.

-No cabe error posible -repetía John Cort-. Ya otros blancos reconocieron la parte superior de este curso de agua. La balsa puede ser obra de indígenas, pero nunca el candado.

-Tal vez haya algún otro objeto que nos acerque más a la verdad -dijo entonces Max.

-Max… Max… sigues dejándote llevar por tu imaginación…

-¡Caramba, John! Tenemos que buscar los restos de algún campamento. Tiene que haber señales de nuestros predecesores.

-En tal caso vamos al recodo del río.

-Me parece bien. No me extrañaría que. . .

-¡Khamis! -llamó John Cort.

El guía se acercó a los dos amigos.

-¿Qué tal está la balsa? -inquirió el norteamericano.

- Podremos repararla sin mayores inconvenientes. Ahora mismo buscaré la madera necesaria.

-Antes de ponernos a trabajar -invitó Max-, descendamos a lo largo de la costa en busca de más indicios. Puede que encontremos algún utensilio con marca de fábrica que señale su origen.

-¡Sea! ¿No hay inconveniente en que nos alejemos algo, Khamis?

-Con tal que no pasemos del recodo del río… teniendo una balsa a nuestra disposición, es una lástima caminar inútilmente.

-Comprendido. Cuando estemos en viaje podremos estudiar las dos costas para ver si vislumbramos alguna señal de seres humanos.

Los tres hombres y el niño echaron a andar siguiendo la orilla, que formaba una especie de dique natural entre el río y el pantano.

Mientras caminaban no dejaban de mirar a tierra, en busca de algún objeto, alguna huella que indicara que por allí había pasado anteriormente un hombre.

Pese a tan rigurosa inspección, tanto en una como en otra orilla, no se advertía la menor señal que sirviera de indicio para formar juicio al respecto. Cuando Khamis y sus compañeros llegaron a la primera hilera de árboles, fueron recibidos por los gritos de una tribu de monos, que no parecieron muy sorprendidos ante la aparición de seres humanos.

Empero, escaparon tras gritar unos minutos.

-Pero después de todo, no creo que la balsa haya sido construida por una banda de monos -dijo John Cort tranquilamente -. Y por adelantados que estén los simios de esta parte de África, no pueden haberse acostumbrado a usar candados.

-Y tampoco jaulas --agregó Max.

-¿Jaulas? -gritó John-. ¿Qué quieres decir?

-Me parece distinguir, entre la espesura, la forma de algo que si no es una jaula, ¡yo soy un mandril!

-Puede ser un hormiguero gigante, Max…

-No, el señor Max no se equivoca -terció Khamis -. Entre la maleza hay una jaula… o tal vez una cabaña cuyo frente tiene rejas.

-¡Jaula o cabaña, veámosla! -exclamó Max Huber.

-Sí, pero hagámoslo con prudencia. Vayamos al abrigo de los árboles -le contestó el guía.

-¿Qué podemos temer? -inquirió el francés, azuzado por la impaciencia que derivaba de su temperamento fogoso y aventurero.

Por lo demás, el paraje estaba desierto. Lo único que se escuchaba era el canto de los pájaros y los chillidos de los simios en fuga. Ninguna señal de campamento reciente o no, se advertía en el linde del bosque.

La extraña construcción se mostraba parcialmente cubierta por las mimosas, con su techo inclinado, que desaparecía bajo una capa de hierbas amarillentas no presentando ninguna entrada lateral. Las lianas tapaban sus paredes hasta la base.

Lo que le daba aspecto de jaula era la reja, o mejor aún, el enrejado de su frente, semejante a las verjas que en los zoológicos separan a las fieras del público.

Ese enrejado tenía una puerta, que en aquellos momentos estaba abierta. Su interior estaba vacío.

Esto lo advirtió Max Huber, que, naturalmente, había sido el primero en acercarse, precipitándose antes que sus compañeros.

Algunos utensilios estaban desparramados por tierra. Una marmita en bastantes buenas condiciones, un escalfador, una taza, tres o cuatro botellas rajadas, una manta de lana en pésimo estado, un hacha herrumbrada y un estuche para anteojos en tan mal estado que resultaba imposible leer el nombre del fabricante.

En un rincón se veía un cofre de cuero, cuyo interior debía de estar bastante preservado, si contenía algo.

Max lo alzó, trató de abrirlo y no pudo. Los bordes metálicos estaban tan oxidados que se habían adherido. Fue, pues, necesario introducir entre ambas partes la hoja de un cuchillo para poder separarlas.

El cofre contenía una libreta en buen estado de conservación, sobre la que había dos palabras impresas en gruesas letras, Max Huber leyó en alta voz:

-«Doctor Johausen».

8. EL DOCTOR JOHAUSEN.

Si ninguno de los tres hombres alzó la voz para repetir aquel nombre, fue a causa de la sorpresa que siguió al descubrimiento. En verdad fue una revelación. Descubría los velos de un misterio que rodeaba a la más fantástica tentativa científica moderna, en que se mezclaban lo seno y lo ridículo estrechamente. Tal vez cabe agregar, lo trágico, pues parecía haber tenido un final deplorable.

Tal vez el lector ha tenido noticias de la experiencia que pretendiera realizar el norteamericano Gardner para estudiar el lenguaje de los simios y dar a sus teorías una base real. El nombre del profesor, los artículos aparecidos en la revista Haysers Weekly de Nueva York, el libro publicado en Inglaterra y leído en todo el mundo, no eran elementos fáciles de olvidar, particularmente para dos habitantes del Congo como Max y John.

-¡Es él, por fin! -gritaron los dos amigos simultáneamente.

«El» era para ellos el doctor Johausen. Pero antes de hablar del doctor, veamos lo que pretendía el sabio norteamericano Gardner.

Antes de partir para el Continente Negro, Gardner había entrado en contacto con el mundo de los simios. De sus largas y minuciosas observaciones, el profesor había llegado a la conclusión de que los monos hablaban, se comprendían y poseían un lenguaje articulado. En el interior del Jardín Zoológico de Washington, el sabio había hecho grabar en discos fonográficos las supuestas conversaciones de los monos allí cautivos. Así había llegado a una conclusión: los cuadrumanos, a diferencia de los hombres, no hablaban más que cuando tenían necesidad de hacerlo.

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