Read El protocolo Overlord Online
Authors: Mark Walden
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción
—¡Es usted una arpía vieja y falsa! —exclamó enfurecida Shelby, que sin duda había llegado a la misma conclusión que Laura—. Cómo ha podido hacerlo, ha…
—Señorita Trinity, estese callada —dijo la condesa con una voz entrelazada de siniestros susurros.
Shelby continuó moviendo la boca durante unos instantes, como si tratara de formar palabras sin poderlas pronunciar. Laura, por su parte, no dijo nada y se limitó a mirar enfurecida a la condesa mientras su mente trabajaba febrilmente tratando de encontrar una salida a aquella situación.
—Así está mejor —dijo con una sonrisa la condesa—. Y ahora, ¿qué tal si nos subimos a una de esas embarcaciones que la escuela ha tenido a bien proporcionarnos y nos ponemos en marcha?
Laura sintió otro empellón en la espalda; era Tackle forzándola a avanzar hacia la motora que tenían más cerca.
La condesa, con un rictus de triunfo en el semblante, observó cómo las dos chicas eran conducidas a bordo.
—Ahora siéntense y permanezcan en silencio —ordenó.
Al instante, Laura sintió que su voluntad se esfumaba. Por mucho que se esforzara, era incapaz de mover un solo músculo o de hacer ruido alguno. La sensación resultaba de lo más perturbadora.
—Bien, coronel, me parece que ya es hora de que usted y sus dos alumnos comprueben que nuestra póliza de seguros está en su sitio —dijo la condesa, volviéndose hacia Francisco—. Ya sabe lo que tiene que hacer.
—Sí, condesa —respondió él con tono monocorde.
Acto seguido, se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada de los muelles con Block y Tackle a la zaga.
La condesa se los quedó mirando mientras salían y luego se volvió hacia sus dos alumnas, que seguían paralizadas a bordo de la embarcación.
—Qué estupendo, ¿verdad? Ya estamos las chicas solas —dijo con sarcasmo mientras se colocaba detrás de los mandos de la motora.
Ninguna de las dos chicas estaba en condiciones de dar una respuesta, pero sus ojos teñidos de odio valían más que mil palabras.
La condesa accionó la llave de contacto y los potentes motores arrancaron. Luego se llevó la agenda electrónica a los labios.
—Activación del protocolo de seguridad de emergencia de HIVE, Sinistre Delta Uno —dijo, y luego volvió a guardarse el aparato en el bolsillo.
La pared de roca que se alzaba al otro extremo del embarcadero se elevó y Laura vio el cielo azul y la inmensa extensión del mar, que se perdía en el horizonte.
Cuando la condesa aceleró el motor y guio la embarcación hacia la abertura, las sirenas de alarma comenzaron a sonar por toda la escuela.
—Q
ué demonios —soltó el jefe de seguridad Lewis al ver que, uno por uno, los monitores que mostraban imágenes de todas las partes de la escuela parpadeaban y luego se quedaban en negro.
—La red de seguridad está ejecutando una rutina desconocida —le informó un técnico desde una terminal de trabajo cercana—. La retícula se está desconectando.
La puerta de la sala de emergencias se abrió. El doctor Nero entró precipitadamente y se dirigió a la terminal libre que tenía más a mano. Tecleó una sucesión de comandos y después estrelló un puño contra el teclado.
—Maldita María —bufó.
Era demasiado tarde. Le había expulsado del sistema usando su autorización ejecutiva y ahora era la única persona que podía reiniciarlo.
—Los dormitorios de los estudiantes están siendo bloqueados —anunció desconcertado otro técnico de seguridad.
—La malla defensiva también está desconectada —informó otra voz—. Todas las baterías externas se están desactivando.
—La mente acaba de entrar en modo de espera. No acepta comandos remotos.
Nero observaba con impotente furia cómo su escuela se iba quedando indefensa a su alrededor.
—Todos los puntos de acceso externos se están abriendo —dijo el jefe de seguridad con un deje de pánico en la voz—. ¿Seguimos teniendo imágenes de las cámaras exteriores?
—Sí, señor. Ahora mismo están explorando el perímetro —llegó la respuesta desde el otro extremo de la sala—. Por ahora no se ve nada, está todo despejado… Un momento… Hay algo cerca de la costa meridional.
—Póngalo en pantalla —ladró Lewis.
En la pantalla apareció una minúscula lancha que se alejaba rugiendo de la isla. El teleobjetivo de la cámara acercó la imagen y Nero distinguió a los mandos la inconfundible figura de la condesa. Sentadas tras ella había dos figuras más pequeñas, vestidas con los monos negros del nivel Alfa.
—¿Adónde va? —dijo Lewis con auténtica perplejidad—. No es más que una lancha patrullera, no tiene combustible suficiente para llegar a tierra.
A modo de respuesta a esta pregunta, se produjo una extraña reverberación en la superficie del océano y, acto seguido, un inmenso barco de guerra negro se materializó como por arte de magia.
Nero comprendió de golpe hasta qué punto habían sido más astutos que él. Cypher había llegado y la escuela se hallaba indefensa.
Nigel y Franz deambulaban con lentitud por el patio medio desierto de su zona residencial. Desperdigados por la caverna había unos pocos estudiantes, sentados en sofás o en sillas, pero la gran mayoría de los alumnos de HIVE o bien dormía o bien acababa de despertarse. Franz se había despertado temprano, quejándose de que tenía hambre, como hacía siempre que la noche anterior habían tenido una simple ensalada para cenar. Y en cuanto a Nigel, hacía mucho que había aprendido que era inútil tratar de seguir durmiendo mientras Franz realizaba su rutina matinal, así que, cuando su compañero llevaba ya dos minutos cantando en la ducha, también él se había levantado, aunque de mala gana.
—Aún falta casi una hora para el desayuno —señaló Franz—, pero puede que sea una buena idea coger sitio en la cola ya, ¿no?
—No habrá ni cola todavía —repuso Nigel en un tono un poco malhumorado—. Con que lleguemos cinco minutos antes basta. Mejor nos vamos a la biblioteca, hay un par de artículos nuevos sobre Química Orgánica que quiero consultar para ponerme al día.
—Jo, Nigel, te pasas todo el santo día en la biblioteca. Tendrías que hacer cosas más divertidas —dijo Franz como si tal cosa.
—La biblioteca es divertida —insistió Nigel, lamentando que Franz no compartiera su pasión por los libros—. Si pasaras un poco más de tiempo en ella, a lo mejor acababas entendiéndolo.
Las enormes puertas de seguridad que sellaban su zona residencial se habían abierto hacía unos pocos minutos, indicando, como de costumbre, que los estudiantes tenían libertad para deambular por los vestíbulos de la escuela antes de que comenzaran las clases. Nigel y Franz las cruzaron y accedieron al pasillo que había al otro lado. Casi en ese mismo instante comenzaron a sonar por todas partes las sirenas de alarma.
—¡Yo no he hecho nada! —soltó Franz mientras las alarmas aullaban.
Se oyó un chirrido y las puertas de seguridad comenzaron a descender para volver a sellar la zona residencial.
—Vamos —dijo Nigel—. Es una alerta de nivel alto. Probablemente no sea más que un simulacro, pero de todos modos tenemos que volver adentro.
—¡Ni loco! —exclamó Franz, retrocediendo para alejarse de las puertas que se cerraban—. Aún no se me ha olvidado lo que pasó la última vez que saltaron todas las alarmas y nos quedamos encerrados ahí dentro.
A Nigel tampoco. Aquel día habían acabado atrapados en su propia habitación mientras el devastador monstruo vegetal que él mismo había creado sin querer trataba de abrirse paso a golpes. Franz tenía razón, la experiencia no había resultado nada agradable.
—Bueno, no parece muy probable que eso vuelva a ocurrir, ¿no crees? —dijo Nigel con un leve tono de disculpa.
—No habrás estado haciendo experimentos otra vez, ¿verdad? —le preguntó con desconfianza Franz mientras miraba fijamente a Nigel entornando los ojos.
—Por supuesto que no —replicó muy ofendido Nigel al tiempo que sentía que le ardían las mejillas.
Las puertas de seguridad ya estaban medio cerradas; tenían que volver adentro.
—Bueno, yo pienso quedarme aquí —dijo con indignación Franz.
A Nigel le sorprendió verle tan resuelto, pero sabía que la única manera de volver a meterle en la zona residencial sería llevárselo a rastras y, dadas las masas relativas de cada uno de los muchachos, las leyes de la Física tendrían la última palabra.
—Vale, pero busquemos un lugar tranquilo donde esperar sentados a que se pase la alerta —dijo con nerviosismo Nigel mirando al fondo del pasillo, medio convencido de que iba a ver aparecer una patrulla de enfurecidos guardias de seguridad marchando hacia ellos.
—Excelente idea —repuso Franz con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Propongo el comedor!
—Ah, conque de eso se trataba, ¿eh? —dijo con incredulidad Nigel mientras las puertas de seguridad se cerraban del todo con un contundente golpe—. Lo que pasa es que no quieres perderte el desayuno.
—No, qué va —comenzó a decir débilmente Franz.
—A veces me cuesta trabajo creerte —dijo Nigel, furioso—. Me voy a la biblioteca y si en el camino nos encontramos una patrulla de seguridad, ya te ocuparás tú de explicarles por qué estamos fuera de nuestra zona residencial.
—Pero la zona de los comedores tiene una estructura mucho más sólida —prosiguió Franz mientras seguía a Nigel—. Sería una opción más segura en caso de emergencia.
Laura se quedó boquiabierta cuando el enorme barco se materializó ante ellas a un par de cientos de metros. Echó una mirada a Shelby, que lucía su misma expresión de asombro y movía lentamente la boca como si tratara de decir algo a pesar de la orden de mantenerse en silencio que les había dado la condesa hacía unos pocos minutos.
La lancha patrullera robada aminoró la marcha al acercarse al costado del misterioso buque y, entonces, una plataforma de abordaje descendió desde el nivel de la cubierta hasta quedar justo por encima de la superficie del agua. La condesa puso la motora a su lado y luego se volvió hacia las dos chicas. De nuevo empuñaba la pistola.
—Salgan —les ordenó con frialdad—. Como intenten hacer alguna tontería, yo misma me ocuparé de que sirvan de alimento a los tiburones.
Shelby y Laura salieron de la lancha patrullera y se montaron en la plataforma, seguidas de cerca por la condesa. Al instante, la plataforma volvió a alzarse hacia la cubierta del barco.
Cuando llegaron a la altura de la cubierta superior, las dos chicas se encontraron un comité de bienvenida aguardándolas: un hombre alto, que vestía un traje inmaculado y que llevaba la cara cubierta por una máscara oval lisa de un cristal negro muy pulido, flanqueado por unos esbeltos robots humanoides con un cuerpo de metal negro mate recubierto de planchas acorazadas.
—Condesa —dijo el hombre—, cuánto me alegro de volver a verla. Confío en que todo haya salido según lo previsto.
—Así es, Cypher. La isla está lista para que se apodere de ella.
Shelby emitió un ruido, que solo podría describirse como una especie de gruñido, y salió corriendo hacia Cypher. Los robots que tenía el hombre a cada lado reaccionaron al instante, interceptándola y reteniéndola con la fuerza de unas tenazas.
—¡Asesino! —exclamó Shelby con un grito ahogado mientras trataba inútilmente de zafarse de sus captores.
Laura dio un paso adelante, como si tratara de auxiliar a su amiga, pero otro de los guardias plantó sobre su hombro una de sus manos mecánicas y la puso de rodillas.
—Dos huéspedes inesperadas, qué encantador —dijo fríamente Cypher acercándose a Shelby.
—Sí, permítame que le presente a Shelby Trinity y a Laura Brand. Me han estado dando bastante la lata, así que decidí traérmelas a modo de seguro adicional —explicó la condesa.
Cypher cogió a Shelby de la barbilla con una mano. La mirada de la chica sugería que debía sentirse muy contento de que ella no estuviera en condiciones de ponerle las manos encima.
—Me temo, señorita Trinity, que dentro de muy poco HIVE va a ser clausurado para siempre, pero estoy seguro de que en el futuro habrá en mi organización una ocupación para alguien con su temple —dijo con una suficiencia irritante—. Entretanto, creo que lo mejor será que procuremos a estas dos damas un alojamiento muy seguro. Llevadlas al calabozo. Y ponedlas en celdas separadas.
—Tendrán que compartir celda —repuso uno de los guardias—. En este momento, la otra está ocupada.
—Muy bien —dijo rápidamente Cypher—, podemos concederles el pequeño placer de hacerse compañía. Lleváoslas.
Los guardias obedecieron de inmediato e, intensificando la presión ya de por sí molesta con la que sujetaban a las dos chicas, las condujeron hacia una trampilla que llevaba al interior del buque.
—Que las tengan bien vigiladas —le dijo la condesa a Cypher—, son más peligrosas de lo que pudiera parecer a primera vista.
—Acaso no lo somos todos, condesa —repuso Cypher volviéndose hacia ella—. Ha hecho un buen trabajo hoy, María, no se puede pedir más. Lo único que lamento es no haber podido ver la cara de Nero cuando se dio cuenta de que trabajaba para mí. Le doy mis más sinceras gracias.
—Guárdeselas, Cypher. Ya sabe que espero recibir una buena recompensa por todas las molestias que me he tomado.
—Descuide, María. Para cuando finalice el día estaré en condiciones de darle lo que quiera. Este es el inicio de una nueva era.
La condesa no hizo ningún comentario. De pronto se apreciaba un alarmante deje de fanatismo en la voz de Cypher. Pero se dijo a sí misma que tampoco había de qué preocuparse: al fin y al cabo, ya había trabajado antes con gente mucho más desequilibrada que Cypher y, en último caso, siempre podía cobrarse ella misma lo que se le debía.
Un hombre con uniforme de marino se acercó e hizo un enérgico saludo militar cuando Cypher se volvió hacia él.
—Sí, capitán, ¿qué pasa?
—Su helicóptero se encuentra en la plataforma de despegue y todos los lanzamisiles están listos, señor. Solo falta que dé la orden.
Cypher miró la isla que se alzaba a menos de una milla de distancia.
—La orden está dada, capitán. La orden está completamente dada.
El Sudario
localizó el buque de Cypher en cuanto se desprendió de su camuflaje termo-óptico, así que Raven y Otto ya sabían que habían llegado demasiado tarde incluso antes de ver cómo el buque de guerra tomaba posiciones junto a la costa de la isla. Desde que dejaron la base de Cypher no habían vuelto a tener ningún contacto con HIVE. A Raven solo le había dado tiempo de avisar a la escuela de que el buque estaba en camino antes de que la transmisión quedara reducida a un chisporroteo de electricidad estática. Ahora todos se temían lo peor.